INOCENTE ILUSIÓN DEL LADO HERMOSO DE UNA GENERACIÓN
C.A.B.A.,Argentina, UNASUR-CELAC, El Emilio, de nuestra redacción.
Por Victor Leopoldo Martinez.
Por Victor Leopoldo Martinez.
Vayan estos bellos recuerdos a modo de homenaje para todos mis “hermosos y heroicos locos”, pares de generación que se la jugaron por un mundo diferente y fueron mis mejores referentes: Luis Alberto Spinetta, Lito Nebbia, Leonardo Fabio, Javier Martinez (Manal), Miguel Cantilo (el Discepolo del Rock), El “tano” Piero, Vox Dei, Miguel Abuelo, Raúl Porcheto, Envar “Cachito” El kadri, Pino Solanas, Gerardo Vallejos, Carlos Carella, el que ayer partió llamado por los aburridos integrantes de la “corte celestial” –el querido y admirado Horacio el “Negro” Fontova- y tantos otros que como lumbres iluminaron mi corazón y abrieron mi cabeza junto a la de miles de compatriotas anónimos para soñar libremente y jugarnos por nobles ideales. Vaya también este recuerdo para mi compañero de promoción secundaria Luis Alberto Macor, asesinado en 1974 en la Ciudad de La Plata por su condición de estudiante universitario peronista.
Soy parte de una generación que tuvo en su seno un grupo de soñadores que intentó hacer algo distinto; cambiar el rumbo de la historia de una humanidad que priorizaba lo material por encima de lo que para nosotros era lo esencial: la vida. Expresado así suena soberbiamente pretensioso, pero al menos rompimos la estúpida cáscara del rutinario consumismo con la que un perverso sistema había encerrado a la humanidad; y lógicamente a gran parte de nuestra sociedad, incluidas ciudades chicas de pequeñas provincias que miraban obnubiladas a esa Bs.As. copiadora de sistemas foráneos.
La música se revolucionó en sus formas y ritmos allá por los 50, 60 y 70 del siglo pasado; y con su movida revolucionó los sentimientos de los adolescente y jóvenes. A la irrupción de los genios de Liverpool -Los Escarabajos (The Beatles)- y de muchas otras bandas británicas que tomaron el despertar musical norteamericano iniciado Elvis Presley con su twist y rock, -aquel puntapié inicial que cambió lo musical en todo el orbe-, se le sumó la revalorización y el rescate de la música y el sentimiento de los negros que se encontraban en plena lucha por sus más elementales derechos conculcados por los brutales esclavistas sureños sobrevivientes de aquella guerra civil (guerra de secesión) norteamericana del siglo XIX que continuaban despreciando la condición humana desde un absurdo racismo; lucha que llevaban adelante de la mano de Martín Luther King.
Nuestros gustos cambiaron, tanto como la mirada de un mundo que veíamos como trastornado; que no podía –y tampoco quería- ofrecernos un porvenir asociado a la dicha de vivir más allá del supuesto placer que brindaba el consumo superfluo.
De corta edad pero hartos de soportar las formas y modos estereotipado que las sociedades adquirían como estilo de vida supuestamente seguro, descubrimos que el resto de nuestros pares generacionales estaban impedidos de percatarse del grado de alienación en la que estaban siendo sumergidos por el perverso sistema capitalista. Quizás por ser sumisas y obedientes víctimas de aquella falsa historia que se adquiría con la educación domestican y que nuestros padres respetaban e imponían a rajatabla.
“Mi hijo el Doctor”, deseo que había hecho carne como aspiración en las generaciones anteriores con carácter individualista y diferenciador se había transformado en el modo de conseguir un futuro “seguro” y “diferente. Nuestros padres así trataban de imponerlo acompañándolo con un “la letra con sangre entra”. Los que nos rebelábamos contra el látigo y la imposición de ese modo de vida éramos tildados de “locos” y por ende marginados socialmente para dolor familiar; ese que les causaba el “qué dirán” por encima de cualquiera de nuestros sentimientos. Buscaban que la soledad desestructurante oficiara de violento remedio para nuestro supuesto “mal”.
