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jueves, 20 de abril de 2017

Tinkunaco 1.363/17 - CUESTIONES Y CUESTIONAMIENTOS DE LA JUSTICIA DEL TRABAJO Por Mario ELFFMAN

jueves, 22 de agosto de 2013

LA JUSTICIA, EL PROCESO LABORAL, JUECES, ABOGADOS.


Por Mario ELFFMAN 
ÍNDICE:
            TRES PREFACIOS.-
1.- EL ENCUADRE JUDICIAL DEL CONFLICTO INDIVIDUAL O SOCIAL DEL TRABAJO.
            1.1. LA LIMITADA COSMOVISIÓN JURIDICA DEL CONFLICTO LABORAL.
            1.2. LOS CONDICIONANTES DERIVADOS DE LA INSUFICIENCIA NORMATIVA.
2.- EL PROCEDIMIENTO LABORAL COMO FORMA DE REALIZACIÓN DE LOS PRINCIPIOS Y LAS NORMAS DEL DERECHO DEL TRABAJO.
2.1.- LA DEL PROCESO LABORAL ES UNA ‘CUESTIÓN DE FONDO’.
2.2.-  EL ESQUEMA DE UNA CONJUGACIÓN DE PRINCIPIOS.-
2.3.- ALGUNOS COROLARIOS DEMOSTRATIVOS DE LA NECESIDAD DE TRANSFORMACIONES.-
2.3.1.- LA PRUEBA DE CONFESIÓN.-
2.3.2.-  VALORACIÓN DE LA CONDUCTA PROCESAL DE LAS PARTES.-
2.3.3.-  EL PRINCIPIO DE CONGRUENCIA Y LAS SENTENCIAS PLUS PETITA.
2.3.4.- SOBRE LOS MÉTODOS ALTERNATIVOS DE SOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS.
2.3.5.-   LA NÓMINA ES AMPLIABLE.
2.4.-  TUTELA JUDICIAL EFECTIVA Y DERECHOS FUNDAMENTALES.
2.5.-  LA LEY ORGANICA DE LA JUSTICIA NACIONAL DEL TRABAJO DE LA ARGENTINA PERFECTO MODELO DE REFERENCIA DE AQUELLO QUE HAY QUE REVISAR TOTALMENTE.
2.6.-  ACOTACIONES SOBRE OTROS MODELOS REFERENCIALES.
2.6.1.-  BRASIL.
2.6.2.-  EN MÉXICO.-
2.6.3.- COLOMBIA.-
2.6.4.- VENEZUELA.-
2.6.5.-  CUBA
2.6.6.- OTROS PAISES-
            2.7.- BREVES REFLEXIONES SOBRE ESTOS DATOS.
3.- LOS JUECES DEL TRABAJO.-
3.1.-  DE QUÉ PROCESO SINGULAR Y DE QUÉ  ESTADO DE COSAS PREVIO VENIMOS EN LATINOAMÉRICA.-
3.2.- LA FUNCIÓN PROFESIONAL DE LOS JUECES DE TRABAJO EN ESTOS TIEMPOS.-
3.3.-  EL CÓMO HACER DE LOS JUECES DEL TRABAJO.
3.4.- LA ACTIVIDAD JUDICIAL Y SUS PLACERES.-
3.5.- LA CUANTIFICACIÓN ECONÓMICA Y SUS PROBLEMAS A LA HORA DE SUMINISTRAR UNA SOLUCION JUDICIAL AL CONFLICTO.
3.6.- EL JUEZ Y LA SOCIEDAD.-
3.7.- LA APTITUD JUDICIAL, LA EXPERIENCIA PROFESIONAL Y LOS CONCURSOS.-
3.8.- INMEDIACIÓN, COMUNICACIÓN Y PRESENCIA.-
3.9.- LOS BAREMOS DE ‘GESTIÓN EMPRESARIAL’-
3.10.- ALGUNOS ELEMENTOS PARA UN ‘COMO HACER’ SATISFACTORIO.
3.11.- LA RESPONSABILIDAD DE LOS JUECES Y DEL ESTADO POR LAS DEFICIENCIAS JUDICIALES.
3.12.- EN RESUMEN.-
4.- JUECES Y ABOGADOS, ABOGADOS Y JUECES.-
PRIMER PREFACIO: EL DISCURSO Y EL MÉTODO.-
            La arquitectura clásica y típica de los ensayos jurídicos, como la de muchas otras disciplinas, se caracteriza por el permanente envío a notas al pie de página de textos secundarios, aclaratorios, destinados a precisar e informar sobre citas del principal, fuentes, obras referenciadas; o, incluso, para exhibir cuotas de erudición del autor.
Mi experiencia de lector de ‘opus’ con ese formato lo pone en zona de crisis, en la medida en que la búsqueda de la nota resulta distractiva del grado de concentración necesario para un seguimiento de la argumentación lógica inherente al discurso del derecho. Habiendo hecho uso y abuso de ese método de redacción y exposición (y de su versión más exagerada, la de la inserción en notas de las propias opiniones personales del autor) elijo en este trabajo un cambio de estilo:  la  mayoría de las notas al pie de página de su borrador son trasladadas a un espacio dentro del cuerpo principal del texto, manteniendo el corriente  para aquello que considero indispensable registrar de tal modo. Casi como si se tratara de un diálogo del autor consigo mismo y con sus propias incertezas.
            El hipotético lector habrá de saber, desde esta información preliminar, que allí donde se tope con un párrafo entre llaves, en itálica, y en caja reducida, podrá entender que se trata de una nota de ese tipo, y optar por leerla o saltearla como suele acontecer con harta y muchas veces merecida frecuencia. 
SEGUNDO PREFACIO:  ACERCA DEL AUTOR Y SU OPCIÓN POR EL TEMA.
            El carácter sucesivo de mi (por cierto largo) desempeño en la abogacía litigante y en el asesoramiento sindical, y de mi actividad como juez laboral, ya cesada por jubilación, me concede  una posibilidad de reunir los elementos propios de esas diversas experiencias, diferenciándolas de modo de evitar el riesgo de una visión promiscua, pero ligándolas de suerte que no se transformen en un examen sectario. De mi fortuna mayor o menor  en lograrlo dará cuenta quien lea y contribuya con las suyas propias al ulterior desarrollo de algunas ideas de este trabajo.
            Un elemento de enlace que ayuda en la búsqueda de un enfoque desde perspectivas no sectoriales ni corporativas, es el de la continuidad, durante esos sucesivos períodos de actividades profesionales, de mi actividad como profesor universitario,  y como tal partícipe de ese proceso de información y de formación relativas con el que se integra el proceso inicial de conocimiento de quienes se irán a desempeñar en los diversos campos de actividad de la profesión. Otro, del que he obtenido muy valiosas experiencias, es la impronta que me ha dejado la frecuencia de mis viajes y contactos con los colegas de otros países latinoamericanos, con sus actividades académicas, gremiales; y con sus formas de desempeño profesional, con sus actividades colectivas y con sus problemáticas singulares.
           
            Pero para ser honesto desde el prefacio, debo reconocer que tanto de la visión que de la justicia prevalece en la abogacía como en el desempeño laborioso de la judicatura, guardo parejos lazos de afecto y de respeto por los respectivos cometidos. Aunque, eso sí, siempre me expuse públicamente, en la última de tales tareas, como ‘un abogado que trabaja de juez’. Y no se trata, en mi intención al hacerlo, simplemente de un  puro cálculo aritmético sostenido por la cantidad de años de ejercicio previo y militante , de la abogacía y en la abogacía organizada; sino de una forma de intentar la superación de visiones parciales, de pura alteridad; y en procura de una mayor armonía, articulación, concurrencia en objetivos comunes, en oficios que corresponden a profesionales cortados por las mismas tijeras, tanto en materia de formación científica, cultural y técnica, y en las que se reparten en proporciones que no son demasiado disímiles las características ideológicas y las posiciones y conductas ante los principales problemas del desarrollo de nuestras sociedades.
TERCER Y ÚLTIMO PREFACIO. SOBRE JUECES Y ABOGADOS.
            Para la época en la que asumí como magistrado, redacté un pretencioso texto con el título de “Relaciones entre jueces y abogados: articulación, concurrencia, conflictos”. Antes de dar por concluida su redacción, pedí el auxilio de amigos de ambos oficios para una lectura crítica del texto, con resultados francamente desalentadores para mi empeño y para mi propósito de publicarlo como libro: los amigos abogados quedaron insatisfechos y quejosos porque no se enfatizara la crítica y el reproche a los jueces; y los jueces, porque no se hiciera lo propio con la abogacía.
Allí comencé a entender que existían unas insondables líneas de separación e incomprensión entre una tendencia judicial a lo que dí en llamar ‘abogadofobia’  y otra paralela de abogados ‘juezófobos’. En ambos casos, con cuotas de razones y de sinrazones, de reconocimientos y hostilidades palpables o latentes, de recelos y de cierta tendencia a la descarga en la alteridad de causas o razones de las propias frustraciones que, inevitablemente, genera el ejercicio cotidiano de profesiones complejas y alienantes.
Se adicionó, para completar el fracaso de un abordaje destinado a no satisfacer a nadie (por eso ni intenté publicarlo en forma de libro) la circunstancia de que algunos de mis viejos compañeros y amigos de militancia abogadil me hicieron notar, de diversas maneras y con variado énfasis, que consideraban mi pase a la justicia como una defección, o casi como una traición a mi función en la sociedad. Pero en el otro extremo del  arco también hallé, en algunos de mis flamantes colegas jueces, un cierto estado de reserva y de toma de distancia por el hecho de que yo no proviniera de la carrera ni de la ‘familia judicial’, que no hubiera compartido como tantos sus reglas de juego desde su propia base, y que fuera indudable que –en razón de mis principios y conductas previas- sería resistente, o al menos reticente, a un orden vertical, jerárquico, estamentario, corporativo;  en el que parecía ser más simple entender la independencia interna y externa de los jueces como un derecho sustentado en un privilegio que como una responsabilidad y una obligación de servicio a la sociedad y a sus demandas .
            Fruto de esa parcial comprobación, y del encuentro con colegas de otros países que compartían plenamente mis modestas ideas acerca de la función social del juez del trabajo, fue ese esfuerzo desplegado para la creación de la Asociación Latinoamericana de Jueces del Trabajo, (A.L.J.T.) con el inestimable apoyo inicial de la Asociación Nacional de Magistrados del Trabajo del Brasil (ANAMATRA) y su reflejo ulterior en otras organizaciones nacionales, comenzando por el Foro Permanente para la Defensa de la Justicia del Trabajo, (en cuya representación actué en la asamblea fundacional en Brasilia)  y uno de cuyos integrantes de aquellos tiempos es el presidente actual de ALJT, Roberto Pompa. Mi reconocimiento especial, y mi sincero cariño, para mis compañeros de esa aventura fundacional, que son muchos, pero que sintetizo en tres personas: las queridas amigas de Rio Grande do Sul Mara Loguercio y Magdalena Telesca, de Amatra 4, y el prestigiado ex presidente de ANAMATRA y segundo presidente de ALJT, Hugo Cavalcanti Melho Filho,de Recife.
            Hoy, transcurrido ya un año desde la aceptación presidencial de mi renuncia al cargo judicial, tengo que expresar un reconocimiento adicional y especial a la Asociación Latinoamericana de Abogados Laboralistas, que se apresuró a certificar mi readmisión en la entidad como uno de sus fundadores: particularmente a su actual presidente brasileño Luiz Salvador, a su secretaria cubanísima Lydia Guevara, y al argentino Luis Enrique Ramirez;  y a los actuales directivos de mi vieja casa, la Asociación de Abogados Laboralistas de la Argentina, que me recibieron como si nunca hubiera dejado de pertenecer a ella y al sector de la abogacía al que tan eficaz como prestigiosamente representa esa entidad.
            En consecuencia, creo poseer algunos elementos que habilitan un juicio desde un lugar algo distante de la partidización profesional, pero que no es el de un extranjero, ese ‘Anderer’ del ‘Informe Brodek’ de Philipe Claudel, culpable por el mero hecho de haber ingresado a un pueblo y molestar su aislamiento, su paz de sepulcro, sus rutinas y su estolidez, con las incógnitas que despierta su arribo.
            Cumplido, justificado y excusado este prefacio, paso al abordaje del tema.
1.- EL ENCUADRE JUDICIAL DEL CONFLICTO INDIVIDUAL O SOCIAL DEL TRABAJO.
1.1.- LA LIMITADA COSMOVISIÓN JURÍDICA DEL CONFLICTO LABORAL
            La formación del jurista, en cualquiera de sus funciones profesionales y desde su ingreso a las aulas universitarias, no lo conduce al examen de los conflictos (ni los singulares ni los colectivos y sociales) como tales, como producto y manifestación de las contradicciones, enfrentamientos y luchas que se dan, como una constante de la dinámica social y de las relaciones de dominación que le son inherentes. Su perspectiva es, en realidad, mucho más restringida y tangencial. Se restringe a  la percepción del conflicto desde:
a)      Lo que la norma jurídica describe como conducta debida.
b)      Lo que la norma jurídica dice acerca de la solución singular que debe merecer cada tipo de conflicto.
c)      Por extensión, aquello que es dable considerar como la solución que es dada al caso por decisiones judiciales, y la que podría derivar de los precedentes y de la interpretación de la normativa.
d)      En un segundo plano, aunque sin él resultaría inexplicable la fenomenología específica del derecho, las vías para el ejercicio de la coerción necesaria para que sea cumplida la norma y satisfecho el objetivo de aquella
            Ver a la ley, y por extensión a la función del jurista, como el contenedor del conflicto y el proveedor de sus soluciones, contribuye a divorciarla del reflejo del propio movimiento de la sociedad. En primer lugar, porque implica seguir pretendiendo validar esa utopía napoleónica de que la normativa jurídica abarcara y enmarcara todas las relaciones entre los hombres, y todas las derivadas de las relaciones entre esos hombres y las cosas que poseen. Pero, en el fondo, porque refleja, refuerza  y consagra esa visión del derecho, tan enfatizada por juristas como Georges RIPERT, de que su función, y la del jurista que lo opera, no sea otra que la estrictamente conservadora: la de soporte y mantenimiento del orden existente, y resistente a todo cambio al que puedan tender o tiendan, efectivamente, las relaciones sociales en concreto.
{Creo que es conveniente agregar que el desarrollo de esta tesis de Ripert se produce como pretensión de resistencia a la corriente de amplísimo respaldo popular tendiente a revisar, después del fin de la 2ª guerra mundial, el orden jurídico establecido por el régimen colaboracionista de Vichy en la Francia ocupada y gobernada por el invasor; régimen que el propio Ripert había integrado en cargos de altísima responsabilidad. Así, el significado del statu quo y su preservación alcanzan su verdadera dimensión y su auténtico significado regresivo.}
En términos más precisos desde el abordaje desde la filosofía del derecho, podríamos afirmar que sin el aporte de otras ciencias sociales, y en particular del estudio de la conflictividad, no se logra “sortear el confinamiento de una teoría que, desligada de todo el conjunto de los fenómenos sociales, se reduce a mera técnica jurídica destinada a resolver conflictos de intereses y que, en su aislamiento, proyecta en su seno a las ideologías dominantes.” [2]
Una segunda deformación profesional deriva de la visualización de las relaciones jurídicas desde su anormalidad y no desde su desenvolvimiento natural. Aquello que es objeto de estudio no es la habitualidad o consenso sobre el acatamiento y cumplimiento de los comportamientos legalmente exigibles, sino la controversia conflictiva derivada de patologías de esas mismas relaciones.  
Las contradicciones entre el capital y el trabajo  humano no siempre se exteriorizan como conflictos abiertos, ni  llegan a ser ventiladas en sede judicial.
Pero aún en esos conflictos abiertos u ostensibles, derivados de inejecuciones de deberes jurídicos, solamente una porción muy reducida alcanza un auténtico tratamiento jurisdiccional, pues la mayoría de ellos no supera diversas limitaciones objetivas: el temor del trabajador afectado por el incumplimiento a ejercer acciones que pongan en riesgo su permanencia en el empleo, el reducido contenido económico de muchas de tales acciones que dificulta la disponibilidad de abogados (pongo, como mero ejemplo, las de reclamo por sanciones disciplinarias, o del pago de algunos días de enfermedad), el tiempo y las molestias que ha de ocasionar el litigio (tanto por la morosidad del trámite como por los problemas derivados del aporte de material probatorio); y, finalmente, la conciliación o transacción extrajudiciales o prejudiciales.
           
Prescindir de una escala razonable  de proporciones puede conducir a una deformación profesional en la que se puede llegar a sobrevalorar la resolución jurisdiccional de un conflicto singular y sus alcances sobre un universo de dimensiones mucho mayores. Hasta puede hacernos creer que el derecho, o la ley, sean aquello que los jueces dicen a su respecto en una resolución de ámbito subjetivo y objetivo mucho más modesta; y bastante más conformista y estancada.
{No podría omitir, en esta cuestión de las deformaciones profesionales -muchas de ellas necesarias o al menos útiles-, el recuerdo de aquel profesor de medicina que, en uno de los últimos cursos de la carrera respectiva decidió interrogar a todos sus alumnos sobre qué era la salud. En medio de la desorientación general por la pregunta, alguien que debió haber leído definiciones de la propia OMS respondió que la salud es algo así como la ausencia de enfermedad.
Trasplantado a nuestro ámbito, el abogado no es formado para detectar la salud jurídica, sino apenas para interactuar sobre la enfermedad. Con el agravante de que, para el tratamiento de la enfermedad jurídica no hay posibilidad concreta de la medicación con placebos, ni menos aún con terapias no invasivas. Porque el propio litigio, que es normal y habitual para el operador jurídico, tiene esa característica invasiva para el litigante real, tanto en su desarrollo y alea como en los riesgos que apareja.}
Una de las consecuencias de esta deformación necesaria (en más de un sentido, porque es resultado de esa visión sesgada y también útil para el ejercicio profesional) es la de elaborar técnicamente el diagnóstico y el proceso de esclarecimiento ulterior de la verdad jurídica formal que ha de expresarse en una sentencia como un ‘caso’ y no como lo que realmente es: un conflicto, de derecho o de intereses, que abarca y afecta aspectos esenciales de subjetividades e intersubjetividades.
 {Tentado por los paralelos que propongo en una acotación anterior, esto tiene algún cotejo posible con aquella afectación de la clásica relación y vínculo entre el médico y su paciente, cuando el desarrollo y perfeccionamiento de los instrumentos de ingeniería médica para el diagnóstico y tratamiento de enfermedades conduce a un protagonismo no deseado del aparato, hasta extremos en los que el paciente llega a ser visto como el sujeto (o, aún, ‘la cosa’, o ‘aquello’) que está en el otro extremo del aparato y conectado a él.
Personalmente, y en mi labor como juez, he vivido en diversas ocasiones el estado de sorpresa  que generaba el que me dirigiera al trabajador reclamante preguntándole como estaba, como se sentía en la audiencia, si después de la pérdida de su empleo había conseguido otro, si éste no era precario o ‘en negro’, o como convivía con las consecuencias de sus traumatismos y dolencias; o simplemente pidiéndole disculpas por el hecho de que aquello que se discutía se expresara en un lenguaje excesivamente técnico y, por serlo, poco amigable para el ‘profano’. Independientemente del interés humano que pudiera, en parte, motivarlo, se trataba de una forma de intentar que el interlocutor pudiera sentirse PRESENTE en la audiencia y ser oído en ella como PERSONA y no como un puro sujeto procesal representado por terceros.}
Volviendo al punto, creo que en esa consideración del caso, esa ‘casificación’ (con el simple cambio de una vocal la transformamos en cosificación’), también influyen y se incluyen elementos propios de esa modesta transformación que generó la tecnología informática: la tendencia a cortar y pegar, a homogeneizar textos y discursos jurídicos, contribuye a esa linealidad en la que el conflicto deviene ‘caso’ y las características y consecuencias singulares en el sujeto concreto pierden significados y trascendencia aparente.
{No estoy aseverando que en esa prehistoria de la civilización jurídica gobernada por las máquinas de escribir todo hubiera sido radicalmente distinto. No cabe duda alguna de que, en unos tres decenios, hemos ganado mucho en tiempo de trabajo, de información y de elaboración de textos; pero pudimos perder bastante en concisión, en argumentación propia y adecuada y en prudente control de los resultados técnicos y culturales de algunos productos de nuestra labor profesional.]
Finalmente, ese real sujeto no se ve cabalmente reflejado ni en sus situaciones vitales, ni en sus emociones y sentimientos, ni en sus inseguridades y privaciones, ni –tampoco- en la versión ritual procesal de su reclamo o defensa. La ‘parte en sentido material’ permanece total o parcialmente alienada de su propio juicio, y esa alienación genera incomprensión y sensación de alteridad;  que se potencian con el distanciamiento que genera el metalenguaje jurídico en el que se expresan las diversas actividades de los profesionales, abogados y jueces.
{Yo también he seguido caminos errados, al utilizar en las audiencias un lenguaje excesivamente técnico, por razones de comodidad o de economía argumentativa. Que podía satisfacer a los profesionales, pero que dejaba la sensación de que quien quedaba al margen de su comprensión cabal se limitaba a intentar encontrar una traducción al pie, como en las películas, o mediante gestos que le explicaran aquello que estaba sucediendo y le concernía de modo tan inmediato. Y esto se agrava, naturalmente, cuando aquello que se discute es el monto económico de una posible solución conciliatoria, cuando los protagonistas del manejo de cifras y de regateos son los abogados de los trabajadores, los representantes de las demandadas y el personal administrativo o judicial actuante.}
      Se genera, así, un déficit tan apreciable como abarcador de apreciación, que parece confirmar la idea del viejo filósofo Viterbo de que los objetos son infinitamente diversos según el lugar desde los que los aprecie el observador. La praxis del operador jurídico profundiza esa visión desde un punto singular y harto parcial, puesto que no es llamado a desempeñarse, en cualquiera de los ámbitos de su actuación como tal, sino frente a la posible inejecución de deberes jurídicos, y desde lo que el derecho (lato sensu) dice acerca del caso.
1.2.- LOS CONDICIONANTES DERIVADOS DE LA INSUFICIENCIA NORMATIVA.-
El derecho laboral no es ficcional: integra el universo del sistema jurídico, y lo hace, en tanto realidad, portando cultural y normativamente sus principios individualizadores y sus valores pretendidamente compensadores de desigualdades.-
No puedo ignorar que esa materialidad puede lucir bastante contradictoria con su plena integración con un sistema de características superestructurales que, al menos en lo principal, se exterioriza como tutela reproductora de la dominación política, económica y social.  Pero, descartando tanto la hipótesis perimida de que se configure como un oxímoron de aquel sistema, como la de que resulte de una sucesión de concesiones graciosas de una burguesía humanitaria y temporariamente generosa; o , en el extremo opuesto, que haya resultado un fruto exclusivo del árbol de las demandas y de las luchas sociales, que ignoraría tanto las desigualdades de fuerzas como la multicausalidad de sus avances y retrocesos (que considero tema de otros análisis), me parece que el derecho laboral tiene asegurada una carta de ciudadanía, como la tienen los valores que conforman su identidad.
Tampoco es éste el espacio adecuado para someter a análisis la vigencia ilimitada de algunos de esos valores, en una compleja fenomenología histórica en la que ingresan en zona de gran turbulencia algunos de sus soportes esenciales, como la propia noción de la centralidad social del trabajo, o, usando terminología de André Gorz, la ‘sociedad salarial’.
{Para quienes aún tengan la posibilidad de acceder a su texto, recomiendo sobre este tema la lectura de una buena síntesis de esta cuestión, en el punto ‘2.6.’, pàgs. 77 a 88, del semiolvidado informe del Grupo de Expertos en Relaciones Laborales, “Estado Actual del Sistema de Relaciones Laborales en la Argentina”, ed. Rubinzal-Culzoni 2008}.[3]
Prosigo: el problema estriba en la distancia que puede mediar entre esta realidad dogmatizada con principios que gozan de estabilidad, y aquello que se puede caracterizar como su nivel de cumplimiento efectivo. No creo necesario acudir a Von Ihering para recordar que un ‘derecho’ que no se realiza no alcanza a  configurarse como tal derecho.
No se trata solamente de esos factores de distorsión que he intentado describir como la resultante de la unilateralidad de la perspectiva desde la que el derecho contempla al conflicto, y de la pretensión científica de que en ese punto, concebido casi como un Aleph, ese punto único de contenido universal descripto tan magistralmente por Jorge Luis Borges, esté abarcada toda la cuestión de la sociedad; o al menos como si el derecho fuera un edificio panóptico, poseedor de un espacio central desde el que se contemplan todos los elementos de su propia estructura, impermeable a la visión de todo lo que por él sea observado.
Hay otros factores a contemplar, como condicionantes del tratamiento judicial de los conflictos laborales, y por cierto nada menudos:
1.2.1.-  La exclusión social, que es también, e inseparablemente, exclusión jurídica. Esta correspondencia entre la negación de la participación en la sociedad y de las categorías del derecho es la más sintética y evidente demostración de la necesidad de aproximarnos, desde el derecho, a la inclusión social;  y desde ésta a una concepción más abarcadora del derecho social en su conjunto, y de los actualmente denominados  Derechos de Humanidad.
            El derecho del trabajo, por amplia que sea la  cobertura objetiva y subjetiva de sus normas, no alcanza a quienes no disponen del acceso y mantenimiento de ese estatus de pertenencia al ámbito de aquella centralidad social del trabajo. El ‘no trabajo’, o el trabajo puramente ocasional, tampoco aparecen reflejados en los sistemas de seguridad social, que aparecen todavía estrictamente ligados a las fuentes de soporte financiero de los aportes de los trabajadores y de las contribuciones patronales. Por fuera de algunos institutos novedosos, como los de las asignaciones universales por hijo de la Argentina, todos los sistemas de subsidio o de prestaciones conservan la calidad de productos de un asistencialismo sin un soporte jurídico serio sustentado en la correlación de derechos en cabeza de los destinatarios y de deberes en la de los prestadores.
            En esas condiciones, y en las de un nivel de desempleo que, considerado globalmente, parece no tener remedios durables, la sociedad contemporánea recrea constantemente, como uno de sus productos de mayor capacidad de daño, un ejército de ilotas, extrañados y expulsados de su sistema que ha dejado muy atrás el concepto clásico de ejército de reserva del capitalismo (en aptitud y condiciones para relevar al personal activo frente a cualquier contingencia o acciones de los trabajadores y como inhibidor del ejercicio de tales acciones y reclamaciones); puesto que este nuevo ejército extremadamente pauperizado y des/ciudadanizado carece cada vez más de las condiciones y de la cultura indispensables para el desempeño de cualquier tarea en relación de dependencia, aún para las menos calificadas.
            En algunos de nuestros países, y en sus núcleos urbanos, ya hay segundas y hasta terceras generaciones de individuos que no han accedido al trabajo (ni hablemos del trabajo digno), que tampoco poseen la capacitación mínima indispensable para la adaptación a actividades y rutinas propias de la producción y de los servicios contemporáneos, o que habitan en zonas y situaciones tan marginales y distantes de los centros de trabajo como para hacer impracticable la superación de sus limitaciones.
{Un síntoma de esa reproducción de la incapacidad para acceder a un empleo puede encontrarse en los contenidos de las fórmulas que se utilizan para recabar información de los postulantes del empleo, generalmente bajo la forma de ‘declaraciones juradas’ respecto del domicilio del postulante. No solo porque el reconocimiento de la vivienda en barrios, zonas o villas marginales, o incluso en zonas razonablemente residenciales pero alejadas del lugar de trabajo, resultan obstáculos insalvables; sino también porque ese dato es tan relevante para las agencias de empleo o los empleadores, que es el primero que se ocupan de constatar, mediante la pesquisa directa en el domicilio denunciado o en sus vecindades.}
La resultante no se mide solamente en términos de magnitud de la pobreza, ni menos aún de la pobreza calificable como extrema: se trata de la colocación de un número que tiende a crecer de hombres, mujeres, jóvenes, que quedan más allá de las fronteras de la ciudadanía, de la legalidad y del derecho. Es algo así como la vida detrás de las Columnas de Hércules, que se consideraban como el límite del universo vivible, más allá de las cuales solamente podía concebirse un gigantesco precipicio al averno.
En eso consiste, en esencia, aquello que suele considerarse como desempleo estructural y que pone en crisis permanente tanto a valores propios de la legalidad y de la convivencia social como a los característicos de una estructura conceptual basada en las virtudes del trabajo y de la base salarial de la satisfacción de las necesidades personales y familiares.
1.2.2..- La clandestinización de las relaciones de trabajo, que solo se incorpora al ámbito de responsabilidad jurídica por la vía del proceso judicial, su prueba y su decisión declarativa post mortem. Los esfuerzos, pero más que éstos las declamaciones oficiales, parecen colisionar con una arquitectura de un sistema económico en el que el valor venal de las mercancías y servicios es regulado en el nivel mínimo de subsistencia del productor pequeño o marginal, subsistencia que se obtiene, junto con otras vías de irregularidad, mediante el incumplimiento de las obligaciones laborales; y, en el núcleo de ese mismo sistema, con la constante evasión fiscal.
Quizás baste para aclarar este punto con advertir que no se pagan salarios ‘en negro’, normalmente, sino con ingresos igualmente clandestinizados. Puede no haber una correspondencia estricta, de aquellas que se pueden  comprobar en todos los casos con el auxilio de una planilla de cálculos: pero quien negocia, factura y cobra ‘en negro’ tenderá siempre a ocultar del mismo modo sus egresos, gastos, consumos y erogaciones.
{En algún período, y en relación a aspectos aparentemente dinámicos de la actividad que se generaba, se ha llegado a asignar virtudes macroeconómicas a la economía informal, y con ella al trabajo también caracterizado como informal. No solamente en nuestro continente, sino también en el sudeste asiático, e incluso en Europa, cuando parecía ser una clave del desarrollo relativo de algunas regiones del norte de Italia, por ejemplo. En la Argentina, se menciona constantemente una lucha contra ese tipo de ‘informalidad’, aunque se reconoce que al menos un tercio de los trabajadores en actividad siguen en condiciones de clandestinidad y extrema precarización.[4] Pero esas proporciones alarmantes son producto de estadísticas muy parciales, puesto que no contemplan a los que están registrados de manera parcial o incompleta (con falsedad de las fechas de ingreso, o de la jornada diaria o semanal, o del salario efectivamente abonado) en situaciones que conservan en alta medida la extrema limitación de derechos propia de la clandestinización total. Tampoco se miden , en esa estadística formal, las consecuencias de la ficcionalidad de muchas apariencias de cuentapropismo en relaciones jurídicas de trabajo realmente subordinado }
Esto es potenciado, actualmente, por los fenómenos de la genéricamente denominada ‘tercerización’, una desmembración del sistema productivo y de provisión de servicios, en la que usualmente quien ‘terceriza’ puede llegar a obtemer el beneficio de un menor costo final por la vía de la irregularidad o informalidad de las ‘tercerizadas’. Pero no puede omitirse el dato de que la contratación de trabajadores clandestinos o semi/clandestinos, precarizados contra  una terminante garantía constitucional de la protección contra el despido arbitrario, también se verifica con cifras alarmantes en el empleo público: y allí no lo explican suficientemente ni las mismas razones ni los mismos intereses inmediatos.
1.2.3.- La simulación y el fraude laborales, por múltiples vías, muchas de ellas no desprovistas de ciertos niveles de consenso social, o a menos de aceptación como una  suerte de mal necesario o inevitable.
O, incluso, de complacencia normativa. Véase, por ejemplo, la permeabilidad extrema a la clandestinización del trabajo que generan regímenes normativos como los de las pasantías, de la jornada de tiempo parcial, o de regulaciones imprecisas en el régimen de las cooperativas de trabajo. O la comodidad con la que transita, sin los cuestionamientos que merecería en su cotejo con la Constitución Nacional Argentina, y desde hace casi medio siglo, un ‘estatuto’ de los trabajadores de la industria de la construcción que no garantiza ninguna protección contra el despido arbitrario. O  la laxitud normativa que permite, aún en aquellos países que no tengan vínculo alguno con los ‘paraísos fiscales’, el hecho de que se puedan constituir e inscribir sociedades de capital con aportes ridículamente escasos, con los que no se podría afrontar el pago del primer salario de sus trabajadores o el arrendamiento de un mes  del establecimiento.
1.2.4.- La declamación de deberes jurídicos que resulta desprovista de acciones típicas de cumplimiento. Obligando al trabajador víctima de inejecución de deberes jurídicos a extinguir el contrato de trabajo, sometido a los avatares de un interminable juicio para obtener un resarcimiento tarifado harto tardío, se castiga doblemente al trabajador y a sus derechos.
           
