¿Violencia inconducente o movilización democrática? LA CALLE ES DE LA MULTITUD
Mié, 20/12/2017
Por Ezequiel Adamovsky
Las
manifestaciones de los últimos días marcaron el regreso de un actor
político: la multitud callejera. Ese dato solo ya cambia el escenario,
asegura Ezequiel Adamovsky mientras sostiene que si bien es un error
involucrarse en combates ofensivos contra las fuerzas de seguridad es
uno mayor demonizar a la militancia al correr el foco del verdadero
generador de la violencia: el Estado. Los riesgos de no tener en cuenta
las tendencias “microfascistas” que ya estaban extendidas antes de la
piedras. Y de sostener que en una República son los representantes y las
instituciones los que definen las decisiones y que es “antidemocrático”
pretender hacerlo desde la calle.
Las
protestas contra la reforma previsional que se dieron el miércoles, el
jueves y el lunes pasados dejan un sabor agridulce. Con una mayoría
estrecha (que incluyó veinte votos peronistas en la cámara de Diputados y
otros tantos en Senadores) el gobierno consiguió convertirla en ley.
Pero la extraordinaria movilización que colmó la Plaza Congreso durante
el día, sumada a los cacerolazos espontáneos que volvieron a confluir
allí durante la noche del lunes, marcan el retorno de un actor político
que parecía bajo control: la multitud callejera.
En
estos días ocupó el espacio público con las típicas tramas multiformes
que la caracterizan. El miércoles fue el momento de la enorme marcha de
los movimientos sociales, encolumnados en la CTEP, la CCC, Barrios de
Pie y otras organizaciones. Los días posteriores estuvieron marcados por
la confluencia de los partidos de izquierda, parte de la militancia
kirchnerista, varios sindicatos importantes y mucha gente suelta, en el
marco de un paro general convocado a regañadientes por la CGT. El
cacerolazo nocturno porteño, con réplicas en varias ciudades, tuvo su
aspecto más clásico: familias autoconvocadas en decenas de esquinas de
cada barrio que, espontáneamente, marcharon sobre el centro de la ciudad
sin banderas políticas. En Rosario y Tucumán hubo además conatos de
saqueo. Entre los cánticos del jueves, tanto durante el día como a la
noche, volvió a resonar el “Que se vayan todos”.
El
contexto es completamente diferente, claro, pero tanto en esa trama
como en su disposición a la lucha resonaba la experiencia de 2001.
Aunque luciera caótica en sus diversas manifestaciones, la multitud
estuvo eléctricamente conectada, tal como entonces. Esta vez la
movilización callejera no alcanzó para torcerle el brazo al gobierno.
Pero será seguramente un dato de aquí en más. Y un dato no menor.
Cambiemos cuenta con la facilidad de una oposición fragmentada en varios
pedazos difícilmente articulables en el corto o mediano plazo. Sobre
esa fragmentación avanza, implacable. Pero lo que los dirigentes
opositores no pueden lograr por arriba, lo expresó en estos días la
multitud por debajo, con una combatividad impresionante. Ese dato solo
ya cambia el escenario.
“La violencia”. La
manifestación del miércoles fue bastante pacífica. Los incidentes de la
del jueves corren por cuenta exclusiva de la brutalidad con la que
Patricia Bullrich conduce las fuerzas de seguridad, que atacaron sin
motivo ni medida con el único fin de provocar y amedrentar. La del lunes
fue, por comparación, diferente. Incluyó desde temprano combates con la
policía y abundantes pedradas. Sobre este dato diversas voces públicas
salieron a imprimir interpretaciones. “¡Son infiltrados!”, denunciaron
algunos, acaso bienintencionados, para que no se perdiera de vista que
la enorme mayoría no tiró piedras. No hay dudas de que los hubo, como en
todas las manifestaciones recientes. El ex diputado Claudio Lozanovio
con sus propios ojos a hombres que ingresaban al Departamento de Policía
quitándose pecheras de ATE bajo las cuales lucían chalecos antibala.
