Los
limones ocuparon un impensado lugar central en la discusión política
argentina, después de que Donald Trump decidió reimplantar el cierre del
mercado de Estados Unidos a la entrada de esa fruta. Cuando el gobierno
norteamericano suspendió la vigencia de esa prohibición, el gobierno
macrista consideró el hecho como la consecuencia de la nueva actitud
internacional responsable y amistosa adoptada por la Argentina. Como
oportunamente lo recuerda Carlos Blanco en una nota publicada por este
diario, la decisión fue el corolario de una larga gestión internacional
realizada por el gobierno anterior, algunos de cuyos tramos fueron
duramente criticados por la derecha, entonces oposición republicana por
acentuar tensiones con el más poderoso de los países. Pero más allá de
eso, que puede considerarse anecdótico, la cuestión de los limones ha
servido como experiencia emblemática de la crisis de una manera de mirar
el mundo por parte del establish- ment argentino. No es una mirada
nueva la de pensar al país desde afuera hacia adentro y desde arriba
hacia abajo. Es la mirada constitutiva de la oligarquía argentina, la
que guió su conducta estatal durante gran parte de nuestra historia: es
decir, un horizonte de desarrollo que gira alrededor de las ventajas
comerciales de nuestro comercio agrícola-ganadero y de la promesa de que
el rápido enriquecimiento de los dueños de la tierra sería la base del
mejoramiento de la calidad de vida de la población. Como todas las
formas de la ideología, esta mirada cosmopolita tiene dos atributos: es
relativamente inmune ante cualquier experiencia práctica que la niegue y
no es más que la representación imaginaria de un interés clasista. Como
muestra de eso, asistimos hoy a una nueva puesta en escena del relato
histórico que atribuye al populismo peronista la culpa de que nuestro
país no tenga el nivel de vida de Australia. Hasta ahí nada nuevo: el
gobierno le quitó importancia al incidente y seguramente si alguien le
pregunta por él a algún funcionario aparecerá el sonsonete de la pesada
herencia de la falta de credibilidad argentina en el mundo, producto ya
se sabe de qué. Lo nuevo es que el episodio superpone otra faceta de
esta crisis ideológica, en este caso una faceta más actual.
Está mostrando su agotamiento una mirada del mundo actual. Por lo que estamos viendo en los días posteriores a la asunción de Trump en Estados Unidos, no es solamente la derecha argentina y no es solamente la variante tradicional de la derecha la que ha quedado fuertemente descolocada de la realidad. Es la mirada nacida en el último cuarto del siglo pasado y consagrada en el altar del pensamiento político mundial en los años noventa, cuando la desaparición del mundo soviético dio lugar a la profecía de un fin de la historia signado por las certezas del dominio ilimitado del capital y de la “democracia de mercado” como forma política de ese dominio. Todo, claro está, disimulado en una jerga neutral, y hasta de tinte “progresista”, que habla de la libertad de los hombres y del carácter global de su convivencia en el planeta. Toda una carga de lugares comunes facilistas que hasta veían la experiencia de la Unión Europea como el peldaño inicial de un rápido avance hacia una federación mundial de estados y, por supuesto, ponía a cualquier forma de pensamiento nacional en el arcón de las cosas viejas e inservibles. Por lo visto nadie le avisó a tiempo a ciertos reductos académicos, a ciertos consultores de opinión, incluso a la mayoría de los líderes nacionales en el plano mundial, que esos devaneos hay que dejarlos de lado, por lo menos provisoriamente. Los lugares comunes sobre el éxito del proceso global, la necesidad de integrarnos plenamente a él y la caducidad del pensamiento crítico siguen dando vueltas por ahí como si se tratara de la última novedad. La crisis griega de hace algunos años quedó así reducida a un episodio lateral e insignificante, como antes había quedado el rechazo de varios países europeos al proyecto de constitución de la Unión, fraguado en las oficinas de Bruselas. El fenómeno de los indignados españoles y del “occupy” de Wall Street fueron observados desde esta perspectiva como fenómenos tan curiosos como intrascendentes. La crisis económica del capitalismo global que estalló en 2008 –aunque venía gestándose regionalmente desde la década del noventa– y no paró de profundizarse desde entonces hasta ahora, fue fácilmente atribuida a la esencia cíclica del capital o, a lo sumo, a una deficiencia técnica del sistema de control estatal e internacional sobre la timba financiera mundial. En los últimos tres años ya asistimos a grandes avances de sectores populares europeos por fuera de los progresismos tradicionales, como en Grecia y en España y a avances electorales resonantes de la ultraderecha antieuropea y antisistema nada menos que en el Reino Unido, en Francia y en Alemania y el avance de sectores ideológicamente heterogéneos como las Cinco Estrellas en Italia (a los que hay que sumar procesos similares en otros países europeos y el hecho resonante del Brexit británico). Nada de eso alteró el registro ideológico de nuestra derecha que siguió y sigue hablando de nuestra integración en el mundo en la misma jerga que se puso de moda durante el menemismo. Por supuesto, en esa jerga, los procesos críticos del neoliberalismo que se desarrollan en nuestra región desde principio de siglo, fueron y siguen siendo pensados como episodios propios de una zona del mundo atrasada culturalmente y periódicamente cautivada por los cantos de sirena del nacionalismo y el populismo, así como los documentos papales sobre la dictadura del dinero, la cultura del descarte y la globalización de la indiferencia son directamente obviados y reemplazados por anécdotas pintorescas del Papa argentino.
