Carta abierta a los Jóvenes Juristas
Latinoamericanos
I
Encuentro Latinoamericano de Jóvenes Juristas
Córdoba,
Argentina, junio de 2016
Estimados jóvenes juristas latinoamericanos:
Les escribo estas líneas sin afanes académicos ni
docentes. Me mueven, sí, el fervor por el Derecho Internacional de los Derechos
Humanos, el sufrimiento de nuestros pueblos, y una esperanza que revelaré muy hacia
el final. Les escribo, además, deliberadamente, casi a vuelapluma.
I
Desde comienzos del Siglo XX y, con creciente intensidad, a
partir de mediados de esa centuria, el terreno jurídico está siendo sacudido.
Su corteza, relativamente estable hasta poco antes, viene acusando la
emergencia de nuevas formaciones. Es un proceso continuo, en el cual, para más,
cada eclosión se encadena con las precedentes, fortaleciendo sus bases y
elevando la superficie toda. Se trata de un sismo con nombre y apellido:
Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Para el plano universal, en 1919
se creó la Organización Internacional del Trabajo, la cual en ese mismo año aprobó
su primer convenio, sobre las horas de trabajo (industria); en 1948, fue
adoptada la Declaración Universal de Derechos Humanos, en 1966 los Pactos
internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales… en 2008 el Protocolo Facultativo de este último. Para el
ámbito interamericano, en 1948 vio la luz la Declaración Americana de los
Derechos y Deberes del Hombre, en 1969 la Convención Americana sobre Derechos
Humanos… en 2015 la Convención Interamericana sobre la Protección de los
Derechos Humanos de las Personas Mayores.
En paralelo, fueron establecidos órganos internacionales destinados
a controlar a los Estados en orden al cumplimiento de sus obligaciones: Comité
de Libertad Sindical, Comités de Naciones Unidas de Derechos Humanos, Comisión
y Corte interamericanas de Derechos Humanos…
El panorama, desde luego, está a la vista. Mas, los
geógrafos, los operadores del derecho, ¿lo han percibido?
La pregunta podría estar dirigida a todas las mujeres y los
hombres de derecho; pero, en esta oportunidad, la enderezo solo hacia Uds., jóvenes
juristas latinoamericanos. Después de todo, las tierras de Argentina, Brasil,
Chile, Méjico, Perú, Uruguay, Venezuela, por solo mencionar a las de los colegas
de este encuentro, no son ajenas a tamaño sacudimiento.
Descarto, desde luego, que han percibido el fenómeno.
Empero, nuevos interrogantes: ¿en qué medida, con cuánta profundidad, con qué
grado de convencimiento y de compromiso?
Digo esto toda vez que, por seguir con la metáfora, la
corteza ha sido modificada, sí, pero por fuerzas provenientes de un núcleo
central que trasciende lo jurídico. Es asunto, entonces, de no contentarse con el
solo reconocimiento de la superficie. Lo esencial, creo, radica en identificar
dichas fuerzas, en esclarecer qué ha producido este inusitado relieve.
Señalo, pues, que el Derecho Internacional de los Derechos
Humanos, ante todo, surgió del dolor, de un dolor inmenso, producto del ominoso
grado de injusticia, miseria y privaciones sufridas por un altísimo número de
seres humanos, según lo denuncia la Constitución de la OIT para 1919; producto del
desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos origen de actos de
barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, conforme lo expresa,
en un grito, la citada Declaración Universal en 1948...
Empero, también es consecuencia de una certeza, que prefigura
otro horizonte, de una certeza acerca de que ese orden, rectius: desorden, había sido establecido no por el azar, menos por
la naturaleza, sino pura y exclusivamente por el hombre, rectius: por algunos hombres, sobre las espaldas de una legión, de
una infinidad de otros hombres con el ánimo y el cuerpo totalmente llagados.
Luego, esa convicción se hizo motor. Ese mundo podía y debía ser deconstruido,
para dar lugar a un mundo nuevo, que podía y debía ser erigido. Un mundo en el
cual los seres humanos estuviesen liberados del “temor y de la miseria”, en el
entendimiento, además, de que “elevar el nivel de vida” respondía a un “concepto
más amplio de la libertad”, por volver sobre la Declaración Universal.
