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Noam Chomsky
Una sociedad democrática decente debe basarse en
el principío del «consentimiento de los gobernados».
Esta idea ha ganado general aceptación, pero es cuestionada al
mismo tiempo por ser demasiado fuerte y demasiado débil. Demasiado
fuerte, porque sugiere que la gente debe ser gobernada y controlada. Demasiado
débil, porque incluso los gobernantes más brutales necesitan
en alguna medida el «consentimiento de los gobernados», y
por regla general lo consiguen, no sólo mediante la fuerza.
Me intereso aquí por cómo se han afrontado
estas cuestiones en las sociedades más libres y democráticas.
A lo largo de los años, las fuerzas populares buscan ganar una
mayor participación en la gestión de sus asuntos, con algunos
éxitos junto con muchos fracasos. Mientras tanto se ha ido desarrollando
un instructivo corpus de pensamiento que justifica la resistencia de las
elites a la democracia. Quienes esperan entender el pasado y conformar
el futuro harían bien en prestar cuidadosa atención no sólo
a la práctica sino al entramado doctrinal en que se sustenta.
Estos temas fueron abordados hace doscientos cincuenta
años por David Hume en una obra clásica. A Hume le intrigaba
«la facilidad con que son gobernados muchos por pocos, la implícita
sumisión con que los hombres entregan» su sino a quienes
los gobiernan. Encontraba esto sorprendente, porque «la t'uerza
siempre está del lado de los gobernados». Si la gente se
diera cuenta de esto, se sublevaría y derrocaría a los señores.
Llegó a la conclusión de que el gobierno se basa en el control
de la opinión pública, un principio que «abarca a
los gobiernos más despóticos y más militaristas igual
que a los más libres y más populares».
Seguramente Hume subestimaba la eficacia de la fuerza bruta.
Una versión más precisa de lo mismo sería que cuanto
más «libre y popular» es un gobierno, más necesita
apoyarse en el control de la opinión para asegurar la sumisión
los gobern;tntes.
Que el pueblo debe someterse se da por supuesto en la inmensa
mayor parte del espectro. En una democracia, los gobernados tienen derecho
a dar su consentimiento, pero a nada más. En terminología
del moderno pensamiento progresista, la población debe ser «espectadora»
pero no «participante», fuera de ocasionales opciones entre
los líderes que representan el auténtico poder. Ese es el
terreno de la política. La población en general debe quedar
excluida por completo del terreno económico, donde se determina
buena parte de lo que ocurre en la sociedad. Ahí el pueblo no tiene
que desempeñar ningún papel, según la teoría
democrática prevaleciente.
Estos supuestos han sido discutidos a todo lo largo de
la historia, pero el tema ha ganado una fuerza especial desde el moderno
resurgimiento de la democracia iniciado en la Inglaterra del siglo xvii.
El torbellino de la época suele describirse como un conflicto entre
el rey y el Parlamento, pero, como muchas veces sucede, buena parte de
la población no deseaba ser gobernada por ninguno de los que se
disputaban el poder, sino «por paisanos como nosotros que conocen
nuestras necesidades», tal exponen sus panfletos, no por «nobles
y caballeros» que no «conocen los sufrimientos del pueblo»
y que no harán «sino oprimirnos».
Estas ideas afligieron muchísimo a «los hombres
de la mejor calidad», como se calificaron a sí mismos: los
«hombres responsables», en terminología moderna. Estaban
dispuestos a conceder derechos al pueblo, pero dentro de unos límites
y según el principio de que por «el pueblo» no entendemos
la plebe atolondrada e ignorante. Pero ¿cómo puede reconciliarse
este principio de la vida social con la doctrina del «consentimiento
a ser gobernados», que no era tan fácil de suprimir por entonces?
Una solución al problema la propuso un contemporáneo de
Hume, el distinguido filósofo moral Frances Hutcheson. Argumentó
que el principio del «consentimiento a ser gobernados» no
se quebranta cuando los gobernantes imponen planes que son rechazados
por el pueblo, si posteriormente las masas «estúpidas»
y «predispuestas» «asienten con entusiasmo» a
lo que se ha hecho en su nombre. Podemos adoptar el principio de «consentimiento
sin consentimiento», término que utilizó más
tarde el sociólogo Franklin Henry Giddings.
Hutcheson se ocupó del control de la plebe dentro
del país; Giddings, del fortalecimiento del orden en el exterior.
Éste escribía sobre las Filipinas, que el ejército
de Estados Unidos estaba liberando en aquellos momentos, mientras también
se liberaban varios centenares de millares de almas de las tristezas de
la vida; o bien, en palabras de la prensa, «haciendo matanzas de
nativos al estilo inglés», de modo que «las descarriadas
criaturas» que se nos resisten acabarán «respetando
nuestras armas» y más tarde llegarán a reconocer que
nosotros les deseamos «libertad» y «felicidad».
Para explicar todo esto con las adecuadas maneras civilizadas, Giddings
ideó el concepto de «consentimiento sin consentimiento».
«Si en los años posteriores, [el pueblo conquistado] entiende
y admite que el contencioso tenía un interés superior, es
razonable sostener que la autoridad se ha impuesto con el consentimiento
de los gobernados», como cuando un padre impide que un niño
eche a correr entre la circulación callejera.
Estas explicaciones captan el verdadero significado de
la doctrina del «consentimiento de los gobernados». El pueblo
debe someterse a sus gobernantes y basta con que dé un consentimiento
sin consentimiento. Puede utilizarse la fuerza dentro de los estados tiránicos
y en los dominios en el extranjero. Cuando el recurso a la violencia está
limitado, el consentimiento de los gobernados debe conseguirse mediante
estratagemas que la opinión liberal y progresista denomina «manufactura
del consentimiento».