Estamos en un ciclo de crisis orgánica del capitalismo. No hay escondida en la afirmación ninguna profecía. No hay implícita la propuesta de volver al capitalismo fordista de la última posguerra ni la utopía de una rápida reestructuración revolucionaria; es la afirmación de un hecho visible, el de que el mundo de los próximos años va a ser cualitativamente diferente del que hoy habitamos. La crisis orgánica no es sólo, ni principalmente, una crisis económica, es una crisis de múltiples dimensiones, una crisis civilizatoria. Hemos vivido en los últimos años impresionantes avances tecnológicos junto con la apropiación simbólica de esos avances por parte de una cosmovisión individualista posesiva, mercantilista y competitiva que legitimó una inédita experiencia de concentración de la riqueza (hoy una decena de individuos es más rico que la mitad de los habitantes del planeta). Paralelamente se ha incrementado el capital crítico de las consecuencias de esa experiencia, proveniente de fuentes ideológicas y políticas de muy diversas y contradictorias tradiciones que tienden a una convergencia pocas veces vista. Ese proceso ha adquirido dimensión política: vivimos una época de rebelión global contra el establishment político, es decir contra las élites que han convertido a la política en una poderosa industria indisolublemente ligada con el mundo de la riqueza concentrada y virtualmente desentendida de la vida de los sectores populares, reducidos estos a abstractos flujos de opinión factibles de ser manipulados por las técnicas de la acción psicológica; es decir la colonización de la política por la industria publicitaria.
No es solamente que Trump y las tendencias proteccionistas que se insinúan en el capitalismo central afectarán nuestras balanzas comerciales y la tasa de interés de nuestra deuda (clave fundamental del dominio corporativo global, dramáticamente incrementada por el gobierno macrista). Se trata de pensar a nuestro país dentro de una dinámica política global, cuyo signo es la crisis política de un modo de dominación. Y los argentinos estamos en una buena posición histórica para pensarnos dentro de esa dinámica. Tuvimos nuestro propio estallido contra la política realmente existente en los últimos días de 2001 (no está demás recordar a quienes hoy quieren “renovar” al peronismo después de la experiencia kirchnerista que en las plazas de esos días no se pedía que se fueran los radicales o la Alianza, sino “que se vayan todos”) Tuvimos la crisis política que esa rebelión popular desató y un proceso posterior que replanteó la cuestión de la gobernabilidad; hasta la crisis, gobernabilidad significaba seguridad jurídica para los grandes negocios, desde entonces y por un período importante pasó a significar igualdad e inclusión. Tuvimos una experiencia de cambios y tuvimos la sistemática actividad desestabilizadora orquestada por los beneficiarios de ese orden social que hoy está en crisis en el mundo. Y hoy tenemos un gobierno que no ha logrado modificar en ningún aspecto importante el diagnóstico del mundo en el que vivimos, ni el lugar que nuestro país puede ocupar en él, respecto de ese pobre mito contemporáneo que es la teoría del derrame. Y un sistema político que –en su conjunto y más allá de conductas diferenciadas en su interior– ha pasado del discurso de la gobernabilidad y la responsabilidad, que fundamentó la complicidad legislativa mayoritaria con los atropellos del gobierno, a un intento leve y culposo de hacerse cargo de la dura situación que estamos atravesando. Por supuesto que cuando hablamos de “sistema político” no nos limitamos a su interpretación institucionalista y liberal sino que incluimos a las estructuras políticas que dirigen al movimiento sindical y social. La conducción de la CGT parece ir convenciéndose de que la luna de miel con el gobierno toca su fin.