Transitábamos la crisis existencial del paso de nuestra adolescencia hacia la juventud condicionados por mandatos familiares y sociales que los sentíamos ahogantes, generadores de zombis dedicados a respetar rutinas. Amábamos la vida y tratábamos de disfrutarla como si cada minuto fuera el último. Sentíamos como insulsas y huecas las “obligaciones” que los rituales sociales obligaban a ser respetados.
Aquellos 4 ¨locos” oriundos de Liverpool habían revolucionado el mundo con su música e ideas, con uno de sus integrantes desafiando al sistema imperante. Ese “sistema”, frente al peligro que los chabones representaban, decidió fagocitárselos declarándolos “Caballeros de la Reina”. Uno de sus integrantes -John Lennon- aceptó a regañadientes.
Aparecen en el mundo los calificados por aquella sociedad alienada como “locos, sucios, faloperos y putos hippies”. Soñaban con un mundo distinto, igualitario, profundamente humano, donde se valorara y priorizara el AMOR; el amor entre humanos como Jesús lo había soñado. Un mundo donde se respetara la libertad, la creación, la solidaridad, el bien común. A ellos me uní al llegar a Bs. As. Éramos muy pocos y por ende tratados como “desequilibrados” y peligrosos. Así lo vivíamos, cargando con la marginación dentro de núcleos sociales pequeños, medianos o grandes, pero que reunidos por identificación en ideales, éramos bastantes en todo el mundo, algo que acrecentaba nuestra ilusión.
En los 50 y 60, el mundo estaba saliendo de la mayor y más traumática tragedia vivida por la humanidad hasta ese entonces: La II Guerra Mundial; con la terrorífica experiencia de exterminio humano realizada por los Nazi.
Se estaba saliendo de aquel horror cuando rápidamente la codicia de los poderosos puso en marcha otra obra de terror: Vietnam. Hacia ese matadero mandaban a los jóvenes norteamericanos para que asesinaran a otros jóvenes que no conocían y solo atinaban a defender su Patria, su tierra y liberarla de las garras de un proyecto imperial. La muerte sin sentido impuesta por la codicia de esos pocos volvía a reinar y se llevaba nacientes vidas sin que hayan conocido el sentido de su existencia. América Latina no fue la excepción como verán más adelante.
Eso sí, como alocado fenómeno cultural éramos muy ruidosos porque fue la música el vehículo y el lenguaje que utilizábamos para comunicarnos y comunicar nuestra protesta. No teníamos muchos recursos para hacernos escuchar y el “molestar” al “sistema” acompañando nuestro llamativo y “desordenado” aspecto con lo que el resto de la sociedad llamaba “ruido” (música) fue sin lugar a dudas el modo que entendimos como adecuado.
Recuerdo un programa de radio –AM- (“Rock para mis amigos” se llamaba) que los sábados a las dos de la tarde se emitía por Excélsior y nos reuníamos los poquitos y conocidos alrededor de una radio o un combinado a escuchar la música que ninguna de las otras radios pasaba, todas preocupadas por hacer guita con la música “comercial” del “Club del Clan”. Algunos delirantes (porque dentro de los nuestros los había) decidieron llamar a la música de nuestro agrado “progresiva” para diferenciarla de la “comercial”, pretexto para acoplarse a la movida de manera diferenciada; una pelotuda ocurrencia de algunos “bienudos” que bajaban de sus pedestales burgueses para jugar de “hippies intelectuales comprensivos”. Los llamábamos “hippies panqueques” (porque solo se disfrazaban de tales en la noche y se reunían en “La Paz” –bar de Av. Corrientes y Montevideo-. Nosotros – el resto- teníamos al legendario barcito “La Giralda” como uno de los puntos de encuentro). Me imagino que estos panqueques fueron los posteriores “progresistas de izquierda”… No sé… Supongo.
