CARTA ABIERTA A LOS JÓVENES JURISTAS LATINOAMERICANOS - Por: DR. ROLANDO GIALDINO - DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS - ORGANOS INTERNACIONALES DE CONTROL DE LOS ESTADOS - ORIGEN DE LOS DERECHOS HUMANOS - NO-HUMANIDAD IMPUESTA POR UNOS POCOS AL RESTO - DECONSTRUCCIÒN DEL MUNDO INJUSTO - LIBERAR DEL TEMOR Y LA MISERIA - ELEVAR NIVEL DE VIDA - LIBERTAD - DERECHO AL PLENO DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD Y DE SU POYECTO DE VIDA - DIGNIDAD HUMANA ES ESENCIAL - TODOS LOS DERECHOS HUMANOS AMPARAN LA DIGNIDAD DE LAS PERSONAS - DERECHOS HUMANOS PRECEDEN AL ORDEN JURÌDICO - NUEVO PRINCIPIO DE LEGITIMACIÒN DEL PODER - DIMENSIÒN CONSTITUCIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS - DERECHOS HUMANOS CONDICIONAN LA RELACIÒN ENTRE EL ESTADO Y LOS INDIVIDUOS - IGUALDAD UNIVERSAL EN DIGNIDAD - EL HOMBRE ES SAGRADO PARA EL HOMBRE - EL HOMBRE NO ES UN OBJETO ECONOMICO NI UNA COSA - SENTIDO DE FRATERNIDAD Y SOLIDARIDAD - LA DIGNIDAD HUMANA ES UN DATO ONTOLÒGICO - CONTROL DE CONVENCIONALIDAD - POBREZA - CIRCULO VICIOSO DE LA MISERIA - LIBERALISMO INDIVIDUALISTA - FALACIA DE INEXORABILIDAD LEYES DEL MERCADO - EFECTO DERRAME - DERECHO HUMANO A LA ALIMENTACIÒN - GLOBALIZACIÒN DE LOS DERECHOS HUMANOS - PRINCIPIOS DE PROGRESIVIDAD, EFECTIVIDAD, PRO PERSONA, DE PLENITUD, FRATERNIDAD - EL SABER JURÌDICO COMO SABER LIBERADOR -
martes, 7 de junio de 2016 - TOMADO DE Tinkunaco 0819/16 -
ESTIMADOS JÓVENES JURISTAS LATINOAMERICANOS:
Les escribo estas
líneas sin afanes académicos ni docentes. Me mueven, sí, el fervor por
el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, el sufrimiento de
nuestros pueblos, y una esperanza que revelaré muy hacia el final. Les
escribo, además, deliberadamente, casi a vuelo de pluma.
I
Desde comienzos del
Siglo XX y, con creciente intensidad, a partir de mediados de esa
centuria, el terreno jurídico está siendo sacudido.
Su corteza,
relativamente estable hasta poco antes, viene acusando la emergencia de
nuevas formaciones. Es un proceso continuo, en el cual, para más, cada
eclosión se encadena con las precedentes, fortaleciendo sus bases y
elevando la superficie toda. Se trata de un sismo con nombre y apellido:
Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Para el plano
universal, en 1919 se creó la Organización Internacional del Trabajo, la
cual en ese mismo año aprobó su primer convenio, sobre las horas de
trabajo (industria); en 1948, fue adoptada la Declaración Universal de
Derechos Humanos, en 1966 los Pactos internacionales de Derechos Civiles
y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales… en 2008 el
Protocolo Facultativo de este último.
Para el ámbito
interamericano, en 1948 vio la luz la Declaración Americana de los
Derechos y Deberes del Hombre, en 1969 la Convención Americana sobre
Derechos Humanos… en 2015 la Convención Interamericana sobre la
Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores.
En paralelo, fueron
establecidos órganos internacionales destinados a controlar a los
Estados en orden al cumplimiento de sus obligaciones: Comité de Libertad
Sindical, Comités de Naciones Unidas de Derechos Humanos, Comisión y
Corte interamericanas de Derechos Humanos…
El panorama, desde luego, está a la vista. Mas, los geógrafos, los operadores del derecho, ¿lo han percibido?
