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La Jornada Semanal
Omar González*
I
Siempre que he visitado
la ciudad española de Valencia, lo he hecho bajo la advocación del
Segundo Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, o de
Escritores Antifascistas, efectuado en julio de 1937.
Y como yo,
muchísimos otros latinoamericanos y latinoamericanas. Por eso, más allá
de nuestras preferencias literarias, siempre llegamos de la mano de
Alejo Carpentier, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Octavio Paz, Vicente
Huidobro, César Vallejo, Juan Marinello, Carlos Pellicer, Félix Pita
Rodríguez, Rafael Alberti, María Teresa León, Manuel Altolaguirre,
Miguel Hernández, León Felipe, André Malraux, Ilya Ehremburg y todos
los que, hasta sumar más de ciento cincuenta, se dieron cita mientras
llovía metralla y España se desangraba en ríos de muerte y valentía. En
fin, jamás llegamos solos.
Cartel de apoyo a la República Española por las Brigadas Internacionales durante la Guerra civil |
Pocas veces como durante la Guerra civil
española, e inmediatamente después, “el paso de las ideas entre los
mares” fue tan humano y acendrado; nunca como entonces caló tan hondo
el sentimiento de hermandad entre los hombres y mujeres de la cultura
de habla española. Nuestra identidad, forjada en siglos de lucha contra
el colonialismo –sin excluir el fardo de la perenne injerencia
estadunidense–, los intercambios, las negaciones y apropiaciones
recíprocas; nuestra identidad, decía, creció hasta que sentimos que
éramos uno frente a la extensión del páramo y la barbarie que
comportaba (y comporta) el fascismo. Después fue el mundo el que volvió
los ojos sobre sí mismo, y tras su despertar –ojalá que para toda la
vida–, sobrevinieron las causas de Cuba y de Vietnam, que ahora
pudieran llamarse Gaza, Cuba todavía, Venezuela, Argentina, Ecuador o
el calvario de la globalización neoliberal, con su secuela de injusticia
y la persistente impunidad del crimen y la incivilidad.
Fue tal el impacto de la tragedia española, que
ninguno de los asistentes a aquella “asamblea en movimiento” dejó para
después su testimonio desgarrador y condenatorio de los hechos. No en
balde César Vallejo titulaba España, aparta de mí este cáliz
uno de sus libros, y Alejo Carpentier agrupaba sus crónicas de los
acontecimientos en una serie que no vacilaba en llamar “España bajo las
bombas”, la que más tarde serviría de base a su novela La consagración de la primavera.
Estos textos de Alejo, narrados a partir de un estilo cinematográfico,
deliberadamente directo pero coral, resultan imprescindibles para
reconstruir los agónicos primeros días de julio de 1937 en buena parte
de España; una España que me seduce e inquieta porque la imagino y leo
con una mano que me lleva a Europa, mientras la otra me devuelve a
América.
El periplo que se nos describe por Carpentier
comienza en el paso por el túnel de Port-Bou, cuyo trayecto el autor
califica de “enorme” –aunque duraba escasamente dos minutos– “porque
nos hace trasponer la frontera insignificante […] que delimita dos
realidades […] Dos minutos de oscuridad. Dos minutos de silencio.”
Luego, en la medida en que los viajeros se internan en territorio
español, aparece Gerona, donde los intelectuales de la ciudad,
“reunidos en la sala principal del Ayuntamiento, nos hacen una recepción
encantadora por su sencillez y cordialidad. Eruditos, historiadores,
amorosos lectores de manuscritos e incunables, restauradores y
clasificadores de obras de arte. Representantes de esa noble casta de
intelectuales provincianos españoles, que prolongan y renuevan las
disciplinas clásicas con una modestia admirable.” Antes de llegar a
Barcelona, Alejo da la palabra al escritor y periodista francés André
Chamson, en quien se apoya para afirmar: “Lo que más me ha impresionado
durante este viaje es la realidad total, es el contraste establecido
entre las fuerzas de la vida y de la alegría y las potencias del odio y
de la destrucción.
Sobre esa alegría serena, se ciernen en todas partes
las amenazas de la muerte.” Y prosigue Chamson: “La amenaza está […]
tan presente que el hombre reaprende a vivir sin tomar en cuenta esa
presencia.”