Leíamos la revista “Pelo”, editada por Daniel Ripoll. Un gran colega y amigo, Miguel Grimberg, pionero en nuestro país en cuestiones ambientales y creador de la revista “Mutantia” trabajó mucho para que nuestro rock se cantara en castellano; junto a Miguel Abuelo, Spinetta, Manal lo lograron. Les recuerdo que por influencia externa, en el segundo lustro de los “60”, bandas como los uruguayos “Los Shakers” (que imitaban a los Beatles en el corte de pelo y vestimenta) y la banda de Carlos Bisso – Conexión Nº 5- interpretaban canciones en inglés.
Sin perder conciencia de lo que pasaba en el mundo, acá soñábamos con una “muchacha ojos de papel”; gozábamos con una “plegaria para un niño dormido”; sentíamos “la soledad profundamente dolorosa por la ausencia de un amigo”. Tratábamos que el resto de nuestros pares generacionales renegaran del alienante e innecesario culto al consumismo que desde el sistema se estimulaba. Soñábamos con un hombre nuevo que valorara a un semejante por su sola condición de tal; que respetara la naturaleza que nos contiene por ser nosotros, como especie, una más y parte de ella. Sentíamos que volver a la naturaleza y tener aunque mas no sea una humilde “casa con 10 pinos” para compartir con amigos y disfrutar la suerte de estar vivos era el regalo más hermoso; alejados del humo, el hollín y la soledad que entregaban las ciudades.
Pelo largo y ropa estrafalaria era nuestra forma de llamar la atención. Y lo habíamos logrado Considerábamos que “era mejor tener el pelo libre que la libertad con fijador” (Miguel Cantilo-“Marcha de la bronca”) y terminábamos siendo pelados violentamente por “un coiffeur de seccional policial”. “Los que mandaban en este planeta tenían a los humanos repodridos y divididos en dos” (de la misma “marcha”)
En el mundo, la inmortal codicia de unos pocos había vuelto a dividir la estupidez humana entre los defensores del supuesto “bien” (el liberal capitalismo) y el MAL (el demonizado socialismo comunista). Las dos potencias que nacieron luego de los acuerdos de posguerra (Yalta y Potsdam) -EE.UU. y la URSS- entraron en disputas imperiales en ese desmesurado afán por hegemonizar el control planetario que ambos regímenes tenían.
La guerra había vuelto a ocupar el escenario central mundial en Vietnam y los pueblos latinoamericanos comenzaron a recuperar su esperanza de liberación con la revolución cubana de la mano de Fidel Castro y un argentino -el “Che” Guevara-. La región venía de ver truncada sus esperanzas de liberación con la caída de intentos revolucionarios como el del nicaragüense Augusto Cesar Sandino, o el guatemalteco Jacobo Árbenz en Centro América, el encabezado por el Gral Perón en nuestro país y el de Getulio Vargas en Brasil.
Nuestros ideales comienzan a entrar en crisis urgidos por los avatares políticos-sociales que las potencias del mundo habían comenzado a imponer en todas las regiones del planeta dentro de sus disputas. Los disgustos que despiertan situaciones sociales injustas acaparan nuestros sentimientos y nuestro humor fue cambiando el orden de prioridades; pero siempre sin resignar nada; sentíamos que nada ni nadie nos podía impedir seguir disfrutando del bello camino elegido: el de vivir a pleno.
Supimos entender las nuevas situaciones que nos mostraban lacerantes desigualdades sociales y lo tomamos como otra etapa de esa lucha por cambiar el injusto mundo.
Esta “movida” comienza a reorientar nuestros ideales juveniles.