La enorme industria de las relaciones públicas,
desde sus inicias a comienzos de nuestro siglo, se ha dedicado al «control
de la opinión pública», tal como describen la tarea
las grandes figuras del ramo. Y actúan de acuerdo con sus palabras,
lo cual es seguramente uno de los temas capitales de la historia moderna.
El hecho de que la industria de las relaciones públicas tenga sus
raíces y sus principales centros en el país «más
libre» corresponde exactamente a lo que nos cabía esperar,
contando con una adecuada comprensión de la máxima de Hume.
Pocos años después de que escribieran Hume
y Hutcheson, los problemas que causaba la plebe en Inglaterra se extendieron
a las colonias en rebeldía de América. Los padres fundadores
repitieron casi con las mismas palabras los sentimientos de los «hombres
de la mejor calidad» británicos. Como dijo uno de ellos:
«Cuando hablo del pueblo, sólo estoy pensando en la parte
racional. Los ignorantes y vulgares no valen para juzgar los métodos
[de gobierno], dado que son incapaces de manejar las riendas [del gobierno]».
El pueblo es una «gran bestia» que ha de domarse, declaró
su colega Alexander Hamilton. Hubo que enseñar a los campesinos
rebeldes e independientes, en ocasiones por la fuerza, que los ideales
de los panfletos revolucionarios no había que tomárselos
demasiado en serio. La gente del común no iba a estar representada
por campesinos como ellos que conocían los sufrímientas
del pueblo, sino por personas bien nacidas, comerciantes, ahogados y demás
«hombres responsables» en los que podía cont'iarse
para que defendieran los privilegios.
La doctrina imperante fue muy claramente expuesta por el
presidente del Congreso Continental y primer magistrado del Tribunal Supremo,
John Jay: «Las personas que son dueñas del país deben
gobernarlo». Queda por resolver un punto: ¿quién es
el dueño del país? La pregunta quedó contestada con
el desarrollo de las empresas privadas, en forma de sociedades anónimas,
y de las estructuras previstas para protegerlas y apoyarlas, aunque sigue
siendo un tarea difícil obligar al pueblo a mantenerse en el papel
de espectador.
Casi seguro que Estados Unidos es el caso de estudio más
importante si pretendemos comprender el mundo actual y el de mañana.
Una razón es su incomparable poder. Otra, sus estables instituciones
democráticas. Además, Estados Unidos estuvo más cerca
que nadie de ser una tabula rasa. América puede ser «tan
feliz como quiera», comentaba Thomas Paine en 1776: «Tiene
una hoja en blanco en la que escribir». Las sociedades indígenas
f ueron en buena medida eliminadas. Estados Unidos tampoco contiene demasiados
residuos de estructuras europeas anteriores, una de las razones de la
relativa debilidad del contrato social y de los sistemas de adhesión,
que a menudo tienen sus raíces en instituciones precapitalistas.
Y, en unas proporciones no usuales, el orden sociopolítico se proyectó
de forma voluntaria. No es posible hacer experimentos al estudiar la historia,
pero Estados Unidos es el país que más cerca está
de ser el «caso ideal» de democracia capitalista de estado.
Aclemás, el principal proyectista fue un astuto
pensador político: James Madison, cuyas opiniones prevalecieron
en gran medida. En los debates sobre la Constitución, Madison señaló
que si las elecciones inglesas «estuvieran abiertas a todas las
clases del pueblo, quedaría insegura la propiedad de los propietarios
de tierras. Pronto habría una ley agraria», la cual daría
tierra a los sin tierra. El sistema constitucional debía pensarse
de forma que impidiera estas injusticias y «asegurara los intereses
permanentes del país», como son los derechos de propiedad.
Entre los estudiosos de Madison hay acuerdo en que «la
Constitución fue intrínsecamente un documento aristocrático
pensado para refrenar las tendencias democráticas de la época»,
que entregaba el poder a los «buenos» y excluía a quienes
no fueran ricos, bien nacidos ni prominentes por haber ejercido el poder
político (Lance Banning). La primera responsabilidad del gobierno
es «proteger la minoría de los opulentos frente a la mayoría»,
afirmó Madison. Este ha sido el principio que ha guiado al sistema
democrático desde sus orígenes hasta hoy.
En las discusiones públicas, Madison hablaba de
los derechos de las minorías en general, pero está bastante
claro que estaba pensando en una determinada minoría: «la
minoría de los opulentos». La teoría política
moderna subraya la creencia de Madison en que, «en un gobierno justo
y libre, deben protegerse de forma eficaz tanto los derechos de
la propiedad como los de las personas». Pero también en este
caso es útil examinar la doctrina con mayor detenimiento. No existen
derechos de la propiedad, sólo derechos a la propiedad: es decir,
derechos de las personas con propiedad. Tal vez yo tenga derecho a mi
coche, pero mi coche no tiene ninguna clase de derechos. El derecho a
la propiedad difiere también de otros en que la posesión
que tiene una persona de la propiedad priva a otros del mismo derecho:
si yo soy dueño de mi coche, usted no puede serlo; pero en una
socieciad justa y libre mi libertad de expresión no limita la suya.
El principio de Madison es, pues, que el gobierno debe proteger los derechos
de las personas en general, pero debe garantizar de manera especial y
adicional los derechos de una clase de personas, las que tienen propiedades.
Madison previó que la democracia estaría
probablemente más amenazada conforme pasara el tiempo, debido al
aumento de «la proporción de los que serán víctimas
de todas las penalidades de la vida y, en secreto, suspirarán por
un reparto más equitaitivo de sus bendiciones». Era posible
que ganasen influencia, temía Madison. Le preocupaban los «síntomas
de un espíritu nivelador» que ya habían aparecido
y advirtió sobre «el futuro peligro» si el derecho
al voto ponía «poder sobre la propiedad en manos de quienes
no la compartían». No cabe esperar que aquellos «sin
propiedad, o sin esperanzas de adquirirla, simpaticen lo bastante con
este derecho», explicaba Madison. Su solución era mantener
el poder político en manos de quienes «representan y provienen
de la riqueza de la nación», «el conjunto de hombres
más capaces», manteniendo a la población en general
fragmentada y desorganizada.
