Pocas obras cinematográficas tan conmovedoras hay que plasmen la frágil condición humana como Las uvas de la ira, realizada por John Ford en 1940. Basada en la novela homónima de John Steinbeck, narra la historia de desarraigo forzoso de una familia de campesinos estadounidenses que, en el contexto de la crisis económica de 1929, tienen que abandonar las tierras que venían cultivando desde generaciones en Oklahoma. Sin techo ni apenas recursos, los desahuciados –abuelos, padres, hijos, nietos– emprenden un viaje de incierto resultado hacia la tierra «que mana leche y miel» según creen ellos, y que es California. Desesperadamente buscan trabajo mediante el que obtener eso que todos precisamos para vivir: alimento y cobijo. En el viaje de esa familia reconoce uno el viaje de cualquier ser humano despojado de todo lo preciso, arrancado de su entorno conocido, vulnerable a las miserias a las que siempre estamos expuestos –pero olvidamos los que disfrutamos de una vida digna, que ellos, en su precaria situación, ven puesta en riesgo–.
Da
esta película mucho en lo que pensar sobre cómo la economía puede
zarandearnos vitalmente a las personas, igual que si de un impredecible
desastre natural se tratase, que cuando ocurre se lleva por delante todo
aquello que nos parecía haber construido con solidez perpetua. Entonces
se pone a prueba el temple de las personas, y la condición humana puede
dar lo mejor y lo peor de sí, lo cual queda en evidencia en este filme.
Al cumplirse su primer cuarto de hora se encuentra una secuencia en la
que me gustaría reparar. En ella se nos narra mediante un flashback el
desahucio de un agricultor de las tierras que sus antepasados llevan
cultivando desde tiempo inmemorial. Cuando se le comunica en presencia
de su mujer y sus hijos que van a ser víctimas de semejante despojo –de
forma legal, eso sí– entablan conversación con quien, en un lujoso auto y
con las preceptivas chaqueta y corbata, hace las veces de mensajero. El
diálogo va tal que así:
«Yo
no puedo hacer nada, cumplo órdenes; me mandaron a deciros que estáis
desahuciados», declara el que se presenta como un simple mandado.
«¿Quiere decir que me echan de mi tierra?», pregunta el campesino
angustiado. «No hay que enfadarse conmigo, yo no tengo la culpa», se
sacude la responsabilidad el otro. «¿Pues quién la tiene?», tercia el
hijo del agricultor. «Ya sabes que el dueño de la tierra es la compañía
Shawny Land», responde el mensajero. «¿Y quién es la compañia Shawny
Land?», insiste el joven excitado. «¡No es nadie! ¡Es una compañía!».
«Pero tienen un presidente; tendrán alguien que sepa para qué sirve un
rifle», sigue amenazante el chico. «Pero, hijo, ellos no tienen la
culpa. El banco les dice lo que tienen que hacer», rebaja el tono el
hombre trajeado. «Muy bien, ¿dónde está el banco?», inquiere el cabeza
de familia. «En Tulsa, pero allí no vas a resolver nada; allí sólo está
el apoderado. El pobre sólo trata de cumplir las órdenes de Nueva York».
«Entonces, ¿a quién matamos?», pregunta el que se resiste a perder lo
que siente suyo. «La verdad, no lo sé. Si lo supiera te lo diría; yo no
sé quién es el culpable», y con esta inquietante contestación se va el
repartidor de malas noticias.
A
todo esto, no debemos pasar por alto el que en ningún momento de la
película se alude a la coyuntura económica sobrevenida a partir del crack de
1929. La desgracia de esas familias campesinas de Oklahoma se presenta
en el filme de John Ford de tal modo que se da a entender que su ruina
es efecto de una mala racha climática devastadora para los cultivos de
la cuenca en la que se ubican. He aquí una desconcertante ambigüedad de
planteamiento tras la cual se halla la cuestión de si tiene sentido
preguntar quién tiene la culpa. Nadie tiene la culpa de los desastres
naturales: de un huracán, unas inundaciones, una sequía, una ola de frío
polar (dejemos al margen el tan políticamente polémico calentamiento
global). Pero una catástrofe económica no es un hecho de la misma
índole, puesto que es consecuencia última de una serie de decisiones
tomadas por agentes responsables; y si hay agentes responsables, tiene
que haber culpables... ¿O no?