Nota periodística en la que intelectuales apoyan al Gobierno Repúblicano |
La segunda crónica es la dedicada
fundamentalmente a Valencia, donde, nada más llegar, se produce un
bombardeo enemigo. Luego de pasar revista al Congreso, al temario y
algunos delegados, Carpentier, que nunca había vivido los horrores de
una guerra, nos retrata el estado de una ciudad cuyo célebre Mercado de
las Flores ha sido destruido, al igual que la cúpula del Ayuntamiento.
“A las ocho de la noche –escribe– no queda una luz visible en
Valencia. Las tinieblas más densas se apoderan de las calles, de las
plazas. En Barcelona quedaban todavía algunos mecheros velados, algunos
tranvías fantasmagóricos. (…) Aquí nada…”
El tercer texto es consagrado, en lo esencial, a la
“ciudad mártir” de Minglanilla –“ese pueblo ardiente, lleno de cal y
de sol”–, donde Nicolás Guillén pronunciara un conmovedor discurso y
los niños huérfanos de Badajoz –“en su austera soledad”, al decir de
Chamson–, “cantaban como si estuvieran participando en la más bella
fiesta del mundo.” Una anciana se acerca a Carpentier y le pide:
“¡Defiéndannos, ustedes que saben escribir!”, y el autor confiesa que
no olvidará jamás esas palabras, a las que siempre se atuvo durante su
fecunda vida literaria y ciudadana. “Defiéndannos”, clamaba aquella
mujer, y uno la escucha, la imagina y la ve aún en todas partes, a pesar
de la desnaturalización que también sufre España.
El último de estos relatos gira en torno al Frente
de Madrid, una ciudad que Alejo había visitado siete veces y donde diera
a conocer su primera novela, ¡Écue-Yamba-Ó!, en 1928. La
conjugación de lo épico, lo reflexivo y lo anecdótico, hacen de este
texto un homenaje al valor, valiéndose de las vivencias y los
recuerdos. Me permito citar sus dos últimos párrafos: “Estamos a 7 de
julio. Esta tarde caerá Brunete en manos de los republicanos. Esta noche
viviremos el bombardeo más terrible que ha conocido Madrid en un año
de guerra.” “Pero el estrépito infernal de cuatrocientos obuses cayendo
sobre la ciudad no borrará de mi memoria el sonido conmovedor del
pobre piano herido –piano del barrio de Argüelles–, cuya canción en
clave sol ha sido para mí una expresión simbólica de la resistencia de Madrid.”
Si me he detenido en estos pasajes carpenterianos
de la Guerra civil española es porque, desde mi perspectiva, ilustran
el sentido del diálogo cultural en situaciones límites. Hay, por
supuesto, muchas otras visiones que debería contar, y estarían las
diversas maneras como se han escenificado nuestros encuentros y
desencuentros con España, que no han sido pocos e, incluso, fueron muy
hondos y dolorosos, aunque siempre útiles para forjar nuestro carácter e
identidades. En términos culturales, los soliloquios –sobran ejemplos–
terminan por excluir la comprensión y llevan consigo la carga
semántica del irrespeto y el desconocimiento del otro. Nuestro espacio
común –Iberoamérica, Hispanoamérica, lo llaman algunos– es, será, en la
misma medida en que la diversidad lo sustente y haya lugar tanto para
las diferencias como para las similitudes. Del colonialismo no surgió
precisamente la armonía conciliatoria ni el diálogo fecundo, sino el
desdén de los poderosos y, en consecuencia, la indocilidad y
resistencia de los pueblos sojuzgados, que son, en resumen, el
semillero natural de las mejores causas o ideas en las batallas por la
dignidad más plena.
Si como hombres y mujeres de la cultura no hacemos
del canon occidental un dogma y acogemos lo desconocido con la misma
vocación axiomática que lo ha instituido, entonces estaremos
contribuyendo a dibujar la cartografía verdadera de nuestro patrimonio
cultural. Vivimos en una época en la que, más que en ninguna otra, el
que no duda y pregunta no encuentra, y el que no lucha termina
embelesado y robótico; al pairo, como suelen decir los pescadores.
II
De la dictadura del gusto pudiera escribirse tanto
como de la mediática, pero, entre una y otra, prefiero hablar de la
segunda, que tanto ha contribuido a la primera –¿o acaso no es la misma?