La segunda mitad de la década de los “60” es el momento del despertar de la juventud del gigante del norte. Comienzan a tomar conciencia sobre las estúpidas alternativas que el gobierno imperial de su país les ofrece para su destino futuro y comienzan a poner en tela juicio los proyectos imperiales y de injerencia en las determinaciones políticas de otros países. Descubren cuán lejos estaban las propuestas imperiales de sus verdaderos deseos y aspiraciones de vidas; cuan delirantes eran aquellas alternativas de vida que el alienante sistema encabezado por el gobierno de su país les ofrecía. Se descubren simples carne de cañón que como Cristos al combate, la desmesurada ambición imperialista enviaba a luchar y matar otros seres humanos de remotos lugares que nadan les habían hecho a ellos; y veían retornar amigos y seres queridos en ataúdes envueltos con una absurda bandera. Por plantear esto, el recordado boxeador Cassius Clay fue despojado de su título de campeón mundial y encarcelado.
Pero no toda la juventud norteamericana sostenía esta postura. La cosa estaba divida y otra parte de jóvenes iban gustosos a los frentes de combate porque habían “comprado” que esas luchas en lejanas tierras eran “patrióticas” en tanto se luchaba contra el enemigo “comunista” que atentaba contra los valores nacionales. Película como “El Cazador” (conocida en nuestro país como “El Francotirador”) dan cuenta de cómo jugaba el sistema imperialista para justificar barbaridades. El director del film lo desnuda al elegir a una comunidad rusa para mostrar a “voluntarios” dispuestos a jugarse por “un mundo libre de comunismo”. Un guion que resulta paradójico porque si bien muestra lo tarde que aquellos jóvenes se dan cuenta de la estupidez de una guerra, no se priva de mostrar las maldades que cometían los “Vietcom” (vietnamitas comunistas) tratando que dichas maldades estén por encima de la lucha por la liberación nacional que llevó adelante el pueblo vietnamita durante casi 30 años.
La mayor expresión de protesta pacífica antimilitarista contra aquella guerra tuvo como consigna “PAZ, AMOR Y MÚSICA” y se dio en aquel festival que se realizó en Woodstock (EE.UU.) en 1969 que reunió en 3 días a 500 mil almas jóvenes norteamericanas. Por el escenario pasaron las principales bandas y cantantes del mundo. Allí contó -una Jon Báez embarazada- la cárcel que padecía su compañero por estar en contra de aquella absurda guerra. Esta fantástica muestra se dio un año después del “mayo francés” europeo y el mismo año de nuestro “Cordobazo”; el año elegido por los Beatles para separarse y comenzar cada uno un nuevo camino. ¿Coincidencias? ¡Vaya uno a saber! Pero una energía positiva circulaba por todo el orbe y los vientos de cambios alimentaban nuestras esperanzas.
En nuestros país, nosotros, los “locos”, dividíamos nuestras pasiones entre el gritar “salgan al sol, paquetes” a todos aquellos burguesitos absorbidos por el sistema, y en revisar la mentirosa historia oficial de un “ayer nomas”, en el colegio nos habían enseñado que este país era grande y había libertad, pero que todo eso no era más que un estúpido slogan ya que diariamente despertábamos como tantos argentinos sin tener mucho para comer (Moris). Veíamos a nuestros obreros dejar jirones de vida y hasta la vida misma en una lucha de resistencia tratando de recuperar la dignidad perdida con la caída del gobierno Peronista. La parte de nuestro pueblo más vapuleada, la clase trabajadora argentina, se embarcó por aquellos años en una lucha por el regreso del líder en el exilio, artífice de la implantación de la justicia social en estas tierras.
La movida rockera siente que debe agudizar el ingenio una vez mas y decide que las aguas de aquella sana ilusión comiencen a desplazarse por canales aparentemente diferentes para aquellos que siempre estuvieron al acecho intentando boicotear el fenómeno y que como estrategia funcionó increíblemente bien. La clave estuvo en las letras de las canciones y en la poesía en general.
“Donde va la gente cuando llueve” se preguntaba Miguel Cantilo y era totalmente compatible con la descripción que hacía el Tano Piero al referirse a la “vida de pobre que lamentablemente llevaba Juan Boliche, que apenas le alcanzaba para pagar su vino y el dolor que le producía no tener para invitar”, para compartir un alcohol apagador de penas.
