Las aporías del progresismo
Autor(es): Mazzeo, Miguel
Mazzeo,
Miguel. Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales. Docente de
la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús
(UNLa). Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina,
Venezuela, Chile y Perú, entre otros: Piqueter@s. Breve historia de un
movimiento popular argentino; ¿Qué (no) Hacer? Apuntes para una crítica
de los regimenes emancipatorios; Introducción al poder popular (el sueño
de una cosa); El socialismo enraizado. Colaborador de la página
Contrahegemonía.web. Colaborador habitual de Herramienta; su libro Poder
popular y nación. Notas sobre el Bicentenario de la Revolución de Mayo
fue publicado conjuntamente por Ediciones Herramienta y El colectivo en
2011.
“La libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena”
José Martí
¿Cabe
definir como de “izquierda” y/o “populares” a las experiencias
políticas que, en Nuestra América y en la última década y media,
desplegaron estrategias de gestión del ciclo económico sin cambio
estructural y que fueron y son dirigidas por elites tecnocráticas? ¿Qué
predisposición crítica y transformadora, qué rasgos de rebeldía se
pueden hallar en quienes sólo pretenden administrar la crisis económica,
ecológica, energética y financiera del capital sin reconocer el
carácter sistémico de esa crisis? ¿No será excesivo considerar como de
“izquierda” y/o “populares” a aquellas políticas que no pretenden
trascender el horizonte de un capitalismo reformado con dosis diversas
de regulación del mercado, cierta redistribución del ingreso y sin
ningún cuestionamiento de fondo al Estado liberal?
Sólo
un proceso histórico traumático signado por los efectos prolongados de
la derrota del trabajo frente al capital; por la presencia dominante de
la derecha empresarial, mediática y política más retrógrada; por la
crisis de las alternativas sistémicas y civilizatorias y por la
inmadurez política de la nueva izquierda radical hija de las luchas
sociales y culturales de los 90 y el 2000; junto al oportunismo, al
posibilismo o al anquilosamiento de amplios sectores políticos e
intelectuales, puede explicar que, en nuestros días, se consideren de
“izquierda” y/o “populares” a las políticas cuyo objetivo central es
lograr un equilibrio entre lo social y lo económico, entre la democracia
y el mercado; o que se nos proponga como panacea el proyecto de un
“capitalismo no neoliberal” o un “capitalismo del Sur” basado en la
“atenuación” de las aristas más salvajes del capitalismo.
En
efecto, hubo un corrimiento político e ideológico. El neoliberalismo ha
logrado la proeza de “convertir” a las recetas políticas, a los remedos
económicos y a los valores históricos del viejo liberalismo humanista o
del “consenso keynesiano”, en proyectos supuestamente
nacional-populares, social-democráticos y hasta “de izquierda”. Ni el
Papa se ha librado de estos efectos y hoy –comparado con los discípulos
modernos de Torquemada– luce como una figura “de izquierda”. De este
modo, el neoliberalismo ha dado con una vía para garantizar su
preeminencia, para seguir construyendo su irreversibilidad macro
económica y macro política y para obturar el desarrollo de las
alternativas verdaderas.
Seguramente una mínima
conciencia respecto de esta exageración y algo de pudor, han favorecido
la opción por el término “progresismo”, más flexible y ambiguo. Al mismo
tiempo, invocando razones geopolíticas (algunas muy válidas, por
cierto) y la certeza de formar parte de un proceso regional de
cuestionamiento al neoliberalismo, el progresismo se construyó como
conjunto que incluye experiencias más radicales. Por lo tanto, esos
cuestionamientos al neoliberalismo están signados por la disparidad.
El
abanico clásico del progresismo incluye versiones conservadoras,
moderadas y avanzadas: desde los gobiernos del Partido de los
Trabajadores (PT) en Brasil y el Frente Amplio (FA) en Uruguay hasta el
“Socialismo del Buen Vivir” de Ecuador, el “Socialismo Comunitario” de
Bolivia y “Socialismo Bolivariano” de Venezuela, pasando por los
gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner en la
Argentina. Un conjunto de lecturas agregan al Paraguay durante el
gobierno de Fernando Lugo, a Honduras durante el gobierno de Manuel
Zelaya (y a las fuerzas que hoy todavía representan), al sandinismo en
Nicaragua y también a Cuba. En algunos casos, con muchos reparos, se
incluye a la Concertación/Nueva Mayoría en Chile que, en realidad, está
más cerca de versiones duras del neoliberalismo.
