DataRioja es el único medio local que tuvo acceso al informe que el periodista y escritor argentino Mario Paoletti redactó para la Comisión Argentina por los Derechos Humanos que luego presentó ante la comisión respectiva de Naciones Unidas en Ginebra. En la semana de la Memoria y a 35 años del último Golpe de Estado que vivió el país, esta revista lo comparte con sus lectores.
Si bien este documento fue publicado en la revista Cuadernos Hispanoamericanos - "1993, La cultura argentina, de la dictadura a la democracia", este material no se encontraba disponible en la web hasta hoy.
El 25 de mayo de 1980, a poco más de un mes de su llegada a España bajo la condición de refugiado político, Mario Paoletti redactó y entregó un informe sobre la represión en su país a la Comisión Argentina por los Derechos Humanos (de la que formaban parte también su hermano Alipio, Julio Cortázar y otros) para ser presentado ante la comisión correspondiente de las Naciones Unidas en Ginebra, lo que así se hizo.
Paoletti (Buenos Aires, nació en 1940, reside actualmente en Toledo, donde dirige el Centro de Estudios Internacionales de la Fundación Ortega y Gasset) es uno de los pocos escritores sobrevivientes de las cárceles de la "Dictadura de Videla". Su testimonio, que aquí reproducimos, tiene el atractivo adicional de haber sido redactado de primera mano y "en caliente", sin las distancias- para bien o para mal- que suele aportar la perspectiva histórica.
Testimonio
Me llamo Mario Argentino Paoletti Moreno. Tengo 39 años, soy casado y padre de tres hijos. Fui detenido en mi país, Argentina, el día del golpe militar (24 de marzo de 1976) a las 4 de la mañana, mientras dormía en mi casa, en La Rioja. Una patrulla del Batallón de Ingenieros 141 llamó a la puerta. Mientras un suboficial me apuntaba con su arma, su compañero me dijo que debía acompañarlos. Pregunté si antes podía asearme. "No vale la pena - respondió el del arma - porque esto es un asunto que no va a llevar más de 30 o 40 minutos". Permanecí detenido durante cuatro años y diecinueve días.
El plan de quebrantamiento moral y físico de de todos quienes fuimos detenidos comenzó a ejecutarse desde el primer día. En la cárcel de La Rioja - donde fui llevado casi inmediatamente después de mi detención- el régimen interno se fue endureciendo día a día. Primero se eliminaron las visitas (sin excepciones incluidos los abogados), luego se limitaron las cartas a una por semana y de una sola hoja, luego se suspendió toda clase de recreos o paseos y al fin se prohibió el contacto entre los prisioneros. Con la sola excepción de los minutos utilizados para las necesidades más apremiantes, los presos debían estar las 24 horas del día en sus celdas, individuales. Más adelante, sin embargo, se les prohibió también estar de pie o sentados: era preciso permanecer echados en el suelo, todo el tiempo, sin levantar la cabeza por encima del medio metro. La nueva orden empezó a aplicarse en invierno. Ese invierno nevó.
Simultáneamente, comenzaron los interrogatorios y las torturas. Al principio el maltrato se limitó al encapuchamiento del interrogado, con las manos atadas a la espalda, y a los golpes (puños, puntapiés, garrotazos), pero luego se incorporaron instrumentos y sistemas más sofisticados: la picana eléctrica, el submarino, la utilización de largas ajugas (por lo menos en un caso, que yo sepa, se quebró dentro del cuerpo del torturado), los simulacros de fusilamiento y, en especial, todas las formas imaginables de humillación: por ejemplo, mangos de escoba en el ano ("por maricón - solían decir Y si no leras, desde ahora lo serás").
Los responsables de la cárcel de La Rioja fueron los coroneles Pérez Bataglia y Mario Márquez, el capitán Maggi, el capitán Goenaga, el teniente primero Marcó, el alférez de gendarmería Britos, el sargento primero de gendarmería Vilches y los cabos primeros gendarmes Ledesma y Chiarello.
Permanecí detenido en la cárcel de La Rioja entre marzo y octubre de 1976. A principios de octubre fui trasladado al penal de Sierra Chica, en la provincia de Buenos Aires.
