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Cuando
la historia se anuncia en una pequeña aldea
Jorge Majfud
ALAI
AMLATINA, 17/08/2017.- A finales de
2015, cuando el precandidato republicano Donald Trump dominaba
las encuestas
dentro de su partido, un amigo que vive en Buenos Aires me
escribió
entusiasmado con el posible triunfo del millonario. “Muchas
cosas van a cambiar
--dijo--, entre ellas las tonterías de lo políticamente
correcto”. El desafío a
lo políticamente correcto ha sido un ejercicio permanente en la
academia
(aunque no en la mayoría de los académicos) por décadas, sino
por siglos. Eso
no lo inventó Trump. Pero a veces lo políticamente correcto
(como el respeto de
los derechos y libertades de todos por igual, sean negros,
mujeres u homosexuales)
es, simplemente, lo correcto.
Mi amigo es judío y, a mi
forma de ver, es uno de los
que confunde el judaísmo y a los judíos con el gobierno de
Israel. Aunque es
una persona culta, su visión a corto plazo solo le permitió ver
que Trump tiene
un yerno judío y una hija convertida al judaísmo y que su
retórica pro Israel y
anti islámica no era menor que la del resto de los candidatos.
Sin embargo,
observé, no es casualidad que la gran mayoría de los judíos en
Estados Unidos
que no pertenecen a la minúscula clase de los millonarios han
votado
tradicionalmente por la izquierda, como no es casualidad que los
mexicanos sean
culturalmente conservadores y políticamente liberales, mientras
los cubanos de
Miami son culturalmente liberales y políticamente conservadores.
Eso no es
difícil explicar, pero ahora es harina de otro costal.
“Tal vez cambies de
opinión --le escribí-- cuando
Trump llegue a la presidencia y comencemos a ver banderas nazis
desfilando por
las calles”.
No sé si mi amigo habrá
cambiado de opinión. Según las
estadísticas, quienes apoyan a Trump están convencidos que jamás
dejarán de
hacerlo, más allá de las circunstancias. Lo cual revela un
componente
irracional y religioso. Como hemos insistido antes, sólo la
economía podrá
poner los valores morales del presidente en cuestión. En otros
casos, ni eso.
Hay un detalle aún más
significativo: quienes ondean
banderas nazis y confederadas, quienes revindican al KKK, ya no
lo hacen
cubriéndose los rostros. Este es un sutil signo de que las cosas
se pondrán aún
peores, no porque no les reconozca derecho a la libertad de
expresión, sino por
todo lo demás.
En el país existen cientos
de grupos racistas y
violentos. La ley no los puede tipificar como terroristas (la
expresión
“terrorismo doméstico” es solo una expresión sin categoría
legal) porque no
existen los terroristas estadounidenses si masacran a mil
personas en nombre de
alguna organización doméstica. Para ser considerado terrorista,
un terrorista
debe ser ciudadano de otro país o trabajar para algún grupo
extranjero. Esos
“consorcios domésticos” todavía no se han sincronizado en una
red mayor, pero
ya han cruzado la línea que separa el odio íntimo de la
ideología articulada
del odio. En consecuencia, ya no usan mascaras.
Veamos un hecho puntual y
reciente. En una conferencia
de prensa, el presidente Donald Trump ha defendido la
permanencia de los
monumentos que celebran los ideales de la Confederación,
argumentando que
también George Washington y Thomas Jefferson tuvieron esclavos.
Exactamente las
mismas palabras que un manifestante pro nazi dijo en un video
que circuló en
las redes sociales dos días antes, otra muestra de que el
presidente representa
a la nueva generación: no lee ni se contiene para insultar en
los foros a pie
de página.
Durante años, tanto en los
periódicos como en mis
propias clases, he insistido sobre la doble moral de los Padres
fundadores con
respecto a los esclavos, cuando la declaratoria de la
independencia reconocía
“como evidentes estas verdades: que los hombres son creados
iguales; que son
dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que
entre estos están
la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. O, cuando
una década
después, en la constitución se hacía celebre la primera frase “Nosotros
el
pueblo” y en realidad excluía a la mayoría de los
habitantes de las trece
colonias primero y más tarde de los territorios centrales
usurpados a los
indios y, finalmente, del resto donado por los mexicanos.
Sin embargo, comparar a
Jefferson con el general Robert
Lee es una manipulación histórica en base a los intereses
racistas y clasistas
del momento. Lo que celebramos de Jefferson no es que tenía
esclavos y una
amante mulata a la que nunca liberó, como sí lo hizo el gran
José Artigas con
su muy íntimo (relación nunca estudiada en serio) amigo Ansina.
Lo que
reconocemos de Jefferson es haber impulsado la historia hacia la
dirección
correcta en base a ciertos valores de la Ilustración.
El general Lee y todos los
líderes y símbolos de la
Guerra Civil no representan ninguno de esos valores que hoy
consideramos
cruciales para la justicia y la sobrevivencia de la especie
humana sino todo lo
contrario: representan las fuerzas reaccionarias, arrogantes,
criminales que,
por alguna razón de nacimiento, se consideran superiores al
resto y con
derechos especiales.
Como ya nos detuvimos en
otros escritos, un análisis
cuidadoso de la historia de Estados Unidos desde la rebelión de
Nathaniel Bacon
en 1676, exactamente cien años antes de la fundación de este
país, muestra claramente
que le racismo no era ni por lejos lo que comenzó a ser desde
finales del siglo
XVII. Si bien el miedo o la desconfianza a los rostros ajenos es
ancestral, la
cultura y los intereses económicos juegan roles decisivos en el
odio hacia los
otros. Las políticas deliberadas de los gobernadores y
esclavistas de la época
fue inocular ese odio entre las “razas” (indios, blancos y
negros) para evitar
uniones y futuros levantamientos de la mayoría pobre.
El racismo, una vez
inoculado en una cultura y en un
individuo, es uno de los sentimientos más poderosos y más
ciegos. En tiempos de
prosperidad económica, los blancos de clase media para arriba
culpan a los
pobres, sobre todo a los pobres negros, por su propia pobreza.
La ética
calvinista asume que uno recibe lo que merece, primero por
voluntad divina,
segundo por mérito propio. Pero cuando la economía no va del
todo bien y esos
mismos blancos razonables se descubren sin trabajo y sin la
prosperidad de sus
padres, inmediatamente se convierten en blancos supremacistas o,
como mínimo,
en blancos xenófobos bajo una amplia variedad de excusas.
Entonces, ser pobres
ya no es culpa ni de Dios ni de ellos mismos sino de los negros
y de los
extranjeros que vienen a quitarles sus trabajos.
Para el presidente Trump,
en Charlottesville
(ciudad fundada por indios y residencia de Jefferson y Madison)
hubo dos grupos
que chocaron y la responsabilidad es de ambos por igual, unos de
izquierda y
otros de derecha. Poner las cosas dentro de esta antigua
clasificación,
izquierda y derecha, hace lucir el problema como algo
horizontal, como una
cuestión de meras opiniones políticas, ambos igualmente
responsables de todo el
mal. Como en la teoría de los dos demonios en el Cono Sur, aquí
se mide igual
la violencia racista que la reacción antirracista. Como durante
siglos se trató
de justificar la violencia de los amos por la violencia de los
esclavos.
Solo cabe esperar algo
peor. Nuestro tiempo
presenciará la lucha entre la Ilustración y la Edad Media. A
largo plazo, no
sabemos cuál de las dos fuerzas vencerá.
-
Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de
Crisis y otras
novelas.
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