De
esta manera, en el universo del progresismo se incluyen desde las
experiencias que no se proponen avanzar más allá del neoliberalismo
“social” o un neo-desarrollismo asistencialista hasta las que asumen un
horizonte poscapitalista y socialista. Desde las que se siente a gusto
en el marco de las premisas del sistema de dominación hasta las que se
proponen establecer nuevas premisas que hagan factible un ulterior
proceso socialista. Desde las que se proponen una reedición del
capitalismo reformado y el viejo Estado benefactor, hasta las que
interpelan al capitalismo y asumen el tránsito hacia un nuevo paradigma
civilizatorio poscapitalista. Desde las que se limitan a impulsar
cambios en los instrumentos de la política económica, hasta las que se
proponen modificar los patrones de acumulación. Desde las que
constituyen formas estables de dominación burguesa a las que pretenden
alterarla.
Dada su laxitud, el progresismo
incluye a experiencias que se autodefinen como de izquierda, que han
asumido la necesidad del cambio estructural y una redistribución
radical, un horizonte y unas discursividades poscapitalistas y
socialistas. Experiencias donde hubo una modificación de los
tradicionales equilibrios de poder entre capital y trabajo, donde se
produjeron ensayos de reconfiguración (y no sólo de reproducción) de la
vieja relación entre economía y política. Respetando un orden de
intensidades crecientes la sucesión sería: Ecuador, Bolivia, Venezuela.
En estos casos “avanzados”, los interrogantes tienden a ser diferentes y
nos colocan en un plano del debate mucho más exigente: ¿hasta que punto
consiguieron los objetivos que se plantearon? ¿Optaron por los medios
más adecuados? ¿Cuáles han sido sus limitaciones? ¿Cuáles serán sus
respuestas frente las nuevas ofensivas destituyentes de la derecha? ¿Han
logrado eludir las trampas del desarrollismo y de la “legalidad
burguesa”? ¿Están en condiciones de radicalizarse? ¿Cómo hacer que la
fuerza política y social que constituye su base de apoyo se convierta,
además, en fuerza económica y en institucionalidad revolucionaria?
¿Acaso no han acumulado dificultades que se contradicen con las
transformaciones en sentido poscapitalista y socialista? ¿Cómo superar
estas dificultades?
Sin dudas, el oxímoron
“progresismos conservadores” y la tautología “progresismos avanzados”
delatan la flexibilidad del concepto, pero también nos hablan de un
sustrato compartido, de un monólogo común. En efecto, creemos que las
experiencias progresistas, más allá de sus diferencias, comparten
algunas matrices de fondo, algunos supuestos ontológicos, que pueden
servir para explicar su situación actual: crisis, agotamiento, o
encrucijada (donde se juega la profundización o la reversión), según los
diferentes casos. Por ejemplo, resulta evidente a esta altura que las
experiencias más avanzadas, las que asumieron horizontes poscapitalistas
y socialistas, no se han apartado lo suficiente del pragmatismo
modernizador (que incluye la profundización de la matriz extractivista),
del gradualismo que plantea una necesaria connivencia con la economía
de mercado y sus equilibrios funcionales, del fetichismo del poder
estatal, de la dominación burocrática y del respeto por una legalidad
que no deja de ser la expresión de un marco adecuado para la
reproducción de las clases dominantes (y de su violencia). Evidentemente
se trata de medios inadecuados para la construcción del socialismo.