El Derecho Internacional de los Derechos, por ende, instituye
preceptivamente, y sirva ello de ejemplo para todo el Derecho, un proceso
liberador, al abrazar, como ideal, al ser humano libre, al ser humano liberado
de las ataduras que pudieran impedirle, sin razón ni justicia, el pleno
florecimiento de su personalidad, el libre desarrollo de su proyecto de vida.
Mas, es imperioso parar mientes en que esa concepción de la
persona humana, no emergió de una suerte de consenso o acuerdo entre los
Estados, tan mudable como suelen ser, en ocasiones, sus negocios. El sismo, el orden
positivo del Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, no levantó arenas, sino roca,
roca viva. Lo que se consolidó en la superficie fue el magma de una realidad
relativa al ser, una comprobación de orden ontológico: la dignidad “intrínseca”
de, o “inherente” a la persona, a todas y a cada una de estas. La dignidad no
en la acepción para la cual esta condición sólo es predicable al modo de un
merecimiento por una obra o conducta particular, como si fuera algo que debiera
ser ganado, alcanzado o justificado. La dignidad de la que hablo (corrijo: la
que reconocen los instrumentos de derechos humanos) no resulta un obsequio ni
una recompensa; tampoco es el laurel de los torneos. Le basta a la persona,
para ser digna, con su sola hominidad.
Ahora
bien, esta comprobación in re, al tiempo
que puso en evidencia que la dignidad, por ser esencial, no es un derecho
humano, develó la razón de ser de todos estos: proteger en la existencia la
dignidad en esencia de la persona. Se trata no solo de que la dignidad esencial
sea reconocida, sino también, de que en el campo de la existencia, en el día a
día, hic et nunc, no se vea menoscaba
ni impedida de desarrollar en plenitud todas sus potencias y excelencias. Es
con ese objetivo, precisamente, que han sido enunciados los derechos,
libertades y garantías que solemos comprender en el concepto moderno de
derechos humanos.
En
tales condiciones, jóvenes colegas, la proclama por el legislador internacional
de los derechos humanos del fundamento antedicho, la dignidad esencial del ser
humano, supuso, según lo entiendo, a modo de corolarios, tres reconocimientos o
declaraciones, al menos:
Primero,
que su obra derivaba de un orden que lo precedía y lo superaba: lo precedía en
el tiempo, lo superaba en jerarquía. Mejor aún; dio cuenta de que el orden
positivo respondía a otro orden, diverso en naturaleza, superior en grado. Los
tratados de derechos humanos parten de la premisa de que los derechos que
enuncian son anteriores a toda organización política y social. La protección de
los derechos humanos, en palabras de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a
la esfera de lo susceptible de ser decidido por parte de las mayorías en
instancias democráticas.
Segundo,
que era precisamente para traducir la relación entre dignidad intrínseca
y derechos humanos que había tomado la pluma; para poner el nexo, como suele
decirse, en negro sobre blanco, pero en páginas preceptivas. Los derechos
humanos son expresados, pues, no al modo de una dación o consagración, sino de
un liso y llano reconocimiento o confesión.
Tercero, que era por el fundamento del que dan cuenta los
dos párrafos anteriores, y por la fidelidad a estos, que estaba legitimado para
obrar tal como lo hizo. Quedó indicada, entonces, la causa tanto de su
autoridad, cuanto de la validez de su obra. Quedó no menos precisada, desearía resaltarlo,
la medida de ambos atributos, la condición de validez a la que están
supeditados. Es ello la introducción en el orden internacional y, de
consiguiente, en los órdenes nacionales, de un nuevo principio de legitimación del poder,
confiriendo a los derechos humanos una “dimensión constitucional” en ambos
planos, que condiciona las relaciones entre el poder público y los individuos,
sobre lo que volveré.
Más
todavía; la proclama y sus corolarios nos revelan que cuando pronunciamos “dignidad
humana”, por anidar esta esencialmente en la persona, en todas y en cada
una, y en igual medida, que cuando decimos “dignidad humana”, reitero, nos viene a la mente –y
al corazón– lo propio del ser humano en unión fraterna con el prójimo. Y subrayo
esto último, toda vez que dicha igualdad universal en dignidad, nos emparenta,
nos vincula a unos y a otros, a todos, en términos fraternales, de hermanos;
nos constituye, en paridad, como miembros de una única familia humana.