La pregunta podría
estar dirigida a todas las mujeres y los hombres de derecho; pero, en
esta oportunidad, la enderezo solo hacia Uds., jóvenes juristas
latinoamericanos. Después de todo, las tierras de Argentina, Brasil,
Chile, Méjico, Perú, Uruguay, Venezuela, por solo mencionar a las de los
colegas de este encuentro, no son ajenas a tamaño sacudimiento.
Descarto, desde
luego, que han percibido el fenómeno. Empero, nuevos interrogantes: ¿en
qué medida, con cuánta profundidad, con qué grado de convencimiento y de
compromiso?
Digo esto toda vez
que, por seguir con la metáfora, la corteza ha sido modificada, sí, pero
por fuerzas provenientes de un núcleo central que trasciende lo
jurídico. Es asunto, entonces, de no contentarse con el solo
reconocimiento de la superficie. Lo esencial, creo, radica en
identificar dichas fuerzas, en esclarecer qué ha producido este
inusitado relieve.
Señalo, pues, que el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos, ante todo, surgió del
dolor, de un dolor inmenso, producto del ominoso grado de injusticia,
miseria y privaciones sufridas por un altísimo número de seres humanos,
según lo denuncia la Constitución de la OIT para 1919; producto del
desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos origen de actos
de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, conforme lo
expresa, en un grito, la citada Declaración Universal en 1948...
Empero, también es
consecuencia de una certeza, que prefigura otro horizonte, de una
certeza acerca de que ese orden, rectius: desorden, había sido
establecido no por el azar, menos por la naturaleza, sino pura y
exclusivamente por el hombre, rectius: por algunos hombres, sobre las
espaldas de una legión, de una infinidad de otros hombres con el ánimo y
el cuerpo totalmente llagados.
Luego, esa convicción
se hizo motor. Ese mundo podía y debía ser deconstruido, para dar lugar
a un mundo nuevo, que podía y debía ser erigido.
Un mundo en el cual
los seres humanos estuviesen liberados del “temor y de la miseria”, en
el entendimiento, además, de que “elevar el nivel de vida” respondía a
un “concepto más amplio de la libertad”, por volver sobre la Declaración
Universal.
El Derecho
Internacional de los Derechos, por ende, instituye preceptivamente, y
sirva ello de ejemplo para todo el Derecho, un proceso liberador, al
abrazar, como ideal, al ser humano libre, al ser humano liberado de las
ataduras que pudieran impedirle, sin razón ni justicia, el pleno
florecimiento de su personalidad, el libre desarrollo de su proyecto de
vida.
Mas, es imperioso
parar mientes en que esa concepción de la persona humana, no emergió de
una suerte de consenso o acuerdo entre los Estados, tan mudable como
suelen ser, en ocasiones, sus negocios.
El sismo, el orden
positivo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, no levantó
arenas, sino roca, roca viva. Lo que se consolidó en la superficie fue
el magma de una realidad relativa al ser, una comprobación de orden
ontológico: la dignidad “intrínseca” de, o “inherente” a la persona, a
todas y a cada una de estas.
La dignidad no en la
acepción para la cual esta condición sólo es predicable al modo de un
merecimiento por una obra o conducta particular, como si fuera algo que
debiera ser ganado, alcanzado o justificado.
La dignidad de la que
hablo (corrijo: la que reconocen los instrumentos de derechos humanos)
no resulta un obsequio ni una recompensa; tampoco es el laurel de los
torneos. Le basta a la persona, para ser digna, con su sola hominidad.
Ahora bien, esta
comprobación in re, al tiempo que puso en evidencia que la dignidad, por
ser esencial, no es un derecho humano, develó la razón de ser de todos
estos: proteger en la existencia la dignidad en esencia de la persona.