            Durante muchos años dicté en la Facultad de Derecho de la UBA un curso sobre la teoría general de las obligaciones laborales, con ideas presentadas por primera vez en una ponencia expuesta en un Congreso (1984) dedicado al análisis de la Ley de Contrato de Trabajo argentina a diez años de la sanción y promulgación de su texto original según ley 20.744 .[5]
            En esencia, aquellas tesis de 1984 no han merecido refutaciones, pero tampoco han contribuido a generar respuestas normativas superadoras. Por eso, sin perjuicio de remitirme a su fuente para no reiterarme, me parece oportuno sintetizarlas del siguiente modo:
ü  La ejecución forzada  forma parte del núcleo del propio concepto de  las obligaciones. El legislador general no vacila en preferir la exigibilidad del cumplimiento, incluso hasta en las obligaciones de hacer, a la conclusión o extinción derivada del incumplimiento.
ü  Ello, al punto de que el ‘deudor’ normalmente no puede exonerarse del cumplimiento ofreciendo satisfacer perjuicios e intereses. En el caso de la legislación interna argentina, el Código Civil funcionó regularmente durante un siglo, hasta su reforma en 1968, sin habilitar otra hipótesis de rescisión contractual por incumplimientos que la existencia de un pacto comisorio expreso.
ü  La primera conclusión es la de que la obligación aparece compuesta por dos elementos: la deuda o el deber, y la órbita de responsabilidad derivada de su incumplimiento o inejecución oportuna. Esta abarcabilidad del concepto de obligación, proveniente del derecho alemán, aparece hoy como universalmente incuestionable.
ü  Esa órbita de responsabilidad no es otra cosa que la coacción, que somete al deudor a la facultad de agresión del acreedor, sea para conseguir el cumplimiento natural del deber omitido, sea para obtener la reparación del daño ocasionado por el incumplimiento; o ambos objetos simultáneamente.
ü  Estas nociones generales debieran ser reforzadas en un ordenamiento jurídico laboral, en el que la dignidad del trabajador y su propia personalidad lucen como bienes jurídicos fundamentales, que rompe con la ficción de la igualdad, la volición y la libertad.
ü  Sin embargo, esto no sucede en la regulación jurídica de las relaciones individuales de trabajo, en la que el enunciado de deberes jurídicos con la eficacia indispensable. Los derechos en cabeza de una de las partes y los deberes de la otra son  presentados en un plexo aparentemente armonioso, y como anverso y reverso de una misma moneda.
ü  Pero si por derechos concebimos el haz de facultades para la defensa de los ‘créditos’ del acreedor, o las instituciones legales complementarias para su tutela, se hace manifiesta la existencia de un desfasaje, que  en el trabajo citado de 1984 describí como un auténtico cortocircuito.
ü  El empleador merece el amparo jurídico para obtener la ejecución forzada de deberes jurídicos del trabajador (facultades de organización, de dirección, disciplinarias, ius variandi, etc) que incluso llegan a la atribución de hacerse justicia por propia mano o detraer porciones de la remuneración; y, en la gran mayoría de nuestros sistemas jurídico-laborales, la rescisión unilateral del contrato con la mera invocación de una ‘justa causa’. Generalmente, mediante decisiones unilaterales y sin contralor inmediato externo, sindical o administrativo.
ü  También el trabajador, mediante el denominado ‘despido indirecto’ tiene el derecho de extinguir el contrato, en casos determinados de incumplimientos serios y graves de los deberes de prestación o de conducta del empleador que no toleren la continuidad del vínculo. Pero no sucede lo propio con la aptitud para poner en ejercicio auténticas acciones de ejecución o cumplimiento, que no solamente no aparecen nítidamente reflejadas en la normativa sino que, cuando las hay, no contemplan ni la ejecutividad inmediata ni pronta ni la vía procedimental adecuada para hacerlas efectivas.
ü  Ese cortocircuito, ese divorcio entre la declaración de derechos y la disponibilidad de acciones de cumplimiento, impone la búsqueda constante de otras vías por las cuales a cada deuda o deber le corresponda un ámbito de responsabilidad, tal como ocurre en el derecho común, en el que no necesariamente esa órbita de responsabilidad deba estar establecida en la misma norma que declara el derecho respectivo, sino en un sistema único para diversos tipos de incumplimientos en no menos diversos modelos de relaciones.
ü  De allí que constantemente se intente recuperar esas acciones de ejecución mediante la aplicación supletoria de normas de derecho civil o común en el ámbito del derecho del trabajo. Sin ellas, pareciera que la única actitud jurídicamente tutelada, como actuación concreta de la responsabilidad del empleador, cuando el contratante ‘in bonis’ sea el trabajador, fuera el despido y sus consiguientes acciones destinadas a la percepción de resarcimientos indemnizatorios y salariales, generalmente pre/tarifados.
ü  Naturalmente, la condición para esa integración de normas del régimen de las obligaciones comunes, impone que para la interpretación y valoración de las normas atrapadas por vía de la articulación por supletoriedad deban ser efectuadas con pleno ajuste a los principios del derecho del trabajo y a su régimen interpretativo.
Pero al estructurar algunos lineamientos de lo que pretendía esbozar como una aproximación a una teoría de las obligaciones propia y específica del derecho del trabajo, no  tomaba debida cuenta de que, aún superado ese cortocircuito, y debidamente organizado un sistema de dotación de acciones de cumplimiento para la ejecución forzada de los deberes jurídicos del empleador, aparecería uno nuevo, consistente en que la facultad de ejercicio de tales acciones por parte del trabajador afectado chocaría frontalmente contra un régimen procedimental y restrictivo del acceso a la justicia y de las garantías que ésta le debe asegurar, inspirado en doctrinas y teorías propias de un universo totalmente ajeno a su realidad: el de la ficción de una igualdad formal de las partes en el proceso,  y de otros obstáculos funcionales de la que por comodidad se ha dado en llamar ‘ley adjetiva’.
Ha llegado la hora de incorporar el análisis de ese nuevo cortocircuito. Porque tenía razón el Maestro De la Cueva cuando sostenía que en el derecho del trabajo la cuestión no consiste en el llenado de lagunas de la ley sino en mejorarla en beneficio de los trabajadores.
1.2.5.- Errores del legislador en la apreciación de datos esenciales de las situaciones de hecho sobre las que operan normativamente. Para no molestar más que con algún ejemplo, véase la solución que propone el art. 157 LCT argentina [6] para mantener el derecho a reclamar las vacaciones no gozadas, o las imposibles cargas de interpelación del art. 207 de la misma ley [7] respecto del descanso semanal incumplido, o para poder reclamar por suspensiones impuestas unilateralmente por los empleadores. O las exageradas cargas de interpelación previa para intentar obligar a regularizar y registrar los contratos de trabajo.
Detrás de la retórica de una protección del derecho al trabajo digno o al descanso,  soluciones disfuncionales, que privan a la norma de consecuencias en la órbita de responsabilidad, como una simple manifestación naturalizada de la real desigualdad de poder.
{Se puede alegar, en descargo del legislador original, que disposiciones de este tipo estaban insertas en un ordenamiento que preveía y daba por descontadas diversas vías de acción y de contralor de los sindicatos en el seno de las empresas, de modo que el ejercicio regular de los derechos laborales tuviera una mayor estructura de soporte funcional que el conocimiento pleno de tales derechos y la disposición al riesgo derivado de su ejercicio forzado por cada sujeto individual. Se trata, en el caso de esas funciones sindicales, del sector más destruido del sentido general de la ley de contrato de trabajo argentina por el obrar del despotismo cívico-militar en 1976. Pero no se puede omitir el que, con amplia posterioridad y en plenos procesos democráticos, se multiplicaron las ‘cargas de actividad’ puestas en cabeza de los trabajadores como condición para conservar sus derechos o para poner en funcionamiento ulterior mecanismos de coerción destinados a garantizarlos:  puede servir de ejemplo el título II de la pomposamente denominada ‘ley de empleo’ Nº 24.013, con su complejo sistema de interpelación fehaciente por parte del trabajador clandestinizado, al que nadie podía acceder sino con la consecuencia inmediata de la pérdida de su empleo.}
1.2.6.- Oposición irreductible entre una parte esencial de la normativa intrasistémica y su control de constitucionalidad y de convencionalidad. En este punto, el modelo ejemplar es la ley argentina 24.557, de ‘riesgos del trabajo’, que ha atravesado cerca de dos décadas de múltiple, profunda e irreductible inconstitucionalidad. Constantemente declarada, tal inconstitucionalidad, y respecto de casi todos sus contenidos, tanto por la Corte Suprema de Justicia de la Nación como por las provinciales y por los tribunales inferiores, pero que sigue rigiendo como normativa aplicable a los accidentes de trabajo y enfermedades-accidentes,  con algunas reformas cosméticas, desde 1995.
1.2.7.- El estrechamiento del ámbito de aplicación de la propia norma, y la proliferación de relaciones jurídicas fronterizas y excluidas, muchas de las cuales – como el teletrabajo- son propias del núcleo de las actuales modalidades de prestación de servicios personales en estado de subordinación económica. Lo que obliga a pensar que o bien se persiste en una tendencia al recorte de derechos laborales de esos trabajadores, o se toma al toro por las astas mediante el reconocimiento de que la tutela de la igualación se debe universalizar hasta alcanzar plenamente a todos quienes se desempeñan en condiciones de subordinación económica.
Me parece indudable que el reconocimiento de una hipótesis o categoría de para/subordinación o de trabajadores parcialmente asimilables solamente es utilizado, allí donde se ha instalado, para recortar derechos de los sujetos comprendidos, y no para ampararlos. 
En una tutela a diferentes velocidades, la velocidad máxima no se altera, y estará representada –a lo sumo- por el estándar previo; y las velocidades inferiores o menores corresponderán a niveles  igualmente inferiores o residuales del mismo tipo de tutela. Salvo que lo incorporable lo  sea,  no en materia de derechos laborales sino en sistemas previsionales o propios de la seguridad social, aquello que decididamente está fuera de la subordinación laboral, que  no es otra cosa que el trabajo humano realmente autónomo.
1.2.8.- La persistencia de mecanismos administrativos de más que dudosa constitucionalidad, como la calificación de las medidas colectivas de acción directa; y el exceso en otros, como la conciliación obligatoria. Que tiene diversos elementos añadidos, como la deficitaria tarea de contralor en el encuadramiento normativo y convencional, y que conduce a una multiplicación de los conflictos intersindicales por superposición de órbitas estatutarias de abarcamiento. Y porque los órganos sindicales de tercer grado a los que la ley habilita en mi país para solucionar esos diferendos, dejan librados esos conflictos a la pura expresión de la relación de fuerzas.
1.2.9.- La impunidad y tolerancia jurídica de múltiples formas de incumplimiento de esenciales deberes de las empresas respecto de la libertad y la autonomía sindicales. Para ese resultado interactúan la insuficiencia del contralor estatal y, en muchos casos, la inercia o complicidad de dirigencias de los propios sindicatos.
1.2.10.- Similar impunidad y tolerancia jurídica de la irrealización de la libertad y democracia sindical en el seno de las propias organizaciones gremiales.
1.2.11.-  La ineficiencia e insuficiencia de un sistema de contralor y de ejercicio del poder de policía, y de arsenales útiles y rápidos de medidas de coerción eficientes. Medidas administrativas como las multas suelen ser menos gravosas para el patrimonio del  infractor que el cumplimiento de la ley; y las clausuras de establecimientos se descalifican para una porción no desdeñable del imaginario social como si fueran solamente  perjudiciales para la preservación de las fuentes de trabajo o para los derechos del consumidor frustrado.
1.2.12.- La inexistencia práctica de un adecuado régimen de derecho penal laboral, que para determinados incumplimientos graves apareje sanciones personales realmente significativas para inducir las conductas debidas. Los más que modestos avances en esa dirección, como las leyes penales tributarias, no solo son ineficaces sino que han sido dictadas teniendo en vista, como bien jurídico tutelado, al orden fiscal y no al laboral. Pecado éste que es común a diversas técnicas de utilización de herramientas normativas para reducir el empleo ‘informal’, cuyo objetivo principal es el de generar ingresos fiscales o sanear cuentas deficitarias en el sistema previsional.
1.2.13.- Un método de negociación colectiva que contiene elementos deformantes de la libertad de negociación que hace a su esencia: la limitación de contenidos de lo negociado, muchas veces impuesta por la prioridad absoluta que se debe otorgar a las cláusulas estricta o directamente salariales, y otras tantas por el ejercicio excesivo del control de oportunidad. Los fenómenos inflacionarios y su permanencia, con el deterioro constante del poder adquisitivo de los salarios, obligan a priorizar de tal modo la cuestión salarial en sentido estricto que en el curso de la negociación se esfuman o diluyen temas importantes concernientes a las condiciones de trabajo, incluso  los esenciales relativos a derechos a la indemnidad integral en el empleo.
Esa misma inflación, o sus riesgos, estimula y reproduce ese control de oportunidad  y frena la libre negociación. Ya no solamente en nuevas conquistas o en una real adecuación a las condiciones objetivas modificadas en el transcurso de la vigencia de convenios anteriores, sino en francos retrocesos respecto de lo ya adquirido, que suelen aparecer con demasiada frecuencia como una moneda de cambio, un precio a pagar por el reconocimiento de un aumento salarial .
Esos datos, y otros que pueden añadirse para señalar adecuadamente los desajustes entre las dos fuentes de apreciación del derecho social –y especialmente del laboral- , la derivada del análisis de la conflictividad y la de su reflejo en el sistema normativo, ponen en primer plano el rol creativo, dinámico, defensivo y progresivo, de los juslaboralistas, tanto como el de los legisladores y de los jueces en sus respectivas esferas.
{ Este rol no ha sido pequeño, ni mucho menos despreciable, tanto en el desarrollo como en la recuperación y superación de las categorías de derechos conculcadas.  A guisa de ejemplo, en 1996/97, cuando se trabajaba en la Argentina para el tratamiento de un tema central, el de la discriminación en el empleo, en el XV Congreso Mundial de la materia, casi parecía que se intentaba arar en terreno jurídicamente virgen. El Informe Nacional Argentino sobre Discriminación en el Empleo apenas si fue publicado en una revista jurídica nacional, la revista ‘Derecho del Trabajo’ de la editorial La Ley, y ni siquiera en su sección ‘Doctrina’ sino como una simple información y en tipografía reducida. Muy pocos años más tarde, y con consignas como las del documento de la OIT sobre la hora de la igualdad en el empleo, o luego con el enunciado del derecho a la no discriminación como uno de los ‘derechos fundamentales’ comenzó a operarse una notable transformación; que hoy conmueve hasta los cimientos que parecían más estables en las relaciones individuales de trabajo, como la inexistencia de una real tutela del derecho a la estabilidad en el empleo.
Contemplar la evolución en la comprensión y abordaje del tema en los pocos años transcurridos desde 1996, es la mejor demostración de la utilización del instrumental jurídico para aproximar las dos realidades: la de la conflictividad social y la de su reflejo superestructural jurídico.}
En eso parece consistir, afortunadamente, el cometido del jurista comprometido con las necesidades del desarrollo social. Pero no desde un optimismo vacuo, sino desde el reconocimiento de que, como dice Luigi FERRAJOLI , en su discurso sobre “Las Libertades en el Tiempo del Neoliberalismo”,[8] sobrevuela sobre las relaciones sociales una “devaluación del cuerpo, valorado como fuerza de trabajo en los orígenes del capitalismo y hoy depreciado, en el actual mundo globalizado, porque siempre resulta excedente y superfluo”.- Allí, en esa excedencia, en ese disvalor,  nos sigue diciendo Ferrajoli, “ reside el mayor peligro para el futuro de las libertades y de la democracia.”
La aceleración de la renovación del conocimiento, con la consiguiente limitación del valor de la experiencia de cada sujeto productor, los modelos de competencia en los que la precariedad laboral, los bajos salarios, la pobreza y la marginación siguen siendo dimensiones problemáticas,  -formas un tanto eufemísticas que gozan de la predilección de autores de discursos oficiales - y la precarización que parece inescindible de una sociedad de información y conocimiento, no conducen a una reducción sino a la ampliación de las hipótesis de conflicto social y de los trabajadores abarcados por esa conflictividad.
Sin esa percepción e interacción, el derecho del trabajo no trasciende ni supera una opacidad retórica.- Esa opacidad  no puede sino reproducirse en el tratamiento jurisdiccional de los conflictos individuales y colectivos del trabajo: que es una porción importante y singular de la conflictividad social constante, necesaria y, en última instancia, determinante del propio desarrollo de la sociedad.
Su encuadre judicial, en consecuencia, está condicionado en dos aspectos: el derivado de una objetivación y aquello que he denominado CASIFICACIÓN  para referirme a la versión del conflicto como un ‘caso , subsumible en una tipología montada sobre la pluralidad de conflictos similares y la alienación de sus datos singulares y subjetivos; y el resultante de un insatisfactorio soporte normativo - que si bien parcialmente puede ser corregido mediante una interpretación dinámica, un celoso control de constitucionalidad, y un nivel de sensibilidad indispensable para una judicatura especializada - no deja de ser limitante del diagnóstico jurídico y de su tratamiento en el proceso judicial.
Esta es una premisa que antecede, lógicamente, a las que se analizarán en los capítulos siguientes: el del régimen procesal y su adecuación para su utilidad como medio de realización de la normativa laboral; el de la función y responsabilidad de los jueces y funcionarios judiciales; el de las garantías y métodos para disponer de cuadros profesionales aptos para cumplir con esa función y con esa responsabilidad; y, finalmente, el del papel de la abogacía litigante y el de la ciudadanía toda y su articulación con la administración de justicia.
2.- EL PROCEDIMIENTO LABORAL COMO FORMA DE REALIZACIÓN DE LOS PRINCIPIOS Y LAS NORMAS DEL DERECHO DEL TRABAJO. [9]
En el trabajo referenciado en el título de este capítulo apuntábamos a lo que considerábamos un nudo gordiano en la búsqueda de nuevas claves de bóveda para una eficiente tipología procesal laboral: el de la acomodación o ajuste de los regímenes específicos procesales (y sus principios dominantes) a los principios del Derecho Laboral.
En un reexamen de ese punto de partida, creo hoy que era adecuado, si entendemos (la cita original era de Ortega y Gasset) que todo conocimiento es la contemplación de algo a través de un principio. Y es evidente, que la toma de distancia respecto de ese ‘principio’ conduce a una torre de marfil, o bien a satisfacerse con la trascendencia de la pura realidad, aún despojada de valores culturalmente indispensables.
Pero me parece que, con ser importante, la cuestión de esa comparación de principios, si bien permite una aproximación a la necesidad de armonizar lo dicotómico, lo incompatible y lo ilógico, no resuelve la totalidad de los problemas que resultan del cotejo entre esa múltiple funcionalidad de los principios del derecho –en particular los del derecho del trabajo- y la problemática sumamente compleja de su traslación al ámbito en el que su reconocimiento, y el de las normas que los traducen, se ha de garantizar su vigencia y eficacia en concreto a través del proceso y de la sentencia judicial.
2.1.- LA DEL PROCESO LABORAL ES UNA ‘CUESTIÓN DE FONDO’.
Una vieja cuestión, algo esclerosada sin haber llegado nunca a ser debidamente clarificada, es la de determinar si el derecho procesal del trabajo es una subrama del derecho procesal general o común, si en otro extremo aparente es una subrama instrumental del derecho laboral; o si, en rigor, merece el tratamiento correspondiente a una rama autónoma del Derecho.
El primer y más evidente de los graves inconvenientes que nos propondría el aceptar la primera de esas variantes sería el de tener que admitir, con ello, que estaríamos en un reinado absoluto del principio de la igualdad de las partes (formal, pero que se traduce inevitablemente en los resultados reales), allí donde se debe interpretar y aplicar un derecho tutelar, igualador, compensador de desigualdades.
La simetría forzada entre el proceso laboral y el procedimiento común, que parte de otros supuestos de menores niveles de desigualdades, al menos en lo comparativo, conduce a una pendiente  en la que la teoría de la prueba, su apreciación y su valoración, adolecerán de los principales signos de cualquier prelación jurídico-procesal de los trabajadores, ni de tutela de la indemnidad de sus créditos alimentarios.  En ese trabajo antecedente al que me refiero, decíamos que esa postura implicaba tanto como la irrealización garantizada de los derechos que el proceso judicial, y la actividad jurisdiccional que lo tenga como marco, tiene que asegurar y hacer cumplir coercitivamente.
Tampoco es cuestión de pensar, al menos por ahora, en una autonomía científica del derecho procesal laboral. Entre otras razones, porque en realidad las ramas en las que se organiza el pensamiento en torno de los temas jurídicos, que no pueden desconocer la unidad del derecho, tienen mucho que ver, todavía, con su propio origen didáctico. Pero, en hipótesis, sería al menos una de las vías posibles para entender que aquello que debe regir su metodología, sus ritmos, sus mecanismos de búsqueda de aproximación a una verdad histórica relativamente asible, depende de una conexión con el derecho de fondo, con técnicas y características demasiado diversas de las que provienen de una pura acomodación o adaptación de las reglas pertinentes a otros tipos de procesos.
Hace unas tres décadas, reunidos en un seminario en Perú destinado al tratamiento de un tema de la vastedad del de  la bases para una ley general del trabajo, y en su quinta sesión, dedicada a los procesos laborales y su autonomía científica, dogmática y normativa, los notables juristas convocados coincidieron en afirmar que el derecho procesal civil o común no se adecua a los fundamentos, principios y particularidades del derecho del trabajo ,en especial con su carácter protector, del que deriva la irrenunciabilidad de los derechos que consagra. Pero añadían que la remisión, el reenvío o la reproducción (así fuera a título subsidiario) de normas procesales comunes “ha dado en casi todas partes resultados insatisfactorios”; por lo que es deseable que aquello que se procure sea un sistema normativo propio lo más completo y autosuficiente que sea posible.
{A esa distancia en el tiempo se valoriza mucho más dejar constancia de algunas de las personalidades que participaron y que coincidieron en las conclusiones: Wagner Giglio, Helios Sarthou, Pasco Cosmopolis, Federico Zegarra Guernica, Antonio Vazquez Vialard, Héctor Barbagelata …}
A la hora de traducir en propuestas esas ideas, transcribo uno de los párrafos del documento:
“Conforme a lo anteriormente establecido, resulta igualmente deseable que la ley invista a la magistratura laboral de facultades especiales de dirección, de control y de decisión que posibiliten una actividad procesal más inquisitiva. La efectiva oralidad y la presencia del magistrado en todos los actos del proceso, que son condición para el logro de la imprescindible expeditez, (sic) economía y celeridad en las actuaciones de la justicia del trabajo, deben ser tenidas especialmente en cuenta y aseguradas de manera eficiente. Debería examinarse, también, la posibilidad de contemplar el instituto de la decisión anticipada y la habilitación al magistrado para adoptar medidas precautorias y provisionales que eviten la frustración de las expectativas y prevengan daños innecesarios”.
En todos los casos, no solamente se trataba de académicos de primerísimo nivel continental, sino también de grandes profesores universitarios. Pero lo cierto es que sus ideas y ambiciones de actualización del sistema judicial no tenían, ni lo han tenido luego, un espacio de cabal acogida en la generalidad de las cátedras y de las currículas de la enseñanza universitaria del derecho.
En las cátedras específicas de derecho del trabajo, o de derecho del trabajo y de la seguridad social en mi propia Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, lo normal sigue siendo una preferencia o privilegio pragmático para el desarrollo de determinados institutos o sub-ramas por sobre otros; y entre esos otros, menoscabados, está todo lo atinente al procedimiento laboral.
 Así, por razones que es difícil desvincular de sus  aspectos ideológicos, en las materias básicas de la disciplina laboral se aplican los mayores desarrollos de las escasas horas-cátedra a las instituciones del derecho de las relaciones individuales de trabajo, centrado en los vínculos contractuales entre el trabajador individualmente considerado y su empleador; en detrimento y desconsideración relativa de las relaciones colectivas y sus categorías fundamentales (el derecho sindical, el derecho a la negociación colectiva y el derecho del conflicto), y del propio derecho de la seguridad social  .
El derecho procesal del trabajo, aunque esté inserto en los programas de tales materias básicas, o no alcanza a ser enseñado, o lo es en una panorámica descriptiva y a/crítica basada en su pura base normativa. Tampoco abundan los cursos dedicados al tema en los planes y ofertas correspondientes al ciclo profesional orientado, no es siquiera materia de cursos obligatorios para los estudiantes que hayan elegido como área de especialización el derecho del trabajo y de la seguridad social; y aparece infra/valorado en los cursos de posgrado, en las carreras de especialización y en los doctorados. Como en una clásica película cinematográfica argentina dirigida por María Luisa Bemberg, “de eso no se habla”, o se habla poco y con enunciados muy generales y bastante conformistas.
No me merece ninguna duda la aseveración producida, para la misma época de aquel encuentro del Perú, en las VIIIas. Jornadas Argentinas de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, realizadas en Bariloche, en el sentido de que “el orden procesal no es otra cosa que el cúmulo de normas y principios de procedimiento aptos para poner en movimiento los derechos reconocidos por las leyes de fondo”, premisa de la que derivaba necesariamente la de que no cumple su misión si no se ajusta y adapta a dichas leyes. Decía uno de los autores que el efecto de la protección de las normas laborales resultaría nulo, si sus finalidades sociales no se establecieran en el proceso, esto es, en el campo en el que deben hacerse efectivas. Y para ejemplificar, se refería a la incongruencia de que subsistan serias desigualdades y dificultades del sujeto principal de los derechos laborales para acercar y producir la prueba de su razón.
Mauro Capeletti sostenía con justeza que los mecanismos del proceso constituyen un instrumento para el amparo de los titulares de derechos: ergo, tanto más perfecta será una técnica jurídica cuanto más se adecue a los derechos sustanciales que pretende tutelar. Y Trueba Urbina, ubicando al derecho procesal del trabajo como DERECHO SOCIAL, decía que se trata de “un conjunto de principios, instituciones y normas que, en función protectora,  tutelar y reivindicadora, realizan o crean derechos a favor de los que viven de su trabajo”; y que esa porción del derecho social “es incompatible con la teoría del proceso, que descansa sobre la autonomía de la voluntad y la igualdad de los hombres ante la ley.”
            Estos argumentos y la autoridad indiscutible de sus principales sostenedores, nos llevaron a intentar, en un análisis de un novedoso proyecto de código procesal del trabajo que para entonces tenía estado parlamentario en Bolivia , pero de cuya suerte ulterior no tuvimos noticia positiva alguna, un cotejo entre su forma de aproximación a la regulación conforme a los principios generales del derecho del trabajo y algunos déficits que nos permitíamos marcarle.
2.2.-  EL ESQUEMA DE UNA CONJUGACIÓN DE PRINCIPIOS.-
En ese proyecto que tomábamos como referencia concreta, y en sus fundamentos, encontrábamos una seria intención por producir avances en ese terreno áspero –y en cierto modo riesgoso- por el que hay que transitar para producir (literalmente) un régimen procedimental que, sin dañar el derecho de defensa, se adecuara a lo que los Tratados Internacionales, los Convenios Internacionales OIT, otros pactos, las constituciones y las leyes internas, imponen como reglas diferenciales o principios generales y especiales del derecho del trabajo. Pero obviando las críticas o insuficiencias que destacábamos entonces, podría trazar un cuadro actual que refleje aquello que quiero transmitir como mis propias opiniones. En este cuadro no hay un orden de prelación, y reconozco que en algunos aspectos la ubicación merecería ulteriores correcciones y ajustes.
{Me permito sugerir, como aproximación a otro método posible de abordaje del mismo problema de los principios del derecho procesal del trabajo, la lectura del trabajo de María del Carmen Piña que con el título de “Principios del derecho procesal del trabajo. Una revisión acorde con los tiempos” ha sido publicada en “Procedimiento Laboral-III”, Revista de Derecho Laboral, ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 2008-1, pags. 19 y ss, donde se enfatizan e ilustran como tales al principio de oralidad, al de concentración, al de celeridad, al de inmediación, al de concentración  y al activismo judicial. Otro autor, Jorge Bermúdez, en el Tratado dirigido por Ackerman y coordinado por Tosca, se ocupa de clasificar aquellos que considera que difieren o no se corresponden con los del proceso ‘común’, citando como tales al principio de desigualdad compensatoria, al principio de veracidad y al de indisponibilidad, añadiendo luego el de gratuidad. Pero, en este caso, claramente se expone la idea de que no hay que diferenciar los lineamientos generales de la teoría del proceso de los que informan el derecho procesal del trabajo, salvo en algunos aspectos en los que conviene otorgar eficacia a la respuesta jurisdiccional a un conflicto en materia laboral.}
Del principio protector o tutelar cabía derivar, como su correlato necesario:
§  La gratuidad procesal para el trabajador reclamante.
§  Un procedimiento brevísimo y que no dificulte el curso del principal para el examen de situaciones en las que el beneficio de gratuidad pueda extenderse a la responsabilidad por costas.
§  La carga dinámica de la prueba, de modo que ella recaiga no solamente sobre quien afirma un hecho sino, y especialmente, sobre quien tenga la real posibilidad de acreditarlo o de probar la negativa.
§  La inversión total de la carga de la prueba en determinadas situaciones fácticas, de las que pueden servir de modelo de referencia los conflictos derivados de discriminaciones segregatorias, de violencia o de acosos; supuesta la existencia de indicios que acompañen el reproche y el reclamo.
§  El corolario ‘in dubio pro operario’ en materia de valoración de las pruebas, que es la única vía razonable para superar ese proceso de incerteza en el que suelen desarrollarse los procesos.
§  La inmediación, en tanto –adecuadamente ejercitada- contribuye a reducir el espacio de las desigualdades, incluso las culturales,  con las que los distintos sujetos arriban al proceso y lo transitan.
§  Tratamientos específicos garantistas respecto de la eficacia de los acuerdos extrajudiciales y prejudiciales, de los regímenes de conciliación laboral administrados por órganos de otros poderes, con regulación de la revisibilidad judicial de acuerdos homologados.
Del principio de primacía de la realidad derivarían:
§  La dirección inquisitiva del proceso.
§  La sencillez y oralidad.
§  La propia inmediación, en la medida en que facilita la racionalización y simplificación de los temas de la controversia con control instantáneo de las partes.
§  La lealtad procesal.
§  La garantía de la doble instancia. Para lo que es preciso advertir que debe ser correlativa de una limitación de las condiciones para la interposición de recursos o para su tratamiento en segunda instancia, que puede o no abarcar el monto de litigio o de la condena, en su caso, pero que en lo fundamental debe estar orientada a evitar dilaciones procesales, tácticas recursivas innecesarias y recargo innecesario de tareas de los tribunales respectivos.
§  La veda de terceras instancias ordinarias, de casación o de tratamiento de cuestiones constitucionales, sin perjuicio del mantenimiento de los recursos de naturaleza extraordinaria ante las Cortes Supremas u otros tribunales de igual jerarquía con competencia específica relativa a la constitucionalidad de las normas o de la arbitrariedad de las sentencias.
§  Las hipótesis de revisibilidad en el caso de  sentencias írritas.
Del principio de indemnidad del trabajador surgirían:
§  La prelación jurídico procesal del trabajador.
§  La cautela en la denegación de beneficios.
§  La determinación de las presunciones regladas, así como de las presunciones ‘hominis’ y de la naturaleza del haz de indicios que hayan de derivar en ellas.
§  La solidaridad obligacional pasiva de las personas físicas que integran o dirigen a las personas jurídicas , así como las de las empresas intervinculadas, de modo que ni el proceso ni las garantías de defensa en el mismo resulten ajenas a la penetración de la personalidad colectiva y a sus desarrollos jurídicos sustantivos.
§  La ampliabilidad de la condena y de su ejecutabilidad contra el actual responsable, especialmente en los supuestos de transferencia o relevo a cualquier título del establecimiento, de la empresa o de su explotación.
§  La tutela integral del crédito del trabajador frente a las hipótesis de insolvencia o de insuficiencia de los medios coercitivos para obtener el cumplimiento ‘in natura’ de las condenas por el obligado.
§  La intangibilidad del valor adquisitivo de la moneda de pago y la precisión normativa del múltiple carácter de las tasas de interés judicial, de modo de evitar que el titular del crédito pueda verse obligado a transformarse en un mutuante forzado o involuntario, y que sea favorecido su deudor condenado por las consecuencias de su propia mora.
§  La admisión procesal de medidas cautelares especiales, como el pago de salarios de continuidad durante la sustanciación del pleito, en las situaciones que la propia regulación establezca.
§  La celeridad, como un punto nodal de la regulación del procedimiento. Comprensivo, a su vez, de
·         Economía procesal
·         Concentración
·         Impulso de oficio
·         Contralor estricto de que las conciliaciones o transacciones reflejen y revelen una justa composición de los intereses litigiosos.
·         Irrecurribilidad de las resoluciones interlocutorias y efecto diferido en la concesión de recursos durante la sustanciación del litigio
·         Regulación específica  de procesos urgentes:
o   Las acciones de amparo
o   Los procesos cautelares
o   Los anticipos de tutela
o   Los procesos ejecutivos para el cobro de salarios impagos
o   Las acciones sumarísimas de amparo de la actividad sindical y de exclusión de tutelas sindicales.
o   Las acciones sumarísimas relativas al abuso, violación de los límites legales o exceso en el ‘jus variandi’.
o   Los procedimientos para la reinstalación en el empleo en el caso de despidos en violación de tutelas sindicales o discriminatorios, lato sensu.
Del principio de progresividad, extraeríamos, al menos:
§  La garantía de la vigencia del ordenamiento procesal existente al tiempo de los hechos de la causa, en aquellos supuestos en los que las modificaciones que pudieran efectuarse perjudicaran derechos de los afectados , especialmente en materia de ofrecimiento, producción y valoración de las pruebas.
§  Y,  luego, la veda de modificaciones ‘in pejus’ de la propia normativa procesal.
Insisto en considerar que estoy trabajando en un esquema en borrador, en la búsqueda de aquellos principios del derecho procesal laboral, o de su regulación normativa en concreto, que los pongan en correspondencia plena con el objeto del derecho de fondo en materia de regulación de la conflictividad social específica del derecho laboral.  Y es en ese carácter,  tan sujeto a la crítica como al enriquecimiento, que lo expongo en este ensayo.
2.3.- ALGUNOS COROLARIOS DEMOSTRATIVOS DE LA NECESIDAD DE TRANSFORMACIONES.-
2.3.1.- LA PRUEBA DE CONFESIÓN.-
En cuanto se advierta que no puede sostenerse , en el procedimiento laboral, el principio propio del procedimiento general o común de igualdad formal de las partes, ha de resultar igualmente evidente que no puede mantenerse ,allí donde aún subsista como medio probatorio eficaz y dominante, el signo de igualdad en lo relativo a la prueba de confesión (en algunos casos denominada como ‘declaración’ de las partes) y su forma de ‘absolución de posiciones’. Máxime cuando ellas tienen tantos alcances y eficacia probatoria como para equiparar la confesión expresa a la ficta, con efectos que invierten la carga probatoria, ya sea sobre el propio contenido de los interrogatorios o sobre las afirmaciones efectuadas en el proceso por quien interroga.
{No desconozco las virtudes que puede tener, en la oralidad, una inmediación inteligente que contribuya a superar diferencias culturales y de experiencia en el litigio. Pero acoto que en la jurisdicción en la que me he desempeñado como juez, éramos muchos, y siguen siendo muchos, los que desestiman o postergan para un supuesto posterior a la producción de todos los restantes medios probatorios, la admisión de ese medio de prueba. En lo demás, me remito al tratamiento dado a este punto en las pags. 18 a 22 de nuestro trabajo “Los principios del Derecho del Trabajo en el Derecho Procesal, ya citado en nota ‘8’.}
2.3.2.-  VALORACIÓN DE LA CONDUCTA PROCESAL DE LAS PARTES.-
No se trata de considerar aquí, las sanciones que la ley autorice o determine para los supuestos de conductas temerarias, maliciosas, contradictorias o dilatorias en el curso del proceso, sino de admitir en el propio régimen procesal que la conducta de las partes en el juicio es una fuente de convicción, equiparable a una presunción contraria a las postulaciones de quien viola el deber de cooperación, o retacea el aporte de elementos idóneos para dilucidar el conflicto.
No se trata de poner en tela de juicio a las posibilidades sancionatorias de los jueces para supuestos de inconductas procesales, sino de regular consecuencias presuncionales, especialmente en materia de valoración e interpretación de las pruebas, para tales supuestos: pues las sanciones no reparan las consecuencias dañosas que sufre quien padece tales comportamientos en el curso del litigio, y que pueden llegar a afectar su resultado, tanto como la oportunidad de su ejecución.
2.3.3.-  EL PRINCIPIO DE CONGRUENCIA Y LAS SENTENCIAS PLUS PETITA.
No me refiero, en lo específico, al caso nacional argentino, o al menos al de su jurisdicción ‘nacional’ en el que la ley procesal específica autoriza a fallar ‘ultra petita’ en tanto veda hacerlo ‘extra petita’.
El principio de congruencia, bien definido por Jorge W. Peyrano, en “El Proceso Civil. Principios y Fundamentos” como la exigencia de que medie identidad entre la materia, partes y hechos de una litis incidental o sustantiva y lo resuelto por la decisión jurisdiccional que la dirima, no admite una lectura ritual que excluya, a condición de que se tutele la garantía oportuna de la defensa, la citación judicial de quien pudiera considerarse obligado no habiendo sido citado por el actor; o la posibilidad concreta de merituar hechos constitutivos, modificativos o extintivos producidos durante la secuela del pleito, aunque no hubieran sido invocados o admitidos como hechos nuevos.
Los códigos procesales laborales debieran incorporar, incluso por razones de seguridad jurídica, el principio ‘iura novit curia’,  de modo de dejar en claro que corresponde al juez la calificación de la relación sustancial y determinar las normas que la rigen, pudiendo prescindir tanto de la fundamentación jurídica de las partes como resolviendo en contra de ellas.
Reconozco que se trata de un tema que tiene su asiento final en la articulación necesaria entre el proceso y el bloque de constitucionalidad, de modo que el propio proceso sea constitucional.
Se trata, entonces, de apreciar las líneas de tensión entre las garantías del debido proceso constitucional y el apego excesivo o el desapego igualmente excesivo al principio de congruencia: entre el privilegio de la seguridad jurídica y el ‘thema decidendum’, y la eficacia del sistema judicial, elastizando la ecuación entre las cuestiones articuladas y la sentencia. Pero, al inclinarme por esta segunda postura, me permito considerar útil su precisión en la codificación procesal específica. 
