CARTA A MILEI DEL JURISTA ROLANDO GIALDINO
CARTA ABIERTA DE UN JURISTA AL SR. PRESIDENTE DE LA NACIÓN ARGENTINA
DR. ROLANDO EDMUNDO GIALDINO
De mi mayor consideración:
Me dirijo al Sr. Presidente, con el debido respeto, solo movido por la intención de colaborar en la delicada y encumbrada gestión que ha asumido, por cierto, voluntariamente.
Creo, en tal sentido, que un jurista, aunque de caletre corto, puede allegarle algún provecho, desde el momento en que, al tomar posesión del cargo, Ud. ha jurado “‘observar y hacer
observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina’” (Constitución Nacional [CN], art. 93).
Todo poder, reconozcámoslo, es deber. Descuento, además, su firme y permanente empeño en no quebrantar tan grave compromiso.
De ahí que, me permito adelantarlo, salvo alguna que otra escueta apostilla, nada subjetivo encontrará en las reflexiones que siguen.
Prometo ajustarme exclusivamente al texto constitucional y, en todo caso, a la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (Corte SJN), la cual, de estar a sus propias palabras, es “intérprete final de [la CN], guardián último de las garantías superiores de las personas y partícipe en el sistema republicano de gobierno” (Peyrano, 2021, § 17).
Viene justamente en sazón subrayar esto último desde un comienzo, toda vez que, según surge de las secciones primera a tercera de la Segunda parte (“Autoridades de la
Nación”), Título Primero (“Gobierno Federal”), de la CN, dicho gobierno está en cabeza de tres poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Ocurre, Sr Presidente, que
una poco perdonable, por insidiosa, tergiversación o mudanza del significado de los términos,
amén de la práctica de un republicanismo decadente y miserable,
nos ha llevado, con todos los extravíos que tiene aparejados, a que como gobierno solo se entienda al Poder Ejecutivo.
Entrando en materia, advierto que la República no es una suerte de herial jurídico abierto a cualquier labranza, sino campo bien cultivado, que admite algunas simientes y rechaza otras. Por ende,
observar y hacer observar fielmente la CN es, en rigor, atenerse exactamente, lealmente y de buena fe, al exclusivo llamado del bloque de constitucionalidad federal,
comprensivo de aquella y de los instrumentos internacionales de derechos humanos investidos de jerarquía constitucional a tenor del art. 75.23, CN (Corte SJN, Álvarez, 2010, § 7).
No descarto, pero apenas insinúo una sospecha, que la expresión derechos humanos le genere algún respingo o incomodidad, pero con el bloque de constitucionalidad federal no hay más remedio que observarlo y hacerlo observar, como diríamos coloquialmente, en las maduras y en las duras.
Valga esto por entero, para tres aspectos sustanciales, al menos:
--- (i) la “justicia social”, que por más aberrante que pueda parecerle, fue reconocida con fundamento constitucional por la Corte SJN como la justicia “en su más alta expresión” ya para 1974 (Berçaitz), a la vez que fue puesta en negro sobre blanco por el constituyente de 1994 (“Corresponde al Congreso […] Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social”, CN, art. 75.19;
también se trata —pensemos en el CONICET— de proveer “a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento”, ídem);
--- (ii) para las “medidas de acción positiva”, i.e., las destinadas a garantizar “la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos, en particular respecto de los niños, las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad” (CN, art. 75.23).
El curso de los siglos no ha hecho más que encarecer las enseñanzas que exponía Aristóteles en el siglo IV a.C. en torno de la igualdad entre los humanos:
hay “motivo de reclamo” no solo cuando a “los iguales se les otorgan o poseen partes desiguales”, sino también “cuando a los desiguales les otorgan o poseen partes iguales” (Ética a Nicómaco, 1131.a), y
(iii) para el “principio de progresividad”, que en su faz de no regresión, “veda al legislador la posibilidad de adoptar medidas injustificadamente regresivas” —e.g., reducción o eliminación de derechos humanos—,
y resulta “no solo [...] un principio arquitectónico del Derecho Internacional de los Derechos Humanos sino también una regla que emerge de las disposiciones de nuestro propio texto constitucional en la materia” (Corte SJN, Registro Nacional de Trabajadores Rurales y Empleadores, 2015, § 6).