El problema del «espíritu nivelador»
también surgió en el extranjero, por supuesto. Se aprende
mucho sobre la «teoría democrática que realmente existe»
viendo cómo se percibe este problema, especialmente en los documentos
secretos para uso interno, donde los dirigentes pueden ser más
sinceros y llanos.
Tómese el importante ejemplo de Brasil, el «coloso
del sur». En una visita realizada en 1960, el presidente Eisenhower
aseguró a los brasileños que «nuestro sistema de empresa
privada con conciencia social beneficia a todo el mundo, lo mismo propietarios
que trabajadores ... En libertad, el trabajador brasileño es una
feliz demostración de las bienaventuranzas del sistema democrálico».
El embajador agregó que la influencia norteamericana había
derribado «el antiguo orden de América del Sur», introduciendo
«ideas revolucionarias como la libre enseñanza obligatoria,
la igualdad ante la ley, una sociedad relativamente sin clases, un sistema
de gobierno responsable y democrático, la libre empresa competitiva
[y] un fabuloso nivel de vida para las masas».
Pero los brasileños reaccionaron con aspereza a
las buenas nuevas aportadas por sus tutores del norte. Las elites latinoamericanas
son «como niños», informó el secretario de Estado
John Foster Dulles al Consejo Nacional de Seguridad, «sin prácticamente
ninguna capacidad de autogobierno». Lo que era aún peor,
Estados Unidos se halla «irremediablemente muy por detrás
de los soviélicos en cuanto a haber desarrollado controles sobre
las mentes y las emociones de los pueblos sencillos». Dulles y Eisenhower
manifestaron su preocupación por la «capacidad [de los comunistas]
para hacerse con el control de los movimientos de masas», una capacidad
que «nosotros no estamos en condiciones de igualar»: «Se
dirigen a los pobres y éstos siempre han deseado expoliar a los
ricos».
En otras palabras, nos resulta difícil inducir a
la gente a aceptar nuestra doctrina de que los ricos deben expoliar a
los pobres, un problema de relaciones públicas que todavía
no se ha resuelto.
La administración Kennedy se enfrentó al
problema cambiando la misión de los militares latinoamericanos,
que era la «defensa del hemisferio» y pasó a ser «la
seguridad interior», una decisión que tendría fatales
consecuencias, empezando por el brutal y criminal golpe militar en Brasil.
El ejército estaba considerado por Washington una «isla de
salud mental» dentro de Brasil y el golpe fue bien acogido por Lincoln
Gordon, el embajador de Kennedy, como «una rebelión democrática»,
en realidad «la victoria más decisiva de la libertad a mediados
del siglo xx». Antiguo economista de la Universidad de Harvard,
Gordon agregó que «la victoria de la libertad» – es
decir, el derrocamiento violento de la democracia parlamentaria – debía
«crear un clima mucho más apto para las inversiones privadas»,
aportando alguna adicional luz sobre el significado en la práctica
de los términos libertad y democracia.
Dos años después el secretario de Defensa
Robert McNamara informaba a sus socios de que «la política
de Estados Unidos con los militares latinoamericanos había sido,
en conjunto, eficaz para alcanzar los objetivos que se pretendían».
Esta política había mejorado la «competencia en seguridád
interior» y establecido el «predominio de la influencia estadounidense
entre los militares». Los militares latinoamericanos entienden sus
tareas y estan equipados para llevarlas a cabo gracias a los programas
de Kennedy para ayuda e instrucción militar. Estas tareas incluyen
el derrocamiento de gobiernos civiles «siempre que, a juicio de
los militares, la conducta de los líderes sea perjudicial para
el bienestar de la nación». Estas acciones de los militares
son necesarias «en el medio cultural de América Latina»,
explicaron los intelectuales kennedistas. Y podemos confiar en que las
llevarán a cabo como es debido, ahora que los militares han ganado
«comprensión e inclinación a favor de los objetivos
estadounidenses». Esto asegura un desenlace correcto de la «lucha
revolucionaria por el poder entre los grandes agrupamientos que constituyen
la actual estructura de clases» en América Latina, desenlace
que protegerá el comercio y «la inversión privada
de Estados Unidos», la «raíz económica»
que está en el corazón de los «intereses políticos
estadounidenses en América Latina».
Son clocumentos secretos, en este caso del liberalismo
kennediano. El discurso público es, naturalmente, muy distinto.
Si nos atenemos a éste, entenderemos poco sobre el verdadero significado
de la «democracia» y sobre el orden global de los últimos
años; ni tampoco del futuro, puesto que las riendas siguen en las
mismas manos. Los estudios más serios exponen con claridad los
hechos fundamentales. La Agencia Nacional de Seguridad, creada y respaldada
por Estados Unidos, es investigada en un importante libro de Lars Schoultz,
uno de los principales estudiosos de América Latina. Su objeto,
en palabras de este autor, era «destruir para siempre la amenaza
detectada contra la existente estructura de privilegios socioeconómicos
mediante la eliminación de la participación de la mayoría
numérica», la «gran bestia» de Hamilton. El objetivo
es básicamente el mismo que en la sociedad norteamericana, aunque
los medios sean distintos.
La pauta persiste en la actualidad. El campeón de
los violadores de los derechos humanos en el hemisferio es Colombia, a
su vez el principal recipiendario de ayuda e instrucción militar
norteamericana en los últimos años. El pretexto es «la
guerra contra el narcotráfico», pero esto es «un mito»,
como explican sin excepción los principales grupos que defienden
los derechos humanos, la iglesia y otros investigadores de la escandalosa
marca de atrocidades y de los estrechos vínculos entre narcotraficantes,
terratenientes, el ejército y sus socios paramilitares. El terror
estatal ha devastado las organizaciones populares y prácticamente
destruido el único partido político independiente mediante
el asesinato de miles de activistas, entre ellos candidatos a la presidencia,
alcaldes y demás. No obstante, Colombia es ensalzada como democracia
estable, lo que de nuevo pone de manifiesto qué se entiende por
«democracia».