Pensar
en construir sistemas sociales justos e igualitarios a partir del
extractivismo y del rentismo, de las economías de enclave y la
“depredación regulada”, es un contrasentido absoluto. Se sabe, el
extractivismo es mucho más que una estrategia productiva, es la
estrategia para la totalización del mercado y la óptica empresarial. Del
mismo modo, es imposible afirmar la soberanía nacional si no se libra
una lucha frontal contra el capital financiero, sino se minan las bases
del poder corporativo. Finalmente, queda en evidencia que desde el
Estado burgués es imposible construir el socialismo, que no alcanza con
tener el gobierno para transformar el Estado. La situación que
atraviesan los progresismos más avanzados, especialmente Venezuela, es
un ejemplo demasiado obvio para pasarlo por alto.
Los
gobiernos progresistas han implementado un conjunto de políticas
públicas basadas en la captación de algún tipo de renta, han impulsado
la redistribución del ingreso basada en el crecimiento de la economía
mercantil (que redujo considerablemente la pobreza y permitió ampliar
derechos), junto con medidas de regulación del capitalismo nacional y
recuperación de cuotas de soberanía nacional y autonomía por la vía del
desendeudamiento o la salida del CIADI (en algunos casos), entre otras.
Pero estas políticas, por sí mismas, no modificaron las correlaciones de
fuerza en la sociedad, por lo menos no de manera drástica (instaurando
un punto de no retorno). De este modo, todo avance puede ser reversible
en el corto plazo. Además, esas políticas suelen estar expuestas a
limitaciones exógenas que dificultan los procesos tendientes a superar
las bases económicas y sociales heredadas y los fuertes
condicionamientos del sistema capitalista mundial. El “ciclo
progresista” en Nuestra América no puede desvincularse del precio de
las commodities y de las necesidades de la reproducción
capitalista y el incremento de la tasa de ganancia. En concreto: el
capitalismo genera capitalismo. El metabolismo social del capital se
consolida y se reproduce la hegemonía neoliberal. El capitalismo, en
todas sus versiones, nos anula como pueblo y como cultura. El poder
económico mantiene intactas sus capacidades de desestabilización. Y así,
tarde o temprano, gana la derecha.
Los gobiernos
progresistas, sin excepciones, consolidaron matrices
primario-exportadoras y rentísticas y no avanzaron en la diversificación
de la economía. Sus avances en materia de reforma agraria fueron
magros. Incluso, en casos como la Argentina durante el período
2003-2015, cabe hablar abiertamente de una contra-reforma agraria. La
excepción podría ser Venezuela, pero lamentablemente la reforma agraria,
o una Ley de semillas que es ejemplar por donde se la mira, no
resolvieron un problema fundamental: la autosuficiencia alimentaria. En
líneas generales se extendieron los modelos extractivistas y en algunos
planos estructurales se profundizó la dependencia. La integración
subordinada no se revirtió. Los procesos de concentración, privatización
y extranjerización no se detuvieron, por el contrario, en el caso de
los progresismos conservadores y moderados, avanzaron a pasos
agigantados. En los otros casos, estos procesos avanzaron más lentamente
y solo excepcionalmente fueron contrarrestados.
El
capital financiero conservó sus prerrogativas en el proceso de
valorización del capital. Esto impide cualquier proceso de
democratización profundo del poder económico. Los gobiernos progresistas
han pretendido relanzar el proceso de modernización y sostener las
políticas de “inclusión social” a partir del desarrollo de matrices que
convalidan el avance de un orden que sigue siendo neo-colonial y
neo-imperialista.
Sólo en las experiencias más
avanzadas se registraron logros efectivos en la administración soberana
de los recursos estratégicos, en la defensa y la gestión de los bienes
comunes, aunque queda un largo trecho por recorrer todavía. Ahora bien,
si estas experiencias lograron reapropiarse de la “renta en origen”
generada por los recursos naturales, tienden a perder la “renta en
destino” por obra y gracia del peso que conservan las burguesías
importadoras y otros sectores parasitarios, y por una redistribución que
no se apartó de los formatos capitalistas, esto es: la redistribución
por la vía del consumo y no por la vía de la socialización de los medios
de producción y la democratización en el terreno de la producción, en
el proceso mismo de la generación de la riqueza. Vale decir que las
versiones moderadas del progresismo ralentizaron los procesos de
enajenación de esos recursos, mientras que las versiones conservadoras
no han hecho más que profundizarlos.