También se trata de una especie de ‘match’ irreal entre la seguridad jurídica y el activismo judicial, en el que éste último, que va progresando ideológico y funcionalmente, permita que se amplíe el horizonte, de modo de que el juez pueda admitir, fundadamente, que una cuestión insuficientemente expuesta pueda integrar el debate cuando debió o pudo ser contemplada por la defensa en su oportunidad. [10]
Pueden existir, y de hecho existen, muchos otros ejemplos de necesidades de ajustes en cada una de las normativas nacionales o locales actualmente vigentes; de modo que han de entenderse los supuestos contemplados en este acápite como lo que son: meros ejemplos de aquello que pueda considerarse no suficientemente reflejado en la legislación procesal laboral.
2.3.4.- SOBRE LOS MÉTODOS ALTERNATIVOS DE SOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS.
Resultaría mucho más que prudente tomar en debida cuenta lo que dice la Convención Americana de Derechos Humanos, en su art. 8º, sobre Garantías Judiciales: “Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones en el orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter.”
La tutela judicial efectiva, y el derecho irrestricto al acceso a la misma, ponen en zona de crisis constante a diversas vías de aquellas formas singulares de extinción de los procesos (en especial la conciliación y la transacción), en cuanto pudieran afectarse derechos irrenunciables o indisponibles de los trabajadores;  pero muy especialmente a esas vías francamente alternativas y retardatorias o inhibidoras de ese derecho al acceso inmediato y oportuno a la justicia, tan estimuladas por organismos supranacionales, por el Banco Mundial, y que se traducen en regímenes de conciliación laboral obligatoria previa, o de acuerdos administrativos de apariencia ‘espontánea’, que alcanzan los efectos propios de las sentencias judiciales definitivas, desprovistos no solo del garantismo judicial sino de toda cabal protección e igualación de situaciones, de modo que, además de ser una justa composición de intereses litigiosos o controversiales, también reflejen la libre volición de quien concurre a tales acuerdos.
Tanto estos como el resto de los acuerdos extrajudiciales, deben ser materia de un examen desde la técnica de elaboración de un código de procedimientos laborales, pues es necesario ampliar y regular adecuadamente su impugnabilidad en esa sede judicial que también se configura como derecho irrenunciable. Se dirá que eso puede conspirar contra la seguridad jurídica de tales convenios, pero no que por eso no se deba contemplar las situaciones de desigualdad objetivamente comprobable, los estados de necesidad, de indefensión, tanto como las situaciones de simulación, ocultamiento, dolo y fraude, intimidación y violencia, que puedan verificarse en cada caso singular.
{La experiencia argentina es elocuente, aún considerando la obligatoriedad formal de la asistencia jurídica de la que debe gozar el trabajador en la conciliación obligatoria, tan fácilmente sustituible por profesionales que no han tenido contacto previo alguno con su aparente cliente, cuando no por abogados llevados por la propia empresa empleadora. Pero puede ser aún más grave en otros países  -se verifica en Brasil, por ejemplo- donde no solamente puede no ser obligatoria la asistencia jurídica, sino que se llega a excluir o a impedir el acceso,  por diversos medios muy poco amables, a los abogados particulares que concurren a asistir a sus clientes.}
El celo que debe aplicar el juez o la autoridad administrativa facultada para la homologación de convenios conciliatorios o transaccionales debe tener como premisa la apreciación de inexistencia de renuncias a derechos indisponibles, mínimos garantizados por la legislación laboral o los convenios colectivos. Eso es muy difícil de conseguir allí donde al tiempo de la actuación conciliatoria no se cuente con un elemento indispensable, como lo es el contenido y fundamentación de la contestación de demanda o del reclamo del trabajador.
Si bien la abreviación deseable de los procesos laborales contribuiría a reducir el riesgo de soluciones que contemplen el pájaro en mano antes que los ciento volando, no es razonable admitir que ese riesgo de la duración del litigio opere como factor de presión o convictivo para quien concurre a esa negociación con plena subsistencia de sus condiciones de desigualdad o, muy frecuentemente, en típicos estados de necesidad. Pero eso solamente se puede conseguir mediante la inmediación, la prudencia judicial o la del funcionario habilitante, y la creación de las condiciones de equilibrio de negociación indispensables.
En la práctica de la gestión conciliatoria, al menos en la instancia judicial, suelen contemplarse como datos invariables de la realidad algunos que provienen de nuestras propias debilidades o dificultades para alcanzar pronta y eficazmente la realización plena del derecho a través de la sentencia, o mediante la obtención de medidas cautelares o anticipatorias, así como la ejecutabilidad inmediata de aquella porción de los créditos reclamados que no hayan sido expresa y fundadamente desconocidos.
2.3.5.-   LA NÓMINA ES AMPLIABLE.
Han de quedar pendientes muchos otros temas, sin duda. Uno de ellos es el de un tratamiento absolutamente diferencial del sistema procesal común u ordinario, en orden a las garantías del justiciable, mediante la autoridad y el contralor que efectivamente pueda hacer la administración de justicia respecto de la función de los peritos técnicos auxiliares, que a mi juicio debieran ser oficiales, en el sentido de formar parte del elenco del propio Poder Judicial.
Otro es el de la regulación de las vías procesales sumarísimas, de los procesos de amparo,  del trámite del juicio ejecutivo para el cobro de salarios adeudados, trámites específicos y abreviados para acciones declarativas de certeza, y la inclusión entre éstas del supuesto de la pretensión jurídica de obtener certeza acerca de la materialidad de un vínculo abarcado por las leyes y convenciones colectivas laborales.
Las acciones de clase, que no pueden ser transplantadas sin más de los modelos del derecho anglosajón, pueden contribuir a una real mejoría en orden a la eficacia y alcances de los pronunciamientos judiciales firmes.
También serían computables temas como el de la legitimación activa concurrente, tanto de sindicatos como de otras entidades de representación de intereses colectivos difusos, que no deben estar ajenas de ningún estudio tendiente a mejorar el ámbito y la eficacia del proceso laboral. En el informe sobre el estado actual del sistema de relaciones laborales en la Argentina al que hice referencia en otro punto de este trabajo y en su nota ‘2’, se llega al proponer (ver pag. 191), no solamente una ampliación de los sujetos legitimados para efectuar reclamaciones en defensa de los derechos individuales del trabajador, “que supla la incapacidad de reclamación de éstos ante el temor a sufrir represalias o perder el empleo”, sino también la institucionalización de un ómbudsman’ o defensor del trabajador, al que la ley pudiera “reconocer facultades para denunciar estas situaciones y para promover acciones en beneficio de los trabajadores impedidos de accionar” (id., pag. 184), sin perjuicio de las que posean  el Ministerio Público del Trabajo , debidamente dotado de medios y de funciones similares a las de la policía del trabajo. Propuesta que sería superflua o de pura acumulación burocrática si esas funciones de policía del trabajo estuvieran satisfactoriamente cubiertas por las autoridades de aplicación existentes, bien distribuidas humana y geográficamente, y dotadas de los medios y recursos adecuados para cumplir adecuadamente tales tareas.
La habilitación del sustento procesal para diversas hipótesis de ampliación de las responsabilidades subjetivas, que permitan superar sin mengua de las garantías de la defensa aquellas situaciones en las que acaban frustrados los derechos de los trabajadores tras su ejercicio contra empleadores reales o aparentes, o personas de existencia ideal, merecen la consideración de su tratamiento por vía incidental; con una regulación acorde a un tratamiento breve, y no a una revisión integral de aquello que ya estuviera tratado y contenido en una sentencia pasada en cosa juzgada.
Estos y otros ejemplos sirven para validar mi ambición de que éste no sea otra cosa que un trabajo abierto a un posible enriquecimiento colectivo.
2.4.-  LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA Y  LOS DERECHOS FUNDAMENTALES.-
Como lo expresa el juez correntino Héctor Hugo Boleso [11] es el dato de la realidad de la violación de derechos fundamentales en perjuicio de individuos, de sectores de la población y de grupos vulnerables, el que ha excitado el desarrollo de garantías relativas a recursos judiciales y de otra índole, idóneos y efectivos para su salvaguarda. Y estas garantías se enlazan de modo ya inseparable con los objetivos nodales de la protección internacional de los derechos humanos.
No es ajeno a esa trascendencia de esta definitiva instalación del tema, el que varias Cortes y tribunales supremos de nuestros países hayan acordado, en la Declaración de Brasilia, y luego ratificado mediante sus mecanismos de acuerdo interno, la asunción de un compromiso con un modelo de justicia integrador, abierto a todos los sectores de la sociedad y especialmente sensible con aquellos más desfavorecidos o vulnerables.
{ Eso decía, respecto del acatamiento de esta regla, la Corte Suprema de Justicia argentina en su acordada 05/09. Ese compromiso, con no ser ni exclusivo ni orientado al tratamiento especial de los problemas para un acceso pronto, rápido, plenamente disponible y eficiente del justiciable a la justicia laboral especializada, le cabe a ésta como anillo al dedo.}
Boleso, con citas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, nos explica con una claridad que no requiere comentarios ampliatorios, que el derecho de acceso a la justicia comprende, especialmente, el derecho a la prestación jurisdiccional: es decir, el derecho a obtener justicia. Lo que abarca tanto el derecho al acceso directo a un tribunal competente, mediante recursos efectivos y rápidos; a ser oído prontamente en ese tribunal. Pero la frase que me parece esencial, en ese discurso ,es (con cita de Cancado Trinidades), que se trata ni más ni menos que del DERECHO AL DERECHO: el derecho “a un ordenamiento jurídico que efectivamente salvaguarde los derechos fundamentales de la persona humana”.
Tal derecho al derecho significa, en mi opinión, mucho más que el de obtención de una solución jurídica y fácticamente razonable, dictada en tiempo oportuno de modo que no desnaturalice la condición alimentaria de aquello que haya de reconocer o declarar ni desaliente la fe que debe mantener el justiciable en la funcionalidad del aparato al que acude en busca de tal tutela específica.  Diría , casi haciendo un juego de palabras, que también se trata del derecho al derecho emanado del derecho:  esto es, a garantías suficientes y adecuadas de la concreción y el cumplimiento de aquel derecho que se constituye con la sentencia judicial condenatoria; y éstas requieren de reglas prolijas en materia de ejecutabilidad rápida y eficaz.
{ En varias de las economías nacionales progresivamente bancarizadas, todavía no se han puesto en práctica aquellos mecanismos de trabas inmediatas de embargos, por vías electrónicas seguras y certeras, mediante órdenes judiciales directas a un ente centralizado, que impidan ‘filtraciones’ de información al embargado previas a su traba. Se trata de un simple ejemplo de aquello que debiera organizarse de modo de disuadir las conductas de incumplimiento de una condena y de cumplir con los deberes estatales de ejercicio de la coerción indispensable para hace cesar la inejecución de deberes jurídicos de los obligados. }
El incumplimiento de una sentencia, como así también el de una medida cautelar, configura una violación del art. 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos, y así lo ha declarado en diversas oportunidades la CIDH. Pero allí nos volvemos a encontrar con un problema más grave, cuando el incumplidor de la sentencia, o de la cautelar, es el propio Estado, o sus órganos, o sus empresas, que en muchos casos aprovechan el  privilegio de la inembargabilidad de sus bienes. Porque si el Estado se reserva para sí el derecho de no pagar, o de pagar cuando y en la forma en que le convenga, el derecho al derecho emanado del derecho de la ciudadanía se extravía en la selva del no derecho.
Recuerdo lo que dije allá por el 2002, como orador invitado en uno de los actos semanales que, por entonces, organizaba ‘Memoria Activa’, en procura específica de la investigación y determinación judicial de las responsabilidades por la masacre de la AMIA. [12] “JUSTICIA, JUSTICIA PERSEGUIRÁS. Quienes tienen tan activa su memoria como su ansia de superación de los dramas de nuestra sociedad no solamente deben perseguir justicia: lo que deben hacer es alcanzarla. No es un finalismo místico, no puede ser una lamentación, no es una utopía echada al monte como la de Serrat. Tenemos que recorrer juntos muchos caminos hasta llegar a obtener aquella certeza del campesino alemán que, presionado por el emperador para que le vendiera sus tierras, dijo: no habrá capricho del príncipe que pueda obligarme a hacerlo, mientras en Berlín exista un juez.”
Hoy añado: un juez dotado de recursos, instrumentos y herramientas operativas adecuadas. Independiente y democrático, transparente: todo eso, por supuesto, pero sin las taras funcionales que derivan de normas procedimentales obsoletas y negadoras del garantismo necesario.
2.5.- LA ‘LEY’ ORGANICA DE LA JUSTICIA NACIONAL DEL TRABAJO DE LA ARGENTINA PERFECTO MODELO DE REFERENCIA DE AQUELLO QUE HAY QUE REVISAR TOTALMENTE.
La variedad de regímenes y de sistemas procesales laborales en Latinoamérica es tal, que un ejercicio de pretensión cultural que hurgara en cada uno de ellos en búsqueda de los rasgos que permitan su comparación o cotejo crítico con los principios que debieran regir en una normativa adecuada resultaría, en definitiva, un estéril ejercicio de erudición. En todos los casos, tienen mucho que ver con la propia historia nacional de sus institutos, y con los contenidos de la normativa laboral de fondo respectiva.
Hay diversidad de épocas y de momentos, también dependientes de cada realidad interna, que permiten que algunos de ellos sean técnicamente más avanzados o actualizados que otros. Y también hay fenómenos  singulares, como en la Argentina, donde en virtud de pactos preexistentes a la propia Constitución Nacional, cada una de las provincias ha reservado para sí el dictado de las normas relativas a la aplicación e interpretación, tanto de las normas locales como de las de alcance nacional. Luego, en un mismo país contamos con diversidades importantes de codificación, desde las atinentes a la oralidad o carácter escriturario del proceso, hasta las principales de ordenamiento del proceso.
{En algunos casos, como por ejemplo en la presentación que hacen el director y el coordinador del vol. IX del Tratado de Derecho del Trabajo (Mario Ackerman y Diego Tosca), dedicado íntegramente al derecho procesal del trabajo, ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, y con exclusiva referencia a la dogmática interna argentina, optan por seleccionar algunas de las realidades locales, y por detenerse en los procedimientos laborales de la Justicia Nacional del Trabajo y las de las Provincias de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, dejando constancia de que no hacen lo propio con la de Santa Fe por la existencia de debates parlamentarios de los que podía resultar su modificación. Se expone, en consecuencia, apenas 1/8 del espectro federal.  El resultado de tal estudio, que tampoco es comparativo, demuestra sus limitaciones. Pero hay algo más en esa presentación de la obra: es el dato de que, al referirse al hecho de que quienes abordan el estudio de los derechos laborales de fondo tienden a desatender la trascendencia que tiene el derecho procesal, reconocen que ese olvido no encuentra su excepción en el ámbito universitario, “cuyos programas de estudio, manuales, tratados y estudios generales apenas si dedican alguna atención al derecho procesal del trabajo”.
El director del tratado lo era también del Departamento de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Facultad de Derecho de la U.B.A, y dirige actualmente la maestría de la especialidad.}
Teniendo en cuenta las dificultades que provoca semejante dispersión, procuraré enfocar la mira en el régimen que mejor conozco experimentalmente, pero conectado con su propia historia.
Los primeros tribunales del trabajo en la Argentina se constituyeron en 1945, tempranamente en cotejo con varios de los demás países latinoamericanos. Esos primeros juzgados y cámaras eran mirados, por casi todo el resto del aparato judicial y por una enorme porción de la abogacía, como heréticos, demoníacos, ¡clasistas!, opuestos a los equilibrios que exige la libertad y la tutela de la propiedad.  Constituidos, además, por unos ‘sujetos usurpadores de funciones judiciales que se titulaban jueces’, y a los que cualquier abogado digno de serlo debía dirigirse como ‘señor funcionario designado por decreto’ .
En ese imaginario colectivo, los jueces debían ser otra cosa. No eran nombrados para tutelar derechos de cuarta, ni para contentar al aluvión zoológico que aplastaría electoralmente a los bienpensantes. Esos ‘hombres de pro’ mostraban su desprecio, por ejemplo,  pegando las estampillas de actuación judicial al revés.
En todo caso, si había que tolerarlos o digerirlos, los jueces del trabajo eran una suerte de precio a pagar por la paz social; y esto a condición de que esa paz social no se obtuviera a costa de los únicos derechos estables, los de los propietarios de los medios de producción. Eso es lo que, en realidad, influyó para que, transcurrido algún tiempo de resistencia activa, se pasara a una tolerancia entre complaciente y resignada.  A condición de lo siguiente:  si no podía pretenderse que quien debía velar por la realización de un derecho protectorio fuera neutral respecto de las categorías de ese sistema -lo que habría sido tan impensable como plantearse la neutralidad de un juez civil en un litigio que afectara la propiedad-, por lo menos que aprendiera de los verdaderos jueces a ser imparcial, siguiendo sus reglas y aceptándolas como un axioma.
            Esos primeros tiempos fueron heroicos. No porque el material humano con el que se contaba estuviera realmente capacitado, sino tal vez por lo contrario. No porque el arsenal del derecho de fondo a garantizar fuera completo, sino precisamente porque no lo era: algunos estatutos, algunos decretos montados sobre la paupérrima estructura de un puñadito de normas injertadas en el Código de Comercio, a los que había que ir rellenando un poco intuititvamente, y sin la apoyatura del dogma jurídico, olvidado de Colmo, alienado con Salvat, y apegado a lo que el Código de Velez Sarsfield tenía del Código Napoleón. No porque contaran con un régimen procesal propio y adecuado, sino precisamente por lo contrario: un conjunto esquemático de normas, a ser rellenado cotidianamente por sus operadores.
            Esos tiempos heroicos marcaron a fuego a la justicia del trabajo argentina y su tonalidad media dinámica y defensista de derechos laborales;  ello, al punto que hacia 1974 todavía era legítimo considerar que la Ley de Contrato de Trabajo que se sancionaba era progresista y avanzada en la medida en que recogía , en los institutos esenciales, la doctrina consolidada de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo, y parcialmente por la Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Buenos Aires.
{La Ley de Contrato de Trabajo fue sancionada en 1974, en medio del caótico proceso político inmediatamente previo  y posterior a la muerte del presidente  Juan Domingo Perón, con un vivo debate social y parlamentario previos, siendo responsable principal de la redacción de su anteproyecto el abogado Norberto Centeno, quien luego fuera brutalmente asesinado, junto con otros colegas, por obra de la dictadura cívico militar que sucedió a ese período constitucional. El día de esa masacre de defensores de derechos de los trabajadores en Mar del Plata, 7 de julio de 1977, es recordado por la ciudadanía como ‘la noche de las corbatas’, y anualmente se conmemora como el día de los abogados laboralistas.
En cuanto a la suerte del texto de aquella ley, 20.744, no sobrevivió ni dos semanas al golpe de estado del 24/03/1976,  cuando la topadora dictatorial derogó y reformó más de un tercio de su texto, quitando sentido coherente a gran parte del resto de ese ordenamiento.
No deja de ser notable el hecho de que, salvo algunas cuantas modificaciones producto de leyes posteriores a la recuperación de la democracia, el texto vigente sigue siendo el impuesto por aquel ‘texto ordenado’ emanado de un régimen que ha pasado a la triste historia como el responsable de uno de los mayores genocidios, antiobrero y antipopoular por sus propias definiciones, antes aún que por sus propias conductas.}
            Los jueces del trabajo fueron aprendiendo a ser imparciales, pero en cierta medida seguían resistiendo el ser neutrales. En una conferencia magistral pronunciada a poco de asumir como Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación,  en el año 2004, el prestigioso jurista argentino Raúl E. Zaffaroni decía –siguiendo a Carnelutti- que cabe dudar acerca de si los jueces, seres humanos, pueden y deben ser imparciales. Pero añadía:
            “Frente a esto se puede responder con ficciones. Una de ellas es imaginar jueces a los que por regla general se los sitúa 30 o 40 años atrás … señores que eran apolíticos, eran apartidistas, eran a/ideológicos, asépticos … asexuados, a/todo. Estaban más allá del bien y del mal, más allá de todo, y esto es imposible o inconcebible. No hay ningún ser humano que no tenga determinado sistema de ideas para captar o acercarse a la realidad. No todos interpretamos o entendemos o construimos el derecho de la misma manera. No es una cuestión unívoca. Por consiguiente, hay una única forma de garantizar la imparcialidad en el funcionamiento del poder judicial que no es nada más ni nada menos que … garantizando el pluralismo interno del poder judicial. …No hay seres a/ideológicos; si los hubiera sería porque no tienen ideas, y si no tienen ideas no pueden ser jueces; podrían, quizás sí, tener otro destino.”
La tendencia a la homogeneización de los aparatos de un poder judicial, y la adquisición de una personalidad incuestionable por el derecho del trabajo, permitieron que la actividad de esa justicia especializada y de sus cuadros fuera aceptada e integrada.
Es en ese momento que se repiensan los contenidos del régimen procedimental precario con el que había nacido el fuero. Así se sanciona, en 1967, para la Capital Federal y los que por entonces todavía no eran provincias y se definían como territorios, la aún vigente “Ley Orgánica”, decreto ley 18345/67.
{Con independencia de la fuente no democrática sancionadora de la norma, es mi deber remarcar la participación, en la elaboración del proyecto, de juristas especializados de primerísimo nivel cultural y profesional, como los Dres. Allocatti, Genoud y Fernández Madrid, que se aplicaron a superar las serias deficiencias de su precedente para entonces vigente.}
Estamos casi en las vísperas de que ese régimen procedimental, con algunos retoques que no alteran su esencia, cumpla medio siglo de ‘eficacia jurisdiccional’. Y, por lo que diré, creo que en esa constancia del tiempo transcurrido se encierra bastante de una verdad: la de que las rutinas producen acostumbramiento, al punto de hacer ver como natural y actual aquello que es fruto de circunstancias del pasado, en el más amplio de los sentidos del término.
Era lógico, al menos para  esos tiempos,  que ese orden normativo entronizara el principio de igualdad formal de las partes, con escasísimos rastros de la proyección al proceso del principio protector. Mediaban también posturas ideologicas tales como la de que el derecho laboral ya había protegido en exceso a los trabajadores, y que de lo que pasaba a tratarse era de reconocer los derechos de los empresarios, la intangibilidad de sus emprendimientos, de su cuota de ganancia, de sus relaciones de poder, de su seguridad jurídica frente al reclamo de su personal.
Es la época y sus circunstancias la que, más allá de la intención de sus diseñadores, condujo a la generación de un sistema procedimental judicial que no reconociera adecuadamente  el sentido de igualación propio del constitucionalismo social : esto es, reproduciendo valores propios de técnicas basadas en una pura igualdad formal.
Esto conduce a acudir a la teoría del proceso (entendida como tal la del proceso civil o común) y a sus principios autonómicos, el primero de los cuales es, precisamente , el de la igualdad formal de las partes.
Se sucedieron gobiernos de origen democrático (1973/76, y 1983 al presente, con el interregno híbrido derivado de la tremenda crisis de fines de 2001 y hasta el 2003, sin contar el funesto período de 1976/83) sin que los jueces, los abogados, los funcionarios judiciales, los auxiliares de la justicia, y –por sobre todo- los directamente comprometidos en los procesos laborales, trabajadores y empresarios, contaran con cambio alguno sustancial en ese ordenamiento de 1967.
Una vez más, pareciera que hemos naturalizado, por efectos inerciales de la rutina de la utilización cotidiana de una herramienta, las manifiestas deficiencias que tiene aquella para el uso para el que debe ser destinada.
Incluso en una obra jurídica casi actual, en el Tratado de Derecho del Trabajo dirigido por Mario Ackerman ya mencionado,  el régimen procesal nacional es presentado por Víctor R. Trionfetti [13], no solo con el nombre de ‘ley’, sino diciendo de él que rige con una importante porción de normas del Código de Procedimientos Civiles y Comerciales de la Nación (CPCCN): por lo que su esquema se reduce a una sistematización basada en:
a) las normas del régimen especial de esa ‘ley’;
b) las normas del CPCCN “directamente aplicables por remisión expresa a los textos o porciones de textos de los correspondientes artículos del CPCCN”;
 c) “las aplicables en forma supletoria, en la medida que resulten compatibles con el procedimiento reglado en la ley 18.345.”
{En descargo del autor, y  para no hacerle decir menos de lo que en rigor dice, transcribo la siguiente frase más moderada: “Naturalmente, el proceso ordinario laboral también está informado –de modo primordial- por normas de rango constitucional. La noción del debido proceso está presente en el ámbito laboral y, por lo tanto, las categorías de acceso a la justicia, juez natural, principio de oportunidad, non bis in idem, etcétera , se encuentran expuestas bajo distintos aspectos técnicos dentro de la ley adjetiva.}
            ¿En qué consiste el núcleo de esa normativa procesal vigente? Pues, esencialmente, en esa condición esencial que es su alcohol en el vino del ordenamiento:
a)      La matriz es el derecho procesal ordinario, civil y comercial o común, su teoría del proceso fundante, y sus principios:  el principal y primordial, el de la igualdad formal de las partes litigantes en todos los aspectos del proceso, y su naturaleza esencialmente dispositiva;
b)      Con un ajuste que permitiera su adecuación a algunas de las características singulares del proceso laboral, sin dotar a estas últimas de un rango o fuente teórica realmente divergentes;
c)      Con la incorporación directa de un cúmulo de normas del CPCCN, por un método de reenvío directo o articulación por complementariedad, mediante el enunciado por nomenclatura de cada uno y todos los artículos directamente convocados a integrar el sistema, que abarcan prácticamente todas las secciones, etapas y sistemas recursivos del procedimiento ordinario (que incluso presenta numerosos inconvenientes cuando se producen, como se han producido, reformas a ese procedimiento ordinario común que no solamente alteran los contenidos de muchas de esas normas sino su propio número de artículo);
d)     Con una suerte de ‘solución final’ consistente en establecer que en todo cuanto no esté expresamente regido por ninguna de las dos fórmulas previas, serán aplicables, mediante la articulación por supletoriedad, las restantes normas del CPCCN, no enunciadas en el  supuesto previo.
El resultado final ha sido, y es, una ordinarización (en el doble sentido de su significado procesal, por oposición a lo sumario o abreviado, y el de ser común, regular, carente de grado o distinción).
Si le añadimos los efectos que sobre esa ordinarización producen normas como las de la ley 24.635, que estableció la instancia conciliatoria laboral previa en los reclamos que versan sobre conflictos individuales o pluriindividuales de derecho, no puede resultarnos extraño que un reclamo laboral pueda concluir su trámite previo a la sentencia definitiva tras una duración en el tiempo muy superior a la de procesos ordinarios comunes, y que la ejecutabilidad de la condena quede exclusivamente regida por esas normas ordinarias. Si las excepciones pueden confirmar las reglas, lo cierto es que esas excepciones van a depender de la laboriosidad y de la aplicación de las muy poco generosas dotaciones de funcionarios y personal de las que se dispone, y de los jueces que operan con esa herramienta mellada e inadecuada.
{ No me detengo, deliberadamente, en el detalle singular de aquello que debiera ser modificado, por dos motivos: uno, porque el objetivo de este trabajo pretende, o procura, un ámbito de reflexión más abarcador que el de los cambios que sean menester producir en un régimen local; y dos, porque en rigor lo que trato de demostrar es que lo que haya de hacerse debe estar vinculado con un cambio casi copernicano, que no tome como punto de partida lo existente, sino aquello que a partir de aquí y ahora debiera estudiarse, proponerse, debatirse y promulgarse como un código de procedimientos laborales ajustado a sus principios.-
Pero aún habría más razones, si lo que contempláramos fuera el triste panorama de la jurisdicción en materia previsional, que actualmente carece realmente de una normativa procesal que se diferencie mínimamente de la común u ordinaria. Penetrar en ese otro universo de desprotección judicial efectiva también excedería el objeto inmediato del presente trabajo, y requeriría el aporte específico de los operadores jurídicos más especializados en esa materia.}
2.6.-  ACOTACIONES SOBRE OTROS MODELOS REFERENCIALES.
2.6.1.-  BRASIL.
La creación de una justicia especializada se produjo en 1939.  Tres cuartos de siglo más tarde, sigue considerándose como su desafío mayor el conferir eficacia a los programas de acción estatales, esas políticas públicas que diseñan derechos de los trabajadores, que algunos autores definen como derivados de una ‘selectividad inclusiva’ [14].
Uno de los juristas de mayor prestigio, no solo de Brasil sino de Latinoamérica, Mozart Victor Russomano [15] alaba las virtudes del proceso oral, destacando que ya en 1939 era la técnica procesal dominante en el Código de Proceso Civil. Y en cuanto al derecho del trabajo, afirma que únicamente a través de ese procedimiento oral será posible garantizar la celeridad de la acción, pues la sentencia tardía habrá de ser una sentencia injusta.
{Tuve un doble privilegio: el de haber sido invitado a participar como expositor en uno de los actos de homenaje académico a un ya muy anciano Russomano, en Porto Alegre, y el de asistir a su conferencia de cierre. En ella, tras ser llevado entre dos asistentes a la mesa del estrado y acomodado en una silla ante el micrófono, dijo “¡EU FALO DE PÉ!”, pidió que le ayudaran a incorporarse y habló así, durante más de una hora, con las manos aferradas a los costados de la palestra como si se tratara de bastones, sin apoyarse en texto ni en apunte alguno, pero atrapando al auditorio, ligando sus experiencias vitales con la historia política y la conflictividad social brasileña, desde ‘O Estado Novo’ en  adelante, matizadas con la cita de frases y argumentos de los expositores que le habían precedido. Mi admiración por él, que era antigua, en ese momento fue absoluta, y me honra, en este trabajo, referirme a uno suyo.}
El Maestro relata su propia experiencia como juez de primer grado entre las 4ª y 5ª década del Siglo XX, época en la que afirma que merced a la oralidad, él y otros magistrados podían dictar sentencias en un plazo de dos semanas.  Aunque relativizaba esa eficacia un régimen complejo de recursos, y la lentitud ulterior de los procesos de ejecución, de naturaleza escrita. Pero también reconoce que esos principios de la oralidad fueron abandonados, “poco a poco, uno a uno, en la práctica, cuando las pautas de los órganos de la justicia del trabajo… se han tornado increíblemente largas, y, por eso, imposibles de ser agotadas con la indispensable celeridad.”
Russomano nos dice que media una rebelión de los hechos contra el derecho y de la realidad contra la teoría,  cuyo resultado es una situación fáctica a la que califica como crítica y alarmante. El crecimiento demográfico, el de los trabajadores, la generalización del trabajo femenino, de los menores y de los viejos, determinaron que tanto la oralidad como la inmediatez, la concentración de los actos en el juicio y la celeridad se fueran perdiendo, arrastrados por la cantidad de conflictos con tratamiento en sede judicial. Tanto el desarrollo económico del Brasil como los fenómenos de la globalización de la economía y la fuerza del movimiento obrero superaron el marco de adaptabilidad de un régimen que, hoy, ya arrastra siete décadas de inmovilidad sustancial. Russomano critica el ‘remedio’ encarado por el legislador, que consistió en un aumento del número de juzgados y tribunales, pero que no fue acompañado por una reforma adecuada del ordenamiento procedimental [16]
En gran medida, las transformaciones y adecuaciones no provinieron de reformas legislativas en sentido propio, sino de un énfasis muy singular (y hasta anticipatorio) del Brasil en el proceso de informatización del sistema, que el Tribunal Superior del Trabajo impulsó desde 1973. Y no se trata solamente de facilitar los recursos de información y de acelerar los procesos de elaboración de las resoluciones, sino que también tienen una eficacia ampliamente comprobada en el desarrollo de los juicios.
Una de las características valiosas de la jurisdicción laboral brasileña, según Russomano, es el dato de que no haya perdido la inspiración de la equidad: los fallos son pronunciados teniendo como blanco la justicia social. Tal vez por esa característica ,dice el autor, hayan sido tan atacados por las políticas neoliberales, que tuvieron (y aún tienen) una brújula orientada a la retracción de las leyes de protección al trabajo y al trabajador. Y prosigue:
“En otras palabras: no es suficiente reducir los derechos sustantivos, es necesario, igualmente, aminorar los derechos procesales como forma de limitar o eliminar la intervención del Estado en el mundo de las relaciones de trabajo, confiadas esas relaciones al juego de las propias partes, en el marco de la libertad de los mercados económicos internos y de la globalización de la economía internacional.”
Se ha llegado, en Brasil como en otros países de América Latina, a sostener, con apoyo de doctrina de organismos internacionales, la supresión de los tribunales especializados. Sin llegar a esos extremos y sin merecer la crítica que ellos habrían generado, en una normativa de jerarquía constitucional, se excluyó de la organización judicial del trabajo a los jueces representantes de trabajadores y de empleadores, que tenían una tradición institucional de setenta años.
La tendencia que destaca, para esos comienzos del siglo, era la de favorecer las soluciones extrajudiciales de los conflictos laborales, y el desarrollo de procedimientos judiciales de naturaleza sumaria o sumarísima, sobre todo para las ‘pequeñas demandas’.[17]
La implantación del proceso sumarísimo, en marzo del 2000, fue aplicada para los procesos en los que el valor económico discutido no superara los 40 salarios mínimos.
Si bien es cierto que tanto en Brasil como en varios otros países, la primera década del Siglo XXI marcó una progresiva retracción (aunque no abandono) de esas políticas sociales (de alguna manera hay que denominarlas) inspiradas por el neoliberalismo,  lo cierto es que sigue constituyendo una traba para la dotación de eficacia jurisdiccional, la evidencia de cierto del ‘bloqueo’ de la jurisdicción que deriva, en gran medida, de la morosidad procesal .
Otro prestigioso autor cuya obra es clásica, en la materia, es Boaventura de Sousa Santos [18] quien diferencia una morosidad activa y otra sistémica. Para la primera operan el desinterés de una de las partes en la efectividad del proceso, coadyuvado por reglas procesales que favorecen las conductas dilatorias; el ofrecimiento y producción de pruebas inútiles o superfluas,  todo ello consentido o validado por una ideología que admite como natural que se pierda de vista el derecho fundamental a la duración razonable del proceso. En cuanto a la segunda, derivaría de un escaso nivel de sintonía con el carácter instrumental del proceso y con la necesidad de procurar un resultado concreto que se compadezca con otra concepción de postulados de la ‘ciencia’ procesal. Pero aún alcanzada la etapa del reconocimiento de una pretensión activa, como primera etapa de ese resultado concreto, hay nuevas a/sincronías en el proceso de ejecución de las sentencias, funcional y doctrinariamente descuidado, como si se tratara de un problema que despierta poco interés para su estudio y para la elaboración de fórmulas creativas.
Conviene detenerse en el hecho de que, pese a las más que evidentes diferencias respecto del caso de la ‘ley orgánica’ argentina, en Brasil también se mantiene la aplicabilidad supletoria de las normas del derecho procesal civil. Y que uno de los aspectos que los analistas destacan como porción no desdeñable de las condiciones de ese bloqueo de una jurisdicción eficaz estriba en la multiplicación de las causas en las que se reclaman pronunciamientos sobre la constitucionalidad de normas jurídicas, en lo que se da en caracterizar como un fenómeno de judicialización de la política; o, en todo caso, de una transferencia de tensiones sociales para un espacio judicial que no siempre se muestra apto o dispuesto para suministrar las soluciones.
Una vez más, un paralelismo llamativo con las características de las nuevas formas de la  litigiosidad  laboral en la Argentina.  Pero me parece necesario remarcar las notables diferencias que, en materia de oralidad y garantía de la defensa, ha proporcionado en la jurisdicción laboral brasileña el uso inteligente de los recursos informáticos y la infraestructura edilicia apropiada y hospitalaria en la que se desarrollan los procesos y las audiencias.
También aparece, en Brasil, una tendencia de pretensión modernizadora;  entendida como aquella que procura la celeridad procesal a cualquier costo, y que jerarquiza la conciliación, tanto individual como colectiva, como medio de solución de los conflictos, aún sin garantizar adecuadamente ni la irrenunciabilidad ni otros derechos indisponibles.
No obstante, y pese a la base constitucional directa a la que me referiré luego, se marca un desfasaje entre el avance registrado en institutos del derecho procesal civil o común y la inmovilidad comparativa del laboral, al punto que –aplicados al conflicto laboral judicializado- esos nuevos institutos resultan más satisfactorios para la tutela de algunos derechos de los trabajadores.
Es destacable el nivel constitucional directo de algunos de los principios a los que me refiero en este estudio.  El art. 5º inc. LXXVIII postula como derecho individual fundamental el que corresponde a la razonable duración del proceso y a la dotación de medios que garanticen la celeridad de su trámite.[19]
Lo más novedoso, en ese mismo plano constitucional, es que el art. 8º inc. III, tras referirse a la libre asociación sindical, dispone que a esos sindicatos les compete la defensa de los derechos e intereses colectivos o individuales de la categoría, “inclusive en cuestiones judiciales o administrativas”.
Wagner Giglio [20], tras objetar en algunos aspectos esa aptitud de representación y actuación sindical, reconoce que contempla especialmente “la despersonalización del trabajador reclamante, para evitar o, por lo menos, dificultar, la represalia del empleador reclamado.”
Ese claro texto constitucional fue objeto de una interpretación sumamente restrictiva por parte del Tribunal Superior del Trabajo  que en los hechos inhibió esa actividad procesal de representación en cabeza de los sindicatos. Aún después de modificada esa doctrina jurisprudencial (que aún sin ser vinculante, por su origen, operó como si fuera obligatoria) [21] con una interpretación más amplia del texto constitucional, se mantuvo la misma situación por el desinterés que generaba otra ‘súmula vinculante’ que negaba a los abogados que actuaran por los sindicatos en ese tipo de representación de intereses de la categoría el derecho a percibir honorarios por su actividad. Este obstáculo también fue removido, en el 2011, reconociéndose ese derecho en las causas en que el ente sindical actúe como substituto procesal. Pero se mantiene cierta indiferencia por la utilización de este medio de representación, que impide analizar su funcionalidad y su utilidad práctica.