Un ejemplo especialmente instructivo es la reacción
a la primera experiencia democrática en Guatemala. En este caso,
los documentos secretos son en parte accesibles, de modo que sabemos bastante
sobre los criterios que guiaban la política. En 1952 la CIA advirtió
de que las «medidas políticas radicales y nacionalistas»
del gobierno habían ganado «el apoyo o la aquiescencia de
casi todos los guatemaltecos». El gobierno estaba «movilizando
al campesinado hasta entonces políticamente inerte» y creando
«un apoyo de masas para el actual régimen» mediante
organizaciones de trabajadores, la reforma agraria y otras medidas «identificadas
con la revolución de 1944», que había promovido «un
fuerte movimiento nacional para liberar Guatemala de la dictadura castrense,
del atraso social y del "colonialismo económico", que
habían sido la norma en el pasado». Las medidas políticas
del gobierno democrático «correspondían a los intereses
de la mayor parte de los guatemaltecos conscientes e inspiraban su lealtad».
La inteligencia del Departamento de Estado informaba de que la dirección
democrática «insistía en mantener un sistema político
abierto», lo que permitía que los comunistas «ampliaran
sus actividades y apelaran con efectividad a diversos sectores de la población».
Estas deficiencias de la democracia fueron restalladas con el golpe militar
de 1954 y el subsiguiente reinado del terror, siempre con el apoyo a gran
escala de Estados Unidos.
El problema de asegurar el «consentimiento»
también se planteó en las instituciones internacionales.
Al principio, Naciones Unidas fue un instrumento de confianza para la
política estadounidense y mereció grandes elogios. Pero
la descolonización trajo lo que iba a llamarse la «tiranía
de la mayoría». A partir de la década de 1960 Washington
pasó a ser quien más vetaba las resoluciones del Consejo
de Seguridad (con Gran Bretaña en segundo puesto y Francia de tercero
a distancia) y quien más veces volaba, solo o en compañía
de algunos países clientes, contra las resol uciones de la Asamblea
General. Naciones Unidas perdió el favor y empezaron a aparecer
serios artículos que se interrogaban sobre por qué el mundo
se estaba «oponiendo a Estados Unidos», que Estados Unidos
pudiera estarse oponiendo al mundo se consideraba demasiado extravagante
para tenerlo en cuenta. Las relaciones estadounidenses con el Tribunal
Internacional de la Haya y con otras instituciones supranacionales han
seguido una evolución similar, sobre lo cual volveremos.
Mis comentarios sobre las raíces madisonianas de
las ideas que prevalecen sobre la democracia han sido injustos en un aspecto
de importancia. Al igual que Adam Smith y otros fundadores del liberalismo
clásico, Madison era precapitalista y, en espíritu, anticapitalista.
Confiaba en que los gobernantes serían «iluminarlos hombres
de estado» y «filósofos benevolentes», «cuya
sabiduría sabría discernir lo mejor posible los verdaderos
intereses de su país». Ellos «refinarían»
y «ensancharían» las «actitudes púhlicas»,
protegiendo los verdaderos intereses del país contra los «desatinos»
de las mayorías democráticas; pero con luces y benevolencia.
Pronto hubo de descubrir otras cosas Madison, conforme
la «minoría de los opulentos» procedió a utilizar
su recién hallado poder de manera muy parecida a como había
predicho Adam Smith pocos años antes. Se esforzaron en seguir lo
que Smith llamó la «infame máxima» de los señores:
«Todo para nosotros y nada para los demás». En 1792
Madison advirtió que en el incipiente estado capitalista en formación
se estaba «sustituyendo el motivo de servir al público por
el de los intereses privados», lo que conducía a «un
auténtico dominio de unos pocos bajo la aparente libertad de los
más». Deploraba «la osada depravación de los
tiempos» en que los poderes privados «se convertirán
en la guardia pretoriana del gobierno, a la vez sus intrumentos y su tirano,
sobornados por su liberalidad e intimidándolo con clamores y alianzas».
Estos poderes proyectaron sobre la sociedad esa sombra que llamamos «la
política», como posteriormente diría Dewey. Uno de
los principales filósofos del siglo xx y figura sobresaliente del
liberalismo en América del Norte, Dewey subrayó que la democracia
tiene poco contenido cuando el gran capital gobierna la vida del país
a través del control de «los medios de producción,
comercio, publicidad, transporte y comunicaciones, reforzado por mandar
en la prensa y en sus agencias, además de en otros medios de publicidad
y propaganda». Sostuvo adicionalmente que, en una sociedad libre
y democrática, los trabajadores deben ser «dueños
de su propio destino laboral», no herramientas que alquilan los
patronos, ideas que pueden rastrearse en el liberalismo clásico
y en la ilustración, y que han reaparecido constantemente en las
luchas populares lo mismo en Estados Unidos que en otros lugares.
Ha habido muchos cambios en los últimos doscientos
años, pero las amonestaciones de Madison no se han vuelto sino
más pertinentes, adoptando un nuevo significado desde la constitución
de las grandes tiranías privadas a las que se concedieron extraordinarios
poderes a principios de siglo, sobre todo a través de los tribunales.
Las teorías inventadas para justificar estas entidades, o «personas
jurídicas colectivas», como a veces las denominan los historiadores
del derecho, se basan en ideas que también están en el fondo
del fascismo y del bolchevismo: las entidades orgánicas tienen
derechos por encima de los de las personas. Son objeto de la magna «generosidad»
de los estados que en buena medida dominan, de los que siguen siendo a
la vez «herramientas y tiranos», en expresión de Madison.