Los jóvenes universitarios que habíamos abrazado el ideario “hippie” en su esencia, con esfuerzo y trabajo para poder mantenernos aprovechábamos la posibilidad –superando los “filtros” de los cursos de ingreso- y accedíamos a los estudios superiores. Fue allí donde comenzamos a ver que no pocos de nuestros pares estaban enfrascados en lo que luego llamamos “lucha por la Liberación Nacional”. Veíamos de manera clandestina “La hora de los hornos” (“Pino” Solanas), “El camino hacia la muerte del viejo Reales” (Gerardo Vallejos),
o en algún cine con muy poca concurrencia “Crónica de un niño solo” (del “turco” Favio). Esas muestras artísticas nos pintaban una realidad que nos obligaba moralmente a encolumnarnos detrás de las luchas de los trabajadores. Muchos amigos y compañeros de aquella generación de soñadores quedaron en el camino pero también en lo más profundo de nuestro corazón.
Los sistemas so juzgantes nunca dudaron, ni dudan a la hora de actuar; de ser necesario matan, asesinan.
Posteriormente Pink Floy y su obra “The Wall” junto a film como “Apocalipse Now” de Coppola fueron las mejores representaciones metafóricas de los sentimientos y sensaciones que experimentábamos frente a la locura en la que habían sumergido a la humanidad a través de la educación los poderosos de este planeta; personajes con mucho potestad pero más locos y delirantes que aquella parte de nuestra generación que los señalaba como tales a ellos.
Lo que estos victimarios siguen sin saber ni comprender es que las jóvenes vidas que segaron (30 mil compañeros desaparecidos en nuestro país), experimentaron en su corta existencia el sabor de la libertad, sintieron que la dulzura de la vida estaba en la dignidad propia y en la lucha por la de un semejante; que el concepto heroico de la vida requiere de un sentido solidario para con el prójimo, único modo de justificar nuestro paso por esta vida.
Los alienados y los sicarios siempre carecieron de estos valores.
Lo bello de toda aquella experiencia generacional es que nos dimos el lujo de proponer a la sociedad una vida más humana; por distintas vías y métodos pero movidos siempre por nobles sentimientos y bellos ideales.
Nunca nos privamos de experimentar algo diferente y sentir diariamente que la belleza de la vida estaba a flor de piel; que la música llenaba de gozo nuestra alma; que con el danzar liberábamos de toxinas nuestros cuerpos.
¿Quién nos quita lo bailado?
¿Fracasamos en nuestros intentos? Quizá. No logramos que el resto de nuestra generación saliera de su estado de alienación volcándose a la posibilidad de pensar y sentir de un modo diferente, más humano… ¡Tal vez! No logramos que trataran de ver que otro mundo era posible; que se podía generar sociedades más justas, más igualitarias. El sistema capitalista -hoy neoliberal- nos ganó algunas batallas usando un arma tan simple como absurda. Aprovechó la estúpida cultura del consumismo existente y transformó el hipismo en moda, lo comercializó y así fagocitó lo que consideró un peligroso ideario para sus intereses, intentando anularlo definitivamente. El saxofonista Bill Clinton, que había vivido la experiencia de Woodstock, terminó siendo un presidente obediente del establishment norteamericano y puede servir como la prueba más contundente de lo que el sistema llamó fracaso. Pero la guerra entre ideas y sentimientos verdaderamente humanos por un lado y la estúpida y miserable codicia del sistema capitalista por el otro por suerte parece tener continuidad, ser eterna; y a esa no la ganó.
Lo de “fracaso”… ¿Realmente fue tal?
Las pruebas para ratificar lo decepcionante de nuestra experiencia eran exhibidas mediáticamente por el sistema y para cualquier alienado alcanzaban y sobraban. Poco les importó el dolor que padecimos cuando el imperio norteamericano decidió cuidar su “patio trasero” (América Latina). Es más, lo justificaban. El imperio que siempre se vanaglorió de ser baluarte y modelo de libertad y democracia, llenó por aquel entonces (desde los 70 en adelante) el continente de dictaduras militares afines a sus intereses; dictaduras con libertad para asesinar a quien se oponga. Se lo conoció como “Plan Cóndor”.