2.6.2.-  MÉXICO.-
En Méjico, la parte pertinente de la Ley Federal de Trabajo fue modificada en 1980, y hay cierto consenso en considerar que el núcleo de la reforma ha consistido en procurar darle agilidad al proceso laboral.  [22] A diferencia de otros de los modelos referenciados, debe tenerse en cuenta que la mencionada Ley Federal del Trabajo no admite como supletorios los códigos procesales civiles (art.17 ), enfatizando sus principios autónomos: en el caso, la publicidad, la gratuidad, la inmediatez, la oralidad, la economía y la sencillez en conjunto con la costumbre y la jurisprudencia. [23]
Además de regular los procesos ‘stricto sensu’, también se ocupa de los procedimientos para/procesales o voluntarios, como el aviso de rescisión y los convenios fuera de juicio.
La estructura básica se basa en la denominada Audiencia de Ley, en tres etapas: conciliatoria, de demanda y excepciones y de ofrecimiento y admisión de pruebas. Esas tres etapas se concretan en una única audiencia.
{En la dinámica de los procesos, lo más frecuente es que se interpongan incidentes de previo y especial pronunciamiento que imponen la suspensión de esa audiencia única hasta su resolución. Algo análogo parece ocurrir con otros de los principios procesales laborales, cuya versión normativa no siempre se compadece con la praxis del proceso, o no es seguida en forma estricta, o es contemplada por algunos críticos como una utopía de difícil traslación a la realidad. Otras de las críticas que se formulan se refieren a un estado de constante cambio y alteración de criterios en la Junta de Conciliación y Arbitraje, con escaso conocimiento público, así como por variaciones en la interpretación de las normas por parte de los Tribunales Colegiados y los Juzgados de Distrito.}
El principio de publicidad de las actuaciones no es absoluto; el de gratuidad incluye la exoneración de responsabilidad por costas judiciales, pero parece haberse impuesto una curiosa costumbre, la de ‘dar propinas’ al personal operativo de las juntas para obtener desde copias de las actas de audiencias hasta la de cualquier constancia del expediente.
La inmediatez choca con la realidad de un volumen de trabajo que parece impedir que el presidente, el auxiliar o el propio secretario estén en contacto directo con las partes y con el propio estado del proceso. Pero parece no tratarse solamente de un obstáculo a la inmediación, pues la sobrecarga de trabajo de las juntas, y el déficit de profesionalidad de parte de su funcionariado afectan seriamente a ese valor priorizado por la norma de la rapidez, prontitud y carácter expeditivo del proceso.
El predominio de la oralidad es alterado por una práctica consistente en exhibir la contestación de la demanda o sus pruebas por escrito, ratificándolas en las respectivas etapas procesales.
Es sumamente interesante detenerse en la vigencia del corolario ‘in dubio pro operario’ que abarca la valoración de la prueba, y en particular lo que dispone el art. 784, que considero una norma sumamente valiosa en esta necesaria diferenciación del proceso laboral respecto de la teoría general del proceso común.
“La Junta eximirá de la carga de la prueba al trabajador cuando por otros medios esté en posibilidad de llegar al conocimiento de los hechos, y para tal efecto requerirá al patrón para que exhiba los documentos que ,de acuerdo con las leyes, tiene la obligación de conservar en la empresa, bajo el apercibimiento de que de no presentarlos, se presumirán ciertos los hechos alegados por el trabajador. En todo caso corresponderá al patrón probar su dicho cuando exista controversia sobre:_ I.-Fecha de ingreso del trabajador; II.-Antigüedad del trabajador; III.-Faltas de asistencia del trabajador.- IV.- Causas de rescisión de la relación de trabajo; V.- Terminación de la relación o contrato de trabajo para obra determinada…; VI.- Constancia de haber dado aviso por escrito al trabajador de la fecha y causa de su despido; VII.- El contrato de trabajo; VIII.- La duración de la jornada de trabajo; IX.- Pagos de días de descanso y obligatorios; X.- Disfrute y pago de las vacaciones: XI.- Pago de las primas dominical, vacacional y de antigüedad: XII.- Monto y pago de salario; XIII.- Pago de la participación de los trabajadores en las utilidades de las empresas, y XIV.- Incorporación y aportación al Fondo Nacional de la Vivienda.”
2.6.3.- COLOMBIA.-
En Colombia, el régimen básico del procedimiento laboral rige, con algunas modificaciones, desde el dec. Ley 2158 del 24/06/1948. En su exposición de motivos se expresa:
“El nuevo estatuto está informado en los principios más modernos de la ciencia procesal. Acoge como medular el sistema de oralidad, que es el adecuado para decidir los litigios del trabajo por la economía de tiempo y dinero que implica. Consagra el principio inquisitivo, que da facultades al juez para buscar la verdad real, aportando el mismo pruebas, a fin de que no esté sujeto a la simple verdad formal que resulte del proceso. Establece el principio de la concentración procesal para que el litigio se debata completamente ante el juez (…). Instituye el principio de inmediación, para que en lo posible sea el mismo juez de conocimiento quien practique personalmente todas las pruebas (…). El de eventualidad que obliga a las partes desde el principio –en la demanda y su contestación- cuáles son los medios de ataque y defensa. (…) El de publicidad que hace desarrollar el debate en sesiones públicas (…). El de la impulsión del proceso por el juez, porque al contrario de los litigios civiles, en los cuales rige el principio opuesto de la impulsión del proceso por las partes, en los del trabajo está interesada toda la comunidad, por ser leyes sociales de orden público (…). Y por último, el de la libre apreciación judicial de la prueba, que suprime en los juicios laborales la tarifa de pruebas como obligatorio para dejar en libertad al juez para estimar su mérito.”
Como en otros de los casos examinados, también en Colombia se reenvía a la normativa procesal ordinaria (Código Judicial), en especial en lo relativo a la materia probatoria, aunque se limita el carácter dispositivo del procedimiento común.
Las sucesivas reformas no afectaron la sustancia de ese sistema procedimental, hasta la Ley 712 de 2001 y la 1149 de 2007, esta última modificatoria de 14 artículos. En 2010 se incorporaron nuevas modificaciones, que en su gran mayoría fueron cuestionadas por la Corte Constitucional.
En líneas generales, manteniendo algunos rasgos típicos, como el de la oralidad (reducida a dos audiencias), Colombia se ha ido orientando a una tendencia más inquisitiva, y se ha impreso un sello de moralidad, bajo la forma de lealtad procesal, y se sostiene un principio de economía procesal, que no parece acompañar una real abreviación de los procesos y la satisfacción en tiempo razonable de las expectativas de quienes reclaman la satisfacción de créditos de naturaleza estrictamente alimentaria.
2.6.4.- VENEZUELA.-
En este caso, la normativa es comparativamente mucho más reciente, pues data de 2002.-Los principios procesales tienen una base constitucional que incluye (pero excede en mucho) el ámbito del proceso laboral.
{El art.26 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela: “Toda persona tiene derecho de acceso a los órganos de administración de justicia para hacer valer sus derechos e intereses, e incluso los colectivos y difusos, a la tutela efectiva de los mismos y a obtener con prontitud la decisión correspondiente. El Estado garantizará una justicia gratuita, accesible, imparcial, idónea, transparente, autónoma, independiente, responsable, equitativa y expedita, sin dilaciones indebidas, sin formalismo o reposiciones inútiles.”
El art. 257 del mismo texto dice: “El proceso constituye un instrumento fundamental para la realización de la justicia. Las leyes procesales establecerán la simplificación, uniformidad y eficacia de los trámites y adoptarán un procedimiento breve, oral y público. No sesacrificará la justicia por la omisión de formalidades no esenciales.”}
En la reglamentación de estas normas para el proceso laboral se privilegian:
a)La oralidad (audiencia preliminar en la mediación, declaración de testigos y de partes, alegatos al inicio de la audiencia del juicio, todas las alegaciones de las partes y la propia sentencia, aunque todos los actos procesales deben tener constancia escrita y firmada; b) La publicidad y la participación ciudadana, aunque es restringida  en las actuaciones de mediación y conciliación; c) La inmediación exige la presencia del juez en la producción del material probatorio y su aptitud para seleccionar el medio probatorio más adecuado. Pero también se conecta con un principio de rectoría del juez , en lo referido a su deber de conducir el proceso bajo su personal dirección; d) La concentración procura, como en otros de los modelos referenciados, la concreción de lo sustancial de la causa en una única audiencia; d) La gratuidad alcanza tanto a los trabajadores reclamantes como a los empleadores demandados; e) Se incorpora como un principio procesal el de la primacía de la realidad sobre las formas o apariencias; f) La valoración de la prueba es regida por el sistema de la sana crítica; g) Las notificaciones a las partes solamente se practican con relación a la audiencia preliminar, pero en la práctica esto presenta muchas complicaciones en los casos de inactividad procesal de las partes; h) El juez laboral puede aplicar normativa supletoria, en particular –y por vía de analogía- disposiciones procesales comunes, pero teniendo en cuenta el carácter tutelar del derecho del trabajo y del propio procedimiento laboral, de modo que no se contraríen sus principios fundamentales.
2.6.5.- CUBA.-
En Cuba se encuentra actualmente en estado de debate y tratamiento un conjunto visiblemente importante de reformas al sistema de las relaciones laborales, que muy probablemente incida en el propio sistema de su justicia laboral ordinaria. Por ello, me limitaré a suministrar algunos datos generales sobre el actual estado de situación.
Se destaca, en materia de funciones jurisdiccionales, la existencia de órganos de justicia laboral de base, de Tribunales Municipales Populares, y , en última instancia, la competencia de la Sala de lo Laboral del Tribunal Supremo Popular, que conoce en procedimientos de revisión contra algunos tipos de sentencias definitivas de los tribunales municipales populares, especialmente en causas ‘disciplinarias’ en las que la sentencia haya ordenado la separación del trabajador de su puesto de trabajo.
La característica principal de los órganos de base es su composición tripartita, conformada por un representante sindical designado por el sindicato, uno por la administración de la empresa y un trabajador designado por asamblea de sus pares. Se trata de una instancia obligatoria para los reclamantes en causas de disciplina laboral y otros derechos vulnerados, sean o no de naturaleza económica.
La segunda, pero no menos importante, es que sus fallos son definitivos e irrecurribles para un conjunto de medidas disciplinarias, en tanto que son de naturaleza primaria y recurrible para las medidas que modifiquen el estatus laboral y en conflictos de otra naturaleza. [24]
Es sumamente dificultoso, en razón de las características singulares de esos mecanismos, el establecer signos de igualdad o desigualdad comparativas con otros países del continente. No obstante, me detendré solamente en los enunciados como principios del procedimiento laboral cubano.
La inmediatez es definida como la proximidad geográfica del órgano primario al que corresponde la solución del conflicto. La gratuidad, como el aseguramiento de que las consultas sobre los asuntos laborales o para la promoción de acciones contenciosas son gratuitas, provistas por la Central de Trabajadores de Cuba, y por la Organización Nacional de Bufetes Colectivos. La obligatoriedad de comparecencia de las partes concierne a la exposición en un mismo acto de los relatos y argumentos. La celeridad hace referencia a la mayor rapidez posible, sin mengua de las garantías procesales de las partes. La sencillez es entendida como un proceso despojado de formalismos y de solemnidades innecesarios. Se asegura el mpulso de oficio en todas sus etapas. Hay un predominio marcado de la oralidad.  En lo relativo a la publicidad, ella es expuesta en el sentido de que tanto la comparecencia como otros actos procesales puedan contar con la asistencia de los afectados y de otros trabajadores que no protagonicen el conflicto. Finalmente, respeto a la legalidad, que en rigor no es otra cosa que la obediencia debida a la ley y al cumplimiento de los fallos respectivos.
Las reclamaciones deben formularse por escrito o por solicitud verbal de la que se levanta acta, así como de las pruebas ofrecidas. Resulta algo llamativo que el plazo para las reclamaciones formales en conflictos disciplinarios sea de 7 días desde la comunicación respectiva, y para otras controversias plazos que no superan los 180 días. Pero las violaciones del régimen salarial y de la Seguridad Social no tienen previstos esos plazos de caducidad o de prescripción.
En las materias en las que las resoluciones de estos órganos de base sean aptas para motorizar el procedimiento ante los tribunales municipales populares, se inicia en el término de diez días el proceso ante el propio órgano de aquella primera instancia, y una vez ingresado a esos tribunales, estos se pronuncian sobre la admisibilidad formal del reclamo en un término de 24 días. En su caso, fija una audiencia para que comparezcan las partes con toda la prueba de que intenten valerse.
En cuanto al conocimiento por el Tribunal Supremo Popular, a través de su sala laboral, la solicitud de revisión debe interponerse dentro de un plazo sensiblemente superior, 180 días, y su pronunciamiento inicial ha de referirse a la admisibilidad de la solicitud y de las pruebas propuestas, y prevé la actuación del Fiscal para el supuesto de que se pueda suspender la ejecución de la sentencia del Tribunal Municipal Popular hasta la resolución definitiva.
Funcionalmente considerado, este sistema ha sido considerado como de eficacia comprobada, pero también se han recogido críticas en lo relativo a la limitada competencia de los tribunales municipales populares en materias que afectan derechos alimentarios de los trabajadores (tales como las suspensiones de hasta un mes), a algunas de las medidas o sanciones disciplinarias, a cierta confusión entre el proceso disciplinario y el trámite judicial, y la excepcionalidad de la revisión por el Tribunal Supremo Laboral.
Pareciera que prevalece la opinión de que  el régimen está envejecido, y que merece reformas paralelas y hasta simultáneas con las de la legislación de fondo en proceso de revisión.
2.6.6.- OTROS PAISES.
En Chile es demasiado pronto para examinar la operatividad de nuevas normas procesales laborales, que se han ido elaborando para su progresiva aplicación en las distintas regiones a partir de 2008. Sus principios declarados tiene por base a la oralidad, el carácter público y concentrado , e incluyen la inmediación, el impulso procesal de oficio, la celeridad, la buena fe, la bilateralidad de la audiencia y la gratuidad.
Lo mismo ocurre en Uruguay, donde la primera separación franca del régimen procesal de derecho común se produce mediante la ley 18572, que entró en vigencia en octubre de ese año, y que fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia en muchas de sus disposiciones fundamentales. En razón de ello, en noviembre de 2011 se promulgó la ley 18.847, que si bien modificó prácticamente la mitad de las normas de la anterior, no la derogó ni reemplazó por un texto ordenado.
El resultado es un mosaico, en el que hasta los principios , que en la ley 18572 eran los de oralidad, celeridad, gratuidad, inmediación, concentración, publicidad, buena fe  y efectividad de los derechos sustanciales, han sufrido mutaciones (en el caso de la inmediación).
Algunas de las quejas que originó el nuevo régimen  uruguayo parecen resabios de la tradición de un régimen procesal único para los juicios civiles, mercantiles, laborales, etc. En particular, las que le reprochan a este sistema especial el no consagrar el principio de igualdad de las partes, el basamento de la teoría general del proceso, ‘vicio’ al que algunos califican como un ‘acorralamiento’ de la parte demandada, motivador de nuevos planteos de inconstitucionalidad.
Una de las novedades, en términos comparativos, es la regulación del expediente electrónico, que sin duda ha de resultar un avance tanto en orden a la celeridad como a la concentración y a la publicidad. Pero, insisto, habrá que ver en la práctica el desenvolvimiento de esta herramienta.
Del Código Procesal del Trabajo de Bolivia de 1979 (también aprobado por un decreto ley de un gobierno de facto), es rescatable  el hecho de que en el enunciado de principios ,art. 3º, se incluye en le inc. G) el del “proteccionismo, por el que los procedimientos laborales busquen la protección y la tutela de los derechos de los trabajadores”.
Cuando se sancionó en Perú la ley procesal del trabajo Nº 29497, que se fue aplicando en forma progresiva en sus distritos judiciales a partir de julio de 2010, tuvo ecos sumamente elogiosos entre quienes consideraban que, con tal implementación, los procesos laborales serían cortos, rápidos, simples y con primacía de la oralidad. Se enfatizaba también en las virtudes de las facultades judiciales de sancionar el litigar malicioso o la dilación procesal.
Contempla una pluralidad de tipos de procesos, el ordinario, el abreviado, el de impugnación de laudos arbitrales, el cautelar, el de ejecución y otros procesos no contenciosos. Fija plazos, en algunos casos muy breves (una hora para dictar sentencia en los juicios de puro derecho o sobre hechos que no requieren prueba, por ejemplo); no se aparta de las reglas tradicionales en materia de carga de la prueba ni de la eficacia procesal de la confesión de parte; mantiene, en particular en el caso de las medidas cautelares, la aplicación supletoria de las normas del Código Procesal Civil.  Contempla, para algunos supuestos de despidos con verosimilitud del derecho y peligro en la demora, así como para casos especiales de tutela de estabilidad sindical, una medida especial de reposición provisional. Resulta llamativo que en las acciones que tienen por objeto rever una renuncia por el trabajador a derechos no disponibles, no resulte necesaria la asistencia de abogado. En el proceso de ejecución se habilitan multas progresivas y acumulativas hasta el cumplimiento efectivo de la condena, y se prevé que la contumacia obliga al juez a denunciar el hecho penalmente como supuesto de desobediencia o resistencia a la autoridad.
El Código Procesal Laboral del Paraguay ha sido modificado en el año 2010, y pese a la época sigue ligado a la supletoriedad de las normas del procedimiento civil, aunque con la aclaración de que lo serán en la medida en que sus normas no sean contrarias a la letra o al espíritu de ese código, la doctrina y jurisprudencia, la costumbre y hasta el uso local en materia de procedimiento. No hay un claro enunciado de principios relativos a la hermenéutica del sistema.
En Ecuador se registran reformas trascendentes, entre ellas la del predominio de la oralidad, entre el 2003 y 2004, ligada en su teleología al art. 35 de la Constitución, que dispone que tanto la legislación laboral como su aplicación se sujeten a los principios del derecho social. Desde ya que es interesante este punto de partida, puesto que implica que las normas procesales no puedan pasar por alto “el interés superior de buscar una expedita y eficaz aplicación de las normas sustantivas consagradas en el Código de Trabajo”.[25]
En Nicaragua, el régimen vigente ha sido sancionado en octubre de 2012, y entró en vigencia el 29/05/2013, por lo que resulta imposible analizar la experiencia de su aplicación. Destaco la consagración de la oralidad, y la obligatoriedad de tránsito previo al acceso a la jurisdicción de un trámite conciliatorio en sede administrativa, que es una cortapisa opinable al derecho al acceso a la justicia.
2.7.- BREVES REFLEXIONES SOBRE ESTOS DATOS.
Es impracticable la búsqueda de un mínimo común denominador entre regímenes y prácticas procesales muy diversos, incluso al interior de un mismo país, y vinculados con situaciones históricas concretas y a realidades socio económicas y políticas que contienen diferencias bastante marcadas. Tampoco se pueden establecer cotejos atemporales entre normativas que llevan muchas décadas de vigencia y otras de data mucho más reciente, o todavía en estado de experimentación funcional.
No obstante, y orientado francamente a aquello que me he propuesto en los capítulos precedentes de este trabajo, esto es, a la verificación de la correspondencia y articulación entre los principios generales del derecho del trabajo y los del procedimiento jurisdiccional laboral, considero que en la amplia generalidad de los casos se mantiene ese divorcio, esa diferencia apreciable, o –como lo describí en párrafos anteriores- ese cortocircuito; que obsta, o al menos obstaculiza en alto grado, la garantía de realización del derecho del trabajo en el traslado del conflicto a su resolución por los medios coercitivos habilitados por el Estado.
Si hubiera que sintetizar en uno de los valores en los que se manifiesta con caracteres más abarcadores esa distancia, especialmente en los regímenes más antiguos, es la de la ficción de la igualdad formal de las partes, proveniente de la clásica teoría del proceso, respecto de la necesaria prelación jurídico formal de los trabajadores, como correlato indispensable del principio protector o tutelar del derecho del trabajo.
Una segunda cuestión que parece surgir de este análisis es la de que el predominio manifiesto de la metodología del proceso oral o con amplio predominio de la oralidad parece favorecer algunos principios, como el de la inmediación, que ni siquiera son específicos del procedimiento laboral (y que en diversos casos se incorporan a este tipo de procesos ya admitidos para diversos tipos de acciones extralaborales); también acompañan al proceso más inquisitivo, al de total o parcial impulso de oficio. Pero esa oralidad, de por sí, no resuelve otros aspectos de singular importancia: pongo, a guisa de ejemplo, la carga dinámica de la prueba, la inversión de dicha carga para algunos supuestos, el ‘in dubio’ en la valoración de las pruebas, la real sencillez de los trámites, la prelación jurídico procesal del trabajador, la cautela en la denegación de beneficios, el régimen de las presunciones.
Lo que tampoco luce resuelto con la oralidad en sí sino cuando es acompañada de medios materiales, instrumentales y humanos suficientes, es la celeridad, la economía procesal, la concentración. Muchas de las quejas que origina el trámite de juicios orales se refieren a la falta de registro fiel de los contenidos de las audiencias de vista de causa, a la demora en la realización de tales audiencias, a los problemas derivados de la integración de los tribunales colegiados, y a las contingencias que sufre el proceso desde la realización de dichas audiencias, el veredicto y la sentencia. Otras, ligadas con éstas, son las limitaciones a las garantías de la doble instancia, especialmente cuando los tribunales de alzada carecen de la posibilidad concreta de rever lo actuado y examinar la prueba producida más allá de lo afirmado o sintetizado en la propia sentencia en crisis.
{De hecho, en los modelos que mejor conozco experimentalmente, que son los del procedimiento escrito en la Ciudad de Buenos Aires y el oral en la Provincia de Buenos Aires, es evidente que en igualdad de posibilidades de opción por una u otra jurisdicción, y pese a que tanto el lugar de trabajo, el domicilio del propio trabajador y el de la empresa empleadora pertenezcan al ámbito provincial, los abogados de los trabajadores tienden a elegir la de la Capital Federal, ya sea por el domicilio de registro de las sociedades, ya por la incorporación de co/demandados con domicilio en ella, ya por la afirmación de que una parte de las tareas asignadas al trabajador importaran su desempeño en el ámbito capitalino.}
Lo razonablemente necesario es que un juicio de naturaleza tan estrictamente alimentaria como es aquel en el que están en debate derechos de características directa o indirectamente salariales, tanto del trabajador como de su núcleo familiar, no deba durar más de seis meses, comprendido todo el período desde la exteriorización jurisdiccional del conflicto hasta la solución definitiva y el cumplimiento de la condena que se hubiera dictado. Y ello, sin cortapisa alguna a las garantías del debido proceso y de la defensa en juicio.
También lo es el que deban priorizarse y abreviarse aún más aquellas acciones que, como las derivadas de accidentes de trabajo, de enfermedades profesionales o aún de afecciones de otra naturaleza pero que dificulten o inhiban la realización de tareas, pues en esos supuestos se agravan las consecuencias de cualquier demora.
Un superior contralor de las soluciones prejudiciales, extrajudiciales y otros modos de extinción del proceso por vía conciliatoria o transaccional,  así como la dotación de una gama adecuada de acciones de cumplimiento o de ejecución de deberes jurídicos, parecería a primera vista que ayudaría a la realización de los derechos, pero también incrementaría la litigiosidad visible.
Por eso considero que debe ponerse un mayor esfuerzo, por parte de quienes aborden la temática de las reformas necesarias, en una generosa regulación ‘pro operario’ en temas tales como: la admisibilidad de medidas cautelares especiales, incluida la percepción de salarios de continuidad durante la sustanciación del pleito; y la ampliación de supuestos de procesos urgentes, de plazos y períodos de prueba muy perentorios, tanto para las acciones de amparo, los anticipos de tutela, los reclamos de salarios impagos, la violación de garantías sindicales, los procesos cautelares, los abusos o excesos del ‘jus variandi’ o determinadas acciones de reinstalación forzada en el puesto de trabajo.
Tampoco debe descuidarse el análisis de nuevas formas de solución total o parcialmente extraestatales, pero en condiciones de revisibilidad judicial, mediante órganos con responsabilidades y funciones debidamente establecidas, y con participación asegurada de los propios afectados debidamente asesorados jurídicamente y de los sindicatos que los representen.
Ninguno de esos problemas , con ser objetivos, puede conducirnos a creer que la transformación deseable es una mera utopía irrealizable, ni en el nivel de análisis interno nacional ni en el de la perspectiva de una mayor aproximación a la homogeneidad de la legislación en Latinoamérica.
Pero para completar este panorama nos resta aún analizar el propio comportamiento y las conductas necesarias de otro eslabón de la cadena, el del propio judiciario,  y a eso me dedicaré en los capítulos siguientes.
3.- LOS JUECES DEL TRABAJO.-
La justicia laboral especializada, especialización que por lo demás es exigida en Latinoamérica en el nivel de convenios internacionales, presenta características comunes o de frecuente hallazgo en cada una de las complejas experiencias nacionales, o incluso locales, que no deben ni pueden ser examinadas en un ‘quietum’, en una fotografía que, como tal, solamente abarca la fracción de segundo de apertura del diafragma y captación de la imagen.
En general, entonces, me parece necesario verificar de dónde venimos, y en qué medida esa historia reciente afecta o condiciona su composición, su situación y sus perspectivas de desarrollo.
3.1.-  DE QUÉ PROCESO SINGULAR Y DE QUÉ  ESTADO DE COSAS PREVIO VENIMOS EN LATINOAMÉRICA.-
Quien contemple el presente  de las relaciones de trabajo en América Latina, y sus singularidades, no puede ignorar que fue en Latinoamérica donde, con impulso revolucionario, se promulgó la primera Constitución Social del planeta.
Fue en Mejico, en 1917, donde se proclamó por primera vez con carácter de NORMA FUNDAMENTAL la de que la igualdad que proclamaban los textos constitucionales burgueses solo servía para los poderosos, y que era indispensable establecer un sistema nuevo y diferencial de protección IGUALADORA para intentar compensar o disminuir las DESIGUALDADES que se verifican permanentemente en la sociedad, y que se expresan FUNDAMENTALMENTE en las relaciones sociales de trabajo.
Poco después alumbraría la constitución alemana de la República de Weimar, luego la primera constitución de la Unión Soviética, y después de finalizada la segunda guerra mundial una catarata de escala universal. Pero aún antes de eso, en 1940, ya Cuba exhibía su Constitución Social, y otros países con mayor nivel de desarrollo comparativo de América Latina acompañaban con su legislación interna los importantes pasos que había comenzado a dar la O.I.T. a partir de 1918.
Por supuesto  que esos derechos sociales de los trabajadores no eran ni suficientes ni cabalmente reconocidos por las dictaduras y los gobiernos reaccionarios que se sucedían en el continente. A veces simplemente se declamaban en un papel: el mayor ejemplo histórico fue ese interesante texto ritual de código de Trabajo de la República Dominicana, que el dictador Trujillo hacía conocer al mundo mientras prohibía su publicación en su propio país y enviaba a la cárcel a los trabajadores que lo invocaban para la defensa de sus derechos.
Por supuesto  que la Constitución social cubana de 1940  no comenzó a regir de verdad en ninguna de sus partes hasta la revolución de 1959. Que la primera constitución social de Argentina, de 1949, tuvo vida efímera, y la posterior de 1957 fue violentada en cada dictadura militar, y destruida desde el golpe de 1976. Que ‘O estado novo’ de Brasil moriría enfermo de sus propias contradicciones. Que el Méjico del dominio dinástico del PRI, y luego el que se asoció como un súbdito al imperio, podía mostrarle a su vecino del norte lo barato que sería producir bienes en su territorio, a costa de los derechos de sus trabajadores. Que en Venezuela se hambreaba al pueblo girando asombrosos beneficios al corazón del imperio. Que se producían los golpes de estado que organizaba la CIA. Que si hacía falta se invadían países, como en el caso de Panamá. Que hace muy poco, todavía soñaban con la creación de un estado títere en el inviolable territorio de Bolivia.
Pero todo eso no resultó ni suficiente para que desapareciera de la conciencia individual y colectiva de los trabajadores de Latinoamérica, tal vez por esas mismas razones tanto o más que en los países de mayor nivel de desarrollo, la persistencia en la lucha por la justicia social; y, junto o asociada con esa conciencia, en el acompañamiento que esa conciencia social tuvo en buena parte de la judicatura laboral.
Hacia comienzos de la octava década del Siglo XX se comenzaba a interrumpir, en el mundo capitalista, el llamado estado de bienestar. A pretexto de sus crisis internas, de la competencia intercapitalista y de la conveniencia de bajar costos a cualquier precio social, se aprovecharon las grandes transformaciones en el conocimiento, en la ciencia y en la tecnología para afectar un sistema de relaciones que hasta entonces estaba basado en el modelo taylorista y fordista;  que si bien era sumamente explotador, también mantenía y generaba la unidad de los trabajadores en las grandes y medianas plantas industriales y permitía el desarrollo de sus sindicatos y de su conciencia de clase. Y tenía en cuenta, necesariamente, que la escala de su productividad y de su rentabilidad hasta exigían contemplar a los trabajadores en su calidad de consumidores de sus propios productos.
En reemplazo de ese modelo se fue estableciendo una nueva ‘organización’ en la que la producción se orienta a series cortas de productos, especialmente de alto valor, para sectores limitados del mercado, con adaptabilidad productiva y con progresiva indiferencia por la propia condición o calidad de consumidores de los trabajadores. Se llamó ‘especialización flexible’, o ‘suave’, o ‘economía de variedad’, o ‘toyotismo’, o kan-ban; se proclamó como el nacimiento de una sociedad postindustrial super tecnificada y robotizada, con altísimos niveles de rendimiento en cualquier escala, y apta para destruir la homogeneidad de la clase obrera y de los colectivos laborales.
Lograda la destrucción del llamado ‘socialismo real’ y de la Unión Soviética, entre 1989 y 1991, el centro de decisión de un sistema único se consideró con las manos libres para proclamar (y hacer como si existieran) una sociedad posindustrial y el fin del trabajo, junto con el ‘fin de la historia’.
Fueron quedando al margen los menos calificados, los de menor nivel de educación, los excedentes, se fueron empobreciendo sus salarios, se perjudicó gravemente la estabilidad en los empleos, se precarizó el trabajo, y las reglas de esa competencia despiadada facilitaron el surgimiento de nuevas modalidades, con empresas pequeñas y medianas que, para subsistir en las nuevas reglas de la competencia, tenían que ingresar a una economía informal o ‘en negro’ de la que hacían y hacen participar a los trabajadores mediante la clandestinización del trabajo y la exclusión de los derechos sociales.
 Ese nuevo paradigma productivo pasó a consagrar como bandera la flexibilización y la desregulación de los derechos de los trabajadores. No hace falta recordar que en una gran parte de  América Latina estas banderas fueron impuestas a sangre y fuego en algunos casos y por hambre en todos, por un neoliberalismo salvaje, entronizado con todo el aparato  que proveía esa ideología dominante.
Pero en América Latina, en general, no fueron tantos los cambios en el modelo productivo, como lo fueron en la adaptación incondicional de la mayoría de sus países y gobiernos a la ‘moda’ de la flexibilización:  y la fueron realizando en la medida en que no lo impidieran, o a la velocidad que permitieran, las luchas sindicales, sociales y políticas de los trabajadores: tal como sucedió en la Europa desarrollada y, en gran medida, en el Asia.
Se pasó a una aparente descentralización productiva, que hoy se llama ‘tercerización’, y que atomiza las relaciones de trabajo y los colectivos de trabajadores. Se perdió la especialidad de la actividad de las empresas, que hoy pueden dedicarse simultánea e indistintamente a ramos increíblemente diversos. Se aprovechó de la revolución de la informática para excluir del trabajo en la propia planta a un número importantísimo de trabajadores, que trabajan encerrados en sus propios hogares y sin horarios en el denominado ‘teletrabajo’. Se crearon nuevas funciones, trabajadores necesariamente adaptables a una multifuncionalidad en la que no se preservan sus derechos a la dignidad,  se volvió sobre una conquista que había parecido definitiva en 1918, la de la jornada de 8 horas y hasta 48 semanales, y se conspiró y conspira contra toda actividad sindical libre y democrática.
Los trabajadores fueron perdiendo, con la inestabilidad en sus empleos y el riesgo constante de caída en el desempleo estructural y en la exclusión social, la posibilidad real de elaborar sus proyectos de vida. Fueron perdiendo también la posibilidad de relacionar su trabajo personal con el resultado productivo. La disminución del trabajo industrial y el crecimiento del dedicado a los servicios y, en muchos casos, a la pura actividad especulativa o financiera, amplió muchísimo la segmentación y el aislamiento de los trabajadores y la pérdida de representación de sus sindicatos. Al mismo tiempo, se fueron esfumando los conceptos de profesionalidad y de especialidad, al compás de la precarización del trabajo y del cierre de muchas industrias, así como de la falta de políticas sociales de formación y adaptación.
También se produjo una seria crisis de representación y de representatividad de los sindicatos. Todo esto, acompañado o integrado por los siguientes fenómenos.
ü  Los excluidos sociales, y los trabajadores precarizados y temporarios no estaban abarcados ni representados por los sindicatos tradicionales,
ü  Que además estaban configurados sobre el modelo ‘taylorista’ del sindicato de actividad.
ü  Que entraban en constante competencia intersindical por los cambios que se producían en las actividades de las empresas y por la pluralidad de sindicatos y de convenios colectivos que comprendían.
ü  Que eran perjudicados por los más grandes y poderosos, o por los que crecían a sus expensas o montados sobre los cambios económicos. Hoy han dejado de ser los sindicatos de la industria los más significantes, y los desplazan progresivamente los del transporte y del comercio ocupando espacios que se fueron vaciando de contenido.
ü  Junto con todo esto, se fomentaron los sindicatos pequeños y por empresa, y se estimuló desde las esferas oficiales y con la presión del poder económico hacia la atomización de la negociación colectiva, estimulando los convenios por empresa y facilitando que rigieran los de ámbito menor, cada vez más comprimidos o limitados a las cláusulas salariales y más favorables a las empresas en materia de condiciones de trabajo.
ü  Todo lo cual interactuó sobre los niveles preexistentes de burocratismo y de corrupción de muchas jerarquías sindicales, lo que a su vez volvió a resultar en desprestigio de la propia actividad sindical y en nueva pérdida de su representación real.
Finalmente, se agudizó el drama de los colectivos de trabajadores migrantes, corridos de sus países y de sus sociedades por la crisis y el desempleo, pero no reconocidos ni equiparados en sus derechos en los países de arraigo. Y el de los trabajadores rurales, desplazados por técnicas agrícolas de escasa demanda de mano de obra, o por la ampliación de las fronteras de explotaciones de alta rentabilidad, invasoras de las modestas, regionales y tradicionales.
Mientras duró, o en algunos aspectos aún dura, ese complejo y profundo retroceso, que tuvo características que se prolongan mucho más allá de la derrota política de quienes las proyectaron, como técnicas de tierra arrasada, hubo una continuidad del quehacer jurisdiccional en materia laboral que, si bien no fue totalmente impermeable a la ideología dominante, supo conservar y retener, en líneas generales, ciertos valores constantes que parecían asincrónicos para el modelo social determinado por el poder.
{Me parece un buen ejemplo de tales comportamientos lo que ocurrió en una parte de la judicatura laboral argentina, en particular en su Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo de la Capital Federal, en el período en el que la dictadura cívico-militar, entre 1976 y 1983, no solo prohibió el ejercicio del derecho constitucional de huelga, sino que lo incriminó con penas de ocho años de prisión. La ingeniosa fórmula empleada para salir de la presión de esa normativa, que además obligaba a los jueces a denunciar el ‘delito’ de huelga, consistió en dar con algún incumplimiento o inejecución de deberes jurídicos de los empleadores, y desde allí describir a la abstención de prestar la fuerza de trabajo del colectivo como una especie de ‘exceptio non adimpleti contractus’, de carácter pluri/individual. Obviamente, no puede pretenderse sostenerse tal ‘doctrina’ en términos estrictamente técnico jurídicos. Pero precisamente eso es lo que la torna más interesante para este análisis}.
Es forzoso reconocer que hubo, y hay, de los otros. De hecho, no parecen haberse dictado sentencias que declararan ni la inconstitucionalidad de las normas emanadas de los gobiernos dictatoriales por su origen, ni tampoco por sus contenidos. Y la Argentina tiene una penosa historia de complicidades judiciales en sus cúpulas, desde aquel primer golpe de estado de 1930, que derrocó al gobierno popular y democrático de Hipólito Yrigoyen,  cuya ‘legalidad’, derivada del hecho efectivo del ejercicio total del poder, fuera reconocida por la Corte Suprema.
Como este trabajo pretende concentrarse en la justicia laboral, evito el ingresar al análisis de la conducta judicial media en el tratamiento de los desesperados ‘habeas corpus’ a favor de tantos de los 30.000 desaparecidos y de los ciudadanos perseguidos y represaliados por la última experiencia dictatorial.  Pero tampoco encontramos suficientes rastros de conductas activas o de resistencias frente a otras manifestaciones de la misma fenomenología que, habiendo tenido su paroxismo en el genocidio, afectaban y destruían derechos de los trabajadores: la irrupción militar en los sindicatos, la cancelación de toda vida democrática en su seno, la destrucción y aniquilamiento de las bases y representaciones sindicales en las principales empresas, la supresión de toda negociación colectiva, la extrañísima normativa que en vez de determinar salarios mínimos establecía la prohibición de pagar sueldos por encima de un tope, y tantas otras manifestaciones de una violación constante, total y más que visible, de los más esenciales principios del constitucionalismo social. Y en estos, como en otros países, tampoco contamos, en líneas generales, con la asunción por parte de los jueces del trabajo de su responsabilidad social, ni mucho menos de ejercicio de su independencia, ni del ejercicio de un contralor de los restantes poderes estatales.