La dignidad, en consecuencia, amigos, nos comunica tres
caracteres, al menos:
a. el hombre es un ser sagrado
para el hombre. La persona nunca puede ser reificada, tornándola una cosa, o un
objeto en manos del poder, provenga este de donde proviniese. No es su plaza la
fantasmal sala de torturas, menos aún el cadalso. Pero tampoco resulta un objeto
del “mercado económico” o del “mercado de trabajo”, y de sus “leyes”. Antes
bien, es el señor de todos estos;
b. la vocación del ser humano
hacia la plenitud y la trascendencia: es la persona en tanto que viajera, que
llamada a caminar, a alcanzar su horizonte. Dignidad dice, en esta perspectiva,
condiciones para que el individuo pueda desarrollar libremente todas las
potencias de las que está dotado para fatigar dicho camino, para alcanzar ese
fin. Derecho a la vivienda, al abrigo, a la salud, a la educación, a la
alimentación, a la seguridad, son, entre otros, los medios que lo desembarazan,
que lo aligeran para elegir o trazar libremente su huella, y
c. la natural disposición de la
persona hacia la persona, hacia el prójimo; su sentido de la fraternidad y de
la consiguiente solidaridad. Así, adquieren perfiles y contenidos determinados
derechos y libertades; así, a la par, se asientan las obligaciones y los
deberes individuales. Es la persona en el seno de la familia humana; el ser
humano en tanto que hermano del ser humano, el individuo que vive con los demás, pero también para los demás, en opción preferencial
por el hermano sufriente.
Total: la mujer y el hombre pueden ser significados de
muchas maneras; empero, para el Derecho son, ante todo y sobre todo, seres
intrínseca e igualmente dignos. Es admitiendo esta última condición o calidad
por lo cual ese Derecho recupera aquellas esencias de la persona que le son imprescindibles
para poder hacer bien lo que le es propio, regular la convivencia humana. Sólo
la armonía entre dichas esencias y las normas, legitima a estas e impone su
obediencia. El Derecho debe seguir al ser humano, debe servirlo, debe servirle.
II
La dignidad humana, jóvenes juristas, entendida como lo
vengo haciendo, se emplaza, por su propio peso, necesaria y naturalmente, como
principio mayor, como principia maxima
de todo ordenamiento jurídico, y, por ser dato ontológico, no lo hace como consecuencia
de las disposiciones legales. Por lo contrario, es la que informa a estas,
convirtiéndolas de conjunto inorgánico en unidad vital. Luego, cumple tres serias
funciones: a. sirve de fundamento de dicho ordenamiento y, simultáneamente, de
medida de validez de este; b. orienta la tarea interpretativa de las normas, es
decir, señala el método de interpretación, indicando en cada caso la fórmula
interpretativa que se debe elegir, y c. resulta fuente del derecho en casos de
carencia de normas, vale decir, es integradora ante lagunas. A ello añade, por su
carácter de principio mayor, ser fuente de otros principios: de igualdad y
prohibición de toda discriminación, de plenitud, de
fraternidad, de interdependencia e indivisibilidad, de efectividad, de opción
preferencial o de justicia social, de progresividad, y pro persona (o pro homine).
Permítanme acotar, amigos, por la validez que
acabo de mencionar y por la previamente indicada dimensión constitucional de
los derechos humanos, que a la tradicional herramienta jurídica del control de
constitucionalidad, se ha sumado otra: el control de convencionalidad. Incluso
de mayores alcances que la primera: un Estado parte no puede invocar las disposiciones
de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. Y
derecho interno, estimados colegas, incluye a las constituciones de los
Estados. Así lo tiene juzgado, por lo demás, la Corte Interamericana en “La
Última Tentación de Cristo (Olmedo Bustos y otros) vs. Chile” (2001), lo cual
condujo a que ese país debiera reformar ciertas cláusulas de su Constitución
Política, por no ser compatibles con la Convención Americana. Pongo el acento
en este punto, ya que grande es el debate en los ámbitos nacionales
latinoamericanos (y en otros) respecto del escalón en el que deberían ser puestos
los tratados en la pirámide jurídica interna, con olvido de la antedicha norma
internacional consuetudinaria, codificada por la Convención de Viena sobre el
Derecho de los Tratados (1969).
III
Cambiando un poco el ángulo de estas líneas, pero
retomando algunos de los interrogantes del comienzo, desearía ahora detenerme,
aunque de manera breve, en una problemática grave, gravísima, que pone en juego
mucho (¿todo?) de lo que llevo hasta aquí expresado.
Nuestros pueblos, apreciados colegas, los pueblos
de nuestra América, vienen siendo azotados, desde hace largos tiempos, por un
látigo de siete cabezas: la pobreza, la cual, en sus extremos, implica la
violación del derecho de toda persona a la vida y a no ser sometida a tortura o
tratos crueles, inhumanos o degradantes, entre otros derechos humanos, cuando
no todos. Y hablo, amigos, tanto del dolor físico cuanto del sufrimiento moral.
La pobreza origina el sometimiento de las
personas, de las familias, de los pueblos, a un encadenamiento de situaciones
de precariedad cuya persistencia hace que sean cada vez más difíciles de
superar, y que califica a este proceso como “círculo vicioso de la miseria”,
puesto que las precariedades se refuerzan mutuamente. Pero hay más, por cuanto,
a ese círculo vicioso horizontal, se adiciona otro, vertical, ya que el
desgraciado azote es transmitido de generación en generación, lo que termina
configurando, en palabras de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (Copenhague,
1995), un “círculo infernal”.
Tengamos presente, entonces, dos circunstancias. Primero,
si bien el Derecho Internacional de los Derechos Humanos no tolera
discriminación alguna, su principio de justicia social impone que tenga destinatarios
primeros e inmediatos, destinatarios preferentes.
Aludo a las personas que son víctimas de situaciones de marginalidad, de
vulnerabilidad, de desventaja, de exclusión, entre otras expresiones, como la de
grupos de alto riesgo, siempre insuficientes. Aludo, en síntesis, a los seres
humanos sometidos a hambre y sed de justicia. ¡Qué partir el pan en partes
iguales entre un ahíto y un hambriento, es agravio severo a la igualdad!
Segundo, resulta asunto del todo averiguado que
las posturas que privilegian a los derechos civiles y políticos por sobre los
derechos económicos, sociales y culturales, haciendo de estos últimos no más
que simples aspiraciones, programas, meros objetivos a ser realizados vaya uno
a saber cuándo ni cómo, negándoles su plena aplicación inmediata y directa, su progresividad
y, sobre todo, su justiciabilidad, su defensa ante el Poder Judicial, está del
todo averiguado, repito, que se esas posturas se apoyan en redondas, en
rematadas falacias y, conducen, en definitiva, al padecer de los titulares de
esos derechos y a la violación por los Estados de sus obligaciones
internacionales. Falacias sostenidas y promovidas no por errores involuntarios,
menos por el candor, sino por un orden (corrijo: desorden) deliberadamente
establecido, impuesto, en todas las escalas, por algunos de adentro y otros de
afuera, sobre el pantano de un perverso liberalismo individualista, de los
egoísmos soberanos, de la usura incontinente, de un colonialismo con careta, de
una explotación y expoliación sin frenos de vastos pueblos latinoamericanos que
siguen luchando por su redención. Es el culto al becerro de oro, al “mercado”,
el cual, en rigor, no es más que una hipóstasis, una abstracción, bajo la que
se esconde simplemente una pluralidad de voluntades, al cobijo de la falacia
determinista de la inexorabilidad de las leyes mercantiles, entrañando la
paradójica apología neoliberal de las versiones más crudas del determinismo
marxista, y desembocando en el sofisma del denominado “fin de la historia”. No
están ausentes, desde luego, los augurios de una renovada Circe, llamada hoy
“efecto derrame”, prometiendo que un mayor desarrollo económico dejará caer mieles
desde la mesa de los poderosos, hacia los que aguardan, anhelantes, en el piso.