Aquellas “maniobras” imperiales tuvieron sus frutos. Lograron mantener a las sociedades latinoamericanas dividas gracias a la siembra mediática de desvalores para el posterior cultivo de idiotas útiles amantes del individualismo y justificadores de los asesinatos cometidos por paramilitares y siniestras fuerzas paraestatales; me refiero a esos tilingos de clase media que se vanagloriaron de pertenecer al círculo de cultores de lo meritocrático.
Bordeando los 70 años todavía sigo con aquellas ilusiones y las esperanzas intactas. Será porque siento que quizá lo que llamaron fracaso lo fue solo en apariencias. A diferencia del resto de nuestra generación, nadie, ni la propia historia, podrá jamás esconder que por lo menos hubo un tiempo donde un grupos de “jóvenes locos” intentaron en la segunda mitad del siglo XX cambiar el mundo para hacerlo un poco mejor, más justo, más humano.
Dejamos semillas en nuestros hijos como las dejó Jesús en sus apóstoles; sin coartarles jamás –como habían hecho nuestros padres con nosotros- la posibilidad de elegir libremente qué querían para sus vidas. Y mil flores mentales siguen apareciendo diariamente, como aquellas que aparecían en nuestras estrafalarias camisas hippies; claras está, para desgracia del perverso sistema.
Mi tía “Blanquita” (Blanca Cira se llamaba, y no era mucho mayor que yo) tuvo, al fin y cabo y en partes, razón. Solía espetarme cada vez que podía y hasta delante de uno de mis hijos: “Mijo, usted siempre tan loco. Siempre intentando cambiar el mundo. Ya es grande. Tiene que “madurar” y entender que el mundo funcionó y funciona así. Usted no lo va a cambiar”. La tía “Blanquita” seguramente fue el ejemplo más acabado de una clara paradoja existencial que en términos generacionales sigue vigente a lo largo del tiempo: enfermos de cuerpos sociales que creen estar sanos, y nosotros como anticuerpos sociales tratando de salvar la especie; todo en una eterna lucha. La mentalidad de la tía y sus valoraciones pueden ser tomadas como el contundente ejemplo utilizado por el sistema para enrostrarnos el fracaso de nuestra locura generacional.
La posterior reacción de mi hijo menor -Facundo- me tranquilizó y abrió una ventana para mi esperanza. Al escucharlo sentí y pensé que aquel esfuerzo generacional no había sido en vano, que el fracaso no había sido tal: “Tía, pero alguna vez las cosas tienen que cambiar” le dijo Facundo que en ese entonces tenía 11 años y seguía con mucha atención la conversación que su padre mantenía con aquella tía. Con mirada fulminante y una mueca de rabia y fastidio en los labios, mi tía Blanquita me volvió a espetar: ¡Ve! ¡Ya le está metiendo esas ideas locas al pobre chico en la cabeza! En ese momento entendí que el fracaso que el sistema pensó que nos había infringido no era tal. Facundo y yo nos miramos y miramos con cariño a nuestra tía; nos levantamos y comenzamos a caminar disfrutando de una bella tarde de verano y de los hermosos paisajes de mi Catamarca natal donde nos encontrábamos en ese momento de vacaciones.
Mi tía Blanquita ya no está en este mundo Q.E.P.D. Facundo, avanzada su adolescencia, abrazó el ideario peronista y es hoy un ferviente militante de la causa Nacional, Popular y Latinoamericana. Hasta compartimos el placer de volver a ver y disfrutar –en un recital de Roger Waters- la música de Pink Floy; junto a él descubrí y hoy valoro a bandas como La Renga, La Vela Puerca, La Mancha de Rolando, seguimos disfrutando de “Los Redondos” y de nuestra pasión riverplatense; esas simples cosas que llenan de gozo nuestras vidas y nos muestran que vale la pena ser vividas.
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