Y han ganado un sustancial control sobre la economía nacional e
internacional, así como sobre los sistemas de información
y adoctrinamiento, lo que trae a la cabeza otra de las preocupaciones
de Madison: que «un gobierno popular sin información popular,
o sin los medios para conseguirla, no es más que el prólogo
a una farsa o a una tragedia; o tal vez ambas cosas».
Detengámonos ahora en las doctrinas que se han elaborado
para imponer las modernas formas de democracia política. Se exponen
con bastante precisión en un importante manual de la industria
de relaciones públicas, obra de una de sus figuras más descollantes,
Edward Bernays. Arranca con la observación de que «la manipulación
consciente e inteligente de los hábitos y opiniones establecidos
de las masas es un componente importante ole la sociedad democrática».
Para llevar adelante esta tarea esencial, «las minorías inteligentes
deben utilizar la propaganda constante y sistemáticamente»,
porque sólo éstas «comprenden los procesos mentales
y las pautas sociales de las masas» y pueblen «mover los hilos
que controlan la opinión pública». Por lo tanto, nuestra
«sociedad ha consentido en permitir que la libre competencia se
organice mediante el liderazgo y la propaganda», otro caso de «consentimiento
sin consentimiento». La propaganda procura al liderazgo un mecanismo
«para moldear el pensamiento de las masas» de tal modo que
«encaucen su recién ganada fuerza en la dirección
deseada». El liderazgo puede «unitormar todas las parcelas
de la opinión pública tanto como el ejército uniforma
los cuerpos de los soldados». Este proceso de «ingeniería
del consentimiento» es la mismísima «esencia del proceso
democrático», escribió Bernays poco después
de que la Asociación Americana de Psicología lo homenajeara
en 1949.
La importancia de «controlar la opinión pública»
se ha reconocido cada vez con mayor claridad a medida que las luchas populares
lograban ampliar el terreno de juego democrático, dando lugar así
a la aparición de lo que las elites liberales llaman «la
crisis de la democracia», lo que ocurre cuando poblaciones normalmente
pasivas y apáticas se organizan y buscan entrar en la arena política
para perseguir sus intereses y reivindicaciones, con lo que amenazan la
estabilidad del orden. Tal como explicaba Bernays el problema, «con
el sufragio universal y la escolarización universal ... al final
incluso la burguesía ha tenido miedo de la gente del pueblo. Pues
las masas se prometían llegar a ser el rey», tendencia que
por fortuna se ha invertido – así se esperaba – conforme se han
ido inventando y poniendo en práctica nuevos métodos «para
modelar la mentalidad de las masas».
Buen liberal del New Deal, Bernays había cultivado
sus habilidades en el Comité de Información Pública
de Woodrow Wilson, la primera agencia estatal de propaganda que ha habido
en Estados Unidos. «Fue el asombroso éxito de la propaganda
durante la guerra lo que abrió los ojos de los contados inteligentes
que hay en todos los sectores de la vida a las posibilidades de uniformar
la opinión pública», explicaba Bernays en su manual
de relaciones públicas, titulado Propaganda. Los contados inteligentes
tal vez fueran conscientes de que su «asombroso éxito»
se basaba, en no pequeña parte, en invenciones propagandísticas
acerca de las atrocidades de los «hunos» que les suministraba
el Ministerio de Información británico, que en secreto definía
su actividad como la de «dirigir el pensamiento de la mayor parte
de la gente».
Todo esto es buena doctrina wilsoniana, lo que se conoce
en teoría pol ítica por «el idealismo de Wilson».
La visión personal de Wilson era que se necesita una elite de caballeros
con «ideales elevados» para preservar «la estabilidad
y la justicia». La minoría inteligente de «hombres
responsables» es la que debe controlar la toma de decisiones, explicaba
Walter Lippmann, otro veterano del comité de propaganda de Wilson,
en sus influyentes ensayos sobre la democracia. Lippmann también
fue la figura más respetada del periodismo norteamericano y un
notorio comentarista de la actualidad política durante medio siglo.
La minoría inteligente es una «clase especializada»,
responsable de ajustar la política y «crear una sólida
opinión pública», pormenorizaba Lippmann. Debe estar
libre de la interferencia del público en general, compuesto de
«intrusos ignorantes e impertinentes». El público debe
«ser puesto en su silio», proseguía Lippmann: su «función»
es ser «espectadores de la acción», sin participar,
excepto en los períodos electorales cuando escogen entre la clase
especializada. Los dirigentes deben tener libertad para operar en «aislamiento
tecnocrático», tomando prestada la actual terminología
del Banco Mundial.
En la Encyclopaedia of Social Sciences, Harold
Laswell, uno de los fundadores de la moderna ciencia política,
advirtió que las minorías inteligentes deben reconocer la
«ignorancia y estupidez de las masas» y no sucumbir a «dogmatismos
democráticos acerca de que los hombres son los mejores jueces de
sus propios intereses». Los mejores jueces no son ellos, somos nosotros.
Las masas deben ser controladas por su propio bien; y en las sociedades
más democráticas, donde no cabe el recurso a la fuerza,
los manipuladores sociales deben utilizar «todas las nuevas técnicas
de control, en buena medida mediante la propaganda».
Nótese que se trata de buena doctrina leninista.
Es bastante llamativa la similitud entre la teoría democrática
progresista y el marxismo leninismo, algo que Bakunin había predicho
hace mucho tiempo.
Una vez bien entendido el concepto de «consentimiento»,
podemos apreciar que la implantación del programa del capital por
encima de las objeciones de la gran mayoría de la población
constituye, «con el consentimiento de los gobernados», una
forma de «consentimiento sin consentimiento». Esto viene a
ser una ajustada descripción de lo que ha ocurrido en Estados Unidos.