El
diálogo antes transcrito es sublime a la hora de sintetizar ese
fenómeno de la dilución de la responsabilidad. Vemos que el propósito de
quien pregunta –el agricultor al que le sobreviene la desdicha– es dar
con una persona concreta, con nombres y apellidos, responsable de la
decisión que conduce a su desgraciada situación. Y somos testigos, con
cada pregunta y cada respuesta, de que tal indagación se pierde en una
serie de instancias abstractas, localizadas cada vez más y más lejos, de
forma que la culpabilidad se diluye en una brumosa y distante
estructura de difícil entendimiento para quien, como el sencillo
campesino, ha vivido toda su vida en el mundo tangible de la tierra que
se cultiva día a día , en un contexto social en el que cada cara es un
ente moral bien conocido y, por consiguiente, obligado en todo momento a
rendir cuentas ante los demás miembros de la comunidad. Al final, el
mensajero que les comunica el desahucio no puede darles un culpable;
realmente no sabe quién es.
Como en otros aspectos la historia de Las uvas de la ira presenta
elementos dramáticos parecidos a los que caracterizan la presente
crisis que aún –por mucho que haya quien trate de convencernos de lo
contrario– estamos soportando la mayoría de los ciudadanos. Como el
arruinado campesino de la película hoy hay quien demanda saber quién es
el culpable de su situación de paro, o de desahucio, o de pobreza, o de
exclusión social. Suenan como responsables el mercado, los bancos, los
gobiernos, la mala política económica... De nuevo, abstracciones.
¿Qué
hay detrás de esas abstracciones? Si acudimos a la teoría –que debido a
su impermeabilidad a la evidencia fáctica se está ganando a pulso la
consideración de ideología– sustentadora de la concepción del
capitalismo de libre mercado, lo que mantiene a éste como fuente
continua de generación de riqueza es la miríada de decisiones de los
innumerables agentes racionales que forman parte activa en él. Sin
embargo, cuando uno indaga someramente sobre el proceso desregulador de
los mercados que, conforme a las consignas dogmáticas del laissez-faire (y
seguramente mejor sintetizadas que en ningún otro sitio, en el así
llamado consenso de Washington), se puso en marcha a partir de la década
de los ochenta del siglo pasado, encuentra que todo el camino que
conduce a la crisis de 2008 se halla empedrado de conductas cuando menos
imprudentes por no decir escandalosamente insensatas (se repite la
historia de 1929). A este respecto es muy recomendable el documental Inside Job,
realizado por Charles Ferguson en 2010 y premiado con el Óscar al mejor
documental en 2011. En palabras de su autor trata de «la sistemática
corrupción de los Estados Unidos por la industria de los servicios
financieros y las consecuencias de dicha corrupción». Esto no suena muy
racional y vendría a avalar la tesis de Mario Bunge en su libro Filosofía Política,
de que la noción del agente racional como protagonista del libre
mercado, según la teoría económica neoclásica, no es más que un mito. En
la misma dirección apunta el economista Ha-Joon Chang, quien en su
libro 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, asevera
con toda contundencia respecto de la debacle financiera de 2008: «En
última instancia la catástrofe es fruto de la ideología de libre mercado
que gobierna al mundo desde los años ochenta. Nos habían contado que,
si no se tocaban los mercados, producirían por sí mismos el más eficaz y
justo de los resultados: eficaz porque quienes mejor saben usar los
recursos de los que disponen son los individuos, y justo porque los
procesos competitivos del mercado garantizan que dichos individuos
reciban una remuneración acorde con su productividad. Nos habían contado
que era necesario dar la máxima libertad a las empresas, que al estar
más cerca del mercado saben lo que les conviene. Si las dejamos a su
aire, se maximizará la creación de riqueza, de lo cual también saldrá
beneficiado el resto de la sociedad».
Desde este supuesto del laissez-faire, diríase que los mercados saben lo que hacen (en los medios uno también puede oír que los mercados «dudan», «se ponen nerviosos», «están eufóricos», etc.), lo
que implícitamente los eleva a la condición de hipóstasis, una
promoción ontológica que les da entidad sustancial concreta, la cual, no
obstante, no conlleva una asunción de responsabilidad definida por las
consecuencias que se derivan de las decisiones que toman y que las
personas padecemos, pues, según este enfoque, somos meros entes pasivos
dada nuestra ignorancia de cómo hay que proceder a la hora de producir
riqueza. Resulta cuando menos paradójico que en el libre mercado la
responsabilidad se diluya, que su libertad signifique la ausencia de
rendición de cuentas; pero esas cuentas se rinden si hay quien tiene
reconocida potestad para pedirlas, la cual ha sufrido una decisiva merma
a lo largo de décadas de creciente desregulación del negocio
financiero. Éste, además, ha alcanzado tal sofisticación jurídica, que
en demasiados casos resulta tarea poco menos que titánica alcanzar a
identificar quién es la persona responsable de una determinada operación
o negocio. A todo esto hay que añadir que se asume que los individuos
que participan no son agentes morales, sino piezas de un engranaje que
funciona según pautas objetivas, como prueba su plasmación en algoritmos
informáticos, los que hacen posible los sistemas de trading automático.