Pero hay que decir que el lunes el combate con la policía lo protagonizó
una parte de la militancia de base, minoritaria, sí, pero bastante
numerosa. Quienes estuvimos allí lo vimos de cerca: chicos muy jóvenes
picando veredas y pasando cascotes al frente, corriendo a la policía,
replegándose y volviendo a avanzar.
Frente a este
hecho también abundaron las interpretaciones veloces. La prensa
dominante ya las viene ensayando desde hace meses: son “violentos”,
incluso “terroristas”. Como no alcanza la letra K para la demonización,
en estos días se agregaron rótulos disparatados, que incluyeron el nuevo
“anarcokirchneristas” o “trotskismo K”. Acaso para proteger la
legitimidad de la protesta, algunos intelectuales y periodistas salieron
a diferenciar a los supuestos “lúmpenes”, la “minoría violenta”, de la
mayoría pacífica de las manifestaciones. Uno incluso desempolvó la
palabra “imberbes” para denunciar que buscan una “guerra”, términos en
los que resuenan a la vez los ecos represivos del Perón del ’74 y los
más recientes de Alfredo Leuco. Pero la verdad es que la gran mayoría de
los que no tiró piedras el lunes acompañó pasivamente a quienes sí lo
hacían: permaneció en el lugar, avanzó y retrocedió con ellos, celebró
sus ocasionales triunfos en el combate con la policía, los alentó con
sus cantos. En Plaza Congreso la multitud estaba conectada: los
tirapiedras, aunque minoría, fueron parte orgánica de ella. Guste o no
guste, eso es lo que pasó.
¿Qué hacer con esa
constatación? Personalmente, creo que es un error involucrarse en
combates ofensivos contra las fuerzas de seguridad. Pero me parece un
grave error demonizar a la militancia en este contexto, corriendo el
foco del verdadero generador de la violencia de hoy, que es el Estado.
El tango se baila de a dos, dice el dicho, y este es un buen ejemplo.
Nadie puede darse por sorprendido de que hoy haya pedradas en una
manifestación si desde hace dos años se liberó a las fuerzas de
seguridad para que violenten a los ciudadanos a gusto, sin ningún
control, incluso alentados por la Ministro de Seguridad. “Violencia” son
los balazos de plomo y de goma que repetidas veces hemos tenido que
soportar en manifestaciones de todo tipo. “Violencia” es que las fuerzas
de seguridad hayan empujado a Santiago Maldonado a la muerte y
asesinado por la espalda a Rafael Nahuel, sin que haya un solo efectivo
apartado por ello. “Violencia” es arrestar gente al voleo y fabricarles
causas con pruebas falsas, como ha hecho repetidas veces la policía en
las últimas semanas. “Violencia” es que un juez oficialista allane luego
sus hogares en busca de algo para endilgarles. “Violencia” es la jauría
de uniformados que atacó a un anciano sin motivos, la que manoseó y
arrestó a una mujer que ni siquiera participaba de las manifestaciones, o
la que pisó con la moto deliberadamente a un hombre dejándolo
gravemente herido, según vimos todos en los videos viralizados.
“Violencia” es, sobre todo, que se transfieran millones de pesos de los
bolsillos de un jubilado o de una madre desempleada a los de los ricos.
“Violencia” es la mentira permanente en los medios de comunicación, sin
pausa, abrumadora, desde hace años.
Con todo esto
en claro, por supuesto, es legítimo discutir acerca de las tácticas y
formas de lucha callejera. Quienes participamos en manifestaciones
tenemos que garantizar que no se produzcan situaciones de riesgo o de
agresión contraproducentes o moralmente indefendibles. Pero que nadie
pretenda plantear el debate como si las pedradas vinieran de sí mismas,
incausadas, del puro afán destructivo de un pibe que no entiende nada,
de una “conspiración” que sólo existe en la mente de Carrió, o de un
“golpe de Estado” manufacturado en el call center del Jefe de Gabinete.
