11 de enero de 2018
La formación académica de quienes hoy están provocando el mayor desastre humanitario del nuevo siglo en la región tuvo su origen en la década de los 50 en la célebre Facultad de Economía de la Universidad de Chicago. El líder de la denominada Escuela de Chicago fue Milton Friedman, quien años después sería contratado por Augusto Pinochet en Chile para concretar en nuestra región el plan criminal de transferencia de recursos que la prestigiosa escritora canadiense Naomi Klein denomina “Doctrina del Shock”. La misma consiste en aprovechar crisis -reales o percibidas- para lograr cambios profundos en las políticas económicas existentes y que esas nuevas alternativas “…permanezcan vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”. Con esas palabras Friedman sintetizaba su fórmula siniestra de transformar lo imposible en inevitable. En su obra “La Doctrina del Shock”, la autora citada señala que las principales características del modelo actualmente en marcha consisten en “…una gran transferencia de riqueza pública hacia la propiedad privada –a menudo acompañada de un creciente endeudamiento–, el incremento de las distancias entre los inmensamente ricos y los pobres descartables y un nacionalismo agresivo que justifique un cheque en blanco en gastos de defensa y seguridad”. Si bien durante el siglo pasado este modelo se implantó en nuestra región mediante dictaduras cívico-militares, como agrega Naomi Klein, el modelo económico de Friedman puede imponerse en democracia, pero para poder llevar a cabo su verdadera visión necesita “condiciones políticas autoritarias”. Pero, en países como el nuestro, donde durante más de una década –del 2003 al 2015–, la economía creció con condiciones opuestas a las de los Chicago “boys”, es decir, con bajo nivel de endeudamiento, mejores condiciones de salud, alimentación, trabajo, educación y alto nivel de justicia para los delitos de lesa humanidad, aplicar la receta de Friedman se complica. Obviamente una complicación no va a detener las ambiciones de quienes, a pesar de poseer inmensas fortunas, sólo desean acrecentarlas. Es ahí donde necesitan generar una crisis que permita, como decía Friedman, que lo políticamente imposible se vuelva inevitable. Y entonces, se inventan enemigos. Se demonizan pueblos originarios a quienes se les atribuyen características violentas y planes de apoderarse de una parte de nuestra geografía. Se generan situaciones de desaparición forzada de ciudadanos o se los asesina por la espalda. Se infiltran manifestaciones pacíficas para provocar reacciones que justifiquen inéditas violencias represivas. Se agreden deliberadamente legisladores representantes del pueblo y luego se los denuncia penalmente. Se hiere con gas pimienta a jubilados inmovilizados en la calle y se los golpea. Se rodea con motocicletas y atropella brutalmente a ciudadanos ajenos a los reclamos. Y, como se conoció recientemente, se sabotea la posibilidad de identificar los agresores, pese a estar uniformados e integrando pequeños grupos de elite. Mediante esos simples ejemplos relatados, el régimen actual supera lo políticamente imposible y reduce el ingreso a los jubilados, beneficiarios de asignaciones Universales y demás grupos vulnerables. Baste recordar la reflexión del diputado Pablo Tonelli, al respecto, en cuanto a que “los jubilados van a perder plata, pero no poder adquisitivo…”. Ese es el instante en que lo imposible se vuelve inevitable. Que la afirmación no tenga sentido no importa. Que los grupos vulnerables de nuestro país se vuelvan cada día más pobres, tampoco importa. El escenario de lo imposible ya fue montado. Las consignas vacías, pronunciadas con cadencia cuasireligiosa –así lo impuso el oportuno entrenamiento recibido–, prendieron en algunos destinatarios. Los suficientes para sostener, al menos por ahora, un régimen de enriquecimiento insaciable para unos pocos y de pobreza extrema para muchos. Y cuando la macabra danza con globos de colores, festejando triunfos y hasta ocultadas derrotas, finaliza y las luces se apagan, el escenario real emerge con su implacable carga de dolor, horror y sufrimiento. Aquel en el que la vida de un cartonero vale menos que un kilo del cartón que junta. Y en ese marco, los libros de los abogados de obreros, militantes y perseguidos políticos no sirven. Porque en situaciones de terror, donde el Estado, en lugar de proteger, lastima y persigue, la ley no rige. Y la justicia -al menos la que convalida ese terror-no es sólo cómplice. Es –como lo fue en todas las dictaduras–, la columna vertebral del régimen, es la garantía del modelo económico.
Y ante semejante panorama la unidad de millones de argentinos es la única herramienta que puede generar una justicia que, en lugar de garantizar impunidad, garantice derechos, e impida que los mercenarios del mercado, continúen lastimando y empobreciendo a nuestra gente.
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