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viernes, 27 de junio de 2014

Tinkunaco 0891/14 - [Libro] Transnacionalización y desnacionalización. Ensayos sobre el capitalismo contemporáneo

LaHaine.org


marxismocritico.com

Rafael Cervantes Martínez, Felipe Gil Chamizo, Roberto Regalado Alvarez y Rubén Zardoya Loureda :: Prólogo de Enrique Ubieta Gómez
PRÓLOGO A LA EDICIÓN CUBANA

“No cabe duda de que la tendencia del desarrollo es hacia un trust único mundial, que absorberá todas las empresas sin excepción y todos los Estados sin excepción”. No son palabras de Bill Gates, en este “globalizado” inicio de milenio, fue Lenin quien las dijo en 1915, un autor que el mercado de las ideas ha declarado obsoleto con premura sospechosa. A Vladimir Ilich Lenin dedican los autores este militante análisis del imperialismo contemporáneo, así, sin titubeos en el uso de palabras que suenan como disparos en los salones marmóreos de la Academia ahora posmodernizada, con suculentos premios y ediciones de lujo para los bien portados. Porque el lector, sin dudas, tiene un libro raro y útil en las manos, un libro que no reniega o enmascara su vocación subversiva —o quizás mejor deba decirse, revolucionaria—, no como dejación del espíritu científico sino como reafirmación suya: la ciencia, la verdad, al servicio del ser humano, en su expresión concreta e histórica, es decir, en defensa de los explotados, de los condenados o de los pobres de la tierra, con quienes nuestros hombres y mujeres mayores han “echado su suerte”.

Para arribar a conclusiones verdaderamente científicas —parecen decir los autores—, hay que cerrar de vez en vez el gabinete abarrotado de libros “nuevos” y pegar el oído a la tierra, leer entre líneas la prensa mundial, visitar las fábricas, la bolsa de valores, escuchar a las madres argentinas de la Plaza de Mayo o asistir a la marcha del pueblo combatiente en la sitiada Habana, y tomar partido. Hay que liberarse, como sugería Martí, de la dictadura de las modas con que la seudociencia pretendidamente “pura”, “incontaminada”, intenta seducirnos. Hay que huir de la “ciencia” que enreda la vida en la telaraña de la retórica, hasta hacerla desaparecer, para que el capital-araña pueda tranquilamente devorarla. Se trata, como pedía el viejo y siempre joven Marx, de entender el mundo para transformarlo. Entonces su doctrina se revela insuperada y necesaria y puede uno prescindir de todos los eufemismos, de los conceptos de salón, elegantes y comedidos como sus expositores, y llamar al pan, pan y al vino, vino. “De modo que ‘globalización’ en modo alguno constituye una nueva categoría —escriben los autores de este libro—, una nueva tendencia o forma histórica de organización de las relaciones sociales de producción material y espiritual, sino apenas una nueva manera de designar un proceso histórico de larga data, intuido por la filosofía de la historia de los siglos XVIII y XIX y explicado científicamente por Marx y Engels”. Afirmación que resulta conclusión y premisa desmitificadora en estas páginas: la globalización no existe en sí o por sí, sino como “transnacionalización desnacionalizadora del capitalismo monopolista de Estado” y sus manifestaciones tecnológicas, culturales, políticas, son apenas momentos de ese proceso, que sólo puede entenderse cabalmente en su unidad.

Mientras el capital financiero desnacionaliza y supedita a los estados menores con la ayuda de los mayores, en interés de su ilimitado acrecentamiento y en detrimento de las necesidades materiales y espirituales de los pueblos —la televisión, el cine, la prensa, la literatura y la “ciencia” de salón— nos convencen de que la quiebra de las fronteras y el irrespeto a la soberanía de las naciones es un resultado “natural” e incluso deseable de la tecnología. Confundido ante el alud de términos imprecisos que cercan al hombre común, mi hijo adolescente me comentó un día en ese tono semiinterrogativo de las afirmaciones que esperan ser confirmadas, pero Papá, la globalización es inevitable y a fin de cuentas buena, ¿no? Y yo, provocativo, sabiendo que tampoco así me desembarazaba de la trampa terminológica, le pregunté: ¿qué globalización? En efecto, Internet convierte en “vecinos de barrio” a ciertos hindúes y a ciertos japoneses, a ciertos australianos y a ciertos brasileños.