Respeto demasiado el carácter del otro y me gusta Duchamp
–vean qué rareza en esta época–, sobre todo cuando dijo a Francis
Steegmuller: “Hoy el mundo del arte tiene un nivel tan bajo, es tan
comercial... El arte y todo lo que está ligado al arte es el tipo de
actividad del momento. El siglo XX es uno de los más pobres de la historia del arte, más pobre incluso que el XVIII, donde no hubo gran arte, sólo frivolidad. El arte del siglo XX
es un simple pasatiempo liviano; como si viviéramos en una época
alegre, pese a todas las guerras que formaron parte del paisaje...”
Duchamp, iconoclasta siempre, adelantado y solitario, pero jamás
complaciente.
A propósito de Valencia, que es, con Andalucía,
mi otra puerta para ingresar a España, ahora quisiera evocar el diálogo
íntimo que con toda seguridad se produjo en la familia cubana de José
Martí cuando, entre 1857 y 1859, visitaron esa ciudad española. Un
diálogo que pudo ser particularmente alusivo, intenso y edificante
durante las semanas en que padre e hijo permanecieron juntos en la
localidad matancera del Hanábana, relativamente cerca de la ciudad de
La Habana.
¿Cuánto aportarían don Mariano Martí y doña Leonor
Pérez respecto de España, y específicamente de las costumbres y
culturas valenciana y canaria, a aquel muchacho de apariencia frágil,
pero de inteligencia inocultable, cuyo destino iba a estar ligado para
siempre a “los pobres de la tierra” y al “arroyo más que al mar”?
¿Cuánto hubo de definitorio y fundacional en aquella relación que se
estableciera en el referido Hanábana? ¿Qué dijo definitivamente el
padre a su hijo Pepe cuando éste tuvo ante sí la revelación de la
injusticia en la muerte de un hombre negro? No hay otra manera de
explicarnos la profundidad de estos versos humilde o irónicamente
llamados “sencillos” por José Martí: “Rojo, como en el desierto/ Salió
el sol al horizonte./ Y alumbró a un esclavo muerto/ Colgado a un
ceibo del monte.// Un niño lo vio: tembló/ De pasión por los que
gimen:/ ¡Y, al pie del muerto, juró/ Lavar con su vida el crimen!” O
estos otros, surgidos, como aquellos, de la vida, pero deudores de una
eticidad que se aprehende cuando el alma es su mejor asidero: “Para
Aragón, en España,/ Tengo yo en mi corazón/ Un lugar todo Aragón,/
Franco, fiero, fiel, sin saña./// Estimo a quien de un revés/ Echa por
tierra a un tirano:/ Lo estimo, si es un cubano;/ Lo estimo, si
aragonés./// Amo la tierra florida,/ Musulmana o española,/ Donde
rompió su corola/ La poca flor de mi vida.”
¿Y qué decir de Wifredo Lam y de su amistad con
Pablo Picasso, de la influencia que se ejercieron mutuamente; de las ya
más recientes deudas y relaciones entre los fundadores del nuevo cine
latinoamericano y Buñuel y Berlanga, y más allá los neorrealistas
italianos y la nueva ola francesa; de la impronta que dejaron en
nosotros –cubanos, argentinos, mexicanos, venezolanos–, las breves o
prolongadas estadías de Juan Ramón Jiménez, Alberti, Lorca o Rosalía de
Castro? El inventario sería interminable, y no podría soslayar la
huella primigenia de los cronistas de Indias; el contenido de
centenares de bitácoras; los mapas, con sus figuraciones propias de
demiurgos e invencioneros; las cartas de amor o de melancolía; los
informes y relatos ilustrados profusamente con la realidad, que entre
nosotros supera siempre a la imaginación; los diarios y reportes de
miles de viajeros que daban cuenta del primer piano que llegaba a
América, la primera soprano, los primeros tabacos que el poeta alemán
George Weerth enviara a Carlos Marx desde La Habana en 1856; la
fabulación de los recién llegados en tabernas y parroquias; el viaje
inaudito de las buenas y malas noticias; las leyendas de piratas y
corsarios; en fin, la mar de historias y el paso de las ideas sobre las
aguas. Y luego, para seguir en diálogo sin conocer descanso, la
sorpresa de la fotografía, el telégrafo, el teléfono, la radio, el
cine, la televisión, el video, hasta arribar al frenesí de la
instantaneidad con internet, los móviles y otros ingenios satelitales. Y
lo que falta y vendrá, ojalá que para enaltecernos por la riqueza de
sus contenidos y no para oscurecernos con la miseria de la estulticia y
la mácula de las vilezas.