Los
gobiernos progresistas no contrarrestaron el proceso de mercantilización
de la naturaleza y de la vida, en muchos casos los alentaron
deliberadamente. Y han intentado sostener los procesos de ampliación de
la democracia impulsando procesos de mercantilización. Un verdadero
contrasentido. Porque existe una profunda contradicción entre la
soberanía popular y la soberanía del capital, entre el
constitucionalismo vanguardista y los grandes monopolios económicos y
mediáticos, entre la siembra de ideas contra-hegemónicas y la
reproducción del metabolismo social del capital. Es un contrasentido
pretender la consumación de la igualdad sustantiva por la vía del
fortalecimiento de las lógicas mercantiles. De poco sirve dar la disputa
en el terreno de los lenguajes sin darla en el terreno de las lógicas
sistémicas.
Ni siquiera las experiencias más
radicales, han cuestionado, en los hechos, las estrategias basadas en la
idea del crecimiento económico por la vía de las exportaciones y las
inversiones, la solidaridad fundada pura y exclusivamente en la
redistribución, en la gestión pública inspirada en las lógicas
utilitaristas. El predominio del gran capital, más allá de los estilos
de gestión, más allá de los relatos puestos en juego, más allá de las
políticas contrapuestas en áreas puntuales (derechos humanos, derechos
civiles, por ejemplo) desdibuja la diferencia entre una supuesta
izquierda y la derecha. Por eso la derecha está en condiciones de
capitalizar la crisis del progresismo.
Los
gobiernos progresistas no modificaron, no resignificaron, los marcos
institucionales característicos del neoliberalismo. Algunos gobiernos
jamás se propusieron tal objetivo, no cuestionaron las estructuras
heredaras, jamás pretendieron salirse de sus marcos. Los gobiernos que
impulsaron procesos de institucionalización alternativa o paralela, que
intentaron crear espacios de deliberación y politización no liberales,
no lograron arraigos sólidos. O las nuevas institucionalidades y
espacios que se generaron vienen sufriendo el acoso de las viejas
institucionalidades y espacios que no desaparecen y que, en la crisis,
recuperan el terreno perdido y su típica voracidad. Estos gobiernos,
hoy, se encuentran en una encrucijada histórica. Las lógicas verticales
del Estado, los procesos de subordinación de la sociedad (cooptación,
corporativización, clientelización, electoralización), la “inclusión
social” sostenida en la expansión del mercado y sin emancipación, las
formas modernas del filantropismo pequeño burgués, la democracia fundada
en la sola redistribución, las solidaridades de baja intensidad, no han
hecho más que ensanchar el margen de maniobra de la derecha y ocluir
sus debilidades morales, entre otras cosas porque no contribuyeron a
generar experiencias de construcción de sociabilidades plebeyas
alternativas basadas en la autonomía y en la independencia de clase, y
no alteraron las jerarquías sociales, por el contrario tendieron a
reforzarlas.
¿Han favorecido los gobiernos
progresistas el desarrollo de estructuras decisionales horizontales o,
por el contrario, han desarrollado las estructuras decisionales
burocráticas “desde arriba” revestidas por retóricas “sociales”? ¿Se
puede hablar de Estados que alentaron la participación comunitaria,
sostenida en una idea-fuerza de protagonismo social de las clases
populares y la democracia directa? ¿Se puede hablar de Estados que han
superado las orientaciones paternalistas y que prepararon al pueblo para
el ejercicio del poder real? En general, los gobiernos progresistas
conservadores y moderados han estado lejos de romper la relación
asimétrica entre agentes institucionales y “agentes de derecho”. Han
tendido a desarrollar esquemas concentradores del poder. Ahora, jaquedos
por la derecha, derrotados en elecciones o víctimas de “golpes
institucionales”, perciben las debilidades materiales, institucionales e
ideológicas de la base social que debería estar presta a sostenerlos.