Pero el espejismo se desvanece cuando constatamos las cifras reales: “en el mundo de la fibra óptica y las computadoras de enésima generación —dicen los autores—, casi dos terceras partes de la humanidad nunca ha levantado un teléfono y más del 98% de ella jamás ha visto una de las imágenes de Internet”. Como ha señalado Fidel, 378 ricos poseen hoy tanto dinero como el que ganan en un año 2 600 millones de personas. Vuelvo a preguntar entonces, ¿de qué globalización se nos habla?

Podría argüirse con razón que hoy el mundo es más interdependiente, que las crisis financieras o las guerras locales adquieren en días, en horas, consecuencias mundiales, que tras la caída del socialismo soviético y europeo el Estado imperialista más poderoso del planeta dicta órdenes y organiza cruzadas bélicas para corregir cualquier comportamiento “indebido”, asumiendo de hecho funciones de gendarme mundial de las transnacionales, las que a su vez controlan las inusitadas posibilidades que la tecnología abre a las comunicaciones e invaden la conciencia de millones de personas con su mensaje manipulador y reductor, pero eso, en buen español, ¿no es la transnacionalización del capital monopolista que debilita o redefine, sí, las funciones clásicas de la mayor parte de los estados del mundo, pero fortalece las de unos pocos, la de los gendarmes?, ¿no es peligroso confundir la “universalización” del más feroz neoliberalismo con el noble concepto de la globalización? ¿aceptaremos la globalización del despojo y de la exclusión como la forma inevitable de integración de la cultura humana?

Situémonos por un instante fuera del alcance de las ondas de radio y de televisión, más allá de cualquier conexión telefónica, en un lugar donde no circulan autos ni periódicos, ni hay caminos, ni instalaciones eléctricas. No es un lugar inventado. Puede ser Cimientos, una aldea ixil situada en la cumbre de una montaña sobre la selva guatemalteca del Quiché a la que sólo se puede llegar tras cinco fatigosas horas de ascenso. Puede ser río Coco arriba o abajo, en alguna de las comunidades misquitas que sobreviven, como hace dos siglos, de la pesca y la caza y de una agricultura de autoconsumo, entre dos países ajenos, Honduras y Nicaragua. Ese lugar puede hallarse en Haití o en Bolivia, y también en las supuestamente ricas (en recursos) Venezuela o Brasil. Es, de cierta forma, la inmensidad territorial del África subsahariana. No son islotes de silencio en el mar de la abundancia.

Es más bien lo contrario: por mucho que nos parezca insólito o exagerado, la fastuosidad deslumbrante de las ciudades modernas, simbolizada por París o Nueva York, es el verdadero islote de luz que las trasnacionales de la información nos venden como tierra firme. ¿Cómo explicar que en un solo barrio de Nueva York, en Manhattan, existan tantos teléfonos como en todo el continente africano?, ¿o que las carreteras de Bélgica estén más iluminadas que muchos países del mundo? Algunas fotos tomadas de noche desde el cosmos a nuestro planeta, revelan una zona de luz en el norte y otra de sombras en el sur. Pero hay también sombras fantasmales en las zonas de luz.





“La economía natural o de autoconsumo (…) es aquella en que la mayor parte de lo producido está destinada al consumo directo —dicen los autores del libro—. Este modo de producción ancestral —cuyas formas clásicas se conservan aún en las tribus indígenas de América y África, y en las comunas patriarcales de Asia— incluye, de forma total o parcial, la actividad económica de cientos de millones de campesinos, poseedores o no de tierra, a los trabajadores independientes y a los subasalariados, franja de la población mundial esta última que ha ido adquiriendo un singular relieve social”. En esas comunidades indígenas, aparentemente inmóviles en el tiempo, los niños descalzos suelen llevar sobre el vientre inflamado un pulóver que dice París, o Mickey Mouse o Rambo. No se alimentan bien, pero toman Coca Cola. Sus habitantes no se enteran de lo que sucede más allá de cinco o seis leguas a la redonda, pero cuelgan en las paredes de bambú o barro de sus chozas, la imagen sonriente y pulcra de algún candidato a senador o a presidente, si un señor de paso les ofrece a cambio algunas libras de carne de res.