Se trata no solo de
que la dignidad esencial sea reconocida, sino también, de que en el
campo de la existencia, en el día a día, hic et nunc, no se vea
menoscaba ni impedida de desarrollar en plenitud todas sus potencias y
excelencias.
Es con ese objetivo,
precisamente, que han sido enunciados los derechos, libertades y
garantías que solemos comprender en el concepto moderno de derechos
humanos.
En tales condiciones,
jóvenes colegas, la proclama por el legislador internacional de los
derechos humanos del fundamento antedicho, la dignidad esencial del ser
humano, supuso, según lo entiendo, a modo de corolarios, tres
reconocimientos o declaraciones, al menos:
Primero, que su obra
derivaba de un orden que lo precedía y lo superaba: lo precedía en el
tiempo, lo superaba en jerarquía. Mejor aún; dio cuenta de que el orden
positivo respondía a otro orden, diverso en naturaleza, superior en
grado.
Los tratados de
derechos humanos parten de la premisa de que los derechos que enuncian
son anteriores a toda organización política y social.
La protección de los
derechos humanos, en palabras de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es
decir, a la esfera de lo susceptible de ser decidido por parte de las
mayorías en instancias democráticas.
Segundo, que era
precisamente para traducir la relación entre dignidad intrínseca y
derechos humanos que había tomado la pluma; para poner el nexo, como
suele decirse, en negro sobre blanco, pero en páginas preceptivas.
Los derechos humanos
son expresados, pues, no al modo de una dación o consagración, sino de
un liso y llano reconocimiento o confesión.
Tercero, que era por
el fundamento del que dan cuenta los dos párrafos anteriores, y por la
fidelidad a estos, que estaba legitimado para obrar tal como lo hizo.
Quedó indicada, entonces, la causa tanto de su autoridad, cuanto de la validez de su obra.
Quedó no menos
precisada, desearía resaltarlo, la medida de ambos atributos, la
condición de validez a la que están supeditados.
Es ello la
introducción en el orden internacional y, de consiguiente, en los
órdenes nacionales, de un nuevo principio de legitimación del poder,
confiriendo a los derechos humanos una “dimensión constitucional” en
ambos planos, que condiciona las relaciones entre el poder público y los
individuos, sobre lo que volveré.
Más todavía; la
proclama y sus corolarios nos revelan que cuando pronunciamos “dignidad
humana”, por anidar esta esencialmente en la persona, en todas y en cada
una, y en igual medida, que cuando decimos “dignidad humana”, reitero,
nos viene a la mente –y al corazón– lo propio del ser humano en unión
fraterna con el prójimo.
Y subrayo esto
último, toda vez que dicha igualdad universal en dignidad, nos
emparenta, nos vincula a unos y a otros, a todos, en términos
fraternales, de hermanos; nos constituye, en paridad, como miembros de
una única familia humana.
La dignidad, en consecuencia, amigos, nos comunica tres caracteres, al menos:
a. el hombre es un ser sagrado para el hombre.
La persona nunca
puede ser reificada, tornándola una cosa, o un objeto en manos del
poder, provenga este de donde proviniese. No es su plaza la fantasmal
sala de torturas, menos aún el cadalso.
Pero tampoco resulta
un objeto del “mercado económico” o del “mercado de trabajo”, y de sus
“leyes”. Antes bien, es el señor de todos estos;
b. la vocación del
ser humano hacia la plenitud y la trascendencia: es la persona en tanto
que viajera, que llamada a caminar, a alcanzar su horizonte.
Dignidad dice, en
esta perspectiva, condiciones para que el individuo pueda desarrollar
libremente todas las potencias de las que está dotado para fatigar dicho
camino, para alcanzar ese fin.
Derecho a la
vivienda, al abrigo, a la salud, a la educación, a la alimentación, a la
seguridad, son, entre otros, los medios que lo desembarazan, que lo
aligeran para elegir o trazar libremente su huella, y
c. la natural
disposición de la persona hacia la persona, hacia el prójimo; su sentido
de la fraternidad y de la consiguiente solidaridad.
