24 de agosto de 2018
Opinión
El discurso
Por Horacio González
Imagen: Noticias Argentinas
Con un discurso, solo un discurso, mostró la superioridad política y moral que el momento le reclamaba. El país se encamina al cegamiento de sus fuentes de justicia, se deterioran las nociones básicas del derecho, se impone el “Bonadio-prinzip”. Decisiones arbitrarias emanadas del propio Poder Judicial, en complicidad con sus dobles fantasmáticas –los grandes medios de comunicación–, están desfachatadamente entregadas a la irresponsable tarea de demoler los cimientos de la República por la que tantas veces dijeron que se empeñaban. ¡Al punto de que la habían convertido en una tierna muñequita! Lo que menos puede decirse ahora es que están teniendo muñeca para demoler el andamiaje restante de un país democrático y autosustentado. Están en peligro las fuentes primordiales del soporte convivencial de la Argentina. Este mismo nombre está en riesgo, porque ya no es pleno, es apenas lo que queda, un resto de dignidad de la que aun podemos agarrarnos. Cuando los cuerpos son golpeados, todavía subsiste la palabra, que suele entonces adquirir los matices de un llamado, tanto más efectivo porque agónico.
Un discurso, el de Cristina, puso de relieve ese abismo ante el que estamos. Ante un Senado cabizbajo, en muchos casos, y en otros, jactancioso de sus culpas y cobardías. Como en los grandes momentos de peligro (de las libertades, de los correctos procedimientos de la Justicia, de las medidas económicas que no sean el compendio del favoritismo hacia los poderosos de siempre) hubo entonces un discurso. Una recusación al presente, un develamiento de las fuerzas oprobiosas que gobiernan, un examen irónico y efectivo del modo en que se componen imágenes, o se dejan aflorar chorreras de fraseologías de calculada violencia. Era necesario, porque en una situación de cierre de la racionalidad democrática, sustituida por el denuesto y la promoción de personajes que condensan con sus flanes caseros el odio prefabricado en los suburbios más oscuros de la conciencia, alguien tenía que hablar.
En otros momentos de la historia de este desdichado país, lo hicieron un Lisandro de la Torre, un Moisés Lebensohn, un Leandro Alem, un Palacios, un del Valle Ibarlucea o, permítanme recordarlo, un Cooke. No importan las diferencias de tiempo, estilo o ideología. Importa que aun contamos con voces que heredan otras voces, que en una situación de adversidad, no se han dejado humillar. La humillación está basada en un ataque enfundado en el celofán de las pseudonormas, pero preparadas para la ocasión, donde el blanco es una vida, el propósito es desmontar con vituperios sistemáticos una biografía y agitar las supuestas bagatelas de una militancia que todavía resiste. Y más allá de eso, descascarar con el oxímoron de una venganza judicial, el despliegue complejo de una historia, y desviarla como las grandes tecnologías tuercen el curso de los grandes ríos.
El discurso puede ser visto, a veces, como un efluvio de palabras que no tienen la fuerza de un procedimiento sobre la maciza y dura piedra de lo real. Pero no es así. Un discurso sostenido en el espeso enrejado de la historia, un discurso ante el mismo abismo, un discurso con un hilo interno de tragedia, un discurso que aún así no pierde la áspera dignidad del sarcasmo, un discurso dicho ante varias caricaturas sombrías que se mueven nerviosas en sus sillones, ante los perros olfateadores, ante las comisiones policiales de criminalística –son los nuevos filósofos del Régimen, como decía Yrigoyen–, un discurso como el que escuchamos de la ex presidenta –y lo digo aun para los que en el pasado o en este arduo presente puedan no estar de acuerdo con ella– es la piedra de toque de una indispensable recomposición política in extremis. Lo que nos permita salir del turbio compromiso con las caligrafías surgidas de dudosos submundos, encuadernados de rabias de clase. Los planificadores de la infamia abandonaron la macroeconomía. Total, ya entregaron diques, satélites y territorios. Hurgan ahora dormitorios y living-comedores. Piensan desde actos de judicialización a hierro y fuego. Pero leen revistas de decoración del hogar. A ver, debajo de la cama, a ver, estos cajoncitos del baño. La imagen de un shampoo en todos los televisores a las 7 de la tarde puede servir. ¿No ven que chorrea corrupción?
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