Si las transformaciones del mundo son dispares, si la elegante dama de aquel salón parisino nada tiene que ver con la mujer ixil que ahora mismo prepara la masa de maíz para hacer tortillas, rodeada de ocho hijos descalzos y mugrientos en la selva guatemalteca; si el ritual mágico religioso del vudú haitiano parece muy distante de la pulcra civilidad del catolicismo que coloca una tabla acolchonada para sostener las finas rodillas blancas de sus creyentes, el capital en su movimiento continuo ensarta como aguja mágica todos los segmentos de la vida humana, convenciéndonos no sólo de que la humanidad es una en su diversidad, sino demostrando además que la modernidad —viejo eufemismo del modo de producción capitalista— existe como lucha de contrarios. No hay una modernidad capitalista por alcanzar, porque ésta presupone la existencia de dos mundos, el rico y el pobre, la ciudad de las luces y la oscura selva: “El capitalismo —dicen los autores— es incapaz de homogeneizar la economía mundial”. Más aún, “estas formas económicas (naturales o de autoconsumo) no se encuentran, en modo alguno, en vías de extinción, sino se hallan subordinadas orgánicamente al capitalismo monopolista trasnacional y constituyen condiciones de su existencia”.

Pero el asunto se torna verdaderamente paradójico si constatamos que el pleno desarrollo de la libre concurrencia acaba por frenar y ahogar… la libre concurrencia. “Por su naturaleza concentradora y excluyente, el imperialismo obstaculiza, lastra, desacelera, atrofia, violenta y frena el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción, en especial en las antiguas colonias, resulta incapaz de concluir el proceso de acumulación originaria del capital”. En este sentido, la doctrina neoliberal acaba convirtiéndose en la negación del liberalismo primigenio.

Cuando los ideólogos del neoliberalismo reivindican como antecesores suyos a los liberales revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, se equivocan. Lo que emparienta a los hombres y mujeres de épocas diferentes no es exactamente la letra de sus criterios sociales o políticos, sino el lugar que ocupan en el movimiento histórico de las ideas. De tal forma, los jacobinos franceses están más cerca de los bolcheviques rusos que de los neoliberales de hoy. Que no se nos presenten ahora como defensores del progreso, de la tecnología unificadora, de la llamada modernidad o de la posmodernidad, como adalides de la eficiencia y del útil pragmatismo que rechaza las quiméricas visiones del espíritu romántico. La ética que reclamamos no es un código del deber ser, sino, como quería Martí, del poder ser, o más aún, es la expresión de una impostergable necesidad: o somos éticos y salvamos la Naturaleza y con ella, la civilización humana, o nos autodestruimos. Nada más práctico. Los utópicos son aquellos que sueñan con un mundo indefinidamente neoliberal.

La verdadera globalización, la única duradera, será la de la solidaridad. Y Cuba, pobre y bloqueada, ha abierto un camino con su ejemplo; miles de sus médicos trabajan gratuitamente en las zonas más oscuras del planeta. Una isla que no sólo ha resistido el embate ideológico y económico del unipolarismo, sino que se erige con valentía en proyecto alternativo.

¿Quiénes son los autores de este libro? Pudiera decir que son, en primer lugar, cuatro especialistas formados por la Revolución cubana: economistas, filósofos y politólogos con suficiente aval científico para enfrentar por separado la redacción de un libro. Todos suelen publicar artículos en revistas especializadas cubanas y extranjeras y mantienen una activa vida académica y política. Pero no hablaré individualmente de ellos. Este libro no se propone trascender en un sentido elitista y tradicional, no es un ejercicio intelectual narcisista. Los autores saben que el objeto de estudio y la manera en que ha sido abordado lejos de abrir, les cerrará los salones, que la maquinaria desmovilizadora del capital les hará exclamar a muchos: no deben ser muy inteligentes cuando citan profusamente a Lenin y le dedican el libro. Ellos se propusieron estudiar y desmitificar el capitalismo contemporáneo para contribuir a su destrucción. No nos entregan el resultado final, imperecedero, de sus vidas; saben que en medio de la confusión ideológica de fin de siglo cualquier reflexión seria, militante, científica y audaz es ya una gran contribución. Pocas veces cuatro autores logran complementarse y hacerse uno en la elaboración de un texto. Los vi reunirse durante meses y grabar acaloradas discusiones en las que cada cual aportaba su experiencia vital y científica o comentaba un texto. De esas grabaciones, transcritas y vueltas a leer, a discutir y a grabar, fue conformándose un libro. Durante esos meses no dejaron de impartir clases, de asistir a eventos políticos, de vivir la cotidianidad de una Revolución sitiada. Y demostraron que el talento colectivo al servicio de una causa noble, puestos los ojos en la tierra, puede alcanzar insospechadas alturas de vuelo.

Llegue este libro útil a las manos del lector más diverso, entre en el combate de ideas como quería Martí, para triunfar con ideas. Discútase, una y otra vez, con urgencia revolucionaria, porque su dedo acusador apunta como un rifle de caza al corazón del sistema que nos oprime.

Enrique Ubieta Gómez
 

Diciembre de 2001

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