Así, adquieren
perfiles y contenidos determinados derechos y libertades; así, a la par,
se asientan las obligaciones y los deberes individuales.
Es la persona en el
seno de la familia humana; el ser humano en tanto que hermano del ser
humano, el individuo que vive con los demás, pero también para los
demás, en opción preferencial por el hermano sufriente.
Total: la mujer y el
hombre pueden ser significados de muchas maneras; empero, para el
Derecho son, ante todo y sobre todo, seres intrínseca e igualmente
dignos.
Es admitiendo esta
última condición o calidad por lo cual ese Derecho recupera aquellas
esencias de la persona que le son imprescindibles para poder hacer bien
lo que le es propio, regular la convivencia humana.
Sólo la armonía entre
dichas esencias y las normas, legitima a estas e impone su obediencia.
El Derecho debe seguir al ser humano, debe servirlo, debe servirle.
II
La dignidad humana,
jóvenes juristas, entendida como lo vengo haciendo, se emplaza, por su
propio peso, necesaria y naturalmente, como principio mayor, como
principia maxima de todo ordenamiento jurídico, y, por ser dato
ontológico, no lo hace como consecuencia de las disposiciones legales.
Por lo contrario, es la que informa a estas, convirtiéndolas de conjunto inorgánico en unidad vital.
Luego, cumple tres serias funciones:
a. sirve de fundamento de dicho ordenamiento y, simultáneamente, de medida de validez de este;
b. orienta la tarea
interpretativa de las normas, es decir, señala el método de
interpretación, indicando en cada caso la fórmula interpretativa que se
debe elegir, y
c. resulta fuente del derecho en casos de carencia de normas, vale decir, es integradora ante lagunas.
A ello añade, por su
carácter de principio mayor, ser fuente de otros principios: de igualdad
y prohibición de toda discriminación, de plenitud, de fraternidad, de
interdependencia e indivisibilidad, de efectividad, de opción
preferencial o de justicia social, de progresividad, y pro persona (o
pro homine).
Permítanme acotar,
amigos, por la validez que acabo de mencionar y por la previamente
indicada dimensión constitucional de los derechos humanos, que a la
tradicional herramienta jurídica del control de constitucionalidad, se
ha sumado otra: el control de convencionalidad. Incluso de mayores
alcances que la primera: un Estado parte no puede invocar las
disposiciones de su derecho interno como justificación del
incumplimiento de un tratado. Y derecho interno, estimados colegas,
incluye a las constituciones de los Estados. Así lo tiene juzgado, por
lo demás, la Corte Interamericana en “La Última Tentación de Cristo
(Olmedo Bustos y otros) vs. Chile” (2001), lo cual condujo a que ese
país debiera reformar ciertas cláusulas de su Constitución Política, por
no ser compatibles con la Convención Americana.
Pongo el acento en
este punto, ya que grande es el debate en los ámbitos nacionales
latinoamericanos (y en otros) respecto del escalón en el que deberían
ser puestos los tratados en la pirámide jurídica interna, con olvido de
la antedicha norma internacional consuetudinaria, codificada por la
Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (1969).
III
Cambiando un poco el
ángulo de estas líneas, pero retomando algunos de los interrogantes del
comienzo, desearía ahora detenerme, aunque de manera breve, en una
problemática grave, gravísima, que pone en juego mucho (¿todo?) de lo
que llevo hasta aquí expresado.
Nuestros pueblos,
apreciados colegas, los pueblos de nuestra América, vienen siendo
azotados, desde hace largos tiempos, por un látigo de siete cabezas: la
pobreza, la cual, en sus extremos, implica la violación del derecho de
toda persona a la vida y a no ser sometida a tortura o tratos crueles,
inhumanos o degradantes, entre otros derechos humanos, cuando no todos. Y
hablo, amigos, tanto del dolor físico cuanto del sufrimiento moral.
