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Cómo (no) desafiar la
violencia racista
Aviva Chomsky
ALAI AMLATINA, 28/08/2017.- "Los manifestantes se apresuran a desplegar
una energía
extraordinaria denunciando el racismo de pequeña escala, pero
¿qué pasa con el
racismo a gran escala?"
Mientras el
“nacionalismo blanco” y el llamado
"alt-Right" han ganado prominencia en la era Trump, una reacción
bipartidaria se ha unido para desafiar estas ideologías. Pero
gran parte de
esta coalición se centra en las movilizaciones y en la retórica
individual,
extremista y llena de odio, más que en la violencia profunda,
diplomática y,
aparentemente, más políticamente correcta que impregna la
política exterior y
doméstica de Estados Unidos en el siglo XXI.
Todo el mundo, desde
los republicanos más
convencionales hasta la izquierda "antifa" [antifascista]
pasando por
los diversos demócratas y los ejecutivos de corporaciones, se
muestran ansiosos
y orgullosos por denunciar en voz alta e, incluso, enfrentándose
físicamente a
los neonazis y a los supremacistas blancos. Sin embargo, los
extremistas en las
calles de Charlottesville, o aquellos que hacen el saludo nazi
del Reichstag,
están involucrados sólo en una política simbólica e individual.
Incluso el asesinato de
una contra-manifestante fue
un acto individual, uno de los 40 asesinatos al día que ocurren
en Estados
Unidos, la gran mayoría por armas de fuego (el doble muere todos
los días por
los automóviles en eso que llamamos "accidentes", pero que
evidentemente también tienen una causa). Los manifestantes se
apresuran a
desplegar una energía extraordinaria denunciando el racismo de
pequeña escala,
pero ¿qué pasa con el racismo a gran escala? No ha habido
ninguna movilización
semejante, ni siquiera ha habido alguna en absoluto, contra lo
que Martin
Luther King llamó “el mayor proveedor de violencia en el mundo
de hoy”. Solo en
2016, el gobierno de Estados Unidos arrojó 72 bombas diarias,
sobre todo en
Irak y en Siria, pero también en Afganistán, en Libia, en Yemen,
en Somalia y en
Pakistán, produciendo cada día un 9/11 en esos países.
Históricamente, los
individuos y las organizaciones
que luchan por cambiar la sociedad y la política de Estados
Unidos han
utilizado la acción directa, los boicots y las protestas
callejeras como estrategias
para presionar a los grandes poderes para que cambien sus leyes,
instituciones,
políticas o acciones. Por ejemplo, durante los sesenta y
setenta, el sindicato United
Farm Workers les pidió a los consumidores que boicotearan
las uvas para, de
esa forma, presionar a los grandes productores para que se
sentaran a negociar.
Los manifestantes contra la guerra en Vietnam marcharon en
Washington o
presionaron a sus representantes en el Congreso. Más tarde,
también tomaron
medidas directas: registraron votantes, protestaron contra la
proliferación de
armas nucleares, realizaron sentadas frente a trenes que
llevaban armas a
Centroamérica.
Todo este tipo de
tácticas siguen siendo opciones
válidas hoy en día. Sin embargo, ha habido un cambio
desconcertante que nos
alejó de los objetivos reales, desviando la atención y usando
las mismas
tácticas para simplemente mostrar nuestra solidaridad y expresar
cierta
indignación moral y poco más. Recuerdo la primera vez que, allá
por los
setenta, en Berkeley, participé en la marcha contra la violencia
de género que
se llamó “Recuperemos la noche”. Mientras hombres y las mujeres
marchábamos por
el campus sosteniendo velas, me preguntaba si alguno pensaba que
los violadores
cambiarían de opinión por el hecho de que grandes sectores del
público
desaprobaban la violación.
