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¿Por qué los nacionalismos ahora?
Jorge Majfud
ALAI AMLATINA, 08/01/2018.- Las actuales olas
nacionalistas
tienen, al menos, dos características: primero, no se trata de los
nacionalismos que llevaron a la descolonización de África o a la
rebelión en el
resto del tercer mundo durante los 50 y 60. En aquellos casos eran
nacionalismos de izquierda, casi una contradicción, por otras dos
razones
(porque estaban inspirados en pensamientos socialistas,
internacionalistas, y
porque se trataba de revindicar y levantar el espíritu del
oprimido, del
sirviente deshumanizado). No es casualidad que algunos de los
inspiradores de
estas corrientes, nacionalistas como instrumento, no como
objetivo, fuesen
rebeldes como Frantz Fanon (psiquiatra y pensador latinoamericano
radicado en
Argelia, autor de Pieles negras, máscaras blancas, 1952) o Ernesto
Che Guevara,
ambos con ideas como “el hombre nuevo”, ese proyecto quijotesco de
un ser
descolonizado, descosificado y liberado de la ambición que lleva a
unos hombres
a explotar a otros por dinero. Ambos, no por casualidad, acusados
de violentos
o inspiradores de la violencia. Por entonces las potencias
europeas y
estadounidense eran la versión de la madre Teresa militarizada,
masacrando
millones alrededor del mundo en nombre de la libertad y la
democracia. La Unión
Soviética hacía más o menos lo mismo en nombre de la igualdad,
aunque sus
tentáculos globales eran de menor alcance, histórico y geográfico.
Sólo en ese
sentido se entiende la firma habitual del Che, “Patria o muerte,
venceremos”.
Obviamente, este tipo de patriotismo no se debe
confundir
con el patriotismo de las potencias coloniales: los colonizados
saludaban la
bandera del opresor como a un dios que les recordaba su propia
inferioridad,
razón por la cual ocupaban el lugar natural del servidor, del feo,
del vicioso,
del retardado. Incluso, aún hoy el colonizado suele emocionarse al
reconocer
esta superioridad del colono haciendo hasta lo imposible por
parecerse y
asimilarse al poderoso, al vencedor. El colonizado, sea inmigrante
o acomodado
en su propia patria, se pondrá discursos, camisas y pantalones con
la bandera
del poderoso y hasta dejará correr una lágrima cuando encuentre
una buena razón
para defender y justificar la arrogancia del vencedor, cual
patético síndrome
de Estocolmo. Esa lágrima que se le escapa al desposeído cuando
descubre la
buena persona que es por defender al poderoso que, tarde o
temprano, lo
recompensará por el servicio moral.
Pero el nacionalismo del colonizado y el del
colonizador son
tan diferentes como el feminismo y el machismo. Parecen iguales,
pero son lo
opuesto en su dimensión ética y política.
En segundo lugar, los actuales nacionalismos,
como los del
siglo XX, son nacionalismos de derecha y se dan, fundamentalmente,
en el mundo
rico o desarrollado. Eventualmente se pueden expandir al resto del
mundo, como
todo lo que surge aquí. También Europa y Estados Unidos fueron los
primeros en
difundir ideas como el Fin de la historia y el triunfo definitivo
del
neoliberalismo y las democracias liberales a partir de la
disolución final de
la parodia soviética. De ahí partió la idea de globalización como
la liberación
definitiva de los capitales. La idea de la disolución de las
fronteras sólo se
dio en Europa con la ampliación de la Unión Europea y el
establecimiento del
Euro, y en América del Norte, con tratados como el NAFTA. Era una
globalización
de los capitales, del poder, no de los trabajadores, que
malinterpretaron las
buenas intenciones convirtiéndose en inmigrantes ilegales.
Entonces, ¿cómo es posible que sea justo en esa
misma área
geomonetaria donde los discursos nacionalistas, proteccionistas y
los
cuestionamientos a las democracias liberales se están dando con
más fuerza?