Es
cierto que las escenas de ataque a la policía generan descrédito entre
la población común que pueden alimentar deseos de represión. Pero, para
discutir el panorama completo, hay que señalar que las tendencias
“microfascistas” ya estaban extendidas en buena parte de la población
antes de que hubiera piedras y que los medios de comunicación inventan
amenazas virtuales –como la fantástica idea de mapuches financiados por
las FARC, la ETA, el IRA, ISIS, etc.– y se las arreglan para generar
escenas de “violencia” incluso de movilizaciones perfectamente
pacíficas. Con todo esto quiero decir que, si vamos a discutir los
métodos de la protesta, es preciso que lo hagamos en la relación que
entablan con los métodos de la represión estatal y con la violenta
manipulación de las percepciones en la que nos vemos obligados a
maniobrar.
Republicanismo intermitente. En estos
días quedó más clara que nunca la falsedad del discurso
pseudo-republicano que movilizan los partidarios del gobierno. La
expresión “clima destituyente”, antidemocrática cuando estaba en boca de
kirchneristas, ahora aparece en boca de los macristas para descalificar
a quienes nos oponemos a la reforma. No hay diálogo, ni
institucionalidad, ni división de poderes, sólo retórica y, tras ella,
el poder del capital avanzando sobre nuestras vidas. La reforma
previsional no sólo perjudica claramente a las mayorías, sino que fue
tramitada de un modo antidemocrático. Pocos días antes de las elecciones
pasadas Macri y Marcos Peña aseguraron que no habría ninguna reforma
previsional (ni laboral). Una vez más, como en 2015, engañaron a los
votantes. Todas las encuestas indican que una abrumadora mayoría de la
población está en contra, pese a lo cual avanzaron. Esto, incluso a
pesar de increíble e inédito estilo de comunicación de este gobierno,
que recorta jubilaciones diciendo que en realidad las aumenta. Más aún,
como pudimos seguirlo todos a través de los principales diarios, una
parte de los votos de los senadores y diputados peronistas que
acompañaron al gobierno se consiguieron mediante extorsiones y promesas
presupuestarias a los gobernadores. La famosa “chequera” que antes
criticaban. Y como broche de oro, los diputados fueron forzados a
debatir el proyecto bajo la amenaza explícita de que, de no apoyarlo, de
todos modos sería aprobado vía Decreto de necesidad y urgencia. Nada de
esto cabe bajo el rótulo “democracia” ni bajo el de “República”.
Ante
este panorama, me van a disculpar, pero no puedo tomarme en serio los
argumentos de quienes tratan de explicarnos que en una República son los
representantes y las instituciones los que definen las decisiones y que
es “antidemocrático” pretender hacerlo desde la calle. Puede que así
sea en algún mundo de chocolate, o desde algún saber libresco o teórico.
Pero en la realidad de nuestra historia, los pocos avances democráticos
que hemos tenido nos han venido de la movilización popular, que con
frecuencia ha debido doblegar poderes fácticos y privilegios que se
hacen fuertes en el control que ejercen sobre las instituciones, en las
leyes que los protegen y en su capacidad de maniatar las voluntades de
nuestros representantes. Si algo hemos comprobado en estos tiempos es el
enorme esfuerzo que conlleva conseguir una pequeñísima reforma legal
que favorezca a las mayorías y la facilidad con la que los empresarios y
sus personeros las barren de un plumazo a la primera oportunidad, por
las buenas o por las malas.
En Argentina, lo mismo
que en todas partes, una democracia que empiece y termine en el
funcionamiento rutinario de las instituciones será siempre una
democracia boba. Así la quieren quienes pretenden acallar o demonizar
las manifestaciones callejeras. Si alguna vez hemos de tener una
democracia sustantiva, verdadera, que atienda los intereses de la
mayoría y no los de los más ricos, no será sentándonos tranquilamente a
esperar que nos llegue de Balcarce 50 o del palacio de la calle Entre
Ríos. De eso podemos estar seguros.
Fuente: Anfibia
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