Bajo el signo del poder de policía
Raúl Zaffaroni
afirma que vivimos bajo el signo del poder totalitario colonialista y
delincuencial que no instala una dictadura sino que degrada el Estado de
Derecho como producto de las perforaciones que logra el Estado de
policía contenido en el esquema ideal de las democracias.
Nuestra idea de
“dictadura” suele evocar la última y, para los más memoriosos, la de
1955 o incluso la de 1930, sin contar con otros periodos más
discutibles. Preocupa que con ese concepto difuso a veces se hable hoy
de una “dictadura”, porque confunde la naturaleza del actual momento
político y equivoca la crítica.
Decididamente, no vivimos
bajo una dictadura, porque ese modelo está pasado de moda: corresponde a
una etapa anterior del colonialismo, que si bien continúa con su
estrategia de profundizar nuestra condición periférica, lo hace ahora
con tácticas diferentes a las dictatoriales.
Después de la implosión
del totalitarismo del llamado “socialismo real”, el capitalismo hizo un
giro hacia el totalitarismo que acabó con su variable keynesiana,
instalando en el poder a los tecnócratas que manejan corporaciones
transnacionales en detrimento de la política, que lo va perdiendo en
beneficio de estos chiefs executive officers, que son la nueva
oligarquía planetaria, que ya concentra en el 1% de la humanidad el
equivalente a lo que recibe el 57% más pobre de ella.
Esto no es el producto de
la concentración de capital que vaticinaba la Suprema Corte
norteamericana a fines del siglo XIX, imaginando que un día los
monopolios debían “derramar” alguna riqueza para crear mercado de
consumo, o el que preveía Lenin con un final completamente diferente.
Las cosas no fueron por ninguno de esos caminos, porque hace cien años
no se podía calcular que un día irrumpirían masas de dinero de
propietarios ignotos, manejadas por tecnócratas, que buscasen sólo
concentrar más dinero en el menor tiempo a costa de cometer
“macrodelitos”, cuyo crecimiento superase con creces al de la producción
y que ese afán plutocrático ni siquiera se detuviese ante el deterioro
acelerado de las condiciones de vida humana en el planeta.
Para colmo, el dinero que
se concentra no existe, ni siquiera en los billetes verdes en que todos
confiamos, porque aunque parezca mentira sólo una mínima parte de todos
los billetes que se contabilizan y circulan por computadora existe en
la realidad. ¿Cómo es esto posible? Muy sencillo: el dinero que
depositamos en los bancos se presta y vuelve a los bancos que lo vuelven
a prestar y, al final, los billetes que quedan en el banco son apenas
una séptima parte de los que entregamos al depositar, de modo que si
todos retirásemos nuestros depósitos, los bancos no podrían devolverlos,
quebrarían porque no los tienen.
El llamado
“neoliberalismo” (con perdón de los viejos liberales, que con todos sus
defectos nunca pensaron semejantes incoherencias) defiende la “libertad”
de esas ficciones que son las corporaciones, pero no de los
seres humanos de carne y hueso y, además la teoriza, adueñado de las
universidades, del Premio Nobel de Economía y de los monopolios de
medios.
Este poder totalitario
avanza por el mundo a propulsión delitos de dimensiones astronómicas:
estafas, coacciones, administraciones fraudulentas, cohechos, trabajo
esclavo a distancia, y un enorme aparato de encubrimiento por
receptación, que es el servicio de reciclaje de dinero del hemisferio
norte, que legaliza el producto de toda la criminalidad organizada y de
la evasión fiscal de todo el mundo.
El totalitarismo
corporativo lucha contra la política debilitando su instrumento, o sea,
el Estado. En los países sede de las corporaciones sus líderes políticos
son agentes de las corporaciones, al menos desde la traición mundial a
la política protagonizada por Reagan y Tatcher. Nuestra región no escapa
a la regla: debilitan nuestros Estados.
¿Cómo lo hacen? Mediante
el cohecho activo, es decir, ofreciendo y pagando “coimas” que les
permiten tomar como rehenes a los politicastros que les son funcionales;
debilitando la autonomía de los poderes judiciales con jueces
“propios”; corrompiendo a las policías mediante la prohibición de
tóxicos; neutralizando la defensa nacional al involucrar a las fuerzas
armadas en funciones policiales; mostrando a la política como sucia,
corrupta y perversa; creando políticos que no se presentan como
políticos (imitación de Trump); estigmatizando al sindicalismo;
fabricando enemigos, como los Mapuche y los adolescentes de barrios
precarios; metiéndose en los servicios de informaciones autonomizados;
difamando a cualquier disidente y a los defensores de Derechos Humanos y
del medio ambiente; haciendo callar toda voz diferente; y cuando todo
eso no alcanza, acudiendo a la violencia institucional, y podríamos
seguir varias páginas más detalladas.
Por supuesto que la
columna vertebral o instrumento central indispensable a esta faena
destructora son los monopolios de medios de comunicación, que también
son corporaciones y que crean una realidad virtual que hoy se llama
“posverdad”, pero que no es nada nuevo ni muy diferente a Göbbels ni a
la fábula de los “Protocolos de los sabios de Sión”, salvo en que hoy está más desarrollada la tecnología del “marketing”.
Este poder totalitario
colonialista y delincuencial no instala una “dictadura”, sino que
deteriora y degrada al Estado de Derecho (que somete a todos por igual a
la ley), que nunca en el mundo real llega a ser como su modelo ideal.
El Estado de Derecho es una cápsula que contiene a su contrario, que es
el Estado de policía (que somete a todos a la voluntad arbitraria de los
que mandan), que tampoco nunca es como su modelo ideal.
Los Estados reales
oscilan entre los dos modelos ideales en una continua tensión de
pulsiones entre la cápsula que trata de contener las del Estado de
policía, y éste que trata de perforarla y hacerla estallar. Lo que
vivimos es producto de las perforaciones que logra el Estado de policía
en la cápsula del Estado de Derecho, es decir, el debilitamiento
programado de este último.
Estamos viviendo
en un Estado de Derecho deteriorado, degradado, debilitado, con
deterioro de la política y de las instituciones democráticas, con
pérdida de seguridad jurídica, carente de una justicia
imparcial, con un Ejecutivo unipersonal que manipula al Legislativo y al
Judicial, con un monopolio mediático que crea realidad a gusto, es
decir, un Estado que pierde soberanía y con ella independencia, como lo
quiere esta etapa del colonialismo, inherente a la condición periférica
del totalitarismo corporativo.
No es una “dictadura”,
sino una crisis del Estado de Derecho, su debilitamiento conforme al
actual momento regional de etapa avanzada del colonialismo impuesta por
el totalitarismo corporativo que pulsiona avanzando por el mundo.
“No vivimos una
“dictadura”, sino una crisis del Estado de Derecho, su debilitamiento
conforme al actual momento regional de etapa avanzada del colonialismo
impuesta por el totalitarismo corporativo que pulsiona avanzando por el
mundo.
Pero no hay poder macizo, sin contradicciones, orificios de fuga ni fisuras; si alguna vez lo hubiese habido ni el lector leería esto ni yo podría escribirlo.
Sabemos que este sistema
no se sostiene (“Laudato si”). La humanidad no se suicidará, la historia
está en nuestras manos y la lucha por el derecho continúa y continuará,
pero no contra una dictadura, sino contra las pulsiones de un
totalitarismo corporativo y plutocrático que degrada al Estado de
Derecho, debilitándolo para someternos más y mejor.
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