El traslado
Se nos embarcó en un avión Hércules C-130, con los ojos vendados y esposados por parejas a una anilla de metal que había en el piso del avión. Durante el vuelo las "azafatas" -suboficiales del Servicio Penitenciario- golpeaban a mansalva a los presos con sus porras al tiempo que los insultaban. Uno de los trasladados, el sacerdote español Francisco Gutiérrez García, debió soportar un trato especialmente vejatorio: se le leían pasajes de la Biblia alusivos a la cólera de Dios y luego, al tiempo que lo molían a golpes, le explicaban que "no te podes quejar, gallego, porque esto es lo que manda tu Patrón". A otros compañeros, en cambio, se los golpeaba bajo la acusación de supuestos -y a menudo fantásticos- delitos. La pesadilla duró alrededor de dos horas de forma ininterrumpida con la sola excepción de diez minutos de absoluta calma que inicialmente no pudimos explicarnos. El misterio se reveló al día siguiente, ya concluido el traslado: ese tiempo había sido ocupado en el robo de los abrigos, zapatos y demás pertenencias de los presos.
En Sierra Chica
A la llegada a la cárcel de Sierra Chica continuaron los golpes y la rapiña (ahora de parte de los receptores) que se concentró en las alianzas matrimoniales que algunos detenidos conservaban. Hubo por lo menos cinco casos de fractura o desgarramiento de dedos anulares de la mano izquierda.
Una vez en el interior del penal, desnudos, fuimos conducidos a la "revisión médica". Por razones que ignoro (pero que tiene que ver con los cortocircuitos que a veces se producen en el Infierno) el penoso estado de los prisioneros, caso por caso, fue asentado en el libro de Enfermería. Los trasladados fuimos unos 400. La paliza de bienvenida fue homérica. Un ejemplo para dibujarla: un compañero que tenía una pierna ortopédica, y por lo tanto muy pocas posibilidades de atenuar la lluvia de golpes de le caían de todos lados, mostró a un médico su penosa invalidez. El profesional (uno de los muchos presentes en el lugar) tras comprobar la prótesis, recomendó a los guardias: "A este péguenle menos porque es rengo".
Las condiciones higiénicas de Sierra Chica eran desesperantes. Las goteras obligaban a pasar en vela las noches de lluvia y, lloviera o no, cumplían la misma labor de las chinches, las pulgas y otras alimañas. Al principio teníamos tres recreos tres veces por semana (martes, jueves y domingos) durante 45 minutos (siempre que no lloviese, que no hubiese niebla, que el pabellón no estuviese castigado...) Había que caminar continuamente, en grupos no mayores de tres personas. Las conversaciones entre grupos estaban prohibidas. Desde 1977 los recreos pasaron a ser diarios, con excepción de los días de visita.
En febrero de 1977 fui sobreseído por el Juez Federal de La Rioja, Roberto Catalán, quien dispuso mi "libertad inmediata". Jamás fue efectivizada pese a los reiterados anuncios oficiales acerca de la independencia del Poder Judicial. La verdad verdadera es que los resultados judiciales en la Argentina solo se cumplen cuando coinciden con las condenas ya dictadas por los interrogadores militares. Uno de ellos me lo dijo con absoluta sinceridad, en el transcurso de una "sesión" de interrogatorio. "Para nosotros los jueces son preservativos" (en realidad, ni siquiera dijo "preservativos").
Regreso a La Rioja
En septiembre de 1977 me trasladan nuevamente a La Rioja en condiciones similares a las del viaje de ida. Los golpes fueron menos, pero no las vejaciones. Por ejmplo, se los conducía de un lado a otro agarrándonos por el pelo (como siempre, estábamos vendados, pero sin capucha). Durante once horas no fue posible orinar (ni si quiera orinarse encima, porque para ese caso se nos amenazaba con brutalidades añadidas).