A menudo hay una brecha entre las preferencias públicas y la política
pública. En los últimos años esta brecha se ha vuelto
sustancial. Una comparación aporta nueva luz sobre
el funcionamiento del sistema democrático.
Más del 80 por 100 del público cree que el
gobierno «actúa a favor de la minoría y de intereses
particulares, no de la gente», superando el 50 por 100, más
o menos, de años anteriores. Más del 80 por 100 cree que
el sistema económico es «intrínsecamente injusto»
y que los trabajadores tienen poco que decir sobre lo que ocurre en el
país. Más del 70 por 100 opina que «el mundo financiero
ha ganado demasiado poder sobre demasiados aspectos de la vida norteamericana»
y, casi en una proporción de 20 a 1, el público cree que
las empresas «deberían sacrificar a veces parte de los beneficios
con vistas a mejorar las condiciones de los trabajadores y de la comunidad».
Las actitudes públicas se mantienen obstinadamente
socialdemócratas en importantes aspectos, como ocurrió durante
todos los años de Reagan, en contra de lo que diga tanta mitología.
Pero debemos asimismo notar que estas actitudes quedan lejos de las ideas
que animaron las revoluciones democráticas. Los trabajadores de
la América del Norte del siglo xix no rogaban a sus gobernantes
que fueran más benévolos. Más bien les negaban el
derecho a mandar. «Las fábricas deben ser de quienes trabajan
en ellas», exigía la prensa obrera, manteniendo los ideales
de la revolución americana tal como los entendía la peligrosa
chusma.
Las elecciones al Congreso de 1994 son un ejemplo revelador
de la distancia que hay entre la retórica y los hechos. Se las
calificó de «terremoto político», de «victoria
aplastante», de «triunfo del conservadurismo» que reflejaba
el persistente «deslizamiento hacia la derecha», al otorgar
los votantes un «mandato arrolladoramente popular» a la tropa
ultraderechista de Nwet Gingrich que prometía «quitarnos
el gobierno de encima» y volver a los felices tiempos en que reinaba
el mercado libre.
Ateniéndose a los datos, la «victoria aplastante»
se obtuvo con poco más de la mitad de los votos emitidos, alrededor
del 20 por l 00 del electorado, cifras que apenas se diferencian de las
de dos años antes, cuando ganó el partido Demócrata.
Uno de cada seis votantes describió los resultados como la «ratificación
del programa republicano». Uno de cada cuatro había oído
hablar del Contrato con América, que exponía tal programa.
Y cuando se la informaba, la gente se oponía prácticamente
a la totalidad del programa en su gran mayoría. Alrededor del 60
por 100 de la población quería que aumentasen los
gastos sociales. Un año después, el 80 por 100 sostenía
que «el gobierno federal debe proteger a los más vulnerables
de la sociedad, sobre todo a pobres y ancianos, garantizando niveles mínimos
de vida y proporcionando prestaciones sociales». Entre el 80 y el
90 por 100 de los norteamericanos eran partidarios de que el gobierno
federal garantizase la asistencia pública para quienes no pueden
trabajar, el seguro de paro, las medicinas subvencionadas y las atenciones
a domicilio de los ancianos, unos mínimos niveles de servicios
sanitarios y la seguridad social. Tres cuartas partes apoyaban que se
garantizase desde el gobierno federal el cuidado de los hijos de las mujeres
trabajadoras con bajos ingresos. Es especialmente llamativa la persistencia
de estas actitudes a la luz del ininterrumpido bombardeo de la propaganda
destinada a convencer a la gente de que sostiene criterios radicalmente
distintos.
Los estudios de opinión pública muestran
que cuanto más saben los votantes sobre el programa de los congresistas
republicanos, más se oponen al partido y a su programa. El portaestandarte
de la revolución, Newt Gingrich, era impopular en el momento de
su «triunfo» y se ha ido hundiendo posteriormente, pasando
a ser tal vez la figura política más impopular del país.
Uno de los aspectos más cómicos de las elecciones de 1996
fue la escena en que los más estrechos colaboradores de Gingrich
se esforzaron en negar toda conexión con su líder y las
ideas de éste. En las primarias, el primer candidato en desaparecer,
prácticamente desde el mismísimo inicio, fue Phil Gramm,
el único representante de los congresistas republicanos, muy bien
provisto de fondos, que decía todo cuanto se suponía, según
los titulares de prensa, que gustaba a los votantes. En realidad, casi
todos los temas políticos desaparecieron desde el mismo instante
en que los candidatos tuvieron que enfrentarse a los votantes en enero
de 1996. El ejemplo más espectacular fue el equilibrio presupuestario.
A lo largo de 1995, el principal problema del país era cuánto
se tardaría en alcanzarlo, si siete años o un poco más.
El gobierno fue acallado varias veces durante el fragor de la controversia.
Tan pronto se iniciaron las primarias se esfumaron las chácharas
sobre el presupuesto. El Wall Street Journal informaba con sorpresa
de que los votantes «habían abandonado su obsesión
por el equilibrio presupuestario». La auténtica «obsesión»
de los votantes era precisamente la contraria, como demostraban periódicamente
las encuestas: su oposición a equilibrar el presupuesto bajo cualesquiera
supuestos mínimamente realistas.
Para ser exactos, una fracción del público
compartía la «obsesión» de los dos partidos
políticos por equilibrar el presupuesto. En agosto de 1995, el
5 por 100 de la población consideraba que el déficit era
el problema más importante del país, más o menos
el mismo porcentaje que se inclinaba por los homeless. Pero entre
el 5 por 100 obsesionado por el presupuesto se contaban personas de peso.