Sin ser Odiseo, le diría a esa Circe, que conozco
un país latinoamericano, quizás Uds. también lo conozcan, de algo más de 40
millones de habitantes, que produce alimentos para 300 millones, y que tiene,
sin embargo, desnutridos y niños muertos por desnutrición. ¿Deberá producir
alimentos para 3000, o para 30.000 o para 300.000 millones, para así y solo
así, respetar el derecho humano a la alimentación de su menuda población, y
cumplir con sus deberes en la materia? ¿Nada le dicen a ese país, y a otros de
la región poco o nada diferentes, los reiterados e interpelantes llamados,
p.ej., de los Comités de derechos humanos de las Naciones Unidas, a la
“redistribución” de la riqueza, a las reformas de las políticas y regímenes
impositivos, a la transferencia de dicha riqueza “de sectores no prioritarios a
sectores prioritarios”? En suma, a no violar sus compromisos. ¿No han leído esos
países, corrijo: sus autoridades, la sentencia de la Corte Interamericana, “‘Niños
de la Calle’ (Villagrán Morales y otros) vs. Guatemala”, que hace ya diecisiete
años juzgó que el derecho fundamental a la vida comprende, no sólo el derecho
de todo ser humano de no ser privado de la vida arbitrariamente, sino también
el derecho a “una existencia digna”, y que los Estados tienen la obligación de
garantizar la creación de las condiciones que se requieran para que no se
produzcan violaciones de ese derecho básico?
Las escisión entre derechos civiles y políticos y
derechos económicos, sociales y culturales configura además, queridos jóvenes,
un intencionado y taimado perjurio al principio de interdependencia e
indivisibilidad de todos y cada uno de los derechos humanos, según el cual, y
la realidad lo atestigua, es “imposible” el goce efectivo de los primeros sin
el simultáneo goce efectivo de los segundos, siendo absolutamente válido el
enunciado inverso.
Es asunto, luego, para todos, pero aún más para
los actores del derecho, de no caer en la trampa de una (seudo) legalidad, travestida
de “realismo”, “inevitabilidad”, “pragmatismo”, real-politik, entre otros disfraces arteros, los cuales no son sino
elaboraciones de la mezquindad de algunos pocos, tendentes a debilitar o
tranquilizar (corrijo: adormecer, envenenar) conciencias todavía desasosegadas
ante el desconocimiento de la dignidad del prójimo. Bienvenida sea la
globalización o mundialización, si su objeto primero y principal es la globalización
o mundialización de los derechos humanos, y no colmar el estómago de una
crematística voraz e insaciable. Y reparemos en este apunte, en momentos en que
proliferan los tratados de libre comercio, que operan cual vampiros; las
concesiones estatales a proyectos de extracción de recursos naturales, que
dejan desiertos y venenos; los colosales endeudamientos externos, que sufren
los de adentro…
Retengamos, también, otros principios del Derecho
Internacional de los Derechos Humanos. Primero, de progresividad, el cual, por
un lado, obliga a los Estados a proceder lo más expedita y eficazmente posible
con miras a lograr la “plena efectividad” de los derechos económicos, sociales
y culturales, y, por el otro, hace recaer una grave presunción de invalidez
sobre toda medida tendente disminuir el grado de protección que aquellos hubieran
alcanzado.
Segundo, de efectividad (effet utile): cuando los tratados de derechos humanos enuncian
derechos, lo hacen para que estos sean efectivos, “no ilusorios”. Tercero, pro persona, en sus dos vertientes. Por
un lado, al exigir, en caso de concurrencia normativa, la aplicación de la norma más
protectoria para el individuo, aun cuando ello conduzca a dar preferencia a la
inferior en el orden jerárquico. Al paso, que descarta
que sea preciso elegir una cláusula y rechazar la otra, puesto que
habilita a combinar y acumular todos los preceptos en juego a fin de
reconstruir globalmente los derechos de los que la persona es titular. Por el
otro, al imponer al intérprete, si de derechos, libertades y garantías se tratara,
el necesario seguimiento de la inteligencia más amplia, la que favorezca a la
persona en mayor grado dentro de lo que la norma permita, y, opuestamente, de
vérselas con normas que limitan o restringen derechos, lo compele a volcarse
por la lectura más restringida, más estrecha.
Cuarto, de plenitud: la dignidad esencial de la persona se
proyecta sobre un doble orden de aspectos centrales del Derecho Internacional
de los Derechos Humanos, los cuales, en concreto, son caras de una misma
moneda. De un lado, determina que el goce de todos los bienes, materiales o
simbólicos, que resulten indispensables para su protección y realización en la
existencia, constituya, sin más, un derecho, libertad o garantía humanas. Y, del
otro, establece que el contenido de estas últimas deba tener los alcances
necesarios y suficientes para satisfacer los requerimientos a los que debe dar
respuesta. La dignidad esencial, en suma, es causa fuente de derechos humanos,
con la totalidad e integridad que reclama su reconocimiento y protección.