Si bien estas mandas se proyectan sobre todas los actos y omisiones de autoridades y gobernantes, adquieren particular intensidad en oportunidad en que el Poder Ejecutivo pretende vestir el sayo de legislador, supuesto que ocupará el párrafo siguiente.
Es más, se vuelve imperativo gobernar la nave con diligencia extrema al surcar estas aguas, naturalmente procelosas, pues sobre dichas medidas regresivas pesa una “fuerte presunción” de ser “contrarias” al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de jerarquía constitucional (ídem, ATE, 2013, § 9), y a la vez, de dirigir la mirada al fallo últimamente memorado (Registro…), al art. 75.19, CN.
La faz que resta de la progresividad no es menos inquietante ni ligera (progresividad dinámica): el Estado tiene, sí Sr. Presidente, el Estado y no otro sujeto,
la obligación “concreta y constante” de proceder de la forma “más explícita y eficazmente posible” hacia el logro de la “plena efectividad” de los derechos económicos, sociales y culturales (ídem, Aquino, 2004. § 10)
—e.g., ampliar el abanico de derechos, libertades y garantías, y profundizar el contenido y extensión de las existentes según las situaciones o coyunturas lo requieran—.
Entrando aún más en detalle, me permito formular un señalamiento relacionado con los llamados DECRETOS DE NECESIDAD Y URGENCIA (DNU). Es sabido que la regla constitucional prescribe que el Poder Ejecutivo
“no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo” (CN, art. 99.3).
Y tan canónica es esta regla que añade; “[s]olamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia” (ídem).
En el bien decir de la Corte SJN, el pasaje normativo en transcripción
“es elocuente y las palabras escogidas en su redacción no dejan lugar a dudas de que la admisión del ejercicio de facultades legislativas por parte del Poder Ejecutivo se hace bajo condiciones de rigurosa excepcionalidad y con sujeción a exigencias materiales y formales, que constituyen una limitación y no una ampliación de la práctica seguida en el país, especialmente desde 1989” (Verrocchi, 1999, § 8, itálicas agregadas).
Por añadidura, son cuestiones del todo averiguadas, por un lado, que
“la Ley Fundamental consagra una limitación a las facultades del Poder Ejecutivo con la innegable finalidad de resguardar el principio de división de poderes” (ídem, Leguizamón Romero, 2004, § 5) y, por el otro,
que motivaciones “fundadas en criterios de mera conveniencia”, configuran “supuestos en los cuales el decreto […] carecería de validez constitucional” (ídem, Pino, 2021, § 9).
De manera similar:
“corresponde descartar criterios de mera conveniencia ajenos a circunstancias extremas de necesidad, puesto que la Constitución no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto” (ídem, Verrocchi, cit., § 9).
No sin una alta dosis de atrevimiento, aventuro, Sr. Presidente, su conformidad con que, de contrariarse lo anterior, se echaría por tierra el principio de “división de poderes”, el cual, de acuerdo con el eminente Juan Bautista Alberdi, “es la primera de las garantías contra el abuso de su ejercicio” (Bases, XXVI), y resulta, efectivamente, “el principio que organiza el funcionamiento del estatuto del poder” (Corte SJN, Consumidores Argentinos, 2010, § 7).
Además, no admite albergar titubeo alguno que la Convención reformadora de 1994 “enunció entre sus objetivos el de ‘atenuar el presidencialismo’, al mismo tiempo que consignó la necesidad de ‘modernizar y fortalecer el Congreso’ y ‘fortalecer los mecanismos de control’, todo ello directamente relacionado con el fin de ‘perfeccionar el equilibrio de poderes’” (Corte SJN, Verrocchi, cit.).
Luego, “es ese el espíritu que deberá guiar a los tribunales de justicia tanto al determinar los alcances que corresponde asignar a las previsiones del art. 99, inciso 3° [CN], como al revisar su efectivo cumplimiento por parte del Poder Ejecutivo Nacional en ocasión de dictar un [DNU]” (ídem, Consumidores Argentinos, cit., § 8).
“El poder tiende a corromper”, presagió tiempo ha Lord Acton, al paso que acotó de seguido: “y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
De estas dos señales, solo osaría poner en la liza (de manera provisoria) la primera.
Tampoco vacilo en negar que la libertad constitucionalmente protegida se reduzca a poder escoger bajo qué puente del Riachuelo (la versión original aludía al Sena) esperaremos a morirnos de hambre.
Esa suerte de libertad, hija de un bastardo y perverso liberalismo individualista, de un infame “sálvese quien pueda”, ha sido abandonada, execrada y sepultada (sin honores, a decir verdad) desde hace más de medio siglo por la Declaración Universal de Derechos Humanos
(“[…] los pueblos de las Naciones Unidas […] se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”, Preámbulo, itálicas agregadas, 1948)
y, posteriormente, por la recordada reforma de la CN de 1994, al reconocerle jerarquía constitucional a ese noble instrumento, entre otros con análogos contenidos y naturaleza e igual grado (CN, art. 75.19).
“De qué sirve tener el poder si se aleja de la construcción de sociedades justas”, mayormente cuando “el Dios Mercado y la Diosa Ganancia son falsas deidades que nos conducen a la deshumanización”, advierte el Papa Francisco con su natural sabiduría.
“[N]o debe ser el mercado el que someta a sus reglas y pretensiones las medidas del hombre ni los contenidos y alcances de los derechos humanos. Por el contrario, es el mercado el que debe adaptarse a los moldes fundamentales que representan la Constitución Nacional y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos de jerarquía constitucional, bajo pena de caer en la ilegalidad” (Corte SJN, Vizzoti, 2004, § 11).
De ahí que el Estado, sí Sr. Presidente, nuevamente el Estado (lo que abunda no daña cuando no es mal ni cizaña), haya contraído de cara a su población y, en ejercicio de su
soberanía, de cara a la comunidad internacional, la obligación impostergable e irrenunciable de respetar, proteger y garantizar, v.gr., los derechos al trabajo; a una retribución justa; a la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección; a la protección contra el despido arbitrario; a la estabilidad del empleado público; a la concertación de convenios colectivos de trabajo; a la vivienda digna o adecuada; a la alimentación adecuada; al nivel más alto posible de salud; a la educación (con “gratuidad y equidad de la educación pública estatal”); a la seguridad social (“que tendrá carácter de integral e irrenunciable”); al reconocimiento de la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.…, amén de derechos civiles y políticos, p.ej., derechos a la vida y a la vida digna; a la seguridad personal; a la presunción de inocencia; a no ser objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en la vida privada, en la familia, en el domicilio o en la correspondencia; a la libertad de pensamiento, de opinión, de expresión, de reunión, de asociación; a no sufrir ataques ilegales a la honra y reputación
…Al respecto de este postrer, vinculado a los dicterios y agravios, humillaciones y ofensas, no es de olvidar que quien insulta, inevitablemente, se retrata.
Después de todo, basta con asentar bien el pie en dos sólidas circunstancias.
Primero, que“[s]i se declara que la Constitución significa hoy lo que significó en el momento de su adopción, ello importaría decir que las grandes cláusulas de la Constitución deben confinarse a la interpretación que sus autores le habían dado, en las circunstancias y con las perspectivas de su tiempo, y ello expresaría su propia refutación” (Corte SJN, Peralta, 1990, § 41).
Segundo, que
“es precisamente en tiempos de crisis económica cuando la actualidad de los derechos sociales cobra su máximo significado.
En tales etapas críticas, deben profundizarse las respuestas institucionales en favor de los grupos más débiles y postergados, pues son las democracias avanzadas y maduras las que refuerzan la capacidad de los individuos y atienden las situaciones de vulnerabilidad en momentos coyunturales adversos” (ídem, Blanco, 2018, § 26);
“estipular respuestas especiales y diferenciadas para los sectores vulnerables, con el objeto de asegurarles el goce pleno y efectivo de todos sus derechos”, conforma un “imperativo constitucional [que] resulta transversal a todo el ordenamiento jurídico” (ídem, García, 2019, § 16).
Es más, no obstante lo primero, no se exhibe desencaminado rescatar ciertas cavilaciones decimonónicas del ilustre tucumano antes citado:
“[r]econociendo que la riqueza es un medio, no un fin, la Constitución argentina propende por el espíritu de sus disposiciones económicas, no tanto a que la riqueza pública sea grande, como bien distribuida, bien nivelada y repartida;
porque solo así es nacional, solo así es digna del favor de la Constitución,
que tiene por destino el bien y prosperidad de los habitantes que forman el pueblo argentino, no de una parte con exclusión de la otra. Ella ha dado garantías protectoras de este fin social de la riqueza…” (Sistema Económico y Rentístico, segunda parte, cap. primero).
Empero, sea como fuere con lo reproducido, lo determinante resulta, hic et nunc y puesto de manifiesto con indisimulado fervor, que
“no puede ser que el peso de [la] crisis recaiga en última instancia en las familias trabajadoras” (Corte SJN, ATE, cit., § 10),
ni en las reiteradamente golpeadas y dolidas espaldas de jubilados y pensionados, clase “históricamente vulnerada”, máxime ante “su especial protección, tal como lo exige la [CN] desde hace más de sesenta años al consagrar el principio de integralidad e irrenunciabilidad de las jubilaciones” (ídem, Cahais, 2007, § 4).
Un derecho no es algo que alguien te da;
es algo que nadie te puede quitar.
Y las libertades de expresión, de manifestación, de protesta, siempre son para el otro.
Más todavía; desde el siglo XIX, al menos en nuestras pampas, “[e]l ‘palladium’ de la libertad
no es una ley suspendible en sus efectos, revocable según las conveniencias públicas del momento,
el ‘palladium’ de la libertad es la Constitución, esa es el arca sagrada de todas las libertades, de todas las garantías individuales cuya conservación inviolable, cuya guarda severamente escrupulosa debe ser el objeto primordial de las leyes, la condición esencial de los fallos de la justicia federal” (Corte SJN, Sojo, 1887).
Esto explica que años más tarde ese Tribunal sentenciara, con singular agudeza y paralelo vigor, que
“los altos fines de saneamiento social, incluso vinculados al loable empeño de combatir lo que se considerase males de una comunidad,
no autorizan el quebrantamiento de principios orgánicos de la república y menos
si la transgresión emana de los poderes del Estado y cuando se arbitren en nombre del bien público, panaceas elaboradas al margen de las instituciones”.
Y que hubiese rematado su discurso con mayor garra aún:
“[e]s todo ello, en definitiva y sencillamente expresado, el gobierno ‘de las leyes’ y no ‘de los hombres’” (ídem, Cocchia, 1993, § 16).
Me imagino la congoja del Sr. Presidente… pero…, diríamos, a pan duro, diente agudo, cuanto más que solo en buen tiempo, no faltan pilotos.
Lo que yace, en lo profundo, es considerar
“esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”,
según lo quiere y preceptúa la mentada y constitucionalizada Declaración Universal (Preámbulo).
Hay, pues, remito a Pascal, que unir la justicia y la fuerza, y conseguir así que lo justo sea fuerte, y que lo fuerte sea justo (Pensées, 298).
En este orden de ideas, cobra su cabal primacía el “argumento deliberativo propio del ejercicio de la institucionalidad democrática”, con arreglo al cual, “dentro de nuestro diseño constitucional es el Congreso el ámbito en donde las diferentes representaciones políticas exponen sus opiniones y donde deben encontrarse los puntos de convergencia para zanjar los distintos conflictos de intereses” (Corte SJN, Tabacalera Sarandí S.A., 2021).
En efecto, “en el debate legislativo se traduce de forma más genuina la participación de todas las voces sociales y se consolida la idea fundamental de participación y decisión democrática, afianzándose de este modo el valor epistemológico de la democracia deliberativa” (ídem, Barrick Exploraciones Argentinas S.A, 2019, § 4).