«La patronal del país ha hablado: equilibrar el presupuesto
federal», anunciaba el Business Week al informar sobre
una encuesta entre ejecutivos estadounidenses de solera. Y cuando habla
la patronal, lo mismo dicen la clase política y los medios de comunicación,
que explicaron a la población que se precisaba equilibrar el presupuesto,
detallando los recortes del gasto social en concordancia con la voluntad
pública; y pasando por encima la sustancial oposición que
demostraban las encuestas. No es sorprendente que el tema desapareciera
súbito del mapa cuando los políticos tuvieron que hacer
frente a la gran bestia.
Tampoco es sorprendente que el programa siga llevándose
a práctica según el habitual proceder de doble filo, con
crueles y a menudo impopulares recortes del gasto social a la par que
aumentos en el presupuesto del Pentágono a que se opone la opinión
pública, pero en ambos casos con el firme apoyo del empresariado.
Las razones de que crezca el gasto son fáciles de entennder si
tenemos presente el papel que desempeña el sistema del Pentágono
dentro del país: transferir fondos públicos a sectores avanzados
de la industria, de modo que los ricos electores de Newt Gingrich, por
ejemplo, queden protegidos de los rigores del mercado con mayores subvenciones
estatales que cualquier otro distrito del país (exceptuando el
propio gobierno federal), mientras el líder de la revolución
conservadora denuncia el gigantismo estatal y alaba el austero individualismo.
Desde el principio estuvo claro en las encuestas que no
eran ciertos los cuentos de la aplastante victoria conservadora. Ahora
el fraude se admite en silencio. El especialista en encuestas de los republicanos
de Gingrich explicó que, cuando él exponía que la
mayor parte de la gente apoyaba el Contrato con América, lo que
quería decir era que les gustaban los eslóganes utilizados
en la propaganda. Por ejemplo, sus estudios mostraban que el público
se.oponía al desmantelamiento del sistema sanitario, el cual queria
«conservar, proteger y reforzar» para «la siguiente
generación». De modo que el desmantelamiento se presentaba
en la propaganda como «una solución que preserva y protege»
el sistema sanitario para la siguiente generación. De este tenor
viene a ser todo en general.
Esto es muy natural en una sociedad que está dirigida
por las finanzas hasta un punto fuera de lo habitual, con inmensos gastos
en mórketing: un billón de dólares al año,
una sexta parte del producto nacional bruto, en buena parte deducible
en los impuestos, de modo que la gente paga por el privilegio de ser sometida
a la manipulación de sus actitudes y comportamientos.
Pero la gran bestia es dura de domar. Repetidas veces se
ha pensado que el problema estaba resuelto y que se había alcanzado
el «final de la historia», una especie de utopía de
los señores. Un precedente clásico tuvo lugar en los orígenes
de la doctrina neoliberal, a comienzos del siglo XIX, cuando David Ricardo,
Thomas Malthus y otras grandes figuras de la economía clásica
anunciaron que la nueva ciencia había demostrado, con la misma
exactitud que las leyes de Newton, que sólo perjudicaríamos
a los pobres si pretendiéramos ayudarlos y que el mejor regalo
que podemos ofrecer a las masas que sufren es librarlas de la ilusión
de que tienen derecho a vivir. La nueva ciencia demostró que las
gentes no tenían otros derechos más allá de los que
pudieran al tener en el mercado de trabajo sin regulación. En la
década de 1830 estas doctrinas parecían haber triunfado
en Inglaterra. Con la victoria del pensamiento derechista al servicio
de los interes manufactureros y financieros británicos, los habitantes
de Inglaterra se vieron «forzados a entrar por la senda del experimento
utópico», escribió Karl Polanyi, en su clásica
obra La gran transformación (The Great Transformation),
hace cincuenta años. Fue la más «despiadada acción
de reforma social de toda historia», proseguía Polanyi, que
«segó innumerables vidas». Pero surgió un problema
no previsto. Las estúpidas masas empezaron a sacar la conclusión
de que si nosotros no tenemos ningún derecho a vivir, vosotros
no tenéis ningún derecho a mandar. El ejército británico
tuvo que hacer frente a algaradas desórdenes, y pronto se conformó
una amenaza aún mayor cuando los trabajadores empezaron a organizarse,
exigiendo normativas laborales y legislación social que los protegiesen
del crudo experimento neoliberal, y a menudo yendo mucho más lejos.
La ciencia, que afortunadamente es flexible, adoptó formas nuevas
conforme las opiniones de las elites variaron en respuesta a las incontrolables
fuerzas populares, descubriendo que debe protegerse el derecho a vivir
mediante alguna clase de contrato socal.
Más entrado el siglo XIX, muchos estuvieron de acuerdo
en que el orden había vuelto a restaurarse, aunque unos cuantos
disintieron. El famoso artista William Morris escandalizó a la
opinión respetable al declararse socialista en una conferencia
pronunciada en Oxford. Reconocía que era «la opinión
admitida que el sistema competitivo, el de "Sálvese quien
pueda", es el último sistema económico que conocerá
el mundo; que es la perfección y que, por lo tanto, con él
se ha alcanzado lo irrevocable». Pero, si la historia ha terminado,
continuaba, «la civilización perecerá». Y esto
se negaba a creerlo, pese a las confiadas proclamas de los «hombres
más sabios». Tenía razón, como ha demostrado
la lucha de los pueblos.
También en Estados Unidos se saludaron los Alegres
Noventa de hace un siglo como «la perfección» y «lo
irrevocable». Y en los Locos Años Veinte se asumía
confiadamente que la clase trabajadora había sido aplastada de
una vez por todas y que se había alcanzado la utopía de
los señores: unos «Estados Unidos muy poco democráticos»,
que habían sido «creados por encima de las protestas de los
trabajadores», comenta David Montgomery, historiador de la Universidad
de Yale. Pero de nuevo fue una celebración prematura. Al cabo de
pocos años la gran bestia escapaba una vez más de su jaula
e incluso Estados Unidos, el mejor ejemplo de sociedad dirigida por las
finanzas, fue obligado por la lucha popular a conceder derechos que se
habían ganado mucho antes en sociedades más autocráticas.