La pobreza origina el
sometimiento de las personas, de las familias, de los pueblos, a un
encadenamiento de situaciones de precariedad cuya persistencia hace que
sean cada vez más difíciles de superar, y que califica a este proceso
como “círculo vicioso de la miseria”, puesto que las precariedades se
refuerzan mutuamente.
Pero hay más, por
cuanto, a ese círculo vicioso horizontal, se adiciona otro, vertical, ya
que el desgraciado azote es transmitido de generación en generación, lo
que termina configurando, en palabras de la Cumbre Mundial sobre
Desarrollo Social (Copenhague, 1995), un “círculo infernal”.
Tengamos presente, entonces, dos circunstancias.
Primero, si bien el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos no tolera discriminación
alguna, su principio de justicia social impone que tenga destinatarios
primeros e inmediatos, destinatarios preferentes.
Aludo a las personas
que son víctimas de situaciones de marginalidad, de vulnerabilidad, de
desventaja, de exclusión, entre otras expresiones, como la de grupos de
alto riesgo, siempre insuficientes.
Aludo, en síntesis, a
los seres humanos sometidos a hambre y sed de justicia. ¡Qué partir el
pan en partes iguales entre un ahíto y un hambriento, es agravio severo a
la igualdad!
Segundo, resulta
asunto del todo averiguado que las posturas que privilegian a los
derechos civiles y políticos por sobre los derechos económicos, sociales
y culturales, haciendo de estos últimos no más que simples
aspiraciones, programas, meros objetivos a ser realizados vaya uno a
saber cuándo ni cómo, negándoles su plena aplicación inmediata y
directa, su progresividad y, sobre todo, su justiciabilidad, su defensa
ante el Poder Judicial, está del todo averiguado, repito, que se esas
posturas se apoyan en redondas, en rematadas falacias y, conducen, en
definitiva, al padecer de los titulares de esos derechos y a la
violación por los Estados de sus obligaciones internacionales.
Falacias sostenidas y
promovidas no por errores involuntarios, menos por el candor, sino por
un orden (corrijo: desorden) deliberadamente establecido, impuesto, en
todas las escalas, por algunos de adentro y otros de afuera, sobre el
pantano de un perverso liberalismo individualista, de los egoísmos
soberanos, de la usura incontinente, de un colonialismo con careta, de
una explotación y expoliación sin frenos de vastos pueblos
latinoamericanos que siguen luchando por su redención.
Es el culto al
becerro de oro, al “mercado”, el cual, en rigor, no es más que una
hipóstasis, una abstracción, bajo la que se esconde simplemente una
pluralidad de voluntades, al cobijo de la falacia determinista de la
inexorabilidad de las leyes mercantiles, entrañando la paradójica
apología neoliberal de las versiones más crudas del determinismo
marxista, y desembocando en el sofisma del denominado “fin de la
historia”.
No están ausentes,
desde luego, los augurios de una renovada Circe, llamada hoy “efecto
derrame”, prometiendo que un mayor desarrollo económico dejará caer
mieles desde la mesa de los poderosos, hacia los que aguardan,
anhelantes, en el piso.
Sin ser Odiseo, le
diría a esa Circe, que conozco un país latinoamericano, quizás Uds.
también lo conozcan, de algo más de 40 millones de habitantes, que
produce alimentos para 300 millones, y que tiene, sin embargo,
desnutridos y niños muertos por desnutrición.
¿Deberá producir
alimentos para 3000, o para 30.000 o para 300.000 millones, para así y
solo así, respetar el derecho humano a la alimentación de su menuda
población, y cumplir con sus deberes en la materia?
¿Nada le dicen a ese
país, y a otros de la región poco o nada diferentes, los reiterados e
interpelantes llamados, p.ej., de los Comités de derechos humanos de las
Naciones Unidas, a la “redistribución” de la riqueza, a las reformas de
las políticas y regímenes impositivos, a la transferencia de dicha
riqueza “de sectores no prioritarios a sectores prioritarios”? En suma, a
no violar sus compromisos.