Pero nada en este mundo ha sido menos placentero
que la supervivencia, el desarrollo y el paso de las ideas y culturas
de los pueblos del sur hacia el norte, a pesar de los prodigios de la
tecnología y la seducción del exotismo. Venimos de lo que el
arzobispo sudafricano Desmond Tutu ha definido gráficamente con esta
parábola: “Llegaron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la
tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”. Vamos –a veces pareciera que algunos regresan, a juzgar por el limbo en que viven– o, mejor aún, hace rato que estamos
en lo que Ignacio Ramonet caracterizara en 1995 como “pensamiento
único”, o sea, “una especie de doctrina viscosa que, insensiblemente,
envuelve cualquier razonamiento rebelde, lo inhibe, lo perturba, lo
paraliza y acaba por ahogarlo” y, también, como “la traducción en
términos ideológicos con pretensión universal de los intereses de un
conjunto de fuerzas económicas, en particular las del capital
internacional.” Dicho de otro modo, algo así como la esclavitud, pero
(des)conectados las veinticuatro horas del día.
Este proceso de vaciamiento físico y cultural, al
que son inherentes la suplantación de la historia y la paradoja de la
desinformación como programa, no es nuevo. Los efectos de una mentira
mil veces repetida y de las guerras ideológicas, se perciben en todas
las latitudes y escenarios donde se originan o desenvuelven. En el
siglo XIX, la visión europea del resto del
mundo estuvo tan circunscrita al enfoque dominante de sus propios
problemas, que muchos de los pensadores más radicales y certeros de
aquellos momentos no pudieron sustraerse de ella. Alguien como el
mismísimo Carlos Marx, considerado con justicia el más grande pensador
del siglo XIX, en su artículo “Bolívar y
Ponte”, de 1858, nos legó una de las semblanzas más inexactas y
maniqueas de cuantas se hayan escrito acerca de la trayectoria
esplendente del Libertador, y otros, no menos imprescindibles,
omitieron, más por desconocimiento que por subestimación, la historia de
los pueblos del Sur, a los que comúnmente llamaban bárbaros, salvajes o
incivilizados. Es algo que, explicándose en otras razones, aún perdura
e inquieta, sobre todo en quienes precisan de muchas vidas para matar
sus fantasmas, manipular el pasado y explicar un presente que no tiene
futuro.
Quiero que me ayudes a conquistar Cuba Fuente: http://lasantamambisa.wordpress.com |
La ausencia de referencias al pensamiento (y al
ejemplo) inconmensurable de José Martí en el legado teórico europeo más
conocido –no ya en el siglo XIX, sino
durante la última centuria y en lo que va de la actual–, es símbolo de
una perspectiva que, en el mejor de los casos, calificaría de
lamentable y discriminatoria, y que refleja, a pesar de las nuevas
tecnologías de la información y las comunicaciones, o como consecuencia
de su utilización perversa, los efectos del control mediático en la
sociedad contemporánea.
En términos de exclusión y desigualdad, la
globalización neoliberal ha roto todos los récords. El mundo ahora es
propiedad de las corporaciones, que lo administran con mayor severidad
que como lo hicieran antaño los colonizadores. Ser pobre, negro o indio
–a fin de cuentas casi lo mismo, a pesar del ritornelo de
Vargas Llosa–, quinientos veintidós años después de que América se
revelara a Europa como la Tierra Prometida, continúa siendo sinónimo de
esclavitud, desolación y genocidio cultural. Conocidos son los
innumerables proyectos de “modernización” forzosa, implantes
ideológicos y erosión continua de valores, amén de las consabidas
usurpaciones del espacio vital, supuestamente en nombre del progreso.
Si no, que hablen los pueblos originarios y, específicamente, los
mayas, los mapuches y los rarámuris.
El fraude como conducta masiva también figura en la
cosecha reprobable de esta globalización que nos han impuesto.