Apenas llegados (éramos 8) fuimos encerrados en calabozos de castigo, permaneciendo allí durante trece interminables meses en condiciones tan precarias que arrancaron lágrimas a un funcionario de Cruz Roja con 15 años de experiencia en esta clase de maldades. Permanecíamos en la celda (a oscuras y sin servicios sanitarios) las veinticuatro horas de cada día, con excepción de los poquísimos minutos necesarios para una sumarísima higiene.
La incomunicación era absoluta: no sólo no teníamos visitas ni se nos permitían cartas sino que tampoco podíamos hablar entre nosotros. Cuando nos llevaban al baño lo hacían con un toallón tapándonos la cabeza mientras todos los demás prisioneros debían permanecer en el suelo de sus celdas "y con los ojos cerrados".
Por supuesto no se nos permitía tener elementos de escritura ni material de lectura. Alguien pidió la Biblia y le dieron una paliza monumental. El hambre, siempre, el frío (en invierno) y el calor (en verano), en este caso con el acompañamiento de insectos nauseabundos y/ o venenosos, se combinaban con los malos tratos para ir deteriorándonos implacablemente.
En julio de 1978, cuando se cumplían 9 meses de reclusión total, una delegación de la Cruz Roja hizo una visita al penal. Por esa razón el día anterior fuimos encapuchados y maniatados y conducidos, uno por uno, a una habitación donde personal militar (o que merecía serlo) nos advirtió que si le contábamos a "los suizos" las condiciones de nuestro encarcelamiento no iban a tener más remedio que matarnos. "No olviden - dijeron- que ellos vienen y se van, pero nosotros nos quedamos". El día de la visita nos afeitamos, bañamos y cambiamos de ropa. También se asearon los calabozos y se interrumpieron las torturas. Bendita sea la Cruz Roja Internacional.
Un dato para los buscadores de dignidad: a pesar de la brutal intimidación, todos los presos entrevistados (once de doce) denunciaron prolijamente aquella infamia. De todo ello se tomó nota y pasó a los archivos de la institución.
Interrogatorios y torturas
Los interrogatorios tenían lugar en cualquier hora del día o de la noche y estaban a cargo de personal militar y policial. Habitualmente el interrogado era amarrado, desnudo, a una cama de metal. Allí se le aporreaba o picaneaba durante períodos variables: desde 45 minutos (la sesión "mínima") hasta varios días. En una oportunidad un compañero (que continúa preso y por ello es preciso guardar su identidad) fue torturado durante cinco días consecutivos sin dejar ni por un solo minuto la cama de los suplicios.
Cuando finalmente fue devuelto a su calabozo permaneció aún siete días sin poder efectuar ninguna clase de movimiento. Conozco el caso de primera mano porque yo fui el encargado de limpiar su celda de los vómitos y excrecencias que se iban acumulando.
Pero la barbarie física, con no ser poca, era incomparable con la crueldad intelectual de los verdugos. Un botón de muestra: cada vez que concluía la "sesión" de tortura se le anunciaba solemnemente a la víctima: "Dentro de cuatro días lo volveremos a traer. Tiene cuatro días para pensar en lo que le conviene". Y el pobre diablo, en una celda desnuda y triste, no tenía otra ocupación que la de contar cada uno de los minutos que faltaban para que llegase el terrible cuarto día en el que recomenzaría el daño terrible. (El médico militar a cargo de salud de estos presos, capitán Leónidas Moliné, al tiempo que se ocupaba de la recuperación de los torturados- con empeño y cierta eficacia, hay que reconocerlo - solía ofrecernos medicamentos "para recuperar la memoria").
La justicia (I)
Tras numerosas sesiones de malos tratos, en los primeros días de noviembre fui conducido (encapuchado y maniatado, por supuesto) a la zona de la cárcel donde solían tener lugar los interrogatorios. Fui colocado de cara a una pared con la advertencia de que no debía cambiar de posición (un guardia, además, me lo recordaba con su porra de tanto en tanto). Así, cinco horas. Mis piernas cedieron, por fin, y caí a tierra. Era lo que estaban esperando. Alguien dijo: "Este ya está listo", y me condujeron en andas a un lugar interior. Me sentaron en una silla y uno de los guardias que me quitó la capucha alzó un costado de la venda, destapando la mitad de un ojo. Con el dedo señáló una cruz al pie de una hoja escrita a máquina.