Los
gobiernos progresistas no lograron contrarrestar el poder ideológico de
la derecha, entre otras cosas porque comparten con ella algunas
premisas: valores, símbolos, núcleos de mal sentido, momentos de
mentira, etcétera. Por ejemplo: las tendencias irrestrictas a la
mercantilización, el utilitarismo, la individuación egocéntrica, la
competencia, la meritocracia, el consumismo generalizado, la veneración
por los patrones de consumo del Norte, etcétera, que constituyen
importantes factores de deterioro de los vínculos sociales y que
fomentan el individualismo y refuerzan la modalidad de gestión vertical.
El neoliberalismo sigue siendo fuerte como forma orgánica y como
superestructura. Es un componente del sentido común de buena parte de
las personas, incluyendo a sus víctimas directas.
En
el caso de los gobiernos más conservadores y moderados, no se han
planteado la disputa con las formas y los sentidos del capital, en el
caso de los gobiernos más avanzados, cabe decir que no han logrado ser
del todo exitosos en esa disputa y han caído en flagrantes
contradicciones. En Ecuador, Bolivia y Venezuela el ideal de un
socialismo enraizado muchas veces es contrarrestado por las políticas
con contenidos neo-desarrollistas mientras que la reivindicación de las
formas de la modernidad alternativa (una “contramodernidad”), es
saboteada por las formas de la modernidad dominante que se cuela por
todos los flancos.
De este modo, los
progresismos, incluyendo a las experiencias más avanzadas, de izquierda,
han buscado sostenerse en la misma legitimidad a la que apela la
derecha, en sus mismos valores y fetiches (desarrollo, productivismo,
consumo, progreso, modernización, etc.), en la misma racionalidad
política impuesta por burguesía. Nuevamente: por eso la derecha logró
perfilarse como la única alternativa. El contexto, además, favorece en
algunos casos los esquemas bipartidistas de alternancia. Existe entonces
un campo ecuménico, un universo de certezas (valores, formas
culturales) compartidas en el que se mueven el progresismo y la nueva
derecha. La brecha es mucho más estrecha de lo que el lugar común
progresista plantea. La ideología neoliberal sigue siendo hegemónica,
por eso puede convivir con algunas versiones de los relatos
nacional-populares, con la crítica cultural, etcétera.
Los
gobiernos progresistas conservadores y moderados implementaron
políticas que pueden parangonarse a la drogas de diseño
(para-anfetaminas,), absolutamente funcionales a los valores de las
clases dominantes. No apostaron a la producción de políticas
contra-culturales, ni potenciaron a las que vienen desarrollando los
pueblos desde abajo. ¿Puede ser de “izquierda” y/o “popular” un proyecto
que no asuma la crítica del Estado y de la política? Cada vez más
resulta evidente que una “buena” administración de los Estados (las
políticas sociales “inclusivas”, algunas transferencias de recursos a
los sectores más postergados), no son suficientes para hacer de esos
Estados factores relevantes del cambio social. No alcanza para modificar
sus funciones homogeneizadoras. Se ha puesto en evidencia la dificultad
de los Estados para “reinventar” la izquierda o para impulsar
“proyectos populares”.
El pragmatismo político de
los gobiernos progresistas, la centralidad otorgada al aparato del
Estado, sus prácticas oportunistas ceñidas a la coyuntura, sus formas de
articulación desde arriba, no han hecho más que conspirar contra la
autonomía de la sociedad civil popular, dicha centralidad ha sido una
fuente de subordinación popular. La mayoría de los gobiernos
progresistas anularon sistemáticamente las expresiones autónomas de base
y subordinaron a las organizaciones populares y a los movimientos
sociales a la institucionalidad vigente (impregnada de neoliberalismo).
Sin
dudas, los avances más importantes se dieron en Venezuela. Básicamente
por las políticas que, desde el Estado, impulsaron procesos de
“empoderamiento” popular, la politización popular masiva y el desarrollo
comunal, es decir, la construcción del socialismo desde abajo. La
Revolución Bolivariana dio pasos significativos en la radicalización de
la democracia. La Revolución Bolivariana puso en juego componentes
rupturistas e hizo posible el desarrollo de una conciencia
anticapitalista y socialista en las bases. Aunque comparte algunas de
las limitaciones del universo progresista (permanencia de la matriz
extractivista y monoproductiva, mediaciones políticas vacilantes y, más
recientemente, la perdida de iniciativa del gobierno para dar saltos
adelante y sus dificultades para superar las contradicciones de manera
revolucionaria), es el proceso que, en medio de grandes dificultades
(acoso del imperialismo, guerra económica, etcétera.), presenta más
posibilidades de profundización. Claro está, la vitalidad del proceso
está en las comunas, en el chavismo de base.