Se dirá que no se puede obligar a nadie a ser ni héroe ni mártir. Pero pudieron haber existido más y mejores formas de ejercicio de conductas libres y democráticas, tanto en no aceptar cargos jurando por estatutos dictatoriales y no por la Constitución, como en renunciar a sus cargos cuando tuvieran (y debían tenerla todos) la certeza de que no podrían continuar ejerciéndolos en condiciones mínimas de garantía de su independencia y en el cumplimiento de su esencial cometido de aplicar e interpretar normas tutelares de derechos de los trabajadores.
En rigor, tampoco hubo una necesaria modificación de ese estado de cosas como efecto de la recuperación de la democracia, pues salvo algunas renuncias aisladas, el núcleo de los componentes de la justicia laboral, como de otras especialidades, no vio afectada la continuidad de sus funciones, ni tuvo dificultades para adaptarse a las nuevas condiciones objetivas de una sociedad que exigía cambios democráticos profundos. Lo que resulta llamativo es que para esa continuidad sin notables cuestionamientos, la argumentación validadora estuviera basada, entonces, en el valor superior de la independencia judicial y en la estabilidad de los jueces garantizada por la Constitución: omitiendo en todo caso lo que significaba aquella referencia constitucional a la buena conducta, cuyo cese debe actuar con la condición resolutoria y el punto de quiebre de aquella estabilidad.
Hubo, sin duda, en la Argentina, algunos comportamientos concretos de los primeros gobiernos del proceso de recuperación democrática, especialmente el primero, (1983/89) que, en  algunos nombramientos de nuevos jueces para la cobertura de vacantes, optaron por juristas que habían sido resistentes o perseguidos en la era de plomo, o que habían militado en organizaciones políticas y sociales, así como en organizaciones de defensa de Derechos Humanos. Pero tales ‘nuevos’ jueces no dejaban de aparecer, en alguna medida, como ‘outsiders’ del sistema, al menos hasta que se fueran adaptando a sus reglas de juego y se incorporaran a expresiones típicas de ese sistema, como las de las instituciones de representación de la judicatura, al modelo de la Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional.
Hubo que esperar hasta 1994, para que con la reforma constitucional, se sustituyera el mecanismo estrictamente político de designación de los jueces  nacionales y federales (propuesta directa del Poder Ejecutivo Nacional y acuerdo senatorial del pliego respectivo ) y de remoción (por vía de juicio político, con la Cámara de Diputados como órgano acusador y el Senado como juzgador), mediante la implantación del Consejo Nacional de la Magistratura y la determinación de que los nombramientos debían ser por concurso de antecedentes y méritos, y las remociones mediante un jury independiente del poder político, previa intervención acusatoria del propio Consejo de la Magistratura.
Esto generó lógicas expectativas y esperanzas de reales cambios, si se tiene en cuenta que se contaba con situaciones previas tales como la designación como jueces de quien no tenía otro vínculo con el saber que el hecho de ser hijo de la tarotista de un presidente, o en otro caso extremo el de una abogada que había subcontratado a un colega para que elaborara y redactara sus sentencias. Pero también se computaba , en esas expectativas, la de que los futuros jueces pudieran exhibir una conducta democrática, antidictatorial, republicana, de compromiso irrenunciable con su sociedad, y específicamente idóneos en la disciplina y especialidad de su cometido.
En la Justicia Nacional del Trabajo argentina, los primeros procedimientos de designación de jueces por concurso con este nuevo régimen se abrieron cinco años más tarde, en 1999, el primero de ellos (Nº 19 en la nomenclatura del Consejo) para la cobertura de tres cargos vacantes en la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo de la Capital Federal, y el segundo (Nº21) llamado para cinco cargos de jueces de primera instancia. Compitieron por esos cargos una cincuentena de candidatos o aspirantes en el primero, muchos de ellos que ya eran jueces de primera instancia; y en el de primera instancia más del triple, una porción importante de ellos funcionarios de la misma justicia.
En el segundo de tales concursos, tras un trámite de algo más de dos años, fue respetado el orden de mérito resultante de la labor del jurado y de la ulterior revisión por la comisión respectiva y por el plenario del Consejo. Los dos primeros jueces de primera instancia fueron designados a fines del 2001, y los tres restantes pocos meses más tarde. Pero en el primer concurso, el que correspondía a la cobertura de cargos en el tribunal de Alzada, - aquel órgano judicial que por pronunciar las sentencias definitivas revisoras de las de primer instancia resulta el generador y difusor de doctrina judicial del fuero, así como el productor de fallos plenarios de aplicación obligatoria para todos los órganos de la justicia laboral, - aquellas ilusiones democráticas hicieron agua. El aspirante que resultó primero en orden de méritos, y votado por unanimidad por el Plenario del Consejo Nacional de la Magistratura, integrante en ese primer lugar en las tres ternas elevadas sucesivamente al Poder Ejecutivo Nacional, fue postergado sin explicación alguna, y en un ejercicio de una ‘facultad’ del Poder Ejecutivo que quedó inmune pese a la reforma constitucional: la de proponer al Senado a uno cualquiera de los ternados.
Esa primera actitud visiblemente discriminatoria del poder político en ocasión de la elevación de tres pliegos sucesivos y en un trámite de varios meses,  no mereció otros cuestionamientos que algunas declaraciones de órganos de representación profesional de la abogacía. Nada dijeron, sobre ella, las instituciones profesionales de la judicatura, ni tampoco las académicas del derecho laboral, ni las universidades, ni –en rigor- los organismos de derechos humanos. Medió, a mi juicio, una naturalización de la segregación por razones ideológicas, pues no dejó de estar presente en el imaginario de la judicatura el dato de la realidad de que el candidato exitoso según los resultados del concurso cargaba con el confesado ‘pecado’ de una trayectoria de izquierda, tanto en la lucha por la defensa de derechos de los trabajadores como en la cátedra universitaria, en la resistencia antidictatorial y en la actividad profesional de defensa de los derechos humanos.
Muy probablemente haya sido en el Brasil donde – pese a su retraso comparativo en el juzgamiento de los crímenes dictatoriales- se dieron las primeras experiencias de nombramiento, como jueces de trabajo, de ex combatientes antidictatoriales de izquierda; entre ellos cabe destacar el caso de un nordestino que en esos tiempos de plomo había sido condenado a muerte por la justicia dictatorial en dos oportunidades, o el de otra que exhibía como uno de sus tantos méritos personales el haber sido prisionera política durante un largo período. Seguramente habría que investigar cómo se articulaba, con esa apertura a una real democracia en esta materia, la influencia de las instituciones profesionales intermedias, y las líneas históricamente predominantes en la mayoría de las 24 asociaciones de magistrados del trabajo de los diversos estados y regiones, y en especial en la Asociación Nacional de Magistrados del Trabajo (ANAMATRA), que está al borde de cumplir 40 años de notable y exitosísima actividad.
Ignoro si hay experiencias tan significativas en otros países, como en el Chile pos/pinochetista, pero las diversas experiencias nacionales muestran diferencias muy significativas: en Nicaragua, por ejemplo, con una histórica y muy notable división entre jueces ‘sandinistas’ y ‘antisandinistas’, que en alguna medida trazan divisorias entre izquierdas y derechas; en Venezuela, con la continuidad histórica de una prohibición legal, para los jueces, de asociarse en defensa de sus derechos como tales;  en Perú, con regímenes de revisión periódica de los cargos, que al comprometer la tutela de la estabilidad también comprometían las garantías de la independencia de la justicia; en Bolivia, con esta primera experiencia de la designación por voto popular universal de los integrantes de alguno de los órganos de la judicatura; en otros casos, y en lo externamente visible, por ejemplo en Uruguay y en Paraguay, la salida de las experiencias dictatoriales tardó más de lo deseable en producir cambios en la composición orgánica de la justicia especializada, sin perjuicio de los que se fueran produciendo en las Cortes y organismos de cúspide del Poder Judicial.
Pero pese a tales antecedentes, circunstancias y cotejos con realidades tan diversas y complejas, nuestra experiencia y nuestros deseos nos hacen pensar que transitamos nuevos tiempos, y que en ellos surgen nuevas perspectivas y necesidades para la actividad judicial laboral en nuestra Latinoamérica.
3.2.- LA FUNCIÓN PROFESIONAL DE LOS JUECES DE TRABAJO EN ESTOS TIEMPOS.-
Es que evidentemente estamos asistiendo en la etapa con la que parece haberse empezado a transitar apenas iniciado este siglo, con diversos niveles de participación y de comprensión de su fenomenología, a un proceso de cambios de paradigmas y de conductas en lo relativo al desarrollo de las sociedades, con eje en algunos de los países y de organismos supranacionales y regionales en América Latina.
No se trata, por supuesto,  de un proceso lineal, y ni siquiera es universalmente progresista o definitivamente liberador de atadoras coloniales y neocoloniales. Tampoco estamos a las puertas de aquella Patria Grande en cuya procura se produjeron las epopeyas independentistas.
Pero con sus desajustes y desniveles, casi todo un subcontinente progresa, con sus ‘corsi e ricorsi’ inevitables:  con una más que interesante aptitud de acción colectiva expresada en UNASUR, CELAC y otros institutos originados en pactos plurinacionales; con respuestas, o ensayos de respuestas a los catastróficos experimentos destructores del paleoliberalismo, a las ortodoxias económicas y financieras de la ‘Escuela de Chicago’ y de organismos como el Fondo Monetario Internacional;  con mecanismos de autodefensa cada vez más colectivos frente al impacto de esta etapa profunda y grave de crisis general del orden capitalista que asuela al viejo mundo y a los Estados centrales del sistema; con modelos históricos de rebeliones de las que muchos liderazgos se declaran herederos y hasta continuadores.
Con un denominador común más identificable en el populismo que en una ideología sustentadora de los cambios a los que quepa aspirar, pero con metas que invariablemente se enuncian en el logro de modificaciones progresivas en el modo particularmente injusto de distribución de la riqueza social, en la dignificación del trabajo, en la búsqueda de nuevas formas de lograr la inclusión social de los marginados, en la afirmación de los derechos soberanos de los pueblos y de sus Estados, en el reconocimiento (en feroz lucha con el pasado y el prejuicio) de los derechos y dignidades de los pueblos originarios.
 Todo lo cual se exterioriza en políticas de unidad en la diversidad y pluralidad que, quizás, tengan su ‘dies a quo’ de lanzamiento en esa derrota geopolítica que significó la demolición del ALCA en aquella reunión interamericana de Mar del Plata, en la que quedó destinada a la historia de nuestros  pueblos la encendida frase de Hugo Chaves Frias, “ALCA, AL CARAJO!!!”.
Hay otro dato que conviene apuntar, sin pretender hacer futurología, pero sin desconocer sus efectos potenciadores de un proceso de democratización de nuestras sociedades. Se trata de la crisis de los objetivos del Consenso de Washington, y las dificultades cada vez mayores para despreciar la voluntad popular y las formas y contenidos democráticos y republicanos. Del genocidio humano y social de los golpes de estado de otros tiempos no tan lejanos, se ha pasado a un estado de conciencia interno que se traduce en políticas internacionales muy concretas: que no ha evitado el golpe en Honduras, o el parlamentario del Paraguay, pero que inhibió e inhibe situaciones similares en Venezuela, en Ecuador, en Bolivia, o intentos secesionistas que irían a desempeñar los mismos roles de retorno al pasado.
Finalmente –una progresiva y por cierto estimulante y contagiosa política de reconocimiento y efectividad de Derechos Humanos, de memoria, verdad y justicia, de justicia, verdad y memoria, y en última instancia de real y efectiva justicia. Lo que, por cierto, destaca y remarca el papel y la función de la propia administración de una justicia independiente en todos estos procesos de luchas, cambios y (tal vez modestas) transformaciones.
{En esto siento orgullo al situar en un hipotético podio a la Argentina, desde la recuperación de las formas democráticas en 1983 aunque con interregnos regresivos entre 1989 y 2003, pero indudablemente con marcado desarrollo a partir del 2003}
No pretendo trazar un paralelo voluntarista entre todos estos cambios y los que se puedan ir produciendo en todos los espacios del quehacer judicial, y mucho menos en lo atinente al ámbito de la justicia laboral. Pero es incuestionable que son de suficiente visibilidad como para trascender, al menos visualmente, los cristales de las campanas de insonorización que caracterizaron, históricamente, a nuestras judicaturas.
Que producen efectos sobre las conductas judiciales en concreto, medidas por una creciente receptividad a la interpretación ‘pro hominis’ de la normativa jurídica, a un reconocimiento monista del bloque de constitucionalidad encabezado por los tratados internacionales de derechos humanos y sociales; y por una lectura dinámica de los textos constitucionales y legales, en la que lo dinámico no es otra cosa que una vía de adaptación a los cambios y a las transformaciones que afectan a la sociedad:  los tecnológicos y científicos, los de los modos de producción, los del crecimiento de los servicios, y –por supuesto- los políticos, en el sentido más amplio del concepto del término.
Si la transformación social, aún la más pequeña, tímida y modesta, tiene esos parámetros de verificación posibles, no se puede prescindir de considerar cuál es, o cuál debe ser, el papel que jueguen o deban jugar los jueces y, en general, los aparatos judiciales, en esos procesos.
Es preciso reconocer que, naturalmente, habrá diversas visiones alternativas o posibilidades de examen, según sea la postura que el lector hipotético adopte respecto de tales procesos.
 Dar por cierta  la existencia de un proceso de transformación de nuestras sociedades, también impone una toma de posición por parte de quien se sienta comprometido con (o contra) ese proceso: o lo damos por realizado; o lo consideramos aún irrealizado pero necesario o indispensable, y nos abocamos a su posible fenomenología jurídica y judicial con un carácter anticipatorio, sea para la etapa de su realización o para las intermedias correspondientes a la transición de una realidad de las relaciones sociales a otra realidad futura de mayor justicia; o, finalmente, lo consideramos un obstáculo para el sustento de valores tan vitales para el derecho como la seguridad y la estabilidad jurídica.
Mi opinión claramente excluye esta última hipótesis. Pero considero que las dos primeras se pueden conjugar y articular. Aunque sin desconocer que cualquiera de esas alternativas supone graves riesgos de preconceptos: es preciso saber, antes, qué es, o en qué consiste el cambio o la transformación social.  Que no se debe dar por sabido ni por inevitable en base a fórmulas dogmáticas lineales ni a determinismos simplistas, o a la pura evidencia de la injusticia social prevaleciente.
            En nuestras sociedades, cambio social significa, al menos, una modificación sustancial en el modo de distribución de la riqueza generada socialmente y apropiada cada vez más por cada vez menos: que puede que no haya de resultar revolucionaria, en el sentido de sustitución de un modelo o formación económico social por otro concebido como superador; pero por lo menos ha de reflejar una inversión de la tendencia a un cada vez mayor enriquecimiento del sector socialmente privilegiado y dominante y una mayor pobreza comparativa de los más desprotegidos y explotados del sistema.
En mi país es obscena la comparación entre los ingresos del decil más pobre y los del más rico, que supera en más de treinta veces los ingresos de aquel. Pero eso apenas si es una referencia, en un mundo en el que resulta que pueden coexistir, y de hecho coexisten, crecimientos económicos globales con tremendas desigualdades sociales de crecimiento paralelo, y salvatajes estatales, supra/estatales y de organismos internacionales al sistema financiero, a expensas del empobrecimiento de vastísimos sectores de la ciudadanía y de la privación de sus derechos y de sus proyectos de vida.
            Pero como ese cambio es impensable, hoy, desde la  pura voluntad de la dominación social, cuyo modelo tiene por supuesta esa tendencia como propia del ‘statu quo’ inmodificable, estamos obligados a asumir y aceptar que la transformación o el cambio social, en cualquiera de sus niveles, solamente es viable desde la perspectiva de una modificación o cambio en las relaciones de dominación o poder.
 O un nuevo punto de equilibrio en las relaciones de fuerzas en el seno de nuestras sociedades. O un proceso de democratización de las relaciones sociales de tal magnitud como para que las mayorías relativamente desposeídas adquieran una cuota novedosa e importante de poder.        Escenarios que en este mundo unipolar son difíciles de anticipar sin un gigantesco proceso  de integración regional y conciertos supranacionales, acompañados de grandes avances en los niveles de la conciencia social.
            De modo que no basta nuestra convicción acerca de la necesidad social de cambios, ni la evidencia de que el capitalismo contemporáneo no proporciona otras recetas que las propias de la teoría de una acumulación centralizada de tal volumen de riqueza como para que el excedente derrame mágicamente sobre el conjunto social. Y confesemos  una vez más que todavía no poseemos, colectivamente, las herramientas conceptuales que permitan certeza alguna sobre el nivel, la metodología ni el objetivo final de tales transformaciones o cambios sociales.
            Supuesto, entonces, que estamos admitiendo la realidad, la inminencia o la necesidad impostergable de cambios sociales, y que nos resulta difícil individualizar o tipificar esos cambios, debemos satisfacernos con algunas apreciaciones generales relativas a las formas que han de asumir, en ese proceso, las tareas y las conductas de los jueces y de los aparatos administrativos y técnicos con los que operan. Naturalmente, en especial los jueces aplicados a la especialidad más típica del derecho social, que es donde esas posibles transformaciones han de operar con mayor impacto.
            Ocurre que los jueces son operadores jurídicos, y no les es ajena una idealización del orden jurídico y del derecho en general como si fueran los más perfectos alcanzables o, cuanto menos, los únicos materialmente posibles.  Y además, con la carga ideológica de considerar que los juristas somos custodios y reproductores de una inmovilidad que estaría destinada a dar garantía de verdad en todo lo que se relaciona con las pautas de organización social, con la regulación del comportamiento de los hombres y, en especial, con la forma de solucionar los conflictos que brotan en la vida social.-
            ¿Qué deben hacer, los jueces del trabajo, para contribuir desde su función al cuestionamiento y refutación de esa función del derecho como preservador del ‘statu quo’  y de las relaciones de dominación y poder en el seno de la sociedad? Y, añado, ¿Cómo prepararse intelectualmente para no ocupar un espacio rezagado o resistente respecto de aquella tendencia al cambio que previamente caracterizamos como evidentemente necesaria?
            En la respuesta a ambas cuestiones va implícita la perspectiva de un cambio copernicano de paradigmas del derecho: pero sin duda son tantas las virtudes de ese cambio como los riesgos que en su curso se asumen, y respecto de los cuales deberemos estar debidamente precavidos.
            Por de pronto, vale la advertencia de Albert Einstein: ES MAS FACIL DESINTEGRAR UN ÁTOMO QUE UN PRECONCEPTO. (y vaya que cuando lo dijo no existía experiencia concreta de la viabilidad de la desintegración del átomo). Y entre los preconceptos, uno que ocupa un espacio singular en la tarea de los jueces consiste en el excesivo apego a los precedentes jurisprudenciales, con el que se produce el fenómeno tan brillantemente descripto por Calamandrei de que las mallas de esa inmensa tela de araña de hilos lógicos que la jurisprudencia entreteje para colmar los intersticios dejados por las leyes van haciéndose tan estrechas que se llega a tener la sensación asfixiante de que por ellas no circula el aire.
            Reducir el espacio conceptual de la jurisprudencia como fuente de derecho exige jueces del trabajo que pasen de un quietismo judicial a un activismo tal que no signifique avanzar en el autoritarismo y en el discrecionalismo, sino en lo contrario: significa pasar del juez remoto al próximo; del a/social al integrado; del indiferente al comprometido.             En una sociedad en proceso de cambio y transformaciones, los jueces no pueden ser una maquinita de reproducción de precedentes,  sino directores protagónicos e inteligentes operadores de garantías universales, comprensibles, accesibles, igualadoras: hospitalarias, así las definía Augusto M. Morello.
            Nos permite ser plenamente optimistas, respecto de la ruptura de esa tela de araña asfixiante urdida con la repetición a/crítica de criterios jurisprudenciales (que a su vez copiaron y repitieron a otros anteriores, y estos a otros aún más arcaicos) una tendencia a la afirmación de un bloque de constitucionalidad integrado en una escala superior por los tratados internacionales de derechos humanos, por los específicos de derechos sociales, por los convenios de la OIT, y por las interpretaciones que de todos ellos hacen los órganos respectivos habilitados; que ha motorizado un proceso de nueva inteligencia judicial de los derechos de los trabajadores, en tanto sujetos de especial tutela.  Ejemplifica esa tendencia, en el último decenio, la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina, con diversos fallos renovadores y esperanzadores en nuestra materia.
            Luego: El compromiso necesario de cada juez pasa por registrar la enorme diferencia que existe entre imparcialidad y neutralidad: el juez de trabajo es operador de un derecho protector, que en esencia parte del reconocimiento de las desigualdades y en la constante lucha por su compensación. De modo que un juez de trabajo que se declare ‘neutral’ es tan impropio como lo sería si se declarara indiferente, o totalmente descomprometido con los principios de su especialidad y ajeno a su suerte. Algo sobre esto dije en algunas exposiciones y palestras en años recientes, sintetizado en esta frase:  un juez del trabajo neutral es lo más parecido a la cerveza sin alcohol: no tiene ni sabor ni espíritu; es pura espuma. Pero me parece necesario desarrollar un poco esa  imagen comparativa.
{Lo que ocurre con esa traspolación ideológica mecanicista entre el concepto de imparcialidad y el de neutralidad, también es herencia de la formación universitaria. Recuerdo  algo que contó un  jurista marplatense, Luis P. Slavin. hablando de sus experiencias como profesor universitario de derecho del trabajo en Mar del Plata, Argentina. A medida que pasaban los años desde 1976,  de terror y plomo primero, de demolición de los institutos centrales del derecho laboral más tarde,  él insistía con la realización de una encuesta entre los alumnos que arribaban por primera vez en su carrera universitaria a una materia de derecho social; pidiéndoles que dijeran, simplemente y sin preparación previa alguna, si en caso de duda sobre cuál fuera la interpretación debida de una norma de derecho laboral había que inclinarse por la interpretación más favorable al trabajador, a la empresa, o una intermedia, equidistante,  aséptica, neutral.-  Y comprobaba cómo, año tras año y curso tras curso, la mayoría de los encuestados, que en los tiempos de oro no habría vacilado en aplicar -por lógica  y por sentimiento antes que por conocimiento- la regla ‘in dubio pro operario’, se iba pasando a la solución neutralística, cuando no directamente a la de protección de la empresa: lo que en cuanto al resultado, era exactamente lo mismo. Aunque como en toda encuesta, siempre quedaba el espacio para dudar acerca de si la respuesta era espontánea, o si el alumno anónimo que respondía lo hacía creyendo que esa y no otra  fuera la solución interpretativa que satisficiera a la cátedra : lo que no hablaría demasiado bien ni de las previas experiencias del encuestado con sus anteriores profesores, ni menos aún de sus propias escalas de valores personales.}
Sé  que no digo nada novedoso si afirmo que el juez no tiene como función el hacer justicia sino el dirimir conflictos (y ni más ni menos que eso). Pero conviene no omitirlo porque esto no degrada ni des/categoriza la función, sino que la humaniza; y su reconocimiento contribuye a democratizarla.
Conviene distinguir  el clásico concepto del ‘decir el derecho’ como aptitud jurisdiccional, de un hipotético e irrealizable ‘decir la Justicia’, al que puede conducir un simple error semántico, derivado del hecho de que aquello que hacemos se siga denominando ‘administrar justicia’, como si el juez fuera un demiurgo hacedor del mundo de la Justicia.
            Tampoco conviene omitir que cuando se dirimen o resuelven conflictos que pueden ser individuales o colectivos, pero que siempre forman parte de una conflictividad social, y muy especialmente cuando el juez tiene un mandato supraconstitucional, constitucional y legal de interpretar y aplicar principios igualadores y normativa protectora, no siempre tiene plena conciencia de que su garantía de imparcialidad no es ni sinónimo de  ni equivalente a la neutralidad.-
Esto es de indispensable reconocimiento por el juez de trabajo e imprescindible para su función social de realización de un sistema jurídico  en el que tal juez opera sobre relaciones entre desiguales por definición. La imparcialidad, en tanto falta de designio anticipado o de prevención a favor o en contra, no puede trasladarse a la indiferencia ante la realización o irrealización del derecho del trabajo, sino al alto precio de pasar por alto la especificidad del orden público laboral y los principios protector,  de irrenunciablidad y de primacía de la realidad.
No me avergüenza el repetir y machacar constantemente sobre el tema en cuanta ocasión me es dado poder hacerlo. Y conviene insistir  sobre el punto. Porque si sorprendiéramos a buena parte de nuestros colegas jueces del trabajo, o a quienes aspiran a llegar a serlo, con una pregunta a boca de jarro relativa a si la función es de preservación de derechos sociales de los trabajadores,  de los derechos de las empresas, o de equilibrio, equidistancia y neutralidad, no debiéramos ser nosotros los sorprendidos por la proporción que se inclinaría por la tercera opción, sin reparar en que con ella proclaman indirectamente su adhesión a la  segunda.
Y confieso, en este repetir y machacar, que me  siento mitad tributario y mitad plagiario de Joaquín Aparicio y Jesús Rentero, quienes tanto y tan bien han marcado los respectivos territorios de imparcialidad en las garantías del proceso y neutralidad o indiferencia en la realización o no del derecho.
{En una clase magistral con la que se inauguró en el segundo semestre de 2013 la carrera de especialización en magistratura creada por el Ministerio Público Nacional argentino, el profesor emérito y ministro de la Corte Suprema Eugenio Raúl Zaffaroni añadió una calificación singular, cuando dijo que los conceptos jurídicos que los cursantes aprenderán no solo no son neutros, sino que están impregnados de política. Es en el desconocimiento de esa calidad, continuó, que las pretensiones de neutralidad pueden jugarnos cotidianamente trampas; que nos pueden conducir a hacernos funcionales a aquello a lo que no queremos ser funcionales.}[26]
Ese juez imparcial-pero-no-neutral enfrenta una mayor dificultad para la autovaloración de su trabajo y de su esfuerzo cuando advierte que sus herramientas lo limitan a una forma (o a una apariencia convencional) de solución del conflicto: la puramente económica, dineraria, mercantilista. Y esta limitación es mucho más profunda cuando esas mismas herramientas cuantifican el resarcimiento en términos de tarifas inamovibles y abarcadoras de una universalidad de situaciones des/individualizadas.
            En segundo lugar, los jueces están colocados en el lugar que ocupan para hacer respetar, proteger y realizar las esperanzas del pueblo en el Estado Social de Derecho y en las promesas que éste supone. Si no lo logran, o especialmente si no lo intentan, si no late en sus manos y en sus sentencias el empuje vivificante conmovedor de estar respondiendo a las promesas de justicia que voluntariamente nos obligamos a cumplir y hacer cumplir desde nuestros distintos roles, tal cometido permanecerá incumplido. 
Reconozcamos que el deterioro del prestigio social de la magistratura, en nuestros países, tiene causas objetivas reconocibles en la distancia que media entre la esperanza social de justicia y los niveles de su realización concreta.
            Pero hay que advertir, por ejemplo, que una estadística con aval de organismos de la OIT daba, hace poco tiempo y para toda la América Latina, un dato estremecedor para quienes no tengan la vivencia profesional cotidiana de su impacto:  el 53% de los trabajadores en actividad permanece en un limbo de clandestinidad y despojo de derechos sociales.  Siendo eso así, los jueces de trabajo son, las más de las veces, la única y última oportunidad de obtención de tutela de esos derechos desconocidos o negados; la única y última oportunidad de inclusión social de la mayoría de nuestros conciudadanos trabajadores. Esto potencia su responsabilidad, pero también enfatiza la necesidad de su real valoración social.
{En algunos de nuestros sistemas procedimentales, por ejemplo en el Brasil, incluso hay una etapa previa y muchas veces definitoria del proceso de conocimiento destinada a la declaración de la existencia o inexistencia del vínculo laboral dependiente}.
Como se ve, no es poco compromiso. No es poco. Y además sitúa en un plano de ridículo conceptual a aquella afirmación de un ex presidente mexicano, en un foro público, de que es cierto que una mayoría de los trabajadores de su país se desempeñan en condiciones de ‘informalidad’, pero que todos ellos tienen ‘trabajo decente’.
            Luego, el juez de trabajo, como en rigor todo juez, está OBLIGADO a defender su independencia, como claramente lo dice el art. 38 del Estatuto del Juez Iberoamericano. Vale decir que la independencia de los jueces no es su puro derecho subjetivo, como parecen sugerirlo determinadas concepciones corporativas; de esas que creen, en mi propio país, que la independencia de los jueces es una cuestión de tributación o no tributación de impuestos.
Hablamos, por supuesto, en un primer plano aparente, de la independencia externa, con un sujeto pasivo universal del deber de protegerla que no es solamente el conjunto de los restantes poderes; sino también las instituciones y organismos, las organizaciones y grupos sociales, económicos y políticos, (el Banco Mundial y sus proyectos para la justicia, un buen modelo de referencia) , así como esa auténtica fábrica moderna de opinión publicada configurada por los medios masivos de difusión.
Pero es insoslayable el análisis de otros vectores, los propios de la independencia interna de los jueces del trabajo.
En primer lugar, aquellos factores orgánicos, que tienen soporte en una noción fuertemente asentada del sistema de justicia, y de la propia justicia laboral, como un orden jerárquico y vertical, y no como una división de competencias. Conviene recordar que el art. 4º del mencionado Estatuto del Juez Iberoamericano dice que “en el ejercicio de la jurisdicción, los jueces no se encuentran sometidos a autoridades judiciales superiores, sin perjuicio de la facultad de éstas de revisar las decisiones jurisdiccionales a través de los recursos legalmente establecidos, y de la fuerza que cada ordenamiento nacional atribuya a la jurisprudencia y a los precedentes emanados de las Cortes Supremas y Tribunales Supremos.”
Esto es esencial en nuestros sistemas jurisdiccionales, en los que rige el control difuso de constitucionalidad, potenciando el deber de CADA  JUEZ, de TODOS LOS JUECES, de aplicar la Constitución y los Tratados Internacionales, siguiendo el principio de jerarquía normativa.
{Es conveniente advertir que, con juegos de palabras profundamente encubridores, se viene abriendo camino una tendencia a cuestionar, desconocer o ridiculizar esa vital función judicial de declarar la inconstitucionalidad de normas jurídicas. El pretexto pueril, pero no por eso menos persistente y tal vez penetrante, es el de que el principio de la soberanía popular, expresado en la voluntad de los representantes del pueblo en los parlamentos y órganos de creación de las leyes, debe predominar sobre la valoración e interpretación que efectúan quienes, como los jueces, carecen de esa legitimación de origen y de funciones de representación ciudadana. Lo llamativo es que ese nivel de argumentación comience a aparecer en sentencias judiciales y en dictámenes fiscales, incluso en procesos de alta trascendencia pública}.
El lugar, el espacio y la función concreta de los jueces implica refutar en concreto aquella concepción limitativa que reduce la actividad judicial a la interpretación de normas con prescindencia de su contextualidad social. Y  reclama una disposición a quebrar rutinas en la admisión de aquellos procedimientos urgentes a través de los cuales se puede distinguir el derecho puramente declarado respecto del alcanzado o realizado a través de la sentencia.
{También en este aspecto habría que poner en la columna del ‘debe’ las profundas limitaciones que, con títulos democratizantes que los textos no avalan, restringen casi hasta su anulación la factibilidad del dictado de medidas judiciales cautelares previas o durante la sustanciación de los procesos. Me refiero, en concreto, al caso argentino, pero probablemente esa referencia sea útil como expresión de un riesgo mayor, especialmente en cuanto se refiere al supuesto de la posibilidad de acceso a las medidas cautelares en conflictos en los que sea parte demandada el propio Estado.}
            Otro aspecto de vigencia constante pero de extrema actualidad, producto ésta de una incorrecta conceptualización del término, es el necesario protagonismo (no exclusivo, por supuesto, pero protagonismo al fin) que deben tener los jueces en el proceso de democratización de las relaciones de trabajo y del propio aparato jurisdiccional.
            El juez de trabajo no debe ni puede ser indiferente a aquella verdad contenida en la afirmación de Norberto Bobbio de que no habrá auténtica democracia mientras la democracia muera en el portón exterior de las empresas.  Lo que también vale respecto de la articulación de las relaciones con sus funcionarios y personal, con los profesionales y con los destinatarios de sus pronunciamientos y sentencias.
            Si además de todo eso el colectivo de los jueces del trabajo es inteligente, creativo, sensible y autocrítico, si admite su error y las posibilidades de rectificarlo en pronunciamientos sucesivos, si ciudadaniza su actividad,  se aproximará al modelo más  deseable para interactuar en la dirección del cambio o la transformación social necesarios.
3.3.-  EL CÓMO HACER DE LOS JUECES DEL TRABAJO. [27]
En algo más de una década de desempeño en esa función, muchas veces me han preguntado si me satisfacía o contentaba aquello que hacía al trabajar como juez.
Esta interrogación es  frecuente en los diálogos con quienes han tenido trato conmigo en mi prolongado ejercicio de la abogacía .  También lo es entre los estudiantes de derecho y en los cursos de postgrado, y se conecta más con una dualidad entre el respeto a la Justicia y el bajo nivel de prestigio social de la magistratura .
Invariablemente contestaba que no es tan importante reconocer el placer en aquello que se hace sino, en todo caso, en cómo se lo hace. Debo reconocer, empero, que si no existiera el estímulo de la formulación de esa pregunta, por diversos motivos que realimentan la reserva y el desinterés autocrítico, sería infrecuente que los jueces intentaran explicar (y explicarse) por qué están satisfechos con el modo de su desempeño,… y por qué pueden no estarlo.
Comencemos por esto último. Entre otras razones, porque no cabe duda de que es más sencillo el examen del por qué de la insatisfacción.
Los jueces pueden, en efecto, –y hasta deben - considerar las múltiples dificultades y trabas para un desempeño eficaz y correcto: los condicionantes externos e internos de su independencia, las limitaciones de tiempo, de acumulación de tareas, de carencias de soporte informático, de presupuesto, de infraestructura, de personal idóneo, las propias fallas de formación específica, el carácter caótico de la normativa en que han de basar sus pronunciamientos, la remuneración inadecuada (y asombrosamente desigual en un examen comparativo en Latinoamérica); y  tantas otras, entre las que no puede dejar de aparecer en escena el efecto que sobre la actividad de cada uno produce el desprestigio social de la administración de justicia, estimulado por el continuo avance de otros poderes del Estado y por los llamados ‘formadores de opinión’.
{Allí donde la libertad de prensa se confunda y se oculte tras la libertad de empresa, no deja de ser coherente que esa expresión de la opinión  empresarial altamente concentrada se traduzca en hostilidades y reticencias respecto de las sentencias que, al reconocer derechos individuales y colectivos de los trabajadores, afectan sus intereses o los de las clases y grupos sociales con los que permanecen enlazados. En otras competencias, suelen oscilar más entre la crítica despiadada o la adhesión incondicionada al orden judicial existente, mucho más vinculada con cuestiones de líneas editoriales y políticas bastante más mutables.}
También puede abordarse esa más que probable insatisfacción desde el ángulo de la articulación del juez con la sociedad. Entonces, se visualizan el carácter insular de la tarea, así como cierto aislamiento cultural derivado de limitaciones para diversas actividades: desde las lógicas vinculadas con la política en general, hasta las que sean consideradas socialmente como impropias de un juez o inadecuadas a su investidura, siendo normales  para los demás ciudadanos.-
{Estos pruritos están en franca retirada, al menos en la Argentina, con los reiterados pronunciamientos judiciales de alta gradación política de sus organizaciones gremiales-profesionales tradicionales, y con las réplicas que se han venido traduciendo en la aparición de nuevos fenómenos sociales, en el plano judicial, como la aparición de un movimiento denominado ‘JUSTICIA LEGITIMA’, que pretende expresar voluntad de cambios profundos en materia de democratización de la justicia, pero parece bastante más orientado al cuestionamiento  global del unicato corporativo, y a su funcionalidad a la oposición política al gobierno nacional.}
Tales aspectos de la muchas veces crítica relación de la justicia con la sociedad, y de los que no pueden derivarse ingenuas imágenes placenteras del propio quehacer, tienen motivos múltiples; que explican y multiplican el bombardeo constante que sufre, desde la realidad de las relaciones de poder, el esquema basado en la teoría de Montesquieu de división de los poderes estatales. Y no solamente división, sino –además- equilibrio y control recíproco.
{En rigor –como lo recuerda Walter Graziano en “Nadie vio Matrix”, aunque no coincido con su visión conspirativa de las ‘sociedades secretas’- el papel del propio Montesquieu estuvo más ligado a los intereses del imperio británico que a la formación de una ideología revolucionaria en Francia. Pero es evidente  que el dogma de la división de los poderes tenía un significado cuando se trataba de destruir poderes excesivamente centralizados en Estados que no estaban en condiciones de aprovechar de (y ser aprovechados por) la primera revolución industrial;  y otro muy diverso cuando se ha concluido el proceso de articulación entre el poder político y un capitalismo tan altamente concentrado. No obstante lo cual, sigue luciendo como una aspiración propia de los contenidos esenciales de la democracia.}       
La lógica de Montesquieu, ha sido  elevada a la categoría de axioma por el dogma de las revoluciones burguesas y en estos días asume la condición de un mito.
{Esto último parece tener algunas lecturas singularmente curiosas: por ejemplo, en la primera plana del diario LA NACION de Buenos Aires del día 9 de abril de 2008, luce la noticia de que un alto funcionario del Poder Ejecutivo Nacional dio instrucciones o ‘aconsejó’ a una empresa privada que no acate una sentencia judicial pasada en autoridad de cosa juzgada que la condenó a reincorporar a un empleado cesanteado.  Cabría preguntarse si el desacato es el ‘control’ del principio de división de los poderes. Pero ese mismo diario y otros, editorializan permanentemente su vínculo con un modo de concebir y tratar a la justicia en el que lo alabado es, precisamente, su ‘status’ conservador y su naturaleza resistente a todo cambio. Hoy, lamentablemente, se habla más de la justicia en la Argentina en términos políticos en sentido estricto que en lo que puede referirse a una política judicial}
  