-Firme - dijo.
-¿Es una declaración? - Pregunté yo, siempre me he creído lo que me enseñaron en Instrucción Pública.
-Cállese y firme.
-Pero si es una declaración tengo que leerla...
-Mire Paoletti: si quiere firmar, firme. Y sino lo llevamos otras cinco horas afuera. Y si así tampoco la firma, se la firmó yo.
Firmé.
La justicia (II)
Seis días después de lo anteriormente narrado un guardia me entrega ropas limpias y me conduce a las oficinas del penal (ubicadas a no más de cincuenta metros de donde se practicaban los suplicios y donde había firmado mi declaración espontánea). Allí me esperaba un joven de buen aspecto vestido con un saco de Terciopelo bordó. Se presentó como secretario del Juzgado Federal de La Rioja. Se produjo entonces el siguiente diálogo:
-Terciopelo bordó: (mostrándome la hoja de papel escrita a máquina) ¿Esta es su firma?
-Yo: Si, la firma es mía. Pero ignoro absolutamente que está escrito en ese papel.
-Terciopelo bordó: (haciendo una muestra de disgusto y contrariedad) ¿Pero la firma es suya o no?
-Yo: La firma sí. Lo demás, no.
-Terciopelo bordo: Los detalles no importan. En este acto de lo que se trata es de que usted ratifique o rectifique su firma.
(Yo estoy de pie y el joven de saco de terciopelo bordó, sentado. No me ha ofrecido una silla. Yo tengo, además, los brazos a la espalda por expresa indicación del guardián, que está a unos pasos de distancia con la mano derecha sobre su arma de reglamento, Puede oír, y oye, todo lo que estamos hablando).
-Yo: Tenía entendido que el Señor Juez debe estar presente en este tipo de actos.
-Terciopelo bordó (con nuevas expresiones de incomodidad): En realidd, es así. Pero físicamente le es imposible...
-Yo: pero es preciso que el señor juez conozca las condiciones de nuestra reclusión...
(Bajo la voz y comienzo a relatarle la pesadilla).
-Terciopelo bordó: ¿Cómo dice? ¡No lo oigo!
(Le señalo con la mirada el guardián, que también nos está mirando):
-Yo: Mi situación es de incomunicación absoluta. Ni siquiera tengo idea de cuáles son mis derechos...
-Terciopelo bordó: Muy sencillo, usted puede ratificar o rectificar su declaración.
-Yo: pero si la rectifico ¿qué garantías tengo de que no se me "invitará" a firmar otra declaración idéntica esta misma noche?...
-Terciopelo bordó: Es que hay un problema de jurisdicciones. Usted depende del Poder Ejecutivo, de manera que el Juzgado no tiene ninguna participación en todo esto. Nosotros nos limitamos a venir aquí para preguntarle si rectifica o ratifica su declaración.
-Yo (tratando de que el guardián no me oiga): Y si luego hay represalias?
-Terciopelo bordó: eso no depende de mi.
Yo: por eso precisamente quería hablar con el Señor Juez.
-Terciopelo bordó: Claro, claro. Pero ya le dije que el señor juez no puede estar físicamente...
-Yo (desesperado, amargado y asustado): ¿Y de qué otro modo se puede estar en algún lado sino es físicamente?
-Terciopelo bordó (mirando su reloj): Si va a tomar las cosas de esa manera...
(Ahora es el guardián quien mira su reloj. Inmediatamente llega el Capitán Goenaga, vestido de civil, y asoma la cabeza. También el mira su reloj. Empiezo a sentir que estoy faltando gravemente a una regla de la cortesía en materia de torturas).
-Terciopelo bordó: Parece que usted no quiere entender: nosotros nos ocupamos exclusivamente...
-Yo: sí, ya lo sé, de los aspectos judiciales. Pero yo creía que el hecho de que a un ser humano se le obligue a vivir como una rata podía tener algo que ver con la Justicia.
-Terciopelo bordó: Es una cuestión de jurisdicciones.
