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Carlos de Urabá
Ese día el Dios blanco todopoderoso con su espada de acero desgarró
el vientre de la Pachamama, la madre tierra en permanente juventud.
Con la bendición del Dios Blanco
que se alimenta de oro, plata y piedras preciosas comenzó la
conquista, destrucción y muerte del nuevo mundo. El cautiverio de los
aborígenes confinados a las reservas indias; las mitas, los
resguardos, las encomiendas donde debían producir el ciento por ciento
para gloria del imperio español y del Dios blanco todopoderoso. Gracias a
la inmensa misericordia de los clérigos y frailes los bárbaros herejes
recibieron el sacramento del bautismo y fueron salvos de las llamas del
infierno. Los gentiles a la fuerza aprendieron el nuevo credo de los
cristianos: trabaja, produce, recoge, levanta, arrastra, muévete, sírveme, persígnate en nombre del Dios Blanco y el emperador de España.
Los colonizadores “abrieron el camino a la civilización justiciera”
borrando para siempre su historia, su lengua, sus nombres, sus
vestidos, sus comidas, sus dioses, los sueños, la magia. La
indescriptible belleza de ese mundo sobrenatural quedó reducida a
cenizas en las hogueras inquisitoriales. Nadie podía contradecir los
designios del Dios blanco todopoderoso y a sangre y fuego se consumó el
genocidio.
Se instituyó una sociedad de castas
donde la raza blanca ocupó el lugar privilegiado a la diestra del Dios
blanco todopoderoso. De ahí para abajo se situaron los estratos más
despreciables: los mestizos, indios, cholos (cuyo origen es el cruce de
un perro chandoso con uno fino) mulatos, zambos, los negros bozales o
salvajes, congos, mandingas, carabalíes, lucumíes, balantas, y todos los
cruces habidos y por haber: tercerón, cuarterón ochavón, púchela o
pardo, coyote, jíbaro, lobo, chino, tente en el aire, saltatrás, o sea, la escoria humana emparentada con las bestias de carga.
Los indígenas o lacayos del rey de España y el Dios blanco se vieron obligados a respetar la jerarquía y postrarse de rodillas ante su merced, vuecencia, mi amo, mi señor, únicos representantes del poder político y religioso.
El español o chapetón o gachupín, el amo o el gamonal, el obispo, el fraile ejercieron el concubinato polígamo,
el derecho a pernada, el amancebamiento y la barraganía. Los machos
hambrientos de placer tenían que desfogar sus instintos básicos. El
producto de esta unión ilegítima con las razas inferiores es el llamado
bastardo. El bastardo es un ser indeseable
que nunca contó con el afecto paterno y que tuvo que consolarse en el
regazo de las mancilladas madres (“la llorona”). Hijos de la bastarda América procreados sin amor, bastardos no reconocidos fruto del pecado, el rapto y el secuestro.
El resultado de este mestizaje es un hibrido de características esquizoides
víctima de un terrible trauma afectivo. Son hijos huérfanos y
abandonados de sangre impura lo que les provoca un terrible complejo de
inferioridad y una baja autoestima. Una huella indeleble que perdura en
el inconsciente colectivo de nuestro pueblo.
De ahí que el mestizo, el zambo, el indio, el negro y todas sus combinaciones manifieste un incontenible deseo por blanquearse (¿humanizarse?),
travestirse; cambiándose los nombres y los apellidos, ávidos por imitar
el canon de la belleza blanca, el mito de la belleza blanca y
aclararse la piel con pomadas milagrosas, alisarse el pelo, teñírselo
de rubio- si son negras- colocarse lentillas azules, renegar de su
origen porque no son dignos de entrar en el paraíso (blanco).
¿Cómo borrar ese maldito estigma que llevan marcado en su piel a fierro candente?
El blanqueamiento de la sociedad es el supremo ideal pues adquiriendo
una nueva identidad podrían ser redimidos del retraso y la ignorancia.