Con los años he llegado
a ver, creo que cada vez
con más claridad, lo que Adolph Reed llama “Posing as
Politics”
(Simulando política). En lugar de organizarse para el cambio,
los individuos
buscan realizar una declaración sobre lo que creen justo. Pueden
boicotear
ciertos productos, negarse a comer ciertos alimentos; pueden
concurrir a
marchas o en manifestaciones cuyo único propósito es demostrar
la superioridad
moral de los participantes. Los blancos pueden decir en voz alta
que reconocen
la injusticia de sus privilegios o se pueden declarar aliados de
los negros o
de cualquier otro grupo marginado. Las personas pueden
manifestarse en sus
comunidades afirmando que en ellas “no hay lugar para el odio”.
Pueden,
también, participar en contra-marchas para levantarse contra los
supremacistas
blancos, contra los neonazis. No obstante, este tipo de
activismo solo enfatiza
y revindica una auto confirmación del individuo en lugar de
buscar un cambio
concreto en la sociedad o en la política. Son profunda y
deliberadamente
apolíticos en el sentido de que no tratan de abordar cuestiones
de poder,
recursos, toma de decisiones ni de cómo lograr un cambio
concreto.
Curiosamente, estos
activistas que han reivindicado
la responsabilidad por la justicia racial parecen estar
comprometidos con una
visión individual y apolítica de lo qué es el problema racial.
La industria de
la diversidad se ha convertido en un gran negocio, tanto para
las universidades
como para las empresas que buscan el sello de inclusividad.
Las oficinas
para la diversidad de los campus canalizan la protesta de los
estudiantes en
una especie de alianza con la administración y los conducen a
pensar en las
partes en lugar de ver el conjunto. Aunque son expertos en la
terminología del
poder, como la diversidad, la inclusión, la marginación, la
injusticia y la
equidad, evitan cuidadosamente temas más escabrosos como el
colonialismo, el
capitalismo, la explotación, la liberación, la revolución, la
invasión y otros análisis
concretos sobre temas nacionales y mundiales. Así, la masa es
movilizada a
través de una lista cada vez mayor de identidades marginadas,
permitiendo que
la historia y las realidades raciales sean neutralizadas por la
Teoría de la
diversidad, como si fuesen bolas de billar rodando entre las
diferentes
identidades, todas despojadas de su historicidad. Rodando por
una superficie
plana y, en ocasiones, chocando unas contra otras.
Pero no nos
confundamos. Los blancos nacionalistas
que marcharon en Charlottesville enfermos de odio, tan
repugnantes como pueden
serlo sus mismos propósitos, no son los responsables de las
guerras de Estados
Unidos en Irak, en Siria y en Yemen.
No son ellos los
responsables de que nuestro
sistema de escuelas públicas se haya convertido en una red de
corporaciones
privadas.
No son ellos los
responsables de que nuestro
sistema de salud sea inequitativo y discriminatorio hacia
aquellos que no son
blancos, dejándoles servicios precarios y condenándolos a una
muerte prematura.
No son ellos los que
excluyen y desalojan a la
gente de color de sus casas.
No son ellos los
autores del capitalismo neoliberal
con sus devastadores efectos sobre los pobres de todo el
planeta.
No son ellos los que
militarizan las fronteras para
hacer cumplir el apartheid mundial.
No son ellos quienes
están detrás de la explotación
y quema de combustibles fósiles que está destruyendo el planeta,
siendo los
pobres y las personas de color los primeros en perder sus
hogares y sus medios
de subsistencia.
Entonces, si realmente
queremos desafiar el
racismo, la opresión y la desigualdad, debemos dejar de mirar a
esos pocos
cientos de manifestantes en Charlottesville y poner de una vez
por todas el ojo
en las verdaderas causas y en los verdaderos gestores de nuestro
injusto orden
mundial.
Ni unos ni otros son
difíciles de encontrar.
- Aviva Chomsky es
profesora de historia y
coordinadora de Estudios Latinoamericanos en la Universidad
Estatal de Salem,
en Massachusetts. Su último libro es Undocumented: How
Immigration Became
Illegal (Indocumentados: cómo la inmigración se convirtió
en ilegal.
Beacon Press, 2014).
Traducción de Jorge
Majfud
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