Cervantes, que nos dejó la fabulación de personajes y obras
imperecederas, nos dice en el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha,
por boca del Canónigo de Toledo, que “…tanto la mentira es mejor
cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de
dudoso y posible”. En lo que atañe al actual gobierno estadunidense –y a
todas las administraciones que he conocido, dicho sea de paso–, su
mendacidad no evoca certezas ni provoca fruiciones; conduce,
inexorablemente, al engaño, la desilusión y la muerte. Es la trampa y
el cepo al mismo tiempo. Un presidente negro (por primera vez en la
historia de aquel país) que desprecia la singularidad de las diferencias
culturales y bombardea sin distingos a terroristas asesinos y a
civiles indefensos, y que no sólo sostiene, sino que complace a Israel
porque le tiene miedo y porque, en última instancia, se trata de sí
mismo, es una vergüenza universal. El discurso que ha pronunciado el
presidente Obama en el 69 período ordinario de sesiones de la Asamblea
General de las Naciones Unidas, dedicada al cambio climático, es la
mayor evidencia de su balbuceante cinismo. Había que verlo cuando
trataba de justificar los bombardeos en Irak y Siria mientras criticaba
el uso de la fuerza, y el asesinato del joven negro Michael Brown, en
Fergusson, Missouri, al tiempo que escamoteaba la realidad de los
insolubles problemas de la sociedad estadunidense.
III
Entre todas las maravillas y angustias que nos legara el siglo XX
–el más breve de la historia, según Eric Hobsbawm– han sido el cine
(que nació antes, pero socialmente se realizó después), la televisión e
internet las que han experimentado un crecimiento exponencial más
acelerado; el cáncer, en sus múltiples expresiones, pudiera ser la
enfermedad por antonomasia. En Cuba, por ejemplo, era la primera causa
de muerte en diez de las quince provincias de la Isla a comienzos de
2014.
Cuando se analiza la circulación internacional del
producto cinematográfico, lo primero que salta a la vista es la
marginación de todo filme que no sea estadunidense. Muy pocas
producciones europeas consiguen verse más allá de las estoicas salitas
de las cinematecas en Asia, África y América Latina, y mucho menos en
Estados Unidos, donde, como promedio, sólo entre el uno y el cinco por
ciento de los largometrajes exhibidos son de procedencia extranjera. Al
interior del Viejo Continente, la situación tampoco es muy edificante,
excepto en Francia, donde históricamente el Estado ha protegido, aunque
ahora muy tímidamente, la producción nacional. En toda Europa,
incluida la propia Francia, el estreno de cualquier filme globalista
–léase producido por o desde las majors de
Hollywood– desplaza automáticamente de las pantallas al cine local.
Cada año centenares de películas se enfrentan a la soledad de las
bóvedas sin esperanzas de conocer la confrontación con su público
natural. Aquí sirven de poco las preguntas, los números gritarían por
sí solos.
Si este es el paisaje en la culta e integrada
Europa, cuna del cinematógrafo, qué ocurrirá en otros territorios menos
favorecidos o eternamente expoliados por la ignorancia, la miseria y
el hambre. En el caso de África, América Latina y buena parte de Asia,
todo cálculo, por manipulado que esté, conduce a peores diagnósticos.
Sobrecoge un fenómeno como el de Bollywood, donde se produce tanto cine
prescindible, tanta historia trivial, tanta cara bonita (según el
patrón occidental), y la experiencia de Nollywood, Nigeria, donde
anualmente se realizan mil quinientos largometrajes a un costo
aproximado de dos mil euros cada uno. Allí los actores imitan, como era
de suponer, a Denzel Washington, y las actrices a Halle Berry. En tales
circunstancias, difícilmente los directores quieran parecerse al mejor
Spike Lee. De cualquier manera, no debería dejar de interesarnos un
fenómeno como éste, acerca del cual la hegemonía hollywoodense no nos
permite siquiera hacernos de un criterio propio, más allá de las
probables rémoras del mimetismo. A eso también nos condenaron: a pensar
como ellos y a ver el mundo con los ojos marchitos de Tommy Lee Jones.
Si prácticamente toda la historia universal ha sido contada a la manera
de Hollywood, por qué no pensar que Brad Pitt es la reencarnación de
Aquiles y Grecia un lupanar californiano.