¿No han leído esos
países, corrijo: sus autoridades, la sentencia de la Corte
Interamericana, “‘Niños de la Calle’ (Villagrán Morales y otros) vs.
Guatemala”, que hace ya diecisiete años juzgó que el derecho fundamental
a la vida comprende, no sólo el derecho de todo ser humano de no ser
privado de la vida arbitrariamente, sino también el derecho a “una
existencia digna”, y que los Estados tienen la obligación de garantizar
la creación de las condiciones que se requieran para que no se produzcan
violaciones de ese derecho básico?
Las escisión entre
derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y
culturales configura además, queridos jóvenes, un intencionado y taimado
perjurio al principio de interdependencia e indivisibilidad de todos y
cada uno de los derechos humanos, según el cual, y la realidad lo
atestigua, es “imposible” el goce efectivo de los primeros sin el
simultáneo goce efectivo de los segundos, siendo absolutamente válido el
enunciado inverso.
Es asunto, luego,
para todos, pero aún más para los actores del derecho, de no caer en la
trampa de una (seudo) legalidad, travestida de “realismo”,
“inevitabilidad”, “pragmatismo”, real-politik, entre otros disfraces
arteros, los cuales no son sino elaboraciones de la mezquindad de
algunos pocos, tendentes a debilitar o tranquilizar (corrijo: adormecer,
envenenar) conciencias todavía desasosegadas ante el desconocimiento de
la dignidad del prójimo.
Bienvenida sea la
globalización o mundialización, si su objeto primero y principal es la
globalización o mundialización de los derechos humanos, y no colmar el
estómago de una crematística voraz e insaciable.
Y reparemos en este
apunte, en momentos en que proliferan los tratados de libre comercio,
que operan cual vampiros; las concesiones estatales a proyectos de
extracción de recursos naturales, que dejan desiertos y venenos; los
colosales endeudamientos externos, que sufren los de adentro…
Retengamos, también, otros principios del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Primero, de
progresividad, el cual, por un lado, obliga a los Estados a proceder lo
más expedita y eficazmente posible con miras a lograr la “plena
efectividad” de los derechos económicos, sociales y culturales, y, por
el otro, hace recaer una grave presunción de invalidez sobre toda medida
tendiente a disminuir el grado de protección que aquellos hubieran
alcanzado.
Segundo, de
efectividad (effet utile): cuando los tratados de derechos humanos
enuncian derechos, lo hacen para que estos sean efectivos, “no
ilusorios”.
Tercero, pro persona,
en sus dos vertientes. Por un lado, al exigir, en caso de concurrencia
normativa, la aplicación de la norma más protectoria para el individuo,
aun cuando ello conduzca a dar preferencia a la inferior en el orden
jerárquico.
Al paso, que descarta
que sea preciso elegir una cláusula y rechazar la otra, puesto que
habilita a combinar y acumular todos los preceptos en juego a fin de
reconstruir globalmente los derechos de los que la persona es titular.
Por el otro, al
imponer al intérprete, si de derechos, libertades y garantías se
tratara, el necesario seguimiento de la inteligencia más amplia, la que
favorezca a la persona en mayor grado dentro de lo que la norma permita,
y, opuestamente, de vérselas con normas que limitan o restringen
derechos, lo compele a volcarse por la lectura más restringida, más
estrecha.
Cuarto, de plenitud:
la dignidad esencial de la persona se proyecta sobre un doble orden de
aspectos centrales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos,
los cuales, en concreto, son caras de una misma moneda.
De un lado, determina
que el goce de todos los bienes, materiales o simbólicos, que resulten
indispensables para su protección y realización en la existencia,
constituya, sin más, un derecho, libertad o garantía humanas.
Y, del otro,
establece que el contenido de estas últimas deba tener los alcances
necesarios y suficientes para satisfacer los requerimientos a los que
debe dar respuesta.
La dignidad esencial,
en suma, es causa fuente de derechos humanos, con la totalidad e
integridad que reclama su reconocimiento y protección.