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial,
el capital lanzó una ofensiva propagandística para recuperar,
el terreno que había perdido. A finales de los cincuenta se daba
en general por hecho que se había alcanzado el objetivo. Habíamos
llegado al «final de las ideologías» en el mundo industrial,
escribió el sociólogo de Harvard Daniel Bell. Pocos años
antes, el director de una de las principales pubhcaciones especializadas
en economía, Fortune, había informado sobre la
«desconcertante» magnitud de la campaña propagandística
de la patronal destinada a superar las actitudes socialdemócratas
que persistieron durante los años de la posguerra.
Pero de nuevo era la celebración prematura. Los
acontec mientas de los años sesenta demostraron que la gran bestia
se mantenía al acecho, despertando una vez más entre los
«hombres responsables» el miedo a la democracia. La Comisión
Trilateral fundada por David Rockefeller en 1973, dedicó su primer
gran estudio a la «crisis de la democracia» que vivía
todo el mundo industrial al estar tratando de introducirse en la arena
pública grandes sectores de la población. Los ingenuos podrían
interpretar que era un paso hacia la democracia, pero la Comisión
entendió que era un «exceso de democracia» y confiaba
en restaurar los días en que «Truman había podido
gobernar el país con la cooperación de un número
relativamente pequeño de banqueros abogados de Wall Street»,
como comentaba el ponente norteamericano. Eso era la debida «moderación
democrática». De especial interés para la Comisión
fueron los fracasos de las dc nominadas instituciones responsables «de
adoctrinar a los jóvenes». las escuelas, las universidades
y las iglesias. La Comisión propuso medidas para restaurar la disciplina
y restablecer en la pasividad y la obediencia en la gran masa de la población,
con lo que superaría la crisis de la democracia.
La Comisión representa los sectores internacionalistas
má progresistas del poder y de la vida intelectual en Estados Unidos,
Europa y Japón: la administración Carter perdió casi
por completo su parroquia. El ala derecha adoptó una línea
mucho más dura.
Desde la década de 1970, los cambios habidos en
la economía internacional han puesto nuevas armas en manos de los
señores, permitiéndoles hacer menuzos el odiado contrato
social que se había ganado en la lucha popular. El espectro político
de Estados Unidos, siempre tan estrecho, se ha adelgazado hasta la casi
invisibilidad. Pocos meses después de que Clinton tomara posesión
de la presidencia, el artículo de fondo del Wall Street Journal
manifestaba su complacencia por que «asunto tras asunto, Mr. Clinton
y su administración se decantaran por el mismo lado que el empresariado
norteamericano», ganándose las felicitaciones de quienes
dirigen las grandes corporaciones, que estaban encantados de «estar
saliendo mucho mejor parados con esta administración que con las
anteriores», como dijo uno de ellos.
Un año después, los grandes hombres de negocios
pensaron que aún podía irles mejor, y en septiembre de 1995
el Business Week informaba de que el nuevo Congreso «representa
un hito para la patronal: nunca antes habían llovido tantísimas
peladillas sobre los empresarios estadounidenses». En las elecciones
de 1996, los dos candidatos eran republicanos moderados y, colaboradores
del gobierno desde antiguo, candidatos del mundo financiero. La campaña
fue de una «insulsez histórica», las encuestas de la
prensa económica mostraban que el interés del público
había descendido incluso por debajo de los bajos niveles previstos,
pese a que el gasto había batido marcas, y que a los votantes no
les gustaban ninguno de los dos candidatos y poco esperaban de cualquiera
de ellos.
Hay un descontento en gran escala con el funcionamiento
del sistema democrático. Un fenómeno similar se había
detectado en América Latina y, aunque las condiciones fueran muy
distintas, las razones eran en parte las mismas. El politólogo
argentino Atilio Boron ha recalcado el dato de que en América Latina
los procedimientos democráticos se establecieron a la vez que las
reformas económicas neoliberales, que han sido un desastre para
la mayoría de la población. La introducción de programas
similares en el país más rico del mundo ha tenido efectos
similares. Cuando más del 80 por 100 de los habitantes opina que
el sistema democrático es una farsa y que la economía es
«intrínsecamente injusta», «el consentimiento
de los gobernados» está tocando fondo.
La prensa económica deja constancia del «claro
subyugamiento de la mano de obra por el capital durante los últimos
quince años», lo que ha reportado a éste numerosas
victorias. Pero también advierte que tal vez los días gloriosos
no duren, debido a la cada vez más «agresiva campaña»
de los trabajadores «para asegurar[se] el llamado "salario
digno"» y «garantizar[se] una mayor tajada del pastel».
Merece la pena recordar que ya hemos pasado antes por todo
esto. El «final de la historia», la «perfección»
y la «irrevocabiliclad» se habían proclamado muchas
veces, siempre en falso. Y pese a tantas sórdidas repeticiones,
un alma optimista todavía podría discernir un lento progreso,
con realismo, creo yo. En los países industriales avanzados, y
también es frecuente en otros, las luchas populares pueden partir
de un plano superior y con mejores expectativas que en los Alegres Noventa
y en los Locos Años Veinte, e incluso que hace tres décadas.
Y la solidaridad internacional podrá adoptar formas nuevas y más
constructivas conforme la gran mayoría de los habitantes del mundo
llegue a comprender que sus intereses son aproximadamente los mismos y
que son defendibles si se actúa conjuntamente. No hay más
razón ahora que antes para creer que estamos constreñidos
por leyes sociales misteriosas y desconocidas, y no por las simples decisiones
que se adoptan en instituciones sometidas a la voluntad humana; instituciones
humanas que tienen que hacer frente a la prueba de la legitimidad
y que, si no la satisfacen, son sustituihles por otras que sean más
libres y más justas, como ha ocurrido tantas veces en el pasado.
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