Las
políticas que durante los últimos quince años lograron contrarrestar el
poder del imperialismo en Nuestra América, expresadas en iniciativas de
integración regional muy valiosas como la Alternativa Bolivariana para
las América (ALBA), la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y el nuevo
Mercado Común del Sur (MERCOSUR), no afectaron en lo sustancial la
injerencia del capital financiero y el gran capital, lo que deteriora el
desarrollo de los costados más contra-hegemónicos de estas propuestas,
recortando el potencial que tiene esta alianza exterior para consolidar
la soberanía de la región, para superar los modelos del intercambio
desigual, para confrontar con las grandes corporaciones trasnacionales y
sus lógicas de acumulación, en fin: para dejar de ser atrasados,
deformados y dependientes. Más allá de los nuevos marcos regulatorios,
el predominio del gran capital nunca estuvo realmente en discusión, más
allá de las buenas intenciones no se avanzó lo suficiente en la
conformación de cadenas productivas regionales por fuera de su control.
Muchas veces, la discusión se centró en el nivel de rentabilidad.
Proyectos como el Banco del Sur y el SUCRE y otras iniciativas del
“Consenso Bolivariano”, tendientes a constituir un modelo productivo
alternativo para la región, cayeron en saco roto o perdieron impulso.
Por otra parte se le asignaron a China (y en general a los BRICS)
funciones excesivas que no modifican las condiciones de subordinación y
que se contradicen con los horizontes bolivarianos y sus lógicas de
inserción e integración que, en los esencial, remiten a algo bien
diferente de la multipolaridad capitalista. Finalmente, vemos como los
Tratados de Libre Comercio (TLC) encubiertos (o no tanto), firmados por
gobiernos progresistas, atentan contra las mejores iniciativas y
favorece la recomposición de la normatividad neoliberal.
Todo
indica que los gobiernos de la nueva derecha o los progresismos
derechizados profundizarán las tendencias más negativas. Profundizarán
el saqueo. Con menos regulación. Con una redistribución más regresiva
del ingreso. Con mayor flexibilización laboral. Con índices de desempleo
más altos. Agudizarán la lucha de clases. ¿Será que la gestión de la
nueva derecha embellecerá a las gestiones progresistas desplazadas y
generará condiciones para su retorno? No sería la primera vez que el
capitalismo salvaje termine embelleciendo al capitalismo redistributivo,
que la economía neoclásica embellezca al keynesianismo.
No
negamos los logros económicos, sociales y culturales de la última
década y media. Sabemos que, en buena medida, un ciclo previo de luchas
populares contra el neoliberalismo los hizo posible y que, en algunos
casos, prácticamente los impuso. Más allá de que, también en algunos
casos, una elite política ajena a esas luchas fue la que, desde el
Estado, implementó las medidas que mejoraron las condiciones de vida del
pueblo. Tampoco pasamos por alto la política exterior menos
subordinada, atenta a preservar cuotas de soberanía. Señalamos la
insuficiencia de estas políticas no sólo porque consideramos que no
alcanzan para acabar con las desigualdades e injusticias que padecen los
estratos más vulnerables de nuestros pueblos, sino porque creemos,
además, que conducen a la restauración del neoliberalismo en su versión
dura. Los progresismos han intentando construir sistemas hegemónicos,
pero sus bases materiales, sociales, institucionales e ideológicas han
sido y son muy endebles, eso permite que la derecha corporativa gane
espacios.