Para los genuinos realizadores audiovisuales de Latinoamérica y el Caribe y de España y Portugal –y en esto todos compartimos la misma suerte–, todos
(porque tres golondrinas no hacen verano) somos periferia; en tal
caso, decía, la alternativa no puede ser imitar o postrarse a los pies
de Hollywood, sino encontrarse a sí mismos en la turbulencia de
nuestras cosmogonías y en la apropiación crítica de los nuevos soportes
tecnológicos, a riesgo, incluso, de perecer en el intento o de las
consabidas contracciones curriculares. Sin voluntad política, tampoco
habrá continuidad de un cine nacional en esta parte del mundo.
Apostemos por las “nuevas” tecnologías, ciertamente más viables y
“democráticas”, pero es imprescindible que sepamos con qué fin vamos a
utilizarlas.
IV
Nos enfrentamos a un enemigo ubicuo y mutante, que
ha terminado apropiándose de todas las categorías conceptuales de
nuestro discurso, capaz de hacer millones con la mercantilización de
nuestra rebeldía. En este sentido, la coherencia del imperio es
impecable cuando se propone actuar ante cualquier forma de disidencia.
Su arma más poderosa es el dinero que, junto al poder mediático
–también obra y fuente de dinero–, constituye el elemento regulador por
excelencia de la conciencia pública. Aquí me viene a la mente –tendría
que explicarme por qué en este preciso instante– el caso de Andy
Warhol, fetichizado como el que más, aunque reconocido como uno de los
más grandes artistas estadunidenses del pasado siglo, quien, provisto
de un carácter corrosivo y escéptico, llegó a afirmar: “Comprar es más
norteamericano que pensar.” Y en esa misma tónica, cuando le
preguntaron, en 1970, si era verdad que le gustaría ser una máquina,
comentó: “Es que la vida duele... Si pudiésemos convertirnos en
máquinas, todo nos dolería menos. Seríamos más felices si estuviéramos
programados para ser felices.” Y en 1971: “–¿Cuáles son sus planes futuros? –No hacer nada.” Y en 1977: “–¿Ha ido a votar alguna vez? –Una, pero me asusté mucho. No podía decidirme por quién votar. –¿Cree usted en el Sueño Americano? –No, pero sí creo que se puede hacer algo de dinero en su nombre.” Y, por último, en 1985, tres años antes de su muerte: “–En cuanto a los años 60..., le dice el periodista… –Oh, no, todo es más excitante ahora. –¿En qué sentido? –Hay más de todo. Los artistas plásticos son las estrellas. Ahora está el video-art, el nightclub-art, el latenight-art... –Entonces los artistas finalmente están recibiendo el reconocimiento que se merecen. –No. Lo que tienen es la atención de los medios.”
De eso se trata, a fin de cuentas, de los
medios, de su perversidad parece que intrínseca, y del hecho cierto de
que el arte pop estadunidense ya se había consolidado como bien
mercantil a mediados de la década de los ochenta, en una tendencia que
sigue en ascenso y que se ha convertido en la obsesión de todos los
coleccionistas, para quienes hacerse de un Warhol, un Rauschenberg o un
Jasper Johns, equivale al orgasmo del usurero. Y a quién no le
gustaría, me dirán los pícaros… Ah, Duchamp, aquel Duchamp de
Steegmuller no estaría para padecerlo, entre otras razones porque lo
venderían, y no precisamente por treinta monedas de plata, como hiciera
Judas al besar a Jesús de Nazareth en la mejilla, aunque también. Y
quién sabe si por menos…
V
En un contexto tan previsible y al mismo tiempo tan
caótico como el que se infiere de este apresurado recorrido, no es
difícil comprender que cualquier alternativa que no esté estructurada
sobre bases de interacción mediática o de pasividad consumista, sea la
más cruda metáfora de la soledad. Para lograr influir positivamente en
el sujeto virtual, hay que utilizar mejor las escasas brechas y
oportunidades que la globalización nos permite, lo que resulta más
complejo si consideramos que, sólo desde el punto de vista lingüístico,
internet es también un espejo de las hegemonías. Pero si la Red la
construyen los tejedores, enlazar todos los sitios y dominios
alternativos no es imposible. Hoy el sujeto es múltiple. Hablar desde la
resignación y la derrota es propio de agoreros o pesimistas, y hacerlo
con la arrogancia de los supuestos vencedores resulta patético y,
sobre todo, indignante. El imperio no ha vencido, la historia continúa,
las utopías son refundadas –trabajosamente, pero refundadas. Bastaría
comprobar lo que sucede en Latinoamérica o al interior de la sociedad
estadunidense, no obstante la banalidad y el miedo que la caracterizan,
para concluir que la realidad se mueve.