La respuesta la venimos repitiendo desde hace
algunos años:
se trata de la percepción, no declarada, del declive. No es que
Europa y
Estados Unidos se encuentren ya en la pobreza, sino todo lo
contrario. Lo que
ocurre es que sus habitantes ya perciben el declive relativo de
sus privilegios
hegemónicos. La próxima etapa es la rebelión de los de abajo en
este mundo
rico, desarrollado.
Este es un componente psicológico, pero existe
un modelo
histórico anterior de base ideoeconómica. Se trata de la historia
del
proteccionismo contra la ideología del libre mercado. A principios
de la
Revolución industrial, Inglaterra era uno de los países que más
brutalmente
penalizaba el libre mercado de productos en desarrollo, como los
manufacturados. Hasta que sus industrias fueron lo suficientemente
fuertes como
para “competir” con India, América latina e, incluso con los
subdesarrollados
Estados Unidos del siglo XIX. América Latina adoptó fácilmente
este cuento y
abrió sus fronteras (la destrucción del Paraguay durante la guerra
de la Triple
Alianza fue una de sus jugadas maestras). Por el mismo tiempo,
Estados Unidos
tenía las cosas más claras, como muchas otras veces en lo que se
refiere a
competencia y beneficios económicos. Los presidentes Cleveland y
McKinley lo
pusieron más o menos así: nosotros seremos los campeones del libre
mercado
cuando nuestras industrias sean lo suficientemente fuertes para
competir con
las británicas. No ahora.
Cuando Estados Unidos desarrolló sus industrias
a un nivel
que lo alejaba de cualquier competidor, de repente se cumplió la
profecía:
promovió el libre mercado, por las buenas y por las malas.
Práctica, por supuesto,
que nunca tuvo mucho de libertad debido a recurrencias como el
dumping
(aniquilación de la competencia por venta a precios debajo del
coste) y las
frecuentes intervenciones del ejército y los diplomáticos
estadounidenses (algo
así como los ad hocs del capitalismo para convertirlo en lo que
realmente era:
imperialismo revestido de nombres como libertad, justicia y
democracia). Por no
hablar de la inundación de dólares sobre las dictaduras amigas y
luego la
manipulación de las tasas de interés por parte de la FED que creó
astronómicas
deudas externas en el tercer mundo.
Por supuesto que, durante todo ese período, el
nacionalismo
sólo era un cuento para alentar a los soldados, pero no a los
capitalistas, que
de nacionalistas no tenían un pelo. El nacionalismo ajeno era tan
malo que casi
no se promovía el propio para no dar el mal ejemplo.
Ahora que Europa y Estados Unidos han perdido
la abrumadora
hegemonía (económica) de décadas atrás, surgen las rabietas
nacionalistas entre
sus habitantes. Estados Unidos reacciona con discursos
proteccionistas y
egocéntricos, añorando un pasado que fue varias veces más pobre y
racista que
el presente, pero por entonces dictaba como un dios brutal,
bondadoso y
temible. Inglaterra, todavía un centro importante de las finanzas,
se sabe
débil y decadente. Provincias como Cataluña reclaman su pasado y
una riqueza
que es relativamente mayor al resto de España, la que a su vez
responde con su
propio nacionalismo en nombre de la unidad, llegando, no en pocos
casos, a un
revival del falangismo y a una xenofobia que va desde el disimulo
a la
exaltación del racismo. Y así podíamos seguir con el resto del
hasta hace poco
eufórico mundo rico que quería disolver las fronteras y globalizar
los Derechos
Humanos.
Así vemos cómo el efecto de la percepción de ya
no ser los
referentes económicos y morales produce el renacimiento de sus
propios
monstruos y la pérdida de sus mejores logros, como los valores
humanistas, de
la ilustración y hasta de la confianza en las ciencias.
Claro que todo vuelve y todo termina. Lo
importante es saber
cuánto se destruirá hasta que el más arrogante y ciego
nacionalismo vuelva al
sótano donde se guardan las vergüenzas de la historia.
-
Jorge Majfud es
escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras
novelas.
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