Empero ,ese valor intocable de la división y equilibrio de los poderes del estado colisiona actualmente con nuevas metodologías y nuevas formas de concentración del poder; y es constantemente atacado desde las propias usinas de producción ideológica que sostienen esa omnímoda concentración del poder. Lo singular es que usualmente se pretende encubrir esos ataques como si en ellos radicara la afirmación y defensa de la independencia y hasta del control recíproco de los poderes estatales.
Para esa nueva lógica vigente es un escollo molesto la independencia interna y externa de los jueces, como lo es la autarquía presupuestaria del Poder Judicial.
{En un trabajo dedicado al tema elaborado por el actual camarista laboral argentino Luis Raffaghelli,  para el II Congreso de la A.L.J.T., se pone en números concretos ese encorsetamiento. Y no debe olvidarse que una Justicia que debe dedicar alrededor del 95 % de todo su presupuesto a pagar sueldos de su personal, no puede aproximarse a la realización de su función en la sociedad, ni a la tecnificación, adecuación y transformación que los tiempos y las renovaciones  científicas y técnicas tornan indispensable. En este aspecto es vital la cuestión de la autarquía financiera del Poder Judicial, que muestra situaciones muy desiguales en Latinoamérica.}
Esto explica, así sea parcialmente, tanta ofensiva mediática y tanto interés por destacar y realimentar el nivel de desprestigio social de la judicatura. Tal vez nos baste ejemplificar con la insistencia con la que se destaca el atraso en los procesos penales y la demora en los juicios orales, sin poner en la balanza los condicionamientos de infraestructura, procesales  y de medios instrumentales, técnicos y humanos.  De eso no se habla, y tampoco los jueces afectados por la crítica a ‘su’ lentitud se ocupan demasiado de intentar aclararlo : y así como todavía muchos  creen que solo pueden hablar ‘por sus sentencias’ omiten referirse a los impedimentos para dictarlas en tiempo adecuado.
O, en otro plano que no es en absoluto opuesto sino paralelo, una defensa cerrada y harto dogmática del actual estado de cosas, provista de una concepción de la independencia del Poder Judicial y de la división de los poderes, en la que no se juzga críticamente ni a la organización judicial, ni a sus cuadros, ni a sus defectos más que visibles, y como si ese estado de cosas  existente fuera el necesario, el correcto y el universalmente deseable. Esa es la línea que predomina en gran parte de la magistratura argentina, incluyendo a su cabeza, la Suprema Corte nacional, así como  en sus organizaciones representativas, y buena parte de las de la abogacía.
Contemplado desde ese conjunto de problemas y de dificultades, no parece que el espacio en el que se produce el quehacer judicial cotidiano sea satisfactorio. Y creo que bastaría, para su comprobación, advertir que –en un régimen de naturaleza constitucional como el argentino, en el que los jueces perduran en sus funciones mientras dure su buena conducta, - hay una verdadera fuga hacia la jubilación, que amplía constantemente el número de cargos judiciales vacantes y potencia los inconvenientes de la lentitud de su cobertura.
Pero, a sabiendas de todo eso, y para no reiterarme en lo que me parece sabido,  en este  ensayo no me propongo escribir sobre la insatisfacción, sino acerca de su opuesto. Con ser más compleja, como auto/propuesta, me parece de abordaje interesante y placentero.
3.4.- LA ACTIVIDAD JUDICIAL Y SUS PLACERES.-
En primer lugar, lo necesario consiste en admitir, con todo y  hasta pese a todo,  el placer que puede deparar la tarea judicial.
En primer término, porque el aspecto lúdico es propio de toda actividad humana, y son infortunados quienes padecen de la incapacidad de reconocerlo. Claro que al mismo tiempo la insatisfacción es el motor de todas las luchas y de todas las transformaciones: de donde es más infortunado aún quien queda limitado a ese reconocimiento autosatisfactivo, porque acaba siendo un discapacitado de la crítica, del mejoramiento, de la superación, del cambio y del progreso.
Vale decir que el equilibrio correcto parece consistir en que el reconocimiento de lo lúdico no conspire contra la autocrítica, ni contra la crítica a las dificultades, contratiempos y falencias que afectan el trabajo judicial. Tal vez sea oportuno situar al juez contemporáneo en aquella categoría de intelectual de la que Foucault decía que su función principal era la de cuestionarse a sí mismo, des/decirse, desalojar sus certezas, aún las más aparentemente inconmovibles.
Esa conjugación suele presentarse como problemática cuando la cuota de placer que seamos capaces de reconocer esté demasiado vinculada con el ejercicio de la autoridad, como algo inherente y diferenciador en el cargo; o, peor aún, con la sensación de muchos jueces de disponer de una cuota de poder, que es ‘placentera’ en tanto ejercicio de  tal  poder.
El encandilamiento con el poder es una de las causas de todas las deformaciones del propio poder; y esto es más curioso, como fenómeno, cuando se trata de espacios de poder tan limitados como lo son los comunes de los jueces. En mi reflexión, computo lo antes dicho acerca de la crisis conceptual y funcional del principio de división y equilibrio de los ‘poderes’. Pero también considero la supervivencia del dogma, y un traslado mecanicista de éste (como si se mantuviera inmutable e inmutado) al ‘status’ personal de cada magistrado como expresión de ese ‘poder’. Porque ‘integrar’ un Poder no es ni representarlo ni ejercitarlo.
 En mi opinión y conforme a mi experiencia, comienzan allí, en ese sentimiento de poder de bases falsas, las peores y más difíciles de erradicar de las falencias de la justicia, sus riesgos de aislamiento social, de autoritarismo, de verticalismo, y la concepción feudalista de cada órgano judicial. Por ende, no me parece que estemos hablando de una porción sana del placer que puede deparar la actividad jurisdiccional.
{Por añadidura, porque todo eso se complica mucho más en aquellas sociedades en las que el desequilibrio en la ecuación estatal hace que la Justicia se parezca a  un “no poder” del Estado. Y en especial allí donde el propio ‘imperium’ de las sentencias judiciales se esfuma en una maraña de normas mediante las cuales el propio Estado condenado en sede judicial se considera ajeno al riesgo de ser perseguido si no cumple ‘in natura’ el objeto de tal condena.  En ese ‘desobligarse’ por parte del propio Estado no se suele advertir que sobrevuela un segundo y mayor fracaso de los dogmas de las revoluciones burguesas: hoy el Derecho ha dejado de ser un universo válido y eficaz para TODOS (comenzando por el propio Estado, lo que constituyó la base del constitucionalismo demoliberal); para ir retornando progresivamente a aquel sistema que se creía superado en el que el soberano establecía las normas para que fueran acatadas y cumplidas solamente por sus súbditos, o por aquellos de sus súbditos a los que no deseara o no precisara extender sus propios privilegios.}
3.5.- LA CUANTIFICACIÓN ECONÓMICA Y SUS PROBLEMAS A LA HORA DE SUMINISTRAR UNA SOLUCION JUDICIAL AL CONFLICTO.
 Cuando uno pretende dar con el pensamiento sensible y con la prueba de la creatividad crítica de los jueces –v.gr., mediante la lectura de sentencias ejemplares de la Corte Suprema de Justicia de la Argentina de estos últimos años, a partir de las  de los casos ‘Vizzotti’ o ‘Aquino’-  se topa con la evidencia de que, para  declarar la inconstitucionalidad de algunas manifestaciones de la tarifación como respuesta universal resarcitoria, los magistrados se afirman en la premisa de la ‘poquedad’, en su sentido gramatical de escasez, cortedad o miseria. En otros supuestos, hay una especial sensibilidad para limitar derechos de los abogados o peritos intervinientes sostenidos en normas arancelarias, a pretexto de que su pura vinculación con el interés económico en juego en el proceso generarían algo así como una ‘muchedad’.
Ni lo uno ni lo otro, ni la ‘poquedad’ ni la ‘muchedad’, hacen  otra cosa que poner en evidencia las condiciones y los límites entre los que se desenvuelve la actividad judicial, en la tensión entre la mensura individual de la equidad y sus traducciones cuantitativas regladas, y en alta medida forzosas.
{He aquí un nuevo dogma, o barrera: ‘la tarifa lo paga todo’. Que viene acompañado de una verdadera falacia argumental, cuando esa ‘tarifa’ es presentada como un punto de equilibrio o de  intersección entre la necesidad de reparar las consecuencias dañosas de un incumplimiento o de un acto ilícito, y la necesidad de superar las dificultades del trabajador para acreditar en cada caso la real cuantía de los daños y perjuicios sufridos. Donde la falacia consiste en que para que ese punto de intersección fuera ‘protector’ de derechos del trabajador sería menester que se tratara de un mínimo legal garantizado, y que no obstara a la persecución de un resarcimiento integral cuando tales mayores daños fueran invocados y pudieran ser  acreditados en sede judicial. }
3.6.- EL JUEZ Y LA SOCIEDAD.-
Las representaciones sociales de los jueces influyen de un modo inocultable en sus decisiones, que adquieren por ello cierto nivel de cohesión ideológica. Éste es un dato de la normalidad: su negación o su ocultamiento bajo mantos de  aparente asepsia cientificista también se configuran como cargas ideológicas, y en su sentido estrictamente filosófico de falsa conciencia o falsa representación de lo real.
Esto es tan evidente, que –especialmente allí donde existe más latitud aparente en la construcción de las sentencias, como en el régimen del ‘common law’ – es frecuente que las carpetas de los abogados relativas al asunto contengan datos sobre la personalidad de cada juez, sus antecedentes personales y científicos, su especialización, los antecedentes de sus fallos en cuestiones análogas o similares, etc.
El juez de los divorcios cervantino que manda a una pareja a estar a las duras como ha estado a las maduras no puede ignorar en qué consisten las maduras ni dejar de representarse las duras. Pero, además de conocerlas, readquiere ese conocimiento en cada conflicto y en cada uno de sus procesos de formación de decisiones relativas al mismo. –
En cambio, el magistrado que toma distancia a un mismo tiempo del conflicto y de la dinámica de las relaciones sociales de dominación y poder en las que tal conflicto se inserta –y que en alguna medida refleja- puede llegar a adolecer de un parcial analfabetismo funcional.- El primero me parece, en todo caso, más aproximado a otorgar al pleito la solución prudente. El segundo queda encerrado en una lectura estática y normalmente gramatical de normas jurídicas y encuentra una satisfacción  ritual mediante la adhesión a los precedentes, y la adecuación de conductas que considera típicas a normas atributivas de responsabilidad mediante el empleo de recursos ‘científicos’.
            Porque otra de las deformaciones profesionales posibles, producto de la relación permanente con el conflicto singular, se refleja en una tendencia a ignorar que la realidad de las relaciones sociales de trabajo no se reduce o limita a su representación en los conflictos que se ventilan judicialmente, y en los que tal realidad aparece  parcializada. De hecho, como lo expuse en un capítulo previo de este trabajo,  siendo tantos millones en cada país las relaciones individuales de trabajo, una buena proporción de las cuales son conflictivas por naturaleza, solamente muy pocas de ellas son las que deben ser resueltas judicialmente,  por más que con ellas se saturen los tribunales laborales.
Colocado en ese lugar del operador del rito de subsumir conductas en normas y en criterios ya establecidos, lo placentero puede quedar comprimido a la satisfacción por el deber ritual cumplido. Convengamos que es poco; y que si nos basáramos en ese modo de cumplir con la función judicial en la sociedad, se trataría de una pura satisfacción formal e insuficiente, repetitiva y mecánica.
El esfuerzo singular de muchos de mis colegas argentinos  al procurar soluciones desde perspectivas creativas y críticas a problemas tales como los derivados de la nulidad de las conductas discriminatorias en las relaciones de trabajo, y en especial a los supuestos de despido discriminatorio, demuestra –y en particular por el valioso esfuerzo intelectual aplicado a la solución de cada caso - cómo se conjugan la creatividad y la experiencia social con la satisfacción del juez por el resultado de su labor. La bienvenida tendencia a integrar el razonamiento judicial con una lectura de la normativa internacional en la propia cúspide del sistema de fuentes, es otra manifestación ampliamente saludable del mismo fenómeno.
Afortunadamente, y en gran parte por eso, creo que entre nuestros colegas jueces de trabajo tiende a predominar esa categoría de la que en materia de derecho social está marcando senderos la Corte Suprema argentina; aunque debo reconocer que en formas que todavía distan de ser puras.
 Los jueces suelen tener el equilibrio adecuado para no desnudarse de su experiencia social al vestirse intelectualmente con la toga. Pero, en ocasiones, esa experiencia es insuficiente: y eso puede suceder cuando quien accede a la judicatura lo hace cargando con una perspectiva  unilateral y monocolor como la que, sin otros estímulos y sin otras búsquedas, puede proporcionar una carrera administrativa en la justicia;  muchas veces completada o consolidada con un título universitario y actividades múltiples de especialización que han sido perseguidas, obtenidas y realizadas sin otros horizontes que los correspondientes al acopio de datos indispensables del curriculum vitae específico. Que, por cierto, es bastante visible desde el lugar de quien ejerce la docencia universitaria del derecho y advierte la apatía de algunos alumnos por el conocimiento, y un mayor interés por la pura información pragmática basada en la técnica de casos o de precedentes jurisprudenciales.
Paso a referirme a este aspecto de la riqueza de la cosmovisión  de aquello que se debate en el litigio.
3.7.- LA APTITUD JUDICIAL, LA EXPERIENCIA PROFESIONAL Y LOS CONCURSOS.-
Es cierto que –en el caso argentino, al menos- a más de una década del comienzo de los concursos para el nombramiento de los jueces, estamos comparativamente mejor que cuando las designaciones se efectuaban ‘a dedo’ por el poder político y sin resguardo o garantía alguna de idoneidad específica.
{Conviene no olvidar que en esa ‘dedocracia’ política se ha llegado a nombrar como jueces o fiscales  a falsos abogados, a personas que reconocían no tener dominio ni conocimiento de la especialidad para la que eran designadas, como premio consuelo para compensar la pérdida de espacios o funciones políticas, careciendo –al menos inicialmente- del requisito de una idoneidad específica.}
Hoy, al menos, sabemos o debemos suponer que el designado posee un nivel de capacitación razonable para el cargo, aunque los procedimientos de designación en concreto sigan resultando  harto insatisfactorios.
 Pero el problema principal consiste en que el peso específico de los antecedentes curriculares es tan marcado, en el proceso de selección, como para que no pueda ser compensada la acumulación de diplomas y publicaciones con la experiencia en el desempeño profesional de la abogacía ni, las más de las veces, con la actividad docente.-
La capacitación razonable no es sinónimo de idoneidad : para la que es preciso incorporar el dato de la experiencia profesional. Una cosa es la antigüedad en el título profesional y otra distinta la resultante de su ejercicio.
No es que el abogado laboralista posea, por el mero hecho de dedicarse a esa especialidad, una mayor garantía de solvencia en el conocimiento de la realidad de las relaciones de trabajo. Sin embargo, en múltiples ocasiones, al examinar por qué obtenía satisfacción en mi labor de juez, advertía, y sigo advirtiendo, la ventaja que me deparaba el traslado de mi propia experiencia profesional en el ejercicio continuo y excluyente de la especialidad como abogado laboralista, así como la sumamente enriquecedora adquirida en la cátedra universitaria.
El traslado a la administración de justicia de la experiencia profesional de la abogacía puede conferir, efectivamente, algunas ventajas comparativas: una comprensión del espacio y de los condicionantes de la defensa jurídica de los intereses de las partes; una cierta capacidad de dialogar desde una perspectiva menos distante con los sujetos del proceso; y hasta una mayor aptitud para entender las características del conflicto, y para separar la paja del trigo en su elucidación.
Su opuesto, el desconocimiento por el magistrado de la perspectiva de la defensa, conduce a encerramientos propios de la incomprensión parcial de los fenómenos con los que debe interactuar en su tarea; a la desinteligencia de la propia labor de los abogados, y –en muchos casos- a las deformaciones autoritarias a las que ya me he referido como vicios de la actividad. Es cuando llegan a desvirtuarse tanto esa noción esencial para el debido proceso según la cual el abogado es un auxiliar de la justicia, como esa equiparación indispensable entre las garantías de la defensa y el respeto a la intangibilidad de los derechos del defensor.
{Un simple ejemplo propio de mi experiencia: a mi no deja de llamarme la atención el que hubieran abogados que se mostraran sorprendidos cuando al cierre de una audiencia de cierta complejidad les agradecía la cooperación que habían brindado para el buen éxito de la misma, y dejaba constancia de ello en el acta respectiva. Creo que ese gesto de reconocimiento –cuando es merecido, y no cuando se esgrime como una rutina demagógica- se lo debo a mi largo tránsito por la abogacía litigante, y contribuye a humanizar y articular las funciones del juez y de los abogados.}
Creo, en síntesis, que debiera estimularse mucho más (insisto en que me refiero a la normativa argentina) la posibilidad de acceso a la judicatura de los que acrediten larga experiencia profesional en la abogacía, tornándolos más competitivos: es que cuando yo concursé mi actual cargo y otro superior, tanto valían en puntaje mis casi cuatro décadas de ejercicio de la abogacía laboralista como apenas dos años del desempeño en su cargo de un secretario de Juzgado. Y no es justo.  Y no alcanzo a comprender por qué no se empeñan más los organismos profesionales de la abogacía en una posible modificación de esas reglas de juego.
Por lo demás, creo sinceramente que esa experiencia profesional puede ser puesta al servicio de una necesidad social, como lo es el mejoramiento de la Justicia y los cambios que él impone. Así como es imposible ignorar el desprestigio social de la judicatura en general y desconocer los intereses que lo estimulan, tampoco es posible un progreso real de la actividad judicial sin la participación y el co-protagonismo de la abogacía.
3.8.- INMEDIACIÓN, COMUNICACIÓN Y PRESENCIA.-
Se puede estar más o menos satisfecho con el cómo se hace lo que se hace según se procure y se logre un nivel razonable de inmediación. Pero generalmente se omite vincular la inmediación con la comunicación. El juez puede estar presente y actuar en todas las etapas de un proceso, y al mismo tiempo permanecer tan distante e incomunicado como si no lo estuviera. En mi jurisdicción, la inmediación deseable es utópica.
{Baste advertir, para quien no conozca el régimen procesal al que me refiero, que en el horario diario de actividad judicial se realizan  en juzgados con un solo juez unas tres o cuatro audiencias de prueba simultáneamente, en las que normalmente los jueces solo pueden estar presentes ocasionalmente o a la hora de resolver incidencias procesales. Y aún así, por escrito y desde sus despachos y no presencialmente en la audiencia.}
            Precisamente por eso, surge la necesidad de tentar vías de comunicación y de aproximación. La utilización de algunas de esas vías, favorecidas por los medios electrónicos universalmente disponibles, tales como la configuración de un ‘blog’ de actualización permanente, en el que el juez pueda expresar públicamente sus opiniones e ideas vinculadas con su actividad, y al mismo tiempo establecer el contacto adecuado para facilitar la tarea de los profesionales en su tribunal, demanda esfuerzos que parecen adicionales a los propios de la magistratura, pero que puede dar más que interesantes resultados, y contribuir a una democratización funcional de su propio aparato.
En otro plano de análisis, la responsabilidad individual e intransferible del juez dificulta, naturalmente, la horizontalización de sus relaciones con sus funcionarios y personal. Pero no explica ciertas resistencias a la democratización de esas mismas relaciones, ni menos aún a la generación de estímulos para el desarrollo y superación individuales, ni para su reconocimiento. Es muy difícil que el juez pueda conseguir que su elenco tenga relaciones correctas y de cooperación con los profesionales y litigantes, y aún con los propios compañeros de labor, si se ocupa en conservar sus propias distancias respecto de todos ellos.
Dicho en otros términos, estoy plenamente convencido de que obtiene mejores resultados, y mayores fuentes de satisfacción, el juez más ‘prójimo’ que el remoto.
Por cierto que para lograr un buen éxito en este esfuerzo democratizante es preciso superar otro resabio inhibidor, como lo es el verticalismo. Y el verticalismo es una rémora que también se proyecta a las relaciones entre los propios jueces, incluidos en falsas categorías de inferiores y superiores, olvidando que la división entre órganos judiciales de primera y de segunda instancia no es otra cosa que una simple distribución de competencias y no de jerarquías.
{En este punto es sabia la Constitución Italiana, pero ese mismo concepto está constantemente ratificado y universalizado en los códigos de conducta judicial, de modo que no se justifica la persistencia de un opuesto anacrónico. Especialmente en aquellos países en los que rige, como en el mío, un sistema de control difuso de la Constitución como aptitud y competencia de todos los jueces y de cualquier instancia.}
Contribuir a superar este impedimento cultural ayuda a sentirse más plenamente satisfecho con lo que se realiza en la labor cotidiana de los jueces.
3.9.- LOS BAREMOS DE ‘GESTIÓN EMPRESARIAL’-
Creo que otro error consiste en intentar todo eso mediante el trasplante más o menos mecánico de técnicas o modelos de organización propios de las empresas de servicios, olvidando que ni el Poder Judicial ni los órganos que lo componen  son tales empresas de servicios, ni cabe asimilarlos a ellas.
Es con esa traspolación como se puede llegar a confundir eficientismo con eficiencia. Pero también se genera esa confusión cuando se considera como una polaridad absoluta la del tiempo de duración del proceso versus la calidad de su producto final, y acaba eligiéndose uno de ambos rumbos, con un resultado igualmente insatisfactorio. En mi opinión las ‘normas’ de evaluación de la gestión empresarial pueden ayudar a obtener premios, y eso no es de por sí negativo;  pero tal vez no ayuden en la misma medida  para elevar realmente el nivel de la gestión judicial.
Con la exposición a algún riesgo adicional, estimulado por conductas del poder: el que de tanto homogeneizar el ‘servicio de justicia’ con cualquier otro de gestión privada, se acabe admitiendo la privatización de la justicia o sentando las bases para acabar privatizándola.
En esa zona de peligro se ubica la excesiva promoción de los mecanismos extrajudiciales de solución de conflictos que –en el espacio de los litigios laborales – ha fundado la instalación de una etapa obligatoria de naturaleza conciliatoria .
3.10.- ALGUNOS ELEMENTOS PARA UN ‘COMO HACER’ SATISFACTORIO.
El como se hace lo que se hace, en el caso de los jueces, parece depender en alto grado de una textura que mezcla en dosis adecuadas la técnica del derecho, la propia técnica de la actividad jurisdiccional, y un arte singular que –como todas las artes- puede tanto enriquecerse como deformarse con la experiencia. Aunque todo eso no basta si no va acompañado por una cuota de humildad y de capacidad para expresar las propias dudas y para rectificar o volver sobre los propios errores. Y otra cuota de firmeza y constancia para no aceptar cambiar de ideas a impulso del cambio de vientos.
{No debemos olvidar que hubo quienes ‘metabolizaron’ demasiado rápida y acríticamente la ideología neoliberal de la flexibilización, desregulación, precarización del trabajo y reemplazo del orden público laboral por el llamado orden público económico.  Y viceversa: seamos sinceros.}
La labor judicial es sumamente compleja, y la torna más compleja aún un ordenamiento procesal y un sistema de garantías concernientes a la defensa que –siendo necesarios y en alta medida virtuosos- lentifican y parcializan en etapas, instancias e incidentes la marcha del pleito hacia su solución. El juez convive con el proceso, en su decurso, a través de su propia participación y de la suscripción de un número notable de decisiones, desde las resoluciones simples hasta las definitivas, pasando por las interlocutorias y sus respectivas respuestas recursivas. En muchísimos casos (o demasiados, según se examine), por ser el resultado de delegaciones indispensables en el pequeño universo funcional del tribunal, puede controlar apenas la producción normativa simple y cotidiana en el tiempo dedicado a la firma del despacho diario.
Para esta delegación, o al menos para acotar el riesgo de error o de atomización de los criterios que lucen en las resoluciones, hay mecanismos unificadores. Con resultados no siempre satisfactorios, como en el caso de un  material impreso elaborado y distribuido hace pocos años por la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo de la Ciudad de Buenos Aires, con una excelente mezcla de  lógica y de didáctica, orientado en esa dirección.
Pero en lo que se refiere a su propia actividad, la indelegable de regir y resolver el proceso, es conveniente que cada juez halle el modo de mejorar el aprovechamiento ergonómico de su tarea y del uso de su tiempo. Entiendo por ergonomía, en nuestro caso,  la optimización de nuestra vida de trabajo, tanto en función de las facultades y limitaciones reales como de la superación de algunas de esas limitaciones.
Transformar ergonómicamente la actividad personal e indelegable requiere de un cierto arte, al que no se pueden aplicar reglas universales; porque comprende una enorme cantidad de variantes según los respectivos sistemas procesales. Pero que tiene un límite, el de la garantía plena del derecho de defensa, y el respeto pleno del derecho de los justiciables.
3.11.-  LA RESPONSABILIDAD DE LOS JUECES Y DEL ESTADO POR LAS DEFICIENCIAS JUDICIALES.
El tiempo parece no haber borrado, todavía, las huellas de esos fallos de la Corte Suprema argentina [28] según los cuales cualquier acción de reparación de los daños y perjuicios que pudiera haber irrogado el desacierto o error de los procedimientos judiciales o la conducta de un juez en un litigio importaría la destrucción lisa y llana de la autoridad de la justicia. La autoridad del sabio Couture, siempre tan citado y alabado, no ha sido suficiente tampoco para que el eco de sus opiniones haya conmovido esa inmutabilidad.
{En sus Estudios de Derecho Procesal Civil, (1978), luce esta condena a ese dogma; “…Cuando se afirma que el Poder Judicial es la ciudadanía de los derechos individuales, solo se afirma la existencia de una penúltima instancia. La última la constituye la independencia, la autoridad, y, sobre todo, la responsabilidad de los jueces.” (el enfatizado me pertenece, M.E.)    }
La intangibilidad de la cosa juzgada, uno de los pilares para el soporte de ese dogma, ya quedó seriamente dañada con la doctrina de la cosa juzgada írrita. Luego, lo que subsiste es la resistencia estatal a responder por los daños que causa con su accionar irregular, y, singularmente, esa característica corporativa que inhibe la admisión judicial de sus propios errores.
Son muchos los obstáculos para remontar este complejo sistema mediante el cual se aparta a una de las principales actividades del Estado de órbitas de responsabilidad. Para lograrlo, quizás fuera preciso remontarse a Platón, y a su ‘molesta’ cuestión: ¿quién custodia a los custodios?
Es sensato separar la paja del trigo, y entonces aislar los supuestos de dolo-intención, en los que cabe tanto el juicio político como las acciones de responsabilidad civiles y penales. En consecuencia, lo que queda aparentemente en el portaobjetos es el error que sea producto de ‘hechos inciertos’ [29].  Si lo centramos en el objeto, el microscopio nos revelará que estamos ante algo compuesto por elementos de mucha mayor riqueza: la irregularidad detectable puede provenir desde la violación del ordenamiento legal hasta aquella lentitud o demora que frustre la realización o reconocimiento efectivo de un derecho en la instancia judicial; o, por el contrario, una celeridad inadecuada; o una negligencia u omisión de los cuidados debidos en la custodia de elementos probatorios, por ejemplo, igualmente frustratorios.-
Ajustemos un poco más la lente, y aislemos los supuestos en los que el bien jurídico afectado sea la libertad ambulatoria, o el principio de inocencia, dejándolos para quienes se ocupan de la cuestión desde el derecho penal, bastante más permeable a la admisión de una reparación de la injusticia con directo soporte constitucional.
{Aunque en Fallos 311:1007, -sentencia de 1988- la Corte todavía insistía en que si no media la posibilidad de revisar la sentencia por la autoridad de la cosa juzgada, la admisión de un ‘error’ importaría un atentado contra el orden social y la seguridad jurídica, en la medida en que la acción de daños constituiría un recurso contra el pronunciamiento firme. (Caso Bignoni c/ Estado Nacional). Así dicho, esto hipertrofia a la cosa juzgada, y atrofia al derecho.}
Con los que nos queda, esto es, con el proceso común, civil, comercial, contencioso administrativo, tributario, previsional, laboral, damos con impedimentos mucho más solidificados. Puesto que hablamos ahora de una actividad ‘lícita’ judicial, se contemplan los daños que pueda irrogar como una porción de aquellas limitaciones naturales al ejercicio de los derechos individuales singularmente afectados por esa actividad, de lo que solamente emergerían ciertas consecuencias ‘anormales’, generadoras  de un ‘sacrificio desigual’.[30]
Me interrogo a mí mismo acerca de cuál es el motivo por el cual introduzco este tema en un análisis del quehacer del juez de trabajo, y en un ensayo en el que trato de repensar cuestiones y cuestionamientos de la justicia laboral. Y la respuesta la obtengo de mi sensación de que nos falta un debate acabado de un proyecto oficial de reforma integral y unificadora de los códigos civil y comercial con tratamiento parlamentario en mi país al tiempo de la redacción de este trabajo, en el que se omite deliberadamente el capítulo correspondiente a la responsabilidad del propio Estado. Pero, para ser honesto, también de mi  certeza personal acerca de la necesidad de ciudadanizar a la administración de justicia y a sus integrantes.
Resolver este déficit exige, primero , reconocerlo como tal. Luego, correlacionarlo con los riesgos de afectación de la correcta interpretación del valor constitucional de la independencia de los jueces. En esa ecuación compleja, tal vez se comprenda como un acierto lo establecido en la ley francesa 79-43, de 1979, que indica que el tercero afectado solo estará habilitado para el ejercicio de la acción por la responsabilidad estatal, y que ha de ser el Estado el que, por vía recursoria, pueda dirigirse contra el juez.
Para el derecho interno argentino, este problema de la responsabilidad civil estatal y de la judicatura, readquiere una singular actualidad en razón del dictado de un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación [31] que declara la plena constitucionalidad de una norma constitucional de la Provincia de Santa Fe que dispone que los magistrados provinciales pueden ser enjuiciados por responsabilidad civil en el ejercicio de sus funciones, sin que para ello hayan debido ser previamente removidos de sus cargos o suspendidos en ellos por el trámite de juicio político (Art .93 de la Constitución de la Pcia. de Santa Fe).
El máximo tribunal admite que la Constitución Nacional adopta una solución opuesta, pero se trata de una disposición que limita sus alcances a los jueces nacionales;  por lo que considera que no se puede imponer esa restricción de la responsabilidad civil como exigencia para la normativa constitucional provincial, cuyos jueces provinciales no son destinatarios de esa disposición constitucional federal.
{Una lectura clásica del art. 60 de la Constitución Nacional, integrada en el capítulo correspondiente a las facultades del Senado de la Nación, parece integrar las garantías de independencia judicial con una inmunidad de ese tipo, cuando se refiere a las consecuencias del fallo que destituya a un juez, y tras concretarlas y delimitarlas continúa: “Pero la parte condenada quedará, no obstante, sujeta a acusación, juicio y castigo conforme a las leyes ante los tribunales ordinarios.” }
La Corte considera que la tensión con la que se ha de procurar un equilibrio federal no significa que los alcances de las garantías que sustentan la independencia de los jueces en el ámbito provincial deban ser idénticos a los que rigen en el ámbito nacional,  aunque a condición de que las normas locales preserven la sustancia de dicha garantía. Y, en el caso que examina, resuelve que el reconocimiento de responsabilidad civil de los jueces no afecta esos núcleos esenciales de la independencia judicial.
La principal virtud de estos tiempos -en que tanto se habla, se discute, se legisla (y se analiza constitucionalmente tal legislación)- en lo que atañe a lo que se da en denominar el objetivo de democratización o ciudadanización de la justicia, consiste en posibilitar someter a análisis desde perspectivas democratizadoras y republicanas muchos de los dogmas que se han considerado axiomáticamente como componentes inalterables de las garantías de independencia judicial, así como del pretendido equilibrio de los poderes del estado.
Tal debate puede o no conducir a la conveniencia de abordar reformas constitucionales, o a una lectura dinámica y más armoniosa de los textos vigentes. Pero soslayarlo o eludirlo solamente podrá conducir al mantenimiento de un ‘statu quo’ que parece ajeno y distante de todo contenido auténticamente republicano; imbuido y  penetrado todavía por esos resabios de organizaciones político-jurídicas predemocráticas, en las que las leyes y sus garantías eran emitidas para que su  cumplimiento fuera exigible solamente a los súbditos, y de las que se consideraban desobligados los titulares y representantes del poder.
3.12.- EN RESUMEN.-
En todos los casos, cada juez ha de atender a su polifacética función con ajuste a su propia experiencia, a los procedimientos que decida utilizar para la organización del trabajo del colectivo profesional que encabeza y a los condicionantes (positivos y negativos) del régimen normativo en concreto.
Lo único que pretendo con estos apuntes, es sugerir que con la racionalización de los elementos que intento aportar, y con el logro de  algo de todo eso -o al menos procurando el objetivo de lograrlo- el juez de trabajo puede considerarse en esa deseable situación de explicarse, y poder luego explicar a otros, por qué le satisface su modo de hacer lo que hace. Y encontrar placer en ello, como yo lo encontré en la elaboración de este modesto ensayo.
En la medida en que progrese y se universalice la actividad docente específica para el proceso de formación y de especialización de la judicatura, tal vez los de estas notas resulten balbuceos primitivos e ingenuos. Ojalá así sea, y pronto.- Pero sigo convencido de que cada uno de nosotros, valido de la experiencia en una tarea tan compleja y del conocimiento del marco en el que actúa (y sus limitaciones), puede aproximarse un poco a ese estado deseable en el que la satisfacción personal por el resultado del trabajo se enlace con una satisfacción social media por su producido.
Ese estado no se obtiene sino superando el divorcio entre juez y sociedad, que aparece realimentado por encerramientos anti/gregarios. Creo que el juez individual, y el colectivo que lo represente, deben estar más y mejor empeñados en la denuncia de los obstáculos que deben superar; pero no como expresiones de pura queja sectorial y de defensa de intereses corporativos, sino en virtud de su compromiso social.- 
Pero también creo que el juez estará más y mejor realizado, como tal, siendo democrático y democratizante; siendo un individuo integrado a la sociedad y no alejado de sus problemas; entendiendo que lo ‘a/político’ en su actividad está restringido a la actividad partidaria, y no abarca su inserción en la ‘polis’. Siendo parcial en aquello en lo que es indispensable que tenga posición tomada y conductas que la avalen, preservando plenamente su imparcialidad para lo específico de su responsabilidad judicial. Siendo sensible a la vigencia del derecho, a la vigencia de todos los derechos, singularmente a los derechos fundamentales y a los derechos humanos, que pasan permanentemente y en estado de crisis por su despacho.  Porque son los derechos fundamentales, los derechos humanos, los que ingresan, siempre en ese  estado de crisis, al pequeño universo de la justicia laboral.
Finalmente, siendo consciente de su responsabilidad individual, aquella que pueda derivarse de sus conductas anormales o irregulares.
4.- JUECES Y ABOGADOS, ABOGADOS Y JUECES.-
La Justicia Laboral no está compuesta solamente por los jueces del trabajo , sus equipos técnico administrativos y sus órganos auxiliares periciales. No hace falta hurgar en el alma de la toga para comprobar y reconocer la función de los abogados. Desde una reducción simplista a una verdad de Perogrullo : sin ellos, no hay justicia. O, como decía mi viejo maestro de derecho constitucional Carlos Sánchez Viamonte, la inviolabilidad y garantía de la defensa es inseparable de la inviolabilidad y garantía del defensor.
{Con sumo dolor verificamos la porción terrible de esta verdad, cuando a esa etapa negra de violación absoluta de todos los Derechos de Humanidad, en la Argentina, le correspondió un número proporcionalmente altísimo de abogados asesinados, desaparecidos y represaliados de las más cruentas maneras por el hecho del ejercicio y cumplimiento de sus funciones y deberes profesionales; una gran porción de ellos, especializados en nuestra disciplina. Como el caso ya citado de la noche de las corbatas, o incluso ese primer episodio anunciador que fue el secuestro y desaparición forzada de Néstor Martins y su cliente obrero Norberto Zenteno, en los albores de los ‘70’.}
Así como en otro punto de este modesto ensayo pensé en la intolerabilidad de que el paciente, en las ciencias médicas, sea una ‘cosa’ que queda o aparece en el otro extremo de la aparatología de diagnóstico, tampoco podemos concebir que el profesional abogado se pudiera considerar cosificado del lado externo de un mostrador judicial.
Jueces y abogados están igualmente afectados por una justicia que se realiza tarde, que se realiza mal o que, incluso, no se llega a realizar a cabalidad:  en dosis que dependen de múltiples factores, y que por cierto tampoco son parejas, son responsables mancomunados de su indispensable cambio. Nada de cuanto hoy sea legible como prospectiva de cambios en la justicia laboral puede soslayar ni el protagonismo de los jueces (al que me vine refiriendo) ni el de los abogados, porque sin el de estos últimos, ni aún el cambio de la totalidad de los jueces y su relevo mágico por un ejército de seres sabios, justos e impolutos, impediría la reproducción de las mismas taras del mismo sistema.
Para no ficcionalizar demasiado, reconozco que no es culpa en concreto de la abogacía el no disponer de la totalidad de los jueces ‘próximos’, democráticos y ciudadanos que precisamos, aunque sin duda estemos progresando en el buen éxito de su procura. Pero tampoco es culpa de la judicatura en concreto ni la mala praxis de algunos abogados, ni el desempeño incorrecto, ineficiente o desprovisto de soporte técnico-cultural adecuado. Y en cuanto a la efectiva responsabilidad por tal mala praxis o desempeños incorrectos, así no nos encontremos con los mismos niveles de negación con los que hemos dado al abordar la del Estado y de los jueces y funcionarios, por cierto que tampoco aquí nos encontramos ante órbitas de responsabilidad eficientes y al alcance de los damnificados.
En ese concreto que nos falta, la ciudadanía –ese destinatario natural de nuestro común empeño- no nos mira con demasiada complacencia ni simpatía ni a abogados ni a jueces.- Tampoco el Estado (no me refiero a un gobierno sino a un aparato en el que se suceden los gobiernos) , al que perturba tanto la defensa jurídica como la declaración judicial de cualquiera de sus sinrazones. Con sus matices , pues a veces por razones coyunturales suelen cambiar de pareceres y reemplazan sus críticas y diatribas con elogios y defensas igualmente desmedidas, tampoco esa opinión publicada que generan los medios de información masiva.
Es tan intolerable, mirada desde la garantía de la defensa, la acusación baladí e injuriosa de ‘industriales del juicio’, como la de una ‘justicia cautelar’. Lo que, ni en uno ni en otro caso, quita que, como las brujas, que de lo uno y de lo otro pueda haber en sectores marginales de ambos nobles oficios.
Esto, y no solo como mecanismo o reflejo de defensa, nos impone el ir armando una agenda (ya que el término está de moda en los últimos tiempos) para el enunciado de las relaciones necesarias entre abogados y jueces, en las que las diferencias funcionales no sean meras prerrogativas, las prerrogativas no sean meros privilegios; y en todo caso el único privilegio permitido sea el de la contribución común al afianzamiento de la justicia.
Hay diferencias y distancias que son inherentes a la función. Por ejemplo, el abogado debe hacer todo lo posible por intentar convencer al  juez; pero el juez jamás puede intentar convencer a quien resulte perdidoso en un pleito. Y puesto que el abogado laboralista debe pedir, por su propia responsabilidad profesional, todo aquello que –en el mejor de los supuestos- pudiera llegar a corresponder en derecho a su cliente, y esto puede no lograr total admisión aún en una sentencia judicial que en lo principal resulte plenamente favorable, parecería que el juez, finalmente, no puede pretender convencer totalmente a nadie. Pero lo que es indispensable que sepa hacer, y haga, es fundamentar adecuada y lo más plenamente posible sus sentencias, de modo que su pensamiento, analizable jurídicamente, sea suficientemente transparente… al menos para el abogado informado.
Ese intentar convencer o persuadir de la razón propia o aquella que se representa no debe estar dotado ni acompañado por ditirambos, pero menos aún por descalificaciones.- Si se examina en conjunto a un aparato al que se le adjudican condiciones endogrupales, me pregunto si es tan útil acompañar la crítica recursiva de un pronunciamiento judicial, con la diatriba personal, confundiendo el reproche del error judicial con la estolidez, el retardo mental o la subjetividad enfermiza del magistrado.
Por otra parte, el juez es una subespecie del abogado. Uno no tiene que recibirse de juez para poder ejercer de abogado, ni –al menos en mi país- puede ser otra que la abogacía la profesión o el grado universitario de los que provenga el juez.
 En consecuencia, admitamos que el juez, en principio, viene configurado por la misma categoría de conocimientos y de ignorancias, de virtudes y de defectos, de formaciones y deformaciones profesionales. Tal vez merezca alguna diferenciación la mayor presunción de idoneidad específica que generan los nombramientos judiciales por concursos de oposición y para competencias predeterminadas, mientras que en la mayoría de nuestros países del continente no hay otro tamiz que el título profesional y la inscripción en la matrícula para el ejercicio de la abogacía. Si la hay, no conviene tampoco exagerarla o hipertrofiarla hasta llevarla a la categoría de axioma.
Hay quienes no entienden cabalmente esta cuna compartida, y son aquellos que procuran el título universitario de abogado como un simple requisito formal para la carrera judicial. Es una pena, porque acaban siendo hostiles a una abogacía a la que no conocen ni comprenden como oficio. Y esas hostilidades siempre acaban siendo bilaterales. Lo que es incuestionable, sin embargo, es que los abogados deben ser los primeros interesados en asegurar que quienes se desempeñen como jueces tengan la idoneidad técnica específica para hacerlo; tanto como que los jueces no deben ser indiferentes a las consecuencias que para los derechos de los patrocinados o representados tenga una mala praxis o una práctica deficiente o ineficiente de la defensa jurídica.
{Bien estaría, al menos, que los tribunales de disciplina de la abogacía, fueran medianamente receptivos, o prestaran algún oído a las denuncias que pudieran hacer los jueces respecto de comportamientos que pudieran violar los códigos de ética profesional de la abogacía.}
Siendo tales los paralelismos, una vía necesaria de afianzar la unidad en la diversidad de tareas, consiste en acabar con fórmulas que no son ridículas ahora, sino desde que se sentaron los principios republicanos. Terminemos con las ‘señorías’  y las ‘excelencias’, pero tampoco nos sintamos agredidos si a los abogados  nos denominan como tales y no como ‘doctores’.
Sigamos un poco más con esos paralelos: al abogado medio le cuesta mucho menos esfuerzo intelectual resistir una pretensión jurídica que sostenerla. Pero suele ocurrir, y no es bueno, que haya jueces que optan por la vía del menor esfuerzo, desde que también puede ser más fácil el discurso que rechaza una acción que aquel que la admite. En especial, cuando en la pretensión de reconstrucción de una plataforma fáctica, en el análisis de la prueba o en el discurso jurídico de validación de la decisión respectiva, se generan dudas o se presentan dificultades; o cuando las pretensiones activas o las defensas requieren un razonamiento judicial de mayor complejidad.
La colaboración recíproca para obtener una mejor administración de justicia impone considerar que así como hay escritos de abogados de un barroquismo excesivo o de estilo arcaico o esotérico, hay sentencias que tienden a argumentarse en un metalenguaje críptico, intraducible e ilegible para el ciudadano litigante, que no por ‘profano’ ni ‘lego’ es menos protagonista de su propio conflicto. Me pregunto si no existirán formas de democratizar el lenguaje de las sentencias, los escritos de los abogados, la letra de los médicos o las conferencias de los economistas. Bueno, reconozco que esto último ya es demasiado pedir.
{Me parece sumamente interesante , y novedoso, un hecho reciente en el ámbito de la justicia penal argentina. Diferenciados técnica y en el tiempo los veredictos y los ulteriores fundamentos de la sentencia, el presidente de un tribunal penal oral, tras dictarse el veredicto en una causa que conmovió a la opinión pública, anticipó en un lenguaje coloquial, sencillo, directo, y fundamentalmente didáctico, algunos de los aspectos centrales de tales fundamentos omitidos en el veredicto condenatorio. Como en los primeros tiempos de la televisión, habría que tomar ese ejemplo como una señal de ajuste, por más que pareciera poco académico.}
            Tanto en el juicio laboral como en la generalidad de los conflictos que llegan a la instancia judicial, ni los abogados ni los jueces pueden lograr la exacta reconstrucción de la verdad histórica. Es tan errónea la creencia de poder demostrarlo todo como la de aspirar a transformar la ‘verdad jurídico formal’ con la que se alcanza cierta certeza jurídica en el equivalente de esa verdad histórica inhallable e irreconstituible. No hay máquinas del tiempo para auxiliarnos a volver al pasado, sino un entramado de datos, de experiencias, de presunciones, de indicios, que –una vez más- ligan más de lo que separan a las dos funciones profesionales en el buen orden y rumbo de los procesos.
{En su célebre ciclo de conferencias dictadas en Brasil ,luego publicadas bajo el título de “La verdad y las formas jurídicas” Foucault afirmaba que la verdad es un efecto del discurso; y que en el derecho, como en los múltiples ejemplos que daba de los mitos y el teatro griego, por ejemplo, es el discurso y las prácticas estrictamente regladas los que edifican formas específicas de verdades y de certezas. }
            Articular compartimientos aparentemente estancos entre abogados y jueces supone muchos compromisos y esfuerzos compartidos. Entre ellos, que diversos aspectos de las formaciones profesionales de posgrado, comunes, se practiquen en condiciones y horarios que sean tan accesibles a los abogados como a los jueces y empleados judiciales.
Son pequeños y modestos equilibrios, reconocimientos, respetos y comprensión del otro. No juegos de alteridades, sino conjugaciones. Si no se generan, algo muy serio seguirá sucediendo en el ‘camino del Foro’, territorio parcialmente minado.
            Por de pronto, no poner en cabeza del otro aquello que no contribuimos a crear. Como destacaba el prestigioso abogado brasileño Reginald D.H. Felker en un texto sobre la abogacía laboralista en el contexto latinoamericano, no se puede prescindir de que el juez decide en función de aquello que le ha sido solicitado y argumentado, proponiendo que tales pretensiones y argumentos, brillantes o modestos, no carezcan ni de creatividad ni de coraje. Pero, visto desde el otro lado, que esa creatividad y ese coraje, verdaderos motores de sentencias de efectiva tutela, tampoco sean vistos  como fracturas inconvenientes de la rutinización de los procesos y de sus temáticas.
            Los abogados no crean el derecho del trabajo, ni tampoco los jueces; ni ambos  son responsables o corresponsables de su dinámica, ni de su puesta en escena, ni ejercen tutorías sobre la sociedad, las luchas y los conflictos de los que se alimenta el derecho social.
Por de pronto, ambos comparten tres categorías con las que se integran indirecta o directamente a esos procesos: son ciudadanos, son –en un sentido amplio del término- trabajadores, y son operadores jurídicos. Bastarían esas tres categorías compartidas para apuntalar mayores comprensiones, interacciones y complementaciones. Es difícil que se alcancen por decisiones cupulares corporativas, por múltiples razones de las que en importante medida depende la reproducción de las condiciones del poder específico de esas cúpulas. Pero puede serlo, de a poco, y desde sus propias bases.
            Todavía no contamos con un código de ética para las relaciones entre abogados y jueces. Ignoro si sería tan utópico ir sentando las bases de su futura instalación, superados que sean otros escollos de verticalismos, orden jerárquico y encerramientos endo/grupales. Y así como creo que los jueces deben tener muy limitadas las facultades que (en orden al aseguramiento del debido proceso) permitan sancionar a los abogados, especialmente sin la garantía de la previa defensa y de la imparcialidad del decisor, también creo que deben ser sancionables las falsas o manifiestamente improcedentes denuncias que formulan, casi sistemáticamente, algunos abogados contra jueces cuyo ‘pecado’ haya sido el dictarles una sentencia en contra de los intereses que representan.
            Pero lo que, por fuera de toda diferenciación nos debe considerar unificados, en síntesis, es el hecho de que los juslaboralistas, abogados litigantes, juristas, docentes, jueces y funcionarios, asesores, estamos todos más o menos habituados a operar con una parte del sistema jurídico en el que se quiebran tradiciones multiseculares para contemplar los derechos, las garantías, la lesión a bienes jurídicamente tutelados y sus efectos, no desde el lugar tradicional del victimario, sino desde el lugar de la víctima. No desde el punto de vista del propietario, sino desde el del ‘proletario’. No desde el del privilegiado en la desigualdad social sino desde el del desigualado.
            Hoy no somos ‘rara avis’ de un orden jurídico que marche en sentido contrario, pues nos acompañan los enormes espacios de transformación que se exteriorizaron primero en el derecho de daños, y más adelante en los derechos del consumidor, en los de protección del medio ambiente; y en esa constante que realimenta esta necesaria e imparable conciencia ‘pro hominis’ cuyo motor principal se concentra en los nuevos Derechos de Humanidad.
            En cualquiera de nuestras actividades, y en todas ellas, hubo y seguirá habiendo avances y retrocesos.  Los primeros seguirán siendo empujados por la progresividad y por el reflejo de luchas y niveles de conciencia social, tanto como por la necesidad de recuperar espacios perdidos o cercenados. Los segundos tendrán causas opuestas, sujetas también a intereses tan dispares como los que expresó y aún expresa el neoliberalismo; cuya reinstalación en el escenario de nuestras sociedades cabalga sobre las vías que se ensayan para la superación de esta etapa de la crisis económica global;  con las que parece resucitar esa priorización del orden público económico tan destructiva del tejido de una organización que sustentaba parte de su doctrina validadora en el Estado de Bienestar.
            En el cierre de su informe sobre el estado actual  del sistema de relaciones laborales en la Argentina [32] se lee un párrafo que se refiere a los compromisos concretos de cada uno de los especialistas en la materia:
“Pareciera que los expertos en relaciones laborales debiéramos siempre tener presente tres premisas insoslayables. Una consiste en dar cuenta de la realidad, para obrar sobre ella con verdadera profesionalidad y no a impulsos de estériles voluntarismos. Otra es la que nos obliga a subordinar ese quehacer profesional al propósito de proteger la libertad y dignidad de la persona del trabajador, so pena de carecer de legitimación. Y la tercera, la que indica que la construcción de una sociedad genuinamente democrática –que requiere igualdad básica y un sistema de relaciones laborales también democratizado- sólo puede ser el fruto de la voluntad política de una comunidad consciente y de la concurrencia de los más diversos conocimientos y de las más variadas técnicas, a cuyo efecto deberemos asumir la necesidad del abordaje multidisciplinario de los problemas con una disposición humilde y solidaria.”
{Me parece un deber de honestidad intelectual destacar que ese capítulo final “Algunas reflexiones a modo de epílogo”, ha sido redactado exclusivamente por el presidente Oscar Valdovinos, y que cuando fue examinado por el grupo no mereció ninguna objeción, reserva ni disidencia. Aunque no me resulte sencillo discernir entre el contenido de  algunas de esas precisiones conceptuales y la hostilidad con la que ese producto de una labor tan plural ha sido recibido en el escenario  oficial, académico, doctrinal y universitario.}
            Lo multidisciplinario, en el pequeño complejo de temas que intento diseñar en este trabajo, concierne no solamente a la superación de límites ficticios entre especialidades, sino también en orden a las funciones, dispares pero concurrentes, que nos emparentan en responsabilidades necesariamente compartidas. La voluntad política a la que se alude en esa frase del cierre de un informe que fuera solicitado por el Poder Ejecutivo Nacional a través de su Ministro de Trabajo , Empleo y Seguridad Social, trasciende totalmente al aparato político y administrativo, pues remite a aquellas fuerzas que puede y debe poner en movimiento, en una organización social democrática, una conducta colectiva inconformista e impulsora de cambios y mejoras en el reconocimiento en plenitud de los derechos sociales.
            Dar cuenta de la realidad,  soslayando los voluntarismos estériles, no significa acomodarse o aceptar esa realidad como un dato inmodificable. Pero implica considerar que todo esquematismo es vacuo, especialmente si no se aprecian las dificultades que, en orden a la experiencia, manifiestan algunos cambios, de aquellos que se presentan como sustanciales y cuyo trasplante apenas si puede conducir a ligeras alteraciones cosméticas.
Es en ese sentido que me permito afirmar que fórmulas como la oralidad plena requieren de la concurrencia de muchos otros componentes para un resultado feliz: jueces, funcionarios, abogados, fiscales, mucho mejor preparados y formados; medios instrumentales y técnicos de registro plenamente garantistas; dotación sumamente ampliada de tribunales, radicados en espacios próximos entre sí y arquitectónicamente adecuados; presupuestos que, en apariencia, solo son asequibles allí donde exista autarquía financiera del Poder Judicial.
            Proteger la libertad y la dignidad de la persona del trabajador no es solamente un elemento legitimador: es un compromiso de todo aquel que elabore y actúe en el territorio del derecho laboral. No se trata de una verdad de Perogrullo, el simplista. Porque a diferencia de otras disciplinas, una parte de la academia, de la doctrina, y hasta de la formación universitaria de la especialidad, suele comportarse como si el bien jurídico tutelable fuera el de la salud económica, funcional y de las categorías de derechos de las empresas. Se trata de contradicciones que nos permiten convivir y polemizar con esas corrientes en un estado de adecuada alerta, así como de estimular esa vocación legitimadora de nuestra actividad.
            Finalmente, aquello de la humildad y de la solidaridad. Por fuera de la rica inteligencia natural de ambos términos, considero que se trasladan a un espacio sumamente específico cuando nos planteamos los cambios y las transformaciones a las que aspiramos para aproximarnos a una justicia laboral con reglas y protagonistas de nuevo diseño, divorciada de las técnicas y de los estados de conciencia de la teoría general del proceso. Porque esa labor reclama un trabajo plural, colectivo (ergo, humilde), y mancomunado, reconociendo mutuamente los objetivos comunes en el marco de la alteridad; donde lo solidario implica el reconocimiento de la situación de los otros.
            Puede que este ensayo no contribuya como deseo a levantar velos de incomprensiones y negaciones recíprocas de raíz corporativa. Que no convenza, siquiera, de esa misión compartida de obtener una materialización mucho más concreta y palpable de ese ‘derecho al derecho’, que incluya cambios sustanciales en los sistemas procedimentales. Que la clásica teoría del proceso, tan resistente a la tutela judicial efectiva continúe enseñoreada en los códigos procesales laborales. Y hasta que no haya culturas y fuerzas disponibles para la instalación de una teoría realmente superadora.
            Pero conviene recordar, en todo caso, esa frase que Göethe pone en el Fausto: Gris es toda teoría, amigo mío, y verde –siempre verde- el árbol de la vida. No siempre sirven los virtuosismos conceptuales, decía Calamandrei, para que el proceso satisfaga el objetivo de que la sentencia sea justa, o menos injusta, o que la sentencia injusta sea cada vez más rara.
En buena medida, de eso se trata: de operar de tal modo que salgamos del esquema de si ‘a’ es, entonces ‘b’, porque si no se realiza el ‘b’  sobreviene su negación, un ‘c’ sobre el que conviene que el jurista razone más a menudo.
           
