jueves, 22 de agