Se
suspendió la declaración testimonial que esta semana debía dar ante la
Justicia el periodista Joaquín Morales Solá, en una causa en que se
investigan crímenes de lesa humanidad en el marco de la Operación
Independencia, en Tucumán. El juez federal Raúl Daniel Bejas envió los
primeros días de febrero una “rogatoria” a la Cámara Federal porteña
para que Morales Solá pudiera declarar en Buenos Aires, y así no
trasladarse a Tucumán. El exhorto llegó a manos de la jueza federal
María Servini de Cubría.
Los militares represores no estaban solos en
Tucumán: el apoyo espiritual de la Iglesia Católica fue decisivo para
su moral.
La Iglesia Católica desempeñó un papel central en la Operación
Independencia, ejecutada por los militares a partir de febrero de 1975
en la provincia de Tucumán. Su jerarquía, a nivel nacional y local
mantuvo estrechos vínculos con los militares comandados por Vilas en su
primera etapa y por Bussi después. Sus integrantes fueron confidentes y
asesores de los uniformados y muchísimos sacerdotes tuvieron acceso
permanente a los campos de concentración.
Los testimonios de los sobrevivientes confirman que los sacerdotes, en
los centros clandestinos de detención, justificaban a los torturadores y
asesinos y presionaban a los prisioneros para ser delatores de
compañeros, amigos y familiares. También existen relatos de familiares
de secuestrados que ingresaron a campos de concentración acompañados por
sacerdotes que se movían allí con absoluta libertad y tenían acceso a
los prisioneros que estaban aislados, encapuchados, salvajemente
torturados.
Un escandaloso episodio, revelado por un sobreviviente, involucra al
Nuncio Papal en la Argentina, monseñor Pío Laghi, quien en declaraciones
públicas dijo que había que “respetar el derecho hasta donde se pueda”.
El arzobispo de Tucumán, Blas Victorio Conrero, tenía entrada libre al
campo de concentración que funcionaba en la Jefatura de Policía
provincial.
Dos sacerdotes que ocuparon las más altas jerarquías de la Orden de
Predicadores (dominicos), Fray Aníbal Fósbery y Fray Alberto Quijano,
formaron parte del aparato de propaganda e inteligencia de los militares
de la Operación Independencia. Fósbery, rector de la Universidad del
Norte Santo Tomás de Aquino (Unsta) hizo designar al frente de la
corresponsalía de la agencia estatal de noticias Télam en Tucumán a un
discípulo suyo, Oscar
Cacho D’Agostino. Él, junto a dos oficiales
de la inteligencia militar, tuvieron a su cargo la tarea de desinformar
a la ciudadanía argentina con despachos plagados de mentiras,
ocultamientos e invenciones.
Fósbery, junto a D’Agostino y un grupo de fieles enrolados en el
integrismo católico y en su mayoría vinculados a familias
“tradicionales”, fundaron Fasta (Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás
de Aquino). Esta organización y sus integrantes manejaron la Unsta
durante dos décadas y crearon un colegio secundario (Boisdron), donde
impusieron los lineamientos educativos e ideológicos del integrismo
católico.
Fósbery fue acusado de haber sido el “número dos” del gobierno
dictatorial de Antonio Bussi, tal era el poder que detentaba y ostentaba
públicamente. Varios militantes de Fasta y alumnos de la Unsta fueron
citados en distintos testimonios de sobrevivientes como integrantes de
las patotas secuestradoras y activos participantes en las sesiones de
torturas junto a los interrogadores en los campos de concentración.
Sobre Fósbery pesa también una denuncia pública efectuada por un ex
diputado nacional, quien lo acusó de haber participado en las reuniones
que se realizaban en el Comando de la Quinta Brigada de Infantería para
decidir la suerte de personas que estaban en cautiverio o marcar a las
que había que secuestrar. Fósbery nunca lo desmintió.
El cura Quijano encabezaba un equipo de comunicación social (Comisión
Arquidiocesana para los Medios de Comunicación) que prácticamente se
adueñó de los medios, particularmente la televisión, para realizar desde
allí la acción psicológica diseñada por la inteligencia militar.
También participaban en programas de radio y el propio Quijano escribía
en diarios tucumanos. Durante el gobierno de Bussi (1976-1977) este
equipo fue clave para despojar a la Universidad Nacional de Tucumán de
su canal de televisión y ponerlo al servicio del dictador.
La Universidad Católica y su rol en la represión. La Unsta
fue un centro emisor de ideas y promotor de personas que sirvieron para
pregonar y justificar la represión y el genocidio desde varios años
antes de la Operación Independencia. Una vez instaurada la dictadura se
la recompensó económicamente y fue partícipe de un complot para desviar a
sus aulas alumnos a los cuales se les impidió ingresar a la Universidad
pública. También se le otorgó subsidios que la colocaron entra las más
favorecidas del país. La dictadura, al fundamentar un subsidio otorgado a
la Unsta en 1981, afirmó que “ello conviene al interés nacional”.
El 14 de noviembre de 1978 la Unsta auspició una conferencia que brindó
en sus instalaciones el coronel Agustín Valladares, impulsor de la
Operación Claridad en los ámbitos cultural, artístico y educativo
argentinos. En virtud de dicha Operación, tendiente a lograr la
“depuración ideológica”, se produjeron despidos, censuras y
desapariciones de escritores, artistas populares, docentes y estudiantes
en escuelas, colegios y universidades. Valladares habló largamente
sobre la necesidad de defender la civilización occidental y cristiana,
la unidad de objetivos de la Iglesia y las Fuerzas Armadas y lo
“inevitable” de algunos procedimientos que se ejecutaban en la “guerra
sucia”. La charla se desarrolló en un salón colmado por docentes y
alumnos de la Unsta. Al final, los organizadores entregaron a los
docentes un folleto titulado “Subversión en el ámbito educativo
(Conozcamos a nuestro enemigo)”, publicado y distribuido desde el año
anterior por el Ministerio de Cultura y Educación, cuyo titular era
entonces un tucumano, el doctor Juan José Catalán.
La jerarquía católica no respetó fronteras en su aporte y apoyo, en su
colaboración y participación en la represión. Un ejemplo de ello es que
sancionó, trasladó y silenció a todos los curas acusados por Vilas de
pertenecer al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo o ser,
simplemente, “modernos”, al decir del jefe militar. Además, permaneció
en silencio o fue cómplice de las persecuciones que sufrieron algunos
religiosos, incluido el asesinato de uno de ellos.
La identificación de los represores con la Iglesia Católica fue total,
llegando a justificar su accionar en una visión religiosa que tornaba
inevitable la metodología criminal que estaban ejecutando.
El día anterior al inicio de la Operación Independencia, Vilas ofrendó
su bastón de mando a la Virgen de la Merced, “generala del Ejército
Argentino”. En realidad, fue un burdo plagio del gesto del general
Belgrano, que tuvo esa actitud con motivo de la batalla que el 24 de
setiembre de 1812 decidió el destino de la patria al vencer a los
españoles en el Campo de Carreras, en las afueras de San Miguel de
Tucumán.
En la Escuelita de Famaillá, emblemático campo de concentración de la
Operación Independencia, los militares torturaban a los prisioneros con
la “Misa Criolla” de Ariel Ramírez, interpretada por Los Fronterizos,
puesta a todo volumen para tapar los gritos y lamentos de los allí
martirizados.
En el Arsenal Miguel de Azcuénaga, campo de concentración y exterminio
del que sobrevivieron muy pocas personas, los represores obligaban a los
prisioneros a rezar para “agradecer” a Dios haber permanecido un día
más con vida. En ese lugar era asiduo concurrente el sacerdote José
Mijalchik, detenido y juzgado actualmente por su complicidad en los
crímenes de lesa humanidad cometidos allí.
En el transcurso del juicio Jefatura I, el testigo Juan Carlos Clemente
aportó valiosísima documentación probatoria de los secuestros y crímenes
cometidos en Tucumán en el marco de la Operación Independencia. Varios
de esos papeles prueban la colaboración de Mijalchik como delator al
servicio de la represión. El cura, al ser consultado, dijo que eso era
una “cuestión de los zurdos”.
En la Escuelita de Famaillá fueron vistos los sacerdotes Vecce y
Alderete. Vecce, además, tenía una columna semanal en el diario
Noticias,
de San Miguel de Tucumán, que firmaba con el pseudónimo “Severo T
Reta”. Allí desgranaba sus pensamientos integristas católicos.
Los actos organizados a diario durante toda la Operación Independencia
por los militares, desde la donación de una bandera a una escuela rural
hasta los pomposos homenajes a sus supuestos “héroes” muertos –la
mayoría en accidentes–, tenían un tinte religioso exasperante, rayano
con la locura fundamentalista.
Los llamados “comandos” del Ejército Argentino se ufanan de haber tenido
su bautismo de fuego durante la Operación Independencia. En realidad,
fueron vistos operando en numerosos allanamientos, cometiendo toda clase
de tropelías contra ciudadanos indefensos. Sus víctimas sobrevivientes
coinciden en que eran los más salvajes y sanguinarios y exhibían con
orgullo su lema “¡Dios, Patria o Muerte!”. En su única participación en
una escaramuza, en el pomposamente llamado “Combate de Pueblo Viejo”,
fueron un fiasco que demostró la poca capacidad de estas “Fuerzas de
Adiestramiento Especial”.
Vilas, la iglesia y los siervos del señor. Al comenzar la
Operación Independencia, Vilas arremetió contra los sacerdotes que en
los años anteriores, a partir del cierre de los ingenios azucareros
decretados por el dictador Onganía en 1966, habían tenido protagonismo
en las luchas populares. Lisa y llanamente los acusó de apoyar a la
“subversión”. Cayeron en la volteada los curas que habían participado en
asambleas y marchas reclamando el mantenimiento de las fuentes
laborales, los acusados de pertenecer al Movimiento de Sacerdotes para
el Tercer Mundo y los que tenían “ideas modernas”.
A fines de febrero de 1975, apenas dos semanas después de iniciada la
represión, Vilas se reunió con el arzobispo de San Miguel de Tucumán,
Blas Victorio Conrero y con el obispo de Concepción, Juan Carlos Ferro,
las dos mayores jerarquías de la Iglesia Católica en la provincia, a
quienes les solicitó su “colaboración en la lucha”. Vilas les habló de
lo negativo del accionar de los curas acusados y centró su ataque en dos
de ellos: Raúl Sánchez y Amado Dip. Sánchez había dejado los hábitos,
después de haber acompañado al pueblo del ingenio San Pablo en luchas
memorables. Dip había facilitado su parroquia, San Pío X, en el populoso
barrio de Ciudadela, para que funcionara allí la comisión de familiares
de presos durante la dictadura de Onganía, Levingston y Lanuse. Otros
curas sensibles a las luchas y padecimientos de los sectores más
humildes del pueblo tucumano también fueron señalados por Vilas en su
reunión con la jerarquía católica.
En su libro aún inédito, Vilas dijo que “para las tropas legales era de
fundamental importancia que el sacerdocio localizado en la zona de
operaciones no estuviese enrolado en el Movimiento de Sacerdotes para el
Tercer Mundo, pues el progresismo católico es una de las más sutiles
formas de agresión comunista”.
La respuesta de la jerarquía católica al pedido de Vilas fue inmediata:
“Los altos prelados eclesiásticos accedieron a mi petición y algunos
sacerdotes modernistas –esos que creen compatible a la Iglesia con la
revolución– fueron retirados de la zona”.
A partir de la reunión de Vilas con Conrero y Ferro y de las decisiones
adoptadas por la jerarquía católica, los represores y los sacerdotes
iniciaron un trabajo conjunto que no tuvo límites. Los militares, que
diariamente realizaban operaciones rastrillo en todos y cada uno de los
poblados del interior tucumano, tuvieron la colaboración de los curas
locales para marcar a los “sospechosos” de vínculos con la “subversión”,
que podían ser luchadores sociales, activistas gremiales o simplemente
padres que no enviaban a sus hijos a las parroquias.
Una de las primeras acciones encaradas por los militares en esta
“guerra” fueron los controles poblacionales, que incluían la recolección
de los datos personales de todos los integrantes de las familias
residentes en la zona. De esos datos se desprendía nítidamente la
información de que una enorme cantidad de personas no estaba bautizada y
muchísimas parejas no se habían casado formal y legalmente. La solución
adoptada por militares y sacerdotes fue simple y ejecutiva: los curas
organizaban para un día determinado la ceremonia correspondiente y los
uniformados armados arreaban como a ganado a las personas hasta las
iglesias y parroquias, donde “voluntariamente” eran bautizadas y
casadas.
Vilas no ahorró elogios al referirse a “la acción que desplegaron los
capellanes militares o los simples curas de campaña”. Además de bautizar
y casar a los infieles que no habían recibido esos sacramentos, los
curas “aconsejaban –dice Vilas– a las almas desesperadas”. Se refería,
sin dudas, a las personas que recibieron las visitas de sacerdotes en
los chupaderos y campos de concentración, donde estaban atadas,
amordazadas, encapuchadas, brutalmente torturadas.
El arzobispo Conrero mantuvo estrecha relación con Vilas y Bussi y con
los responsables directos de la represión, particularmente con los jefes
del campo de concentración de la Jefatura de Policía, que visitaba casi
a diario.
Conrero apoyó la represión y negó toda posibilidad de investigación y
denuncia posterior. Cuando en 1979 la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos visitó la Argentina y le solicitó alguna institución de
la Iglesia para funcionar durante su esta en Tucumán, se lo negó
rotundamente.
La Conadep (Comisión Nacional por la Desaparición de Personas) elaboró
un listado de 16 obispos y sacerdotes católicos mencionados por testigos
y víctimas de la represión durante la dictadura militar. Al ser
difundida, la Iglesia se apresuró a desmentir la denuncia contra el
Nuncio Apostólico Pío Laghi, pero ni se preocupó en defender a alguno de
los otros clérigos mencionados, entre los que estaba el arzobispo de
Tucumán, monseñor Blas Victorio Conrero.
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