A todo evento, he de destacar, jóvenes colegas, que los
efectos de las normas de derechos humanos recaen sobre los Estados (efecto
vertical), pero también sobre los seres humanos (efecto horizontal). Agrego, entonces,
a lo que ya he manifestado en torno de la fraternidad, que la recordada
Declaración Universal manda que los seres humanos “deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros”, y ello supone, al menos, que el
comportamiento de los “unos” incluye el cumplido respeto de los derechos
humanos de los “otros”. Las personas jurídicas, desde luego, tampoco escapan, y
con mayor razón aún, a estos efectos erga
omnes.
IV
Permítanme a esta altura, jóvenes juristas latinoamericanos,
una reflexión. Existencialmente, mucho, muchísimo une a nuestros pueblos, y
agregaría, con los Manseros Santiagueños o con Gabo: “desde siempre y para siempre”.
Es casa grande la nuestra, indudablemente. ¿Pero estamos haciendo de esa casa
un hogar? Sepamos, pues, y ahora tomo en préstamo palabras del Papa Francisco,
sepamos, repito, que “nadie se salva solo”. Y añado, de mi parte: el principio
de fraternidad rige los vínculos entre los individuos, según lo hemos visto,
pero también entre los países. Lo contrario supondría que estos no se
encuentran al servicio del ser humano, y que han traicionado la “concepción
común”, el “ideal común”, bajo el cual, según la Declaración Universal, han
resignificado su sentido y destino, al comprometerse con el aseguramiento
“universal” de los derechos y libertades fundamentales del ser humano. El
Derecho Internacional de los Derechos Humanos, con evidencia, es un revulsivo
de los egoísmos de la persona humana, al igual que lo es, en grado no menor, de
los egoísmos de los Estados, de su atención desmedida al propio interés, sin
cuidarse del de los demás. ¿Qué otra cosa, sino esta, habrá pretendido
señalarnos la Carta de la OEA, con sus menciones a la cooperación y solidaridad
“continental” o “interamericana”?
V
Y voy terminando, metáfora mediante. Después de todo lo que
he expresado, creo que lo que nos comunica el terremoto, el feliz temblor y sus
emergentes, resulta, en definitiva, menos una novedad que un recordatorio, pero
imprescindible y oportuno en estas, ya largas, horas de tribulación. Nos dice
que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos obra como el brazo
jurídico que estrecha a todos y cada uno de los seres humanos, ya abrazados,
naturalmente, por su común e igual esencia. Nos transmite, a voz en grito, que
la dignidad humana y los derechos que se siguen de esta, se encuentran
inscriptos antes que en los instrumentos legales, en la propia persona, de
dignidad inherente y fraterna, a la que remiten. Nos recuerda que esos derechos
humanos solo serán realidad plena o algo más que tinta promisoria, ante la
patencia de que su fundamento somos nosotros mismos, todos y cada uno de
nosotros, y no la autoridad, enjundia, iluminación o voluntad de encumbrados
legisladores o cavilosos hermeneutas. La protección en la existencia de la
dignidad esencial, pues, si algo reclama, perentoriamente, son seres humanos
dispuestos a hacer de su carne y su conciencia, enteros testimonios de que la
frente de la persona, de todas y de cada una, sin exclusiones ni distingos,
lleva la impronta de su intrínseca, inherente dignidad, como miembro de la
familia humana.
Develo, entonces, la esperanza que prometí al comienzo. No
es otra, y supongo que lo han intuido, que
dichas carnes y conciencias sean las de Uds., jóvenes juristas
latinoamericanos. Que el saber jurídico, el que Uds. ya tienen, resulte,
insisto, un saber liberador, una herramienta al servicio de la liberación de nuestras
gentes y de nuestros pueblos, oprimidos, irredentos.
Bien entendido, eso sí, que liberar a otros es, a su vez,
liberarnos.
Los abrazo fraternalmente, con otra esperanza: hasta pronto.
Rolando
E. Gialdino
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