[2]  La cita corresponde a un artículo de Abel García Barceló, “Realidad social y contrato de trabajo en El Capital de Carlos Marx”, que fuera publicado en 1969, en la revista jurídica “Derecho Laboral” (no se trata de la que con el mismo nombre edita actualmente Rubinzal-Culzoni, sino la que dirigiera el Dr. Mauricio Birgin).

[3] Ese grupo de expertos fue constituido a mediados del 2005 por resolución del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social y cumplió su cometido durante casi tres años, presidido por Oscar Valdovinos, e integrado por Eduardo Oscar Alvarez, Carlos Aldao Zapiola, Mario Elffman, Jorge Elías, Beatriz Fontana, Jorgie Rodriguez Mancini, Jorge Sappia, Julio César Simón y Pablo Topet, con la secretaría técnica de Raúl Ojeda.

[4] Véase, por ejemplo, una nota firmada por el Subsecretario de Relaciones Laborales del Ministerio de Trabajo argentino y presidente de la Comisión Nacional de Trabajo Agrario Alvaro D. Ruiz, publicada en el diario Página 12 del 17/07/12, donde menciona como cifras reales las siguientes: el 62,5%  de los trabajadores agrarios no están registrados, y en algunas regiones y producciones se supera el 80 u 85 %. Teniendo en cuenta la alta rentabilidad actual de las ‘commodities’, es inevitable suponer que una alta proporción de la producción agraria real se comercializa clandestina o irregularmente, con escaso o nulo contralor fiscal.