Ahora entramos en una etapa de definiciones electorales. Hay que desear que la política pueda saltar la valla del pensamiento chico que empieza y termina en la prioridad del propio partido y de la propia estructura y abrir un debate que vaya más allá de octubre y se pregunte sobre el futuro del país. Está en juego el tiempo y la forma en que la Argentina pueda ubicarse frente a la crisis, y dentro de la crisis, de una manera que invierta los términos. Que se piense desde abajo hacia arriba y desde adentro hacia fuera. Ese parece ser el contenido del diálogo necesario entre nosotros. Ese parece ser el signo de los nuevos consensos que hay que lograr entre nosotros.
Está mostrando su agotamiento una mirada del mundo actual. Por lo que estamos viendo en los días posteriores a la asunción de Trump en Estados Unidos, no es solamente la derecha argentina y no es solamente la variante tradicional de la derecha la que ha quedado fuertemente descolocada de la realidad. Es la mirada nacida en el último cuarto del siglo pasado y consagrada en el altar del pensamiento político mundial en los años noventa, cuando la desaparición del mundo soviético dio lugar a la profecía de un fin de la historia signado por las certezas del dominio ilimitado del capital y de la “democracia de mercado” como forma política de ese dominio. Todo, claro está, disimulado en una jerga neutral, y hasta de tinte “progresista”, que habla de la libertad de los hombres y del carácter global de su convivencia en el planeta. Toda una carga de lugares comunes facilistas que hasta veían la experiencia de la Unión Europea como el peldaño inicial de un rápido avance hacia una federación mundial de estados y, por supuesto, ponía a cualquier forma de pensamiento nacional en el arcón de las cosas viejas e inservibles. Por lo visto nadie le avisó a tiempo a ciertos reductos académicos, a ciertos consultores de opinión, incluso a la mayoría de los líderes nacionales en el plano mundial, que esos devaneos hay que dejarlos de lado, por lo menos provisoriamente. Los lugares comunes sobre el éxito del proceso global, la necesidad de integrarnos plenamente a él y la caducidad del pensamiento crítico siguen dando vueltas por ahí como si se tratara de la última novedad. La crisis griega de hace algunos años quedó así reducida a un episodio lateral e insignificante, como antes había quedado el rechazo de varios países europeos al proyecto de constitución de la Unión, fraguado en las oficinas de Bruselas. El fenómeno de los indignados españoles y del “occupy” de Wall Street fueron observados desde esta perspectiva como fenómenos tan curiosos como intrascendentes. La crisis económica del capitalismo global que estalló en 2008 –aunque venía gestándose regionalmente desde la década del noventa– y no paró de profundizarse desde entonces hasta ahora, fue fácilmente atribuida a la esencia cíclica del capital o, a lo sumo, a una deficiencia técnica del sistema de control estatal e internacional sobre la timba financiera mundial. En los últimos tres años ya asistimos a grandes avances de sectores populares europeos por fuera de los progresismos tradicionales, como en Grecia y en España y a avances electorales resonantes de la ultraderecha antieuropea y antisistema nada menos que en el Reino Unido, en Francia y en Alemania y el avance de sectores ideológicamente heterogéneos como las Cinco Estrellas en Italia (a los que hay que sumar procesos similares en otros países europeos y el hecho resonante del Brexit británico). Nada de eso alteró el registro ideológico de nuestra derecha que siguió y sigue hablando de nuestra integración en el mundo en la misma jerga que se puso de moda durante el menemismo. Por supuesto, en esa jerga, los procesos críticos del neoliberalismo que se desarrollan en nuestra región desde principio de siglo, fueron y siguen siendo pensados como episodios propios de una zona del mundo atrasada culturalmente y periódicamente cautivada por los cantos de sirena del nacionalismo y el populismo, así como los documentos papales sobre la dictadura del dinero, la cultura del descarte y la globalización de la indiferencia son directamente obviados y reemplazados por anécdotas pintorescas del Papa argentino.
