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miércoles, 19 de septiembre de 2018

Tinkunaco 1.715/18 - Todos los puentes - ¿QUÉ HEMOS HECHO POR HAITÍ?

Todos los puentes

¿QUÉ HEMOS HECHO POR HAITÍ?


Una reflexión y una pequeña semblanza sobre el 22 de Agosto, un nuevo aniversario de la rebelión de esclavos que dio comienzo a la Revolución Haitiana.
Haiti é aqui. O Haiti não é aqui
Caetano Veloso
No, no son la versión caribeña de Don Quijote y Sancho Panza, aunque algo saben estos dos caracterizados personajes históricos de molinos y de otros enemigos no tan imaginarios. Hoy, 22 de Agosto, es en Haití y en todos lados el aniversario de la revolución con mil apellidos. La pionera, la heroica, la impensable. La derrotada, la frustrada, la imposible. La que fuera hecha con sangre, melaza y barro, como la Ciudadela que aún guarda el norte de esta isla tan pródiga en acontecimientos. La que nos escamotearon en la escuela y las universidades, incluso a nosotros, convencidos nuestroamericanos que hemos asumido como ley la sentencia de Martí: “la historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria.”
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Plaza Dessalines, Puerto Príncipe, Haití
Cuando me arrimé al estudio de este país y de esta revolución, me sentí, ante todo, estafado. ¿Y es qué cómo y con qué derecho era posible esconder algo tan obvio y tan enorme? ¿Qué sentido podía tener la película después de arrancar de cuajo una escena tan larga y tan significativa? Y es que nuestra historia, la historia de los colonizados, está llena de hiatos. Hiatos como los que hubo, por ejemplo, entre la Isla de Gorée, en Senegal, y Río de Janeiro, en Brasil. La isla senegalesa, frente a las costas de la capital Dakar, fue el puerto de embarque de esclavos más importante a lo largo de tres siglos. Allí se conserva todavía, en la Casa de los Esclavos, el estrecho pasillo y la emblemática puerta del “no retorno”, de la que los esclavos y esclavas partían para nunca volver. Cuando los ingleses, con su conciencia antiesclavista recién estrenada y aparentemente limpios de culpas comenzaron a combatir la trata, en Río de Janeiro se prohibió a los barcos negreros arribar a los puertos. Pero, vericuetos de la ley (“la ley es tela de araña”), el delito tipificado fue el de recalar en los muelles, y no el de fondear en las aguas próximas. Es por eso que los tratantes tuvieron la brillante idea de comenzar a arrojar a los esclavos al mar, a unos cuantos kilómetros de las playas. Los más robustos y sanos llegarían hasta la orilla y serían destinados a la vida miserable de las plantaciones. Los otros serían computados como los costos variables de un negocio pese a todo redituable. Esa imagen, esa metáfora, ese hiato entre la Isla de Gorée y Rio de Janeiro, entre el barco negrero y la tierra firme, entre la perra vida y la perra muerte, lo dice todo de nosotros, o al menos nuestra memoria discontinua y llena de baches.
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Isla Gorée, Senegal
Malamente podríamos entendernos a nosotros mismos después del atropello de ver birlada una de nuestras más heroicas jornadas. Y aquí estamos, procurando modas, fracasando recetas, imitando modelos, buscándonos un pelo rubio, unos “ojos de cielo” o un mentón angosto en el espejo de nuestra colonización. “El que no conoce a Dios, a cualquier santo le reza”, dicen por ahí. Y nuestros dioses, y también nuestros héroes y heroínas, supieron ser negros. Tanto los de Haití como los de Argentina, del Sargento Cabral y Remedios del Valle, a Gabino Ezeiza y mi propia bisabuela.
Pero la historia que nos fuera referida en Río de Janeiro por un pedagogo amable no termina ahí. Los oligarcas, los burgueses, los banqueros, los racistas inveterados de ayer y de siempre, decidieron erigir un museo sobre ese fondeadero de cadáveres. ¿Un museo contra la esclavitud y la trata? ¿Un testimonio frente al racismo y la estupidez humana? ¿Un espacio para celebrar a África y a sus vástagos imprevistos en América? No, en lugar de ello, y como una auténtica losa de olvido, fue construido el “Museo del mañana”, una mole horrible, blanca y ante todo desmemoriada, que nada dice y todo esconde sobre la significación histórica del sitio.
Pero estábamos hablando de Haití y de una revolución que rompió la historia para siempre. Una revolución que era tan, pero tan imposible, que no pudo más que acontecer, porque lo imposible siempre sucede cuando se vuelve imperioso. Un carnaval de negros para algunos, una confabulación de hechiceros para otros, la bacanal en sangre de los resentidos para los más. Para nosotros, en cambio, la gesta máxima de los infelices de la tierra. Una revolución con todas las letras, y con bastantes más pergaminos que otras (burguesas) tan bien publicitadas.
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“Museo del Mañana”, Río de Janeiro, Brasil
Hablamos de una revolución nacional, social, anticolonial y antiesclavista. La que a sus jóvenes 214 años de edad, aún pulula en las pesadillas más recónditas de todos los colonizadores (ya no queda casi tierra, por ejemplo, para enterrar a tanto general europeo bien ponderado). Y aquí estamos, patria de libertos y cimarrones, de vuduisantes y cantores, de vendedores y labradores. Hijos de Dessalines, se llaman, y me consta que hay campesinos que aún guardan mosquetones viejos que parecieran ser de esos tiempos lejanos. A veces se escuchan disparos desde mi casa haitiana, campo adentro. Dicen que son simples malandras o reyertas entre campesinos, pero se bien que están comprobando que no se haya estropeado la pólvora. Una profesora, muy querida, nos grabó a fuego una lección imborrable: “no entreguen nunca las armas, ni siquiera al líder más genuino.” En Haití es la mismísima tierra la que se encarga de guardarlas.
Aquí estamos, entonces. Vinimos para entender (“conocer es resolver”, Martí de nuevo), pero también para combatir el hiato profundo entre un pasado mítico y un presente doloroso. Estamos en buenas manos y con los mejores maestros. Y no dejaremos, al decir de Alí Primera, que la historia nos pregunte “¿qué hemos hecho por Haití?”.

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