La voracidad del capitalismo trajo la Covid-19
Tal eventualidad no es imposible, pues este sistema de muerte de seres de la naturaleza y de seres humanos, al decir del Papa Francisco, posee una tendencia suicida. Prefiere correr el riesgo de morir antes que renunciar a su voracidad.
Este cuento de Leo Tolstoi (1828-1910), contado a los peones de su hacienda Yásnaya Poliana, con el título Cuánta Tierra necesita un hombre, puede hacernos reflexionar.
«Había una vez un campesino que trabajaba un trozo de tierra que no era muy fértil. Trabajaba mucho pero sin mucho fruto. Envidiaba a sus vecinos que tenían más tierra y cosechas más abundantes. Estaba especialmente molesto por los elevados impuestos que tenía que pagar sobre su pequeña tierra y sus escasas ganancias.
Un día, después de mucho pensar, resolvió: “me voy con mi compañera lejos de aquí, en busca de tierras mejores”. Supo que a muchas leguas de su casa había gitanos que vendían tierras muy baratas, hasta por precios irrisorios cuando veían a alguien muy necesitado y con ganas de trabajar.
Aquel campesino, deseoso de poseer mucha más tierra para cultivar y hacerse rico, pensó: “voy a hacer un pacto con el diablo. Éste me va a dar suerte”, dijo a su mujer, que torció el gesto. Y le advirtió:
“Marido mío, mucho cuidado con el diablo, nunca sale nada bueno de hacer pactos con él; esa codicia tuya te va a echar a perder”.
Pero, ante la insistencia del marido, decidió acompañarlo para realizar su ambicioso proyecto. Así que partieron, llevando pocas pertenencias.
Cuando llegaron a las tierras de los gitanos, el diablo ya estaba allí, bien trajeado, dando la impresión de ser un influyente mercader de tierras. El campesino y su mujer saludaron educadamente a los gitanos. Cuando iban a expresar su deseo de adquirir tierras, el diablo, sin ceremonias, se le anticipó y dijo:
“Buen señor, veo que viene de lejos y tiene gran deseo de poseer buenas tierras para plantar y hacer alguna fortuna. Tengo una excelente propuesta que hacerle. Las tierras son baratas, al alcance de su bolsillo. Le propongo lo siguiente: usted pone una cantidad razonable de dinero en una bolsa aquí, a mi lado. El territorio que usted recorra a lo largo de todo un día, desde el amanecer hasta la puesta del sol, siempre que esté de vuelta antes de ponerse el sol, esa tierra recorrida será suya. En caso contrario perderá el dinero de la bolsa”.
Los ojos del campesino brillaron de emoción y dijo:
“Me parece una propuesta excelente. Tengo piernas fuertes y acepto. Mañana bien temprano, al amanecer, me pongo a correr y todo el territorio que mis piernas puedan alcanzar será mío”.
El diablo, siempre malicioso, sonrió contento.
Y así fue, bien temprano, apenas el sol rompió el horizonte, el campesino echó a correr. Saltó cercas, atravesó riachuelos y no satisfecho ni siquiera se paró para descansar. Veía delante de sí una encantadora planicie verde y rápidamente pensó:“aquí voy a plantar trigo en abundancia”. Mirando a la izquierda se abría un valle muy llano y pensó: “aquí puedo hacer una plantación de lino para ropa fina”.
Subió, un poco sin aliento, una pequeña colina y vió que allá abajo surgía un campo de tierra virgen. Y pensó: “quiero también aquella tierra. Allí voy a criar ganado y ovejas y voy a llenar las alforjas de las burras con dinero a más no poder”.
Y así recorrió muchos kilómetros, no satisfecho con lo que había conquistado, pues los lugares que veía eran atractivos y fértiles y alimentaban su deseo incontenible de poseerlos también.
De repente miró el cielo y se dió cuenta de que el sol se estaba ocultando detrás de una montaña. Dijo para sí mismo:
”No hay tiempo que perder. Tengo que volver corriendo, si no perderé todos los terrenos recorridos y, encima, el dinero. Un día de dolor, una vida de amor”, pensó, como decía su abuelo.
Se puso a correr con una velocidad desmedida para sus piernas cansadas. Pero tenía que correr sin reparar en los límites de sus tensos músculos. Incluso se quitó la camisa y dejó caer la bolsa con algo de comida. Siguió mirando la posición del sol, ya cerca del horizonte, enorme y rojo como sangre. Pero aún no se había puesto del todo. Aunque estaba cansadísimo, corría cada vez más, ya no sentía las piernas de tanto esfuerzo. Con tristeza, pensó: “quizás he abarcado demasiado y podría perderlo todo. Pero sigamos adelante”.
Viendo, a lo lejos al diablo, solemnemente de pie y a su lado la saca de dinero, recobró más ánimo, seguro de que iba llegar antes de la puesta de sol. Reunió todas las energías que tenía e hizo un último esfuerzo. Corría, sin pensar en los límites de sus piernas, como que fuera volando. No muy lejos de la llegada, se tiró hacia delante, casi perdiendo el equilibrio. Rehecho, todavía dio algunos pasos largos.
Fue entonces cuando extenuado y ya sin fuerzas, se desplomó en el suelo. Y murió. Su boca sangraba y todo su cuerpo estaba cubierto de arañazos y de sudor.
El diablo, maliciosamente, apenas sonrió. Indiferente al muerto y codicioso, miraba la bolsa de dinero. Todavía se dio el trabajo de hacer una fosa del tamaño del campesino y lo metió dentro. Eran sólo siete palmos de tierra, la parte menor que le tocaba de todos los terrenos recorridos. No necesitaba más que eso. Su mujer, como petrificada, presenciaba todo, llorando copiosamente».
Este cuento reverbera las palabras de João Cabral de Melo Neto (1920-1999) en su obra Muerte y Vida Severina (1995). En el funeral del labrador dice el poeta: ”Esta fosa en que estás, con palmos medida, es la cuenta menor que sacaste en vida; es la parte que te cabe de este latifundio” .
De todos los terrenos atrayentes que veía y deseaba poseer, al ávido campesino sólo le quedaron al final los siete palmos para su sepultura.
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