Estamos en un ciclo de crisis orgánica del capitalismo. No hay escondida en la afirmación ninguna profecía. No hay implícita la propuesta de volver al capitalismo fordista de la última posguerra ni la utopía de una rápida reestructuración revolucionaria; es la afirmación de un hecho visible, el de que el mundo de los próximos años va a ser cualitativamente diferente del que hoy habitamos. La crisis orgánica no es sólo, ni principalmente, una crisis económica, es una crisis de múltiples dimensiones, una crisis civilizatoria. Hemos vivido en los últimos años impresionantes avances tecnológicos junto con la apropiación simbólica de esos avances por parte de una cosmovisión individualista posesiva, mercantilista y competitiva que legitimó una inédita experiencia de concentración de la riqueza (hoy una decena de individuos es más rico que la mitad de los habitantes del planeta). Paralelamente se ha incrementado el capital crítico de las consecuencias de esa experiencia, proveniente de fuentes ideológicas y políticas de muy diversas y contradictorias tradiciones que tienden a una convergencia pocas veces vista. Ese proceso ha adquirido dimensión política: vivimos una época de rebelión global contra el establishment político, es decir contra las élites que han convertido a la política en una poderosa industria indisolublemente ligada con el mundo de la riqueza concentrada y virtualmente desentendida de la vida de los sectores populares, reducidos estos a abstractos flujos de opinión factibles de ser manipulados por las técnicas de la acción psicológica; es decir la colonización de la política por la industria publicitaria.
No es solamente que Trump y las tendencias proteccionistas que se insinúan en el capitalismo central afectarán nuestras balanzas comerciales y la tasa de interés de nuestra deuda (clave fundamental del dominio corporativo global, dramáticamente incrementada por el gobierno macrista). Se trata de pensar a nuestro país dentro de una dinámica política global, cuyo signo es la crisis política de un modo de dominación. Y los argentinos estamos en una buena posición histórica para pensarnos dentro de esa dinámica. Tuvimos nuestro propio estallido contra la política realmente existente en los últimos días de 2001 (no está demás recordar a quienes hoy quieren “renovar” al peronismo después de la experiencia kirchnerista que en las plazas de esos días no se pedía que se fueran los radicales o la Alianza, sino “que se vayan todos”) Tuvimos la crisis política que esa rebelión popular desató y un proceso posterior que replanteó la cuestión de la gobernabilidad; hasta la crisis, gobernabilidad significaba seguridad jurídica para los grandes negocios, desde entonces y por un período importante pasó a significar igualdad e inclusión. Tuvimos una experiencia de cambios y tuvimos la sistemática actividad desestabilizadora orquestada por los beneficiarios de ese orden social que hoy está en crisis en el mundo. Y hoy tenemos un gobierno que no ha logrado modificar en ningún aspecto importante el diagnóstico del mundo en el que vivimos, ni el lugar que nuestro país puede ocupar en él, respecto de ese pobre mito contemporáneo que es la teoría del derrame. Y un sistema político que –en su conjunto y más allá de conductas diferenciadas en su interior– ha pasado del discurso de la gobernabilidad y la responsabilidad, que fundamentó la complicidad legislativa mayoritaria con los atropellos del gobierno, a un intento leve y culposo de hacerse cargo de la dura situación que estamos atravesando. Por supuesto que cuando hablamos de “sistema político” no nos limitamos a su interpretación institucionalista y liberal sino que incluimos a las estructuras políticas que dirigen al movimiento sindical y social. La conducción de la CGT parece ir convenciéndose de que la luna de miel con el gobierno toca su fin.
Ahora entramos en una etapa de definiciones electorales. Hay que desear que la política pueda saltar la valla del pensamiento chico que empieza y termina en la prioridad del propio partido y de la propia estructura y abrir un debate que vaya más allá de octubre y se pregunte sobre el futuro del país. Está en juego el tiempo y la forma en que la Argentina pueda ubicarse frente a la crisis, y dentro de la crisis, de una manera que invierta los términos. Que se piense desde abajo hacia arriba y desde adentro hacia fuera. Ese parece ser el contenido del diálogo necesario entre nosotros. Ese parece ser el signo de los nuevos consensos que hay que lograr entre nosotros.
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