A pesar de que
muchos dirigentes e intelectuales prefieran culpar a la izquierda
radical, lo cierto es que el progresismo tiene la responsabilidad mayor
frente a la inminencia de una restauración neo-liberal. En lugar de
cargar las tintas en la ofensiva de la derecha, que es un dato
insoslayable de cualquier proceso que se proponga mínimas
transformaciones (¿esperaban algo diferente la derecha?), deberían ser
más responsables y hacer un ejercicio de introspección y preguntarse:
¿Por qué el pueblo no defiende con uñas y dientes a estos gobiernos
supuestamente populares? ¿Será que no los siente propios? ¿Por qué? ¿No
será que estos gobiernos han desarrollado políticas que conspiran contra
los procesos de formación de apoyos sociales sólidos y eso los torna
vulnerables frente a los ataques de la derecha, las corporaciones y el
Imperio? ¿No será tiempo de reflexionar sobre las limitaciones de los
procesos de transformación basados en la conciliación de clases y en los
pactos y negociaciones con el poder hegemónico? Ya es tiempo abandonar
las apologías irreflexivas
La izquierda radical
más lúcida, orgánicamente vinculada a las organizaciones populares y a
los movimientos sociales está y estará siempre en la primera línea en la
confrontación con la derecha, con las clases dominantes, con el
Imperio. Es, además, la que pone el cuerpo. Y sobre esas luchas muchas
veces operan los intelectuales y políticos “realistas” del progresismo,
idóneos a la hora de los compromisos con el poder.
Enunciadas
sintéticamente, algunas de las principales limitaciones de los
gobiernos progresistas podrían formularse del modo siguiente:
- No se plantearon la extinción del metabolismo del capital ni la superación del capitalismo dependiente, o las plantearon para un futuro incierto, reeditando el etapismo, y recurriendo a los medios menos idóneos. En el caso de los progresismos mas avanzados, en los últimos tiempos se pusieron de manifiesto tendencias a la estabilización que no pretenden profundizar en los procesos de democratización de los medios de producción, o en el cambio radical de la matriz productiva.
- Abrigaron un temor conciente o inconciente a la autonomía popular, al protagonismo social directo. Fue notoria la falta de confianza en la iniciativa del pueblo en diferentes campos y la no valoración de la autonomía de las organizaciones sociales. Optaron por un conjunto de prácticas que abonaron la pasividad de las clases subalternas y oprimidas. No apostaron a la construcción de instancias de autorregulación de la convivencia social más allá del Estado y más allá del capital. De este modo conspiraron contra las posibilidades de generar mecanismos de defensa en la sociedad civil popular contra el poder de las corporaciones, contra las prácticas de extorsión de la derecha. En Venezuela, los sectores comprometidos en la construcción de un socialismo “desde abajo”, específicamente, las comunas, deben confrontar con el poder de una burocracia estatal anquilosada que reproduce todos los vicios del viejo Estado aunque apela a retóricas revolucionarias.
- Sostuvieron la idea de “inclusión social” con capitalismo y democracia liberal, la idea de “bienestar social” con mercantilización y management, la idea de redistribución del ingreso sin modificación del patrón de acumulación y con elevados componentes financieros y/o monopólicos (sin distribución primaria equitativa).
- Les faltó vocación por desarrollar subjetividades críticas del mercado, del Estado y de la democracia delegativa/participativa y marcos simbólicos nuevos con orientaciones anti-capitalistas y radicalmente democráticas.
- No intentaron conformar sujetos constituyentes, autónomos, capaces de tomar la iniciativa en momentos de crisis o, si lo intentaron, todavía no lo lograron o el grado del impulso resulta insuficiente. Esta posibilidad parece estar definitivamente clausurada en las experiencias más moderadas y conservadoras; por el contrario, creemos que sigue abierta en el caso de las experiencias más avanzadas, sobre todo en Venezuela.
La
emergencia y la nueva visibilidad de las contradicciones más flagrantes
del progresismo se explican, también, por la desaparición de las
condiciones (materiales y sociales) que hicieron factible el desarrollo
de un capitalismo redistributivo, “serio”. Esas condiciones generaron un
margen de maniobra que ahora tiende a desaparecer.