Dejo a salvo, en previsión y retomando a Francisco, que el Poder Judicial siempre debería permanecer, al menos, como “el último recurso disponible en el Estado para remediar las vulneraciones de derechos y preservar el equilibrio institucional y social”.
Con todo, aun cuando la justicia sea ciega, suele suceder,
con habitualidad extrema, que también se muestre sorda y, sobre todo, muda.
Súmese a ello, el pretender (y lograr) la cabeza de un poder, Ejecutivo, elegir y nombrar, por sí sola, ad nutum, por la vía de un verdadero ucase, a los integrantes (jueces) que componen la cabeza de otro poder, Judicial, que para más participa en la fechoría con su aquiescencia.
Ante ese cuadro, es de preguntarse qué hacer, ya que el sistema de designación previsto por la CN, precisamente “encierra la búsqueda
de un imprescindible equilibrio político pues, tal como lo ha enfatizado muy calificada doctrina —en términos verdaderamente actuales, aunque referidos al texto constitucional anterior a la reforma de 1994—,
el acuerdo del Senado constituye ‘un excelente freno sobre el posible favoritismo presidencial...’, y también entraña el propósito de obtener las designaciones mejor logradas”.
En suma: “el nombramiento de los jueces de la Nación con arreglo al sistema referenciado se erige en uno de los pilares esenciales del sistema de división de poderes sobre el que se asienta la República”, Habida cuenta que “‘uno de los objetivos principales que tiene la separación de los poderes públicos, es la garantía de la independencia de los jueces y, para tales efectos, los diferentes sistemas políticos han ideado procedimientos estrictos, tanto para su nombramiento como para su destitución’” (Corte SJN, Rosza, 2007, §§ 11 —c/cita de José Manuel Estrada, itálicas agregadas— y 12 —c/cita de Corte Interamericana de Derechos Humanos—).
Entonces, qué decir del deliberado consentimiento de un órgano que, ya para 1888, se consideraba
“intérprete final de la Constitución Nacional” y calificaba al “control de constitucionalidad” como “atribución moderadora, uno de los fines supremos y fundamentales del poder judicial nacional y
una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos consignados en la Constitución, contra los abusos posibles é involuntarios de los poderes públicos” (Municipalidad de la Capital, itálicas agregadas),
……. cuando en 2025 se ve intrusado por un intruso (Poder Ejecutivo) al que, paradójicamente, está encargado de custodiar, de vigilar,
Qué decir si el vigilado selecciona a piacere al vigilante. Quis custodiet ipsos custodes?, aludiendo a Juvenal, o ¿quien será la policía de la policía?, si lo hiciéramos de Lisa Simpson.
Y bien, me detengo aquí. No es asunto de abusar de la generosa paciencia del Sr. Presidente. Confío, aunque algo vacilo, en haber podido serle útil, en especial, para evitar o enmendar algunas violencias al juramento con el que se comprometió, indicado al inicio, Nada fortalece más a la autoridad injusta que el silencio, Recuerdo, pues y finalmente, que fueron 30.000, mejor dicho, que son 30.000 (Ud. ya sabe a lo que me refiero).
Lo saluda muy atentamente
ROLANDO EDMUNDO GIALDINO
P.S. Me adelanto a contestar una imaginada réplica del Sr. Presidente. Por cuanto el carro, la República, está gobernado por tres aurigas, también hay mucho para reflexionar en punto al Poder Legislativo y al Poder Judicial (aunque algo deslizamos acerca de este último). Bosquejo, entonces, algunas palabras no definitivas.
En una vastedad de casos y situaciones, incluso de menores honduras que los actuales, dichos poderes han alimentado, cuando no atiborrado, cebado al leviatán. Las causas son legión, ninguna válida, menos legítima, apenas pretextos. Sobreabundan genuflexiones y cobardías, pusilanimidades servilismos y arribismos, arropados con las fingidas sedas de una exhortación de tono sacrificial a la colaboración, al acompañamiento, a la gobernabilidad, cuando no a la prudencia, disfrazando al miedo.
El resultado ha sido siempre el mismo: vigorizar al endriago. Y sí, hay que proclamarlo: que cada palo aguante su vela.
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