-Yo (vencido casi con ganas de volver a la celda): ¿Puedo al menos leer la declaración?
-Terciopelo bordó: (tras una duda de diez segundos): Mejor va a ser que se la lea yo.
(La lee y se me pone la carne de gallina. En esa declaración me declaro culpable hasta de la muerte de Gardel. Santo cielo).
Meses más tarde, cuando se me levantó la incomunicación, pude saber que aquel joven se apellidaba Lanza Castelli y que poco después se desvinculó del Juzgado.
La justicia (III)
El "show de las declaraciones" fue una constante. No hay una sola declaración, en todo este tiempo, que haya sido firmada voluntariamente. Se manipulaban, incluso, los testimonios de confidentes y colaboradores (trampeando sus propias reglas de juego).
En el caso de La Rioja, basta un dato: desde el 24 de marzo de 1976 hasta fines de 1979 jamás se autorizó la entrada en la cárcel de un abogado defensor. Más aún: en octubre de 1976 uno de los empleados del Juzgado que viajó a Sierra Chica para tomar declaración indagatoria de los presos políticos riojanos recluidos en esa cárcel... era un gendarme que había participado de las sesiones de tortura. Esto fue denunciado expresamente a principios de 1980, por el detenido Silvio López, de nacionalidad paraguaya.
Por miedo, por adhesión ideológica de la dictadura, o simplemente por venalidad (un juez federal gana quince veces el salario de un trabajador medio) la justicia argentina no es independiente, excepto honrosísimos casos aislados.
A La Plata
En octubre de 1978 fui trasladado a la cárcel de La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires. El viaje duró ... 20 horas. Otra vez los golpes y los insultos.
En La Plata mi reclusión fue la habitual. Eran especialmente temibles sus calabozos de castigo, llamados "los chanchos". Allí se está prácticamente desnudo y totalmente a oscuras. Solo hay un orificio en el suelo que hace las veces de retrete. De ese mismo lugar hay que extraer el agua para beber, aprovechando la descarga que se produce una vez por día, cuando el celador aprieta un botón en el exterior. En verano la sed es terrible. En invierno, la pulmonía. Un espanto.
La asistencia espiritual
Un militar es formado para ejercer la violencia. Aunque se exceda (y a veces hasta la barbarie) es lo suyo, Un sacerdote, en cambio, es formado para el amor y la solidaridad. Pero no.
Con muy pocas excepciones, los sacerdotes que ejercen en las cárceles son los capellanes de las unidades militares del lugar. Solo a ellos se les permite el ingreso en los penales y de ellos dependen los reclusos, sobre todos los creyentes, para la asistencia espiritual. Esta asistencia, sin embargo, siempre es escasa y mezquina y no pocas veces está al servicio de la destrucción moral de los detenidos.
Los ejemplos son infinitos. Selecciono algunas, al azar:
-El de un capellán, en la cárcel de Córdoba, que ante las quejas de un detenido que acababa de ser torturado y solicitaba su intervención para evitar nuevos maltratos, le preguntó cuánto tiempo había sido torturado. "Todo el día", respondió el preso. "¡Ah no! -exclamó entonces el sacerdote-. Lo que se convino es que no más de tres horas".
-El de ese sacerdote de la cárcel de Rawson que inició su homilía con estas palabras: "Mis queridos asesinos...".
-El de otro sacerdote, en la cárcel de Coronda (Entre Ríos), que en su primera visita al penal (donde los reclusos llevaban meses incomunicados) se dedicó exclusivamente a recomendar, celda por celda, que no se masturbasen.
-El padre Cacabello, de la cárcel de Caseros, que solía interrumpir el rezo del Padrenuestro para saludar a los oficiales que venían a inspeccionar el servicio religioso.
Pero hay un caso muy especial que conozco de forma directísima. El protagonista es el RP Felipe Pelanda López, capellán del Batallón 141 de Ingenieros, de La Rioja. Este sacerdote nos visitó durante 13 meses en nuestros calabozos sin tener una sola palabra de (sincero) aliento o de (cristiana) piedad antes nuestros muchos pesares.