Asociado
a este componente tecnológico está lo que el filósofo alemán Günther
Anders denominó «el desnivel prometeico»; es decir, la falta de
correspondencia en cuanto a la magnitud de la causa y los efectos que
provoca, dado que somos capaces técnicamente de producir consecuencias
desmesuradas con acciones insignificantes. Ello lleva aparejada la
desorientación de la imaginación, base de la empatía. La realidad
concreta queda oculta tras la pantalla (opaca) del ordenador donde
desfilan con lógico orden algorítmico los guarismos del capital.
Conforme crece la sofisticación tecnológica y subimos peldaños en la
abstracción matemática la responsabilidad de los agentes del libre
mercado se torna más y más tenue hasta evaporarse en la práctica. Quizá
los campesinos deLas uvas de la ira podrían hallar respuesta a sus preguntas en este tremendo aserto de Günther Anders que encontramos en su libro Estado de necesidad y legítima defensa:
«quienes amenazan la supervivencia de la humanidad son vulgares hombres
de negocios de aspecto inofensivo. Contra ellos tenemos derecho a
recurrir a la legítima defensa». Ojalá fuese tan sencillo.
A
mi juicio quien mejor expone todo este ejercicio de sospecha sobre el
capitalismo global de nuestro tiempo es John N. Gray. Seguramente se
abusa del calificativo «profético», pero estoy convencido de que su
libro Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, que vio
la luz en 1998, lo merece por sus aciertos a la hora de proyectar el
devenir en el siglo XXI de lo que él denomina «utopía del libre mercado
global». Según él: «En los contextos tardomodernos, el poder ha escapado
del control de Estados y empresas. Ambas instituciones se vuelven
cambiantes y evanescentes a medida que los mercados globales y las
nuevas tecnologías transforman a las culturas de las que toman su
legitimidad e identidad».
El
entorno global en el que hoy por hoy interactúan los Estados soberanos y
las fuerzas del mercado es sustancialmente inestable. En él las
corrientes de cambio circulan a una velocidad de vértigo merced al
incontrolable torrente de innovaciones tecnológicas. Los acontecimientos
más notables de este nuevo siglo ya han evidenciado que no hay
institución capaz de dominarlo. Queda así compuesto el cuadro que
describe nuestro mundo según el profesor Gray: «Es la combinación de
esta corriente incesante de nuevas tecnologías, competición de mercado
descontrolada e instituciones sociales débiles o fracturadas lo que
produce la economía global de nuestro tiempo».
A
esto lo llama «el contexto global del capitalismo desorganizado». En él
impera «la tempestad global de la destrucción creativa», y no cabe
refugio donde los gobiernos y las empresas puedan protegerse de ella.
Para el profesor Gray son las tecnologías las que impulsan ese fenómeno
de magnitud sobrehumana que obliga a procesos continuos de imitación,
absorción y adaptación. La consecuencia de todo ello es que no cabe el
aislamiento para ningún Estado soberano, no hay libre mercado universal,
sino una anarquía de capitalismos rivales y áreas desestatalizadas.
La
idea de la destrucción creativa como principal característica del
capitalismo es original del que fuera insigne economista, el
austro-estadounidense Joseph Schumpeter. Para él constituye la principal
característica del capitalismo, que consiste en su capacidad para
revolucionar incesantemente la estructura económica desde dentro,
destruyendo la vieja y creando una nueva. Ahora bien, el profesor Gray
va más lejos que Schumpeter al reconcer al libre mercado que se trata de
imponer a escala global un poder destructor que no se limita a la
estructura económica, ya que deshace el vínculo orgánico originalmente
existente entre los mercados y sus sociedades y culturas originales. Por
eso halla semejanzas entre la utopía del laissez-faire global y
el proyecto comunista, por su coincidente falta de respeto a la historia
y su hostilidad a las necesidades humanas vitales. Y por lo mismo
denuncia el autor inglés: «Las principales víctimas del libre mercado
global son, igual que las del comunismo de guerra y las del sistema
soviético, los campesinos y –en menor medida pero de todos modos
considerable– los trabajadores industriales urbanos y la clase media
profesional».
¿Quién tiene la culpa?, preguntan precisamente los campesinos de Las uvas de la ira,
incapaces de entender por qué se les despoja de todo lo que ha
sustentado sus vidas, apelando a un sentido moral ya obsoleto. Porque la
destrucción creativa que define el capitalismo de libre mercado también
afecta al orden moral que ha mutado históricamente, y que se plasma en
sistemas de leyes que legitiman un capitalismo de casino (véase la
espeluznante película La gran apuesta) en el que la ruina de
muchos se asume naturalmente como efecto colateral de quien ha ganado en
el juego de la ruleta de los mercados.
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