[5] Publicado en su versión íntegra en dos números consecutivos (395 y 396, noviembre y diciembre de dicho año), por la revista Legislación del Trabajo, Ediciones Contabilidad Moderna.

[6] Artículo 157 - Si vencido el plazo para efectuar la comunicación al trabajador de la fecha de comienzo de sus vacaciones, el empleador no la hubiere practicado, aquél hará uso de ese derecho previa notificación fehaciente de ello, de modo que aquéllas concluyan antes del 31 de mayo. Y el art. 162, dice: Las vacaciones previstas en este título no son compensables en dinero, salvo lo dispuesto en el artículo 156 de esta ley. En cuanto al art. 156 se refiere exclusivamente a la situación de compensación proporcional de los haberes de vacaciones en el caso de extinción del contrato individual de trabajo antes de su goce efectivo.

[7] Artículo 207 - Cuando el trabajador prestase servicios en los días y horas mencionados en el artículo 204, medie o no autorización, sea por disposición del empleador o por cualquiera de las circunstancias previstas en el artículo 203, o por estar comprendido en las excepciones que con carácter permanente o transitorio se dicten, y se omitiere el otorgamiento de descanso compensatorio en tiempo y forma, el trabajador podrá hacer uso de ese derecho a partir del primer día hábil de la semana subsiguiente, previa comunicación formal de ello efectuada con una anticipación no menor de 24 horas. El empleador, en tal caso, estará obligado a abonar el salario habitual con el ciento por ciento (100 %) de recargo.
[8] Isonomía Nº29, oct.2008

[9] Ref: Mario Elffman y Jorge L. Cassina, “Los principios del  derecho del trabajo en el procedimiento laboral, en “Procedimiento Laboral-I,  2007-1, Revista de Derecho Laboral, Ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, pags.9 a 489.
[10] Sobre las cuestiones, debates y antagonismos que genera la noción parcialmente difusa y demasiado polisémica del activismo judicial, recomiendo la lectura del artículo “Activismo o Garantismo en el derecho laboral”, de las Dras. Susana V. Castellano y María del Carmen Piña, editado en Revista de Derecho Laboral, 2007-2, Procedimiento Laboral-II, Ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, pags.91 a 108. Coincidiendo plenamente con las autoras, creo que de lo que se trata  es de afirmar la idea del juez como garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos, y que en eso debe consistir un ‘activismo sin pudor’.
[11] En “Tutela Judicial Efectiva y Derechos Humanos”, en el libro colectivo “Tutela Judicial Efectiva, ed. MAVE editora, y Círculo de Estudios Procesales”, pag. 128

[12] El texto lo pude recuperar porque, con una textualidad que evidencia una falta de reelaboración, fue publicado en el número 7, correspondiente a noviembre de 2002, de la revista ‘La Causa Laboral’ de la Asociación de Abogados Laboralistas, a la que agradezco por permitirme, por esa vía, recordar esa exposición.

[13] Ver en el tomo IX, pags.143 y ss, ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires

[14] La frase corresponde a Celso Fernandez Campilongo, en un trabajo de 1994, citado en Revista Trabalhista Direito e Processo, publicación de ANAMATRA, Nº26, año 7, p.23.
[15] Fuente de la cita, “Procedimientos Laborales, Biblioteca Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, correspondiente a una conferencia del 19/05/2000

[16] Debemos considerar que existen más de 1000 juzgados o varas del trabajo y 24 tribunales de alzada regionales, todo bajo el control del Tribunal Superior del Trabajo.

[17] El Maestro se interroga, en este punto, si para el trabajador, y para sus derechos, existen acciones de pequeño valor, o si siempre se trata de una gran valoración (económica o moral) de su pretensión.

[18] “Para una revoluçao democrática da justiça”, Ed. Cortez, Sao Paulo, 2007, pag.42
[19] Esta norma fue introducida por la enmienda constitucional Nº 45, en el año 2004
[20] Fundamentos do Processo Trabalhista, en Estudos de Direito do Trabalho e Processo do Trabalho, , LTr 1998 p.228-229
[21] A diferencia del STF, el TST no tenía facultades para establecer sumulas vinculantes; pero, como en tantos otros países en los que la doctrina de los fallos de los tribunales superiores tiende a ser acatada como un dogma que se realimenta como tal por el hecho de su acatamiento, y éste legitima la reproducción de un verticalismo , el criterio del TST fue aceptado como la interpretación verdadera de la normativa por los restantes órganos judiciales.
[22] En lo que respecta a las observaciones acerca de la parcial irrealización de los principios, me ha sido de utilidad la lectura de un trabajo de Eduardo A. Vanegas López, “El procedimiento laboral mexicano en nuestros días”. Fuente: www.libros.publicaciones.ipn.mx/PDF/1535c.pdf.

[23] El art. 685 de la LFT dice: “El proceso del derecho del trabajo será público, gratuito, inmediato, predominantemente oral y se iniciará a instancia de parte. Las juntas tendrán la obligación de tomar las medidas necesarias para lograr la mayor economía, concentración y sencillez del proceso. Cuando la demanda del trabajador sea incompleta en cuanto a que no comprenda todas las prestaciones que de acuerdo con esta ley deriven de la acción intentada o procedente, conforme a los hechos expuestos por el trabajador, la junta en el momento de admitir la demanda, subsanará ésta. Lo anterior sin perjuicio de que cuando la demanda sea oscura o vaga se proceda en los términos previstos en el artículo 873 de esta ley”.

[24] Debe considerarse la amplia gama de las sanciones o medidas disciplinarias, que abarcan desde amonestación pública ante el colectivo, multas de hasta el 25% del salario mensual descontables en proporciones no superiores a un 10%  mensual, inhabilitaciones para ascensos o promociones por un año, suepensión de cobro de incentivos por resultados del trabajo, coeficiente económico social  y otros pagos, pérdida de honores otorgados por méritos en el centro de trabajo, suspensiones por hasta 30 días o traslados temporales a otra plaza de menor remuneración o calificaicón, o de condiciones laborales distintas por el término de hasta un año.
[25] Extraido de un artículo de Iván Castro Patiño, “Dimensión jurídica de la oralidad laboral en el marco de las reformas laborales”,Revista Jurídica de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil, basado en una conferencia dictada en el marco de un congreso en febrero del 2006.-
[26] Fuente: diario PAGINA 12 del día  21/08/13, nota “Los conceptos no son neutros”, firmada por Ailin Bullentini
[27] Sintetizo, pero también reviso autocríticamente, un artículo del 2009, publicado en la Revista Derecho Laboral del Uruguay-

[28] V.gr. 27/12/1947, reg. En L.L.49-765
[29] Así los denomina, críticamente, Javier I. Barraza en “Responsabilidad del Estado por funcionamiento anormal de la actividad judicial, El Derecho- Colección Académica, ed. Universitas- Buenos Aires, 2006
[30] Autor y obra citada en la nota anterior, con cita de un fallo de la CSJN de 1994.
[31] Registrado en “Noticias del Día” de Diariojudicial.com del 01/08/2013, con el singular título de “Jueces háganse cargo”, y en El Dial.Express del 13/08/2013.. Autos: “Marincovich, José Antonio c/ Vargas, Abraham Luis s/ responsabilidad civil contra magistrados”. Fecha de la sentencia de la CSJN, 01/08/2013.- Cabe acotar que se trata de una demanda en la que se reclama daño moral por actuaciones de un magistrado en el ejercicio de sus funciones.
[32] Ob. Cit., pag. 346

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