A todo evento, he de
destacar, jóvenes colegas, que los efectos de las normas de derechos
humanos recaen sobre los Estados (efecto vertical), pero también sobre
los seres humanos (efecto horizontal).
Agrego, entonces, a
lo que ya he manifestado en torno de la fraternidad, que la recordada
Declaración Universal manda que los seres humanos “deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros”, y ello supone, al menos, que el
comportamiento de los “unos” incluye el cumplido respeto de los derechos
humanos de los “otros”.
Las personas jurídicas, desde luego, tampoco escapan, y con mayor razón aún, a estos efectos erga omnes.
IV
Permítanme a esta altura, jóvenes juristas latinoamericanos, una reflexión.
Existencialmente,
mucho, muchísimo une a nuestros pueblos, y agregaría, con los Manseros
Santiagueños o con Gabo: “desde siempre y para siempre”.
Es casa grande la nuestra, indudablemente. ¿Pero estamos haciendo de esa casa un hogar?
Sepamos, pues, y ahora tomo en préstamo palabras del Papa Francisco, sepamos, repito, que “nadie se salva solo”.
Y añado, de mi parte:
el principio de fraternidad rige los vínculos entre los individuos,
según lo hemos visto, pero también entre los países.
Lo contrario
supondría que estos no se encuentran al servicio del ser humano, y que
han traicionado la “concepción común”, el “ideal común”, bajo el cual,
según la Declaración Universal, han resignificado su sentido y destino,
al comprometerse con el aseguramiento “universal” de los derechos y
libertades fundamentales del ser humano.
El Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, con evidencia, es un revulsivo de
los egoísmos de la persona humana, al igual que lo es, en grado no
menor, de los egoísmos de los Estados, de su atención desmedida al
propio interés, sin cuidarse del de los demás.
¿Qué otra cosa, sino
esta, habrá pretendido señalarnos la Carta de la OEA, con sus menciones a
la cooperación y solidaridad “continental” o “interamericana”?
V
Y voy terminando,
metáfora mediante. Después de todo lo que he expresado, creo que lo que
nos comunica el terremoto, el feliz temblor y sus emergentes, resulta,
en definitiva, menos una novedad que un recordatorio, pero
imprescindible y oportuno en estas, ya largas, horas de tribulación.
Nos dice que el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos obra como el brazo
jurídico que estrecha a todos y cada uno de los seres humanos, ya
abrazados, naturalmente, por su común e igual esencia.
Nos transmite, a voz
en grito, que la dignidad humana y los derechos que se siguen de esta,
se encuentran inscriptos antes que en los instrumentos legales, en la
propia persona, de dignidad inherente y fraterna, a la que remiten.
Nos recuerda que esos
derechos humanos solo serán realidad plena o algo más que tinta
promisoria, ante la patencia de que su fundamento somos nosotros mismos,
todos y cada uno de nosotros, y no la autoridad, enjundia, iluminación o
voluntad de encumbrados legisladores o cavilosos hermeneutas.
La
protección en la existencia de la dignidad esencial, pues, si algo
reclama, perentoriamente, son seres humanos dispuestos a hacer de su
carne y su conciencia, enteros testimonios de que la frente de la
persona, de todas y de cada una, sin exclusiones ni distingos, lleva la
impronta de su intrínseca, inherente dignidad, como miembro de la
familia humana.
Develo, entonces, la
esperanza que prometí al comienzo. No es otra, y supongo que lo han
intuido, que dichas carnes y conciencias sean las de Uds., jóvenes
juristas latinoamericanos.
Que el saber
jurídico, el que Uds. ya tienen, resulte, insisto, un saber liberador,
una herramienta al servicio de la liberación de nuestras gentes y de
nuestros pueblos, oprimidos, irredentos.
Bien entendido, eso sí, que liberar a otros es, a su vez, liberarnos.
Los abrazo fraternalmente, con otra esperanza: hasta pronto.
Rolando E. Gialdino
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