A un detenido que había sido brutalmente apaleado y se quejaba de ello, este hombre -a quien Dios tendrá que amparar muy especialmente- le respondió exasperado: "Y bueno, m´hijo, si no quiere que le peguen, hable!".
En 1978 cuando vino la Cruz Roja a la cárcel (de cuyas visitas nos enteramos, según ya expliqué, por la amenaza de muerte previa) le hice saber que tenía un problema de conciencia. "se trata - le dije- de que uno de los mandamientos prohíbe mentir. Lo que quiero saber es si mi obligación como cristiano es decir siempre la verdad, sean cuales fueren las consecuencias". Le esta preguntando, por supuesto, si debía revelar o no a la Cruz Roja todos los horrores que estaban ocurriendo. "Bueno -respondió- es un caso espinoso. Pero me parece que si un cristiano está en peligro de muerte puede perfectamente ser excusado de un mandamiento".
Este mismo sacerdote entró en la Nochebuena de 1977 en mi calabozo en sombras, me pidió extendiese una mano y con gesto furtivo puso en ella un caramelo (exactamente uno) y dijo: "Para que te endulce la noche". Del Cristo que estaba por nacer, ni palabra.
Estas anécdotas no representan, por supuesto, a la totalidad del clero argentino. Pero la verdad es que lo que se vio por las cárceles argentinas en todos estos años hace dudar seriamente acerca de las virtudes de esa corporación.
La libertad
En noviembre de 1979 el gobierno de Canadá me concedió una visa de refugiado político por la cual solicité autorización para salir del país. El gobierno militar -que al parecer me había fijado una condena de 4 años- la "concedió" (en realidad se trata de un derecho constitucional) el 25 de febrero de 1980. Diez días después fui trasladado a la Unidad Nº 1, conocida como Cárcel de Caseros, en Buenos Aires, y el 19 de abril de ese mismo año se me permitió embarcar en un avión de Canadian Pacific Airlines (bendita sea la Canadian Pacific Airlines) en un vuelo de Toronto, poniendo fin a la Gran Pesadilla.
Poco antes de abordar el avión fui llevado a un local de la policía aeronáutica donde un oficial me advirtió que no debía hacer en el exterior declaraciones sobre la situación de las cárceles argentinas "porque usted tiene familiares aquí y podrían tener problemas". Ese fue mi último contacto, por ahora, con la Dictadura que oprime mi país.
André Malraux ha escrito que "la vida de un hombre no vale nada, pero nada vale la vida de un hombre". Pues eso.
Fuente: DataRioja 23/ 03/ 2011
Nota de SERPAL: Mario Paoletti se radicó en Toledo, España, donde dirige desde 1984 el Centro de Estudios Internacionales de la Fundación Ortega y Gasset, universidad a la que acuden estudiantes de todo el mundo. Su producción literaria abarca distintos géneros: cuentos, novales, poesía, y ensayos.
Su “Trilogía Argentina”, obras de ficción narrativa, está integrada por las novelas “Antes del Diluvio” ( Premio “Castilla La Mancha” 1988) , “A Fuego Lento” , ( Premio Quinto Centenario”, 1993 ) y “Mala Junta”, publicada en 1999. Uno de sus ensayos más conocidos es la completa y amena biografía del uruguayo Mario Benedetti, “El Aguafiestas”, editada en 1995. En 1999 publicó Borges Verbal, en colaboración con Pilar Bravo.
Algunas de sus obras poéticas son “Poemas con Arlt” , Madrid 1983, “Inventario” ( Premio Rafael Morales, Talavera de la Reina, 1990 ), “Arltianas” ( editada en La Rioja en el 2000), Retratos y Autorretratos, (Botellalmar, Toledo 2007) y con el músico Tata Cedrón, es co-autor del espectáculo “Orejitas Perfumadas”, un musical que evoca a Roberto Arlt a partir del tango y de letras inspiradas en personajes y situaciones de las obras del autor de “Los Siete Locos”.
Recientemente publicó en Buenos Aires “El otro Borges, anecdotario completo”, producto de diez años de trabajo sobre el escritor argentino , de próxima edición en España.
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