Ese desprecio por nuestras raíces
ancestrales proviene de un conflicto racial que subyace en los genes, en
el ADN, en los cromosomas y espermatozoides y que también se traduce
en el rencor, la rebeldía y la lucha de clases. La Pachamama
ha sido violentamente poseída por el diablo blanco, los colonizadores
blancos, el Dios blanco, la virgen blanquísima y el Jesucristo también
blanco y de ojos azules.
En la época de la colonia los derechos que le correspondían a cada persona estaban ligados a la clasificación racial étnica.
A los españoles o europeos blancos, católicos y apostólicos gachupines o
chapetones se les otorgaba el derecho exclusivo a la educación, los
cargos administrativos, la milicia, el sacerdocio, mientras a las razas
inferiores que carecían del rancio abolengo ocupaban los oficios más
rastreros y despreciables.
Se estructuró un régimen de apartheid donde
una minoría blanca tutelaba a los indios, a los negros, a los
mestizos y todos sus derivados pues se les consideraban menores de edad,
seres inferiores sin uso de razón e incapaces de gobernarse a si
mismos.
En el imperio español la limpieza de sangre era un mecanismo de discriminación legal. Los individuos que iban a ocupar cargos públicos tenían que certificar ante la Real Audiencia
que no estaban manchados ni con una sola gota de sangre india, negra,
gitana, mora o judía. Se examinaban fondo sus antecedentes, su árbol
genealógico (por tres generaciones) sus apellidos, su procedencia, sus
padres, sus ancestros. Sólo se admitían blancos químicamente puros,
es decir, de sangre azul, cristianos viejos, nobles, aristócratas e
hidalgos de pedigrí y apellidos rimbombantes que se jactaban de haber
mantenido impoluta la honra y el honor de la familia.
Si existía alguna duda al respecto el Tribunal de la Santa Inquisición
era el encargado de emitir la sentencia definitiva. En el caso de
encontrase algún rastro de impureza en el individuo este tendría que
cargar el sanbenito “para que siempre halla memoria de la infamia de los herejes y su descendencia”.
Los indios, los negros, mulatos, zambos o cholos conversos aunque
hubieran jurado fidelidad al rey de España y demostraran su infinito
amor por el Dios blanco siempre fueron vistos como sospechosos de
prácticas heréticas o paganas.
Durante la colonia y también tras la independencia, se desarrollaron oficialmente planes de limpieza étnica y exterminio de las razas inferiores
pues eran consideradas un obstáculo para el progreso y el buen
gobierno. Tanto es así que las nuevas constituciones republicanas
consideraban un ciudadano libre a todo aquel que sabía leer y escribir y no ejercía labores manuales propias de indios, negros, mulatos o zambos. Nuestros mitos fundacionales se estructuraron sobre bases racistas con una clara tendencia a la eugenesia.
“El Dios blanco le otorgó al blanco la autoridad y la sabiduría,
la civilización es blanca como el purísimo manto de la virgen María, la
racionalidad y la bondad son blancas mientras que los indios, mestizos,
negros y zambos y sus derivados representan la maldad y la barbarie.
“Razas degeneradas y holgazanas propensas al vicio, el pillaje y la
borrachera que necesitaban ser domadas a punta de latigazos”
El blanqueamiento genético y cultural
sólo ha servido para perpetuar las desigualdades en una sociedad ya de
por si injusta y excluyente. Los criterios raciales blancos son los que prevalecen por encima de la diversidad y el mestizaje. Estas taras se han reproducido con mayor énfasis en este siglo XX donde los medios de comunicación alienantes trasmiten esa imagen subliminal del blanqueamiento como fórmula del éxito.
Nuestra identidad se ha construido en base al racismo condenado a las grandes mayorías a ser extranjeros en su propia tierra, hijos ilegítimos de la bastarda América empobrecidos y subdesarrollados.
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