El canon mediático que prevalece en nuestra época
es el occidental anglosajón, tanto en el diseño de lo informativo –con
la prevalencia de puntos de vista mimetizados–, como en las artes de la
comunicación, donde han surgido géneros absolutamente condicionados por
la tecnología. Los descamisados y amerindios puros no clasifican en
las televisoras bastardas o de clientela; los negros, por lo general,
tampoco; los mestizos, si tienen los ojos verdes, suelen ser bien
acogidos para presentar programas o actuar en culebrones de mala
estirpe. En cuanto a la publicidad, ni siquiera en emisoras de Perú,
Ecuador, Bolivia o México, el modelo se aparta del credo. Muy raras
veces he visto un anuncio de cerveza que no apele a una mujer rubia y
joven –lo que añadiría otro problema, el del lugar de la mujer en los
medios–, ni el de un auto pilotado por un indígena, así sea urbanizado.
A ciencia cierta, sería difícil conciliar la realidad virtual con la
nuestra de todos los días.
Barbie, Superman, Rambo, Capitán América, entre otros arquetipos y modelos según el patrón occidental |
Hay, y sé que no es la única, una alternativa
llamada Telesur. Deberíamos arroparla mucho más y convertirla en
materia de estudio y desarrollo. Es hora ya de que el asunto
audiovisual, como parte del conglomerado mediático, pase a formar
parte de los programas docentes de nuestras escuelas en todos los
niveles. Pero no sólo habrá que alfabetizar a nuestros hijos y nietos,
deberíamos empezar por nosotros, consumidores acríticos y a veces
inconscientes de los peores productos audiovisuales que se generan en
el mundo. Y todo en nombre del entretenimiento y la desconexión de una
realidad ciertamente asfixiante.
En el ámbito de la televisión, la desigualdad
estructural es también un abismo insondable. Mientras en 1995 había en
el mundo un telerreceptor por cada 6.8 personas, en Gambia y Haití no
pasaban de dos y cuatro, respectivamente, por cada millar de habitantes;
en contraste, Estados Unidos, Canadá y Japón exhibían el promedio de
806, 709 y 700 de estos equipos por igual número de ciudadanos. Ha sido
tal su generalización que, en 2010, estaban funcionando dos mil
millones de unidades en el planeta, y se prevé que en 2025 sean cinco
mil millones. Con toda seguridad, si continuamos como vamos, Gambia y
Haití también tendrán su fiesta, aunque la miseria y el hambre de sus
pueblos no cesen. Sin embargo, no olvidemos que una tercera parte de
los habitantes de la Tierra, cuando anochezca hoy, todavía entrará a
las tinieblas con la mísera luz de un candil.
VI
Ahora bien, para qué sirve la televisión en
nuestros días, o mejor, cómo y con cuáles propósitos se utilizan sus
infinitas posibilidades tecnológicas y cognoscitivas. Por lo general,
independientemente de los buenos ejemplos, este medio no pasa de ser el
clásico Caballo de Troya al servicio de las peores causas. Los
estadunidenses destinan a ella cuatro horas de sus vidas diariamente
como mínimo; los españoles, argentinos, mexicanos y brasileños, más o
menos lo mismo. Ello equivale a decir, si sumáramos todo ese tiempo a lo
largo de un año, que estarían dos meses frente al televisor durante
las veinticuatro horas del día. Y esto, sin contar los otros treinta
días que pasan ante otras pantallas, principalmente de teléfonos
móviles, tabletas y ordenadores, en sentido general. En España, más del
85% de las conexiones a internet se realizan mediante el celular, por
delante del portátil (77,7%) y el clásico PC (73,3%). Por primera vez, el teléfono es el dispositivo más utilizado para conectarse a la Red.