Con
las especificidades de cada situación, es muy probable que las elites
políticas del progresismo ingresen en un proceso de reacomodamiento. Que
desde el poder abandonen sus ideas más avanzadas, también es factible
que, desde la oposición, se conserven como alternativa para una próxima
gestión progresista del ciclo (tal vez en un contexto económico y
político más degradado y menos favorable a nivel mundial).
Nada
de esto pretende sostener que los caminos alternativos, específicamente
los que plantean la necesidad de una radicalización política, tengan
garantía de triunfo, pero una derrota intentando construir lo nuevo
sería distinta a la que indefectiblemente devendrá de las claudicaciones
graduales resueltas desde arriba.
El “juego” al
Imperio, a la derecha, a los medios monopólicos, se lo hacen los
burócratas y los intelectuales “asesores” que claudican ante la “razón
de Estado”, ante lo posible. Los teóricos de la precaución que todavía
siguen sosteniendo (o pensando) que la caída de Salvador Allende se
debió a su intento de desarrollar algunos ítems del programa socialista.
Los que hablan de “consolidar para avanzar” y no de “avanzar para
consolidar”. Los que insisten en la responsabilidades que impone la
gobernabilidad. Los que consideran que la izquierda realmente existente
es siempre la que ocupa espacios en el Estado y por eso limitan su
activismo político al campo de las superestructuras y se tornan
mediocres, superficiales, predecibles. Esos intelectuales
“estadólatras”, que necesitan de alguna porción del presupuesto como
soporte material para sus palabras, conspiran contra el pensamiento
crítico y, en lugar de enriquecer la praxis popular, la empobrecen.
Además,
suelen pasar bien rápido de la obsecuencia al total abandono de los
procesos gubernamentales cuando estos entran en crisis y comienzan a
perder poder. Es que en realidad lo que los seduce (y los entusiasma) es
el poder. Superficiales y evanescentes, son incapaces de desarrollar
alguna fidelidad a los sujetos concretos involucrados
“revolucionariamente” en esos procesos, esto es: involucrados como
sujetos libres, pensantes y autónomos. Una fidelidad que siempre debería
estar emparejada con irrenunciable sentido crítico.
Si
no se asume un proyecto anticapitalista y desmercantilizador,
antiimperialista, anticolonial y anti-patriarcal y ecológico y no
centrado en el Estado, difícilmente podrá hablarse de izquierda e
incluso de progresismo sin vaciar de contenidos estas definiciones. En
este sentido, un primer desafío es recuperar la idea de futuro y la ida
de utopía, una utopía socialista “desde abajo”, fundada en el poder
popular. Una utopía alejada de cualquier intento de reeditar formatos
cércanos al socialismo real o la socialdemocracia.
El
cambio social, el cambio estructural, no podrá surgir de iniciativas
estatales, de la gestión de alguna elite preclara o sensible, sino del
pueblo organizado, movilizado, autogestionado y autogobernado. La
izquierda radical no se erigirá nunca en una alternativa real si su
proyecto sigue estancado en una versión jacobina de la modernización, en
el racionalismo colonizador y en el “fordismo”. Ante la ausencia de
paradigmas empíricos (los viejos quedaron muy viejos, los nuevos están
atravesando una zona incierta de definiciones trascendentales) la
izquierda debe enriquecer permanentemente su canon de saber y gestar una
perspectiva común que sea autosuficiente, debe fortalecer las
fraternidades que han logrado sobrevivir a la hegemonía neoliberal, los
espacios objetiva o potencialmente contra-hegemónicos, porque esa es y
será la argamasa de la nueva sociedad. La izquierda debe asumir los
riesgos de la experimentación y no subordinar su estrategia a unos
patrones externos y extemporáneos, debe articular las formas de
autogestión y autogobierno popular con un proyecto global capaz de
disputar en la esfera política general, debe enlazar las praxis
subjetivantes con una praxis política radical. Esto es: una praxis
política que transforme de raíz las matrices que generan desigualdad y
explotación y opresión (hacia los seres humanos y la naturaleza) y que
no se limite a gestionar lo “realmente existente”.
Enviado por el autor para su publicación en Herramienta.
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