Tlaxcala
Ricardo Alarcón de Quesada
A
cuarenta años del Golpe de Estado que puso fin a la democracia chilena
y provocó la muerte heroica de Salvador Allende, América Latina vive
una nueva época.
El mundo era entonces diferente al que hoy vivimos. Predominaba la
noción del socialismo como un proyecto político que debía
necesariamente seguir las pautas del implantado fuera de América.
Buscar una vía chilena al socialismo era indispensable. Ese ideal,
para Mariátegui “creación heroica”, debía ser obra según Julio Antonio
Mella de “seres pensantes” y no de disciplinados seguidores del
pensamiento ajeno.
En 1958, bajo la dictadura batistiana, nos sorprendió la noticia de
que Salvador Allende, con una alianza que incluía al Partido
Comunista, estuvo a punto de ganar las elecciones y ser Presidente de
Chile.
Parecía un dato de otro planeta. Apenas cuatro años atrás, en 1954,
la CIA había aplastado a la democracia guatemalteca e impuesto una de
las peores y más prolongadas tiranías. Estados Unidos, en el cenit de
su poderío, dominaba a su antojo el Continente convertido en bastión de
un anticomunismo visceral donde no cabía cambio alguno. Las tiranías
militares al servicio de Washington estaban a la moda. Chile era una
incógnita.
Cuando lo visité en 1959 encontré a muchos convencidos que la próxima elección traería la victoria.
En 1964, tampoco triunfó el pueblo. Se impuso, con fuerte respaldo
norteamericano, la fórmula que prometía una “revolución en libertad”,
algo que Washington imaginaba como alternativa a lo que representaba
Cuba.
Fracasado el engaño, finalmente, en 1970 triunfó con Salvador
Allende la Unidad Popular. Su gobierno respetó estrictamente la
Constitución y la legalidad y debió encarar, dentro de ese marco, la
terca hostilidad, el sabotaje y las conspiraciones de una oposición que
unió a los conservadores tradicionales con los falsarios del
cristianismo. Ningún otro gobierno en la historia de Chile hizo tanto y
en tan poco tiempo, por los trabajadores, por los pobres, por la gente
humilde. Recuperó el cobre y rescató la plena soberanía nacional
enfrentando a poderosos monopolios norteamericanos y emprendió reformas
sociales que le ganaron el odio de la oligarquía y sus aliados.
Allende
se empeñó en alcanzar pacíficamente y en libertad un socialismo
chileno. De liquidar ese sueño se encargó Nixon y la CIA, verdaderos
responsables del 11 de septiembre. Los asesinos uniformados y los
farsantes de la política, culpables también, fueron sus instrumentos
dóciles.
El 11 de septiembre tuvo enorme repercusión en América Latina y el
mundo. Poco antes había concluido en Argel la IV Cumbre de los Países
No Alineados que, adelantándose a los acontecimientos, denunció el
golpe y comprometió la solidaridad del Movimiento con la resistencia
que vendría. Nunca antes, ni después, expresó ese grupo de países –la
inmensa mayoría de la humanidad- compromiso semejante. El régimen de
Pinochet fue excluido del grupo que en su siguiente reunión recibió como
legítimo representante de Chile a Clodomiro Almeyda, Canciller de
Allende, rescatado de la isla Dawson por el fuerte reclamo mundial.
El gobierno de la Unidad Popular era una experiencia única, no
ensayada antes. Intentarlo, seguir un curso revolucionario propio, era
la actitud que debía asumir un auténtico combatiente como lo fue siempre
Allende. “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”
proclamó en su tiempo la Segunda Declaración de La Habana.
Pero mucho antes Marx había advertido que, aunque los hombres hacen
la historia, tienen que hacerla en condiciones no creadas por ellos.
Hace cuarenta años Estados Unidos dominaba al Continente y no
comenzaba la declinación de su hegemonía mundial. Aun no había sufrido
su histórica derrota en Viet Nam, ni el escándalo de Watergate que
sacudiría la sociedad norteamericana.
Desde entonces mucho ha cambiado América Latina y el Caribe.
Vivimos una época nueva en la que proyectos revolucionarios y
progresistas surgen de victorias logradas por nuestros pueblos dentro
de la institucionalidad heredada. Algunos tienen una orientación
socialista. Pero son socialismos diversos, alejados de los viejos
enfoques dogmáticos, que van conformando un arcoíris al que cada cual
suma su propio color.
Esa América Latina nueva es fruto de siglos de lucha de la que
forma parte inseparable el Chile de la Unidad Popular cuyo ejemplo
inspiró a generaciones de jóvenes que hoy gobiernan. A la distancia, el
proyecto de la Unidad Popular parece como una hazaña que buscaba
anticipar la historia. En realidad fue un aporte decisivo para
cambiarla. El sueño frustrado ayer ahora se va haciendo realidad.
Allende regresa, victorioso.
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