Los cubanos, si bien estamos en desventaja con el
resto del mundo en cuanto a conectividad y unidades de
telecomunicaciones per cápita y contamos con dos canales de perfil más o
menos educativo y una orientación sociocultural en los medios, tampoco
escapamos a la plaga de las trivialidades. Las razones de este
fenómeno son diversas: ningún otro país, por ejemplo, está expuesto a
una agresión mediática como la que Estados Unidos practica contra la
Isla desde hace más de cinco décadas, lo que significa no sólo asedio u
hostigamiento, sino, mediante un draconiano bloqueo económico y
financiero, la agudización de las dificultades para el desarrollo y
para el acceso a las tecnologías más avanzadas, muchas de ellas vedadas
por decreto imperial. Para corroborar las consecuencias, únicamente en
el plano subjetivo, ahí están los retrocesos experimentados en la
apreciación artística, el ascenso de la vulgaridad, el egoísmo y el
consumismo y, como era de esperar en tal contexto, la estandarización
de ciertas conductas en perjuicio de nuestra identidad. Se me dirá que
el bloqueo poco tiene que ver con estos aspectos, a lo que respondería
que nadie en condiciones de sobrevivencia –lo que ha caracterizado a
una parte significativa de nuestra sociedad, sobre todo en los mayores
centros urbanos–, genera un pensamiento y un modo de vida en
desarrollo; otra cosa es cuando prevalece una conducta sustentada en el
espíritu de resistencia, donde la confrontación y la rebeldía estimulan
el fragor de las ideas, algo que ha predominado entre los cubanos
hasta los días de hoy, y que tiene en el pensamiento y la obra de Fidel
Castro su mejor paradigma.
Luchar contra cualesquiera de las diversas
formas de colonialismo cultural presentes en la cotidianidad de
nuestras vidas, es inaplazable y estratégico en las actuales
circunstancias del mundo. “¿Quién dijo que todo está perdido?/ Yo vengo
a ofrecer mi corazón”, pudiéramos repetir con Fito Páez.
No obstante nuestros pesares, dicho con modestia
pero en honor a la verdad, Cuba es capaz de motivar anualmente la
asistencia de más de 300 mil espectadores a un Festival de Nuevo Cine
Latinoamericano, entre 80 y 100 mil a otro de cine francés, e involucrar
a toda la comunidad del poblado de Gibara, en el oriente de la Isla,
durante las jornadas del Festival de Cine Pobre. También a 2 y 3
millones de visitantes a una Feria del Libro que se celebra en más de
treinta ciudades, a decenas de miles en la fiesta de la diversidad y la
inteligencia que es la Bienal de La Habana, y a otros tantos que
recorren las salas permanentes y las exposiciones transitorias del
Museo Nacional de Bellas Artes o participan de un Festival de Ballet
que habitualmente se ha visto honrado con la presencia y el apoyo de
las principales figuras de esta manifestación artística en el mundo. Y
no quiero hablar de los indicadores de salud, ni del millón de graduados
universitarios, ni de la solidaridad o la colaboración internacional,
que alcanza, desde 1960 hasta 2013, la cifra de 836 mil 142 civiles en
167 naciones diferentes, de los cuales hay actualmente 64 mil 362
especialistas en 91 países, unos 48 mil 270 en el campo de la salud.
En su dimensión más íntima, la sociedad cubana ha
hecho del diálogo cultural la clave de su explicación más trascendente.
Si resistimos es porque sabemos que nuestro destino está ligado al de
otros pueblos; si sobrevivimos es porque no estamos ni estaremos solos.
La raíz española, tanto como la africana, pero en pugna que es summum, nos sostienen en nuestra savia propia y en la firmeza de nuestra arboladura.
*Omar González es escritor y
periodista cubano. Ha publicado libros de narrativa, poesía y ensayo,
así como numerosos artículos acerca de la influencia de las tecnologías
de la información y las comunicaciones en la modelación de la sociedad
contemporánea. El presente texto tiene su antecedente en la conferencia
inaugural del VII Simposio Internacional DIÁLOGOS IBEROAMERICANOS,
efectuado en Valencia, España, en mayo de 2006.
Caricatura del Tío Sam sermoneando a cuatro niños que representan a Filipinas, Hawai, Puerto Rico y Cuba En el subtítulo se lee: Comienza la escuela. Tío Sam (a su nueva clase de civilización): ¡Ahora los niños tienen que aprender estas lecciones quieran o no! Fuente: http://www.wikiwand.com/en/American_imperialism
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