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La "saudade" de Dios
“Saudade”, en português, no se puede traducir a otros idiomas, porque no es una cosa que se define, sino que se vive y se sufre. La describimos: es una melancolía tierna, una mezcla de un dolor suave por un bien que fue vivido, que ya no vuelve más, pero que regresa dulcemente a la memoria: el primer beso de la persona amada, la mirada profunda de una mujer que, en un andén de la estación del tren, se encontró con la mirada también penetrante de un hombre y surgió un amor inmediato; el tren partió y nunca más se volvieron a ver, pero aquella profunda mirada mutua, que llegó hasta el fondo del alma, nunca pudo ser olvidada. En su máxima intensidad, saudade es la experiencia de ser tomado totalmente por el Ser de Dios y no sentir ya el cuerpo propio. Esa saudade es dolorosa cuando no se consigue volver a renovarla. Dejó sólo una saudade infinita de suprema bienaventuranza. La saudade no deja que el pasado sea sólo pasado. Aunque ausente, lo vuelve presente, sólo que invisible.
En nuestro peregrinar por la vida, todo lo que de bello, realizador, impactante y profundo nos toca, deja un rastro de saudade. Un niño con cáncer, dijo muy bien: saudade es el amor que queda cuando ya todo pasó.
La sociedad moderna tardía y letrada ha saturado a muchos de bienes materiales, los ha llenado de vanas promesas de felicidad y hasta les ha forjado un falso evangelio de la prosperidad, para el cual entregan tiempo, entusiasmo y un sacrificado dinero, como en las iglesias neopentecostales fundamentalistas, explotados por pastores que son verdaderos lobos con piel de ovejas. El mercado conscientemente los mantiene ocupados con mil ofertas de consumo, de viajes, de experiencias nuevas que les hacen difícil encontrarse consigo mismos. Se vive etsi Deus non daretur, “como si Dios no existiese” o como si hubiese sido borrado del horizonte de la existencia.
Pero no todo es manipulable en el ser humano. En él hay misterios, rincones impenetrables que guardan memorias y arquetipos ancestrales. De ahí puede surgir una saudade muy particular, la saudade de Dios, del Self que habita lo profundo. Durante muchos siglos daba cohesión a la sociedad y ofrecía un fundamento a la existencia humana.
Por razones muy complejas que no cabe analizar aquí, irrumpió el ser humano nuevo de la modernidad, que prescindió de Dios. Se presentó como un deus minor in terra, como “un dios menor en la tierra”. Su experiencia fundacional se definió por la voluntad de poder, el poder ejercido como dominación sobre los otros, sobre la mujer, sobre los pueblos, sobre la naturaleza, sobre la vida y sobre el espacio exterior. Asumió tantas tareas en la nueva conformación del mundo que, de repente, se dio cuenta de que ya no podía realizarlas. El pequeño dios cayó en “el complejo de Dios”. Ya no tiene fuerzas, se siente frágil, impotente, temeroso de sí mismo, pues ha creado una máquina de muerte que puede terminar con él de múltiples formas distintas. Ha inaugurado lo que llaman el antropoceno, una nueva era geológica en la cual la gran amenaza a la vida y al planeta es él mismo. Hizo guerras que sólo en el siglo veinte mataron a 200 millones de personas. Devastó la naturaleza, que ahora se vuelve contra él con huracanes, calentamiento global, aumento de los océanos, escasez de bienes y servicios, sin los cuales no se sustenta la vida.
Ahí surge lo que estaba escondido en aquel rincón recóndito de su interioridad: la “saudade de Dios”. El nombre “Dios” no importa, sino lo que representa: aquella Energía poderosa y amorosa que sustenta todo y que, por eso, debe ser viva e inteligente, aquel Valor Incuestionable vivo e irradiante que orienta los comportamientos humanos y controla las fuerzas de lo Negativo. El mantra de la cultura ilustrada es engañoso: «Anunciamos la muerte de Dios porque nosotros lo matamos». Y lo matamos para ocupar su lugar, y para ser el Superhombre que se ha convertido en “el pequeño dios”, que vive más allá del bien y del mal. Él decide todo. Durante más de dos siglos ha tratado de realizar ese propósito y ha fracasado. Ha sucumbido al propio peso de las tareas que se impuso. Ahora anda errante, solitario, buscando a qué agarrarse. Vive la ilusión, ya referida por un místico: «El enemigo del Sol subió a una terraza, cerró los ojos y gritó a todos: ya no hay más sol; el Sol murió porque yo lo maté». Ignorante, no ve más el sol, no por culpa del sol, sino de sus ojos cerrados. El Sol estará siempre allí iluminando, pues ésa es su naturaleza. Tal vez Dios entró en un eclipse. Y eso exacerba aún más la saudade de Dios, de que Él finalmente penetre la nube de la arrogancia humana y venga humildemente a ser acogido por nosotros.
Esa saudade de Dios no existe en la inmensa mayoría de los pueblos que no pasaron por la circuncisión de la modernidad. Jamás se les pasó por la cabeza la absurda arrogancia de «matar a Dios». Mucho menos pretendieron ser “el pequeño dios” dominador de todo y de todos. “Viven la saudade de Dios” sintiéndolo en sus trabajos cotidianos, en el convivir amoroso con la familia, en la dura lucha para asegurar día tras día los medios de subsistencia. Ellos no necesitan creer en Dios, pues saben de él, lo sienten y lo viven en la piel del cuerpo, en el espíritu, en el sufrimiento y en la discreta alegría de vivir.
Estos son los guardianes de la sagrada memoria del Dios de mil nombres (Tao, Shiva, Olorum, Javé, Alá, Dios...). Son los profetas y maestros para los hijos de la modernidad tardía, capaces de humedecerles las raíces para que reverdezcan y superen la triste soledad que los devora. Basta que los encuentren y los escuchen. Entonces también ellos “sentirán la saudade de Dios”.
Qué saudade tenemos de ese Dios, humano, vivo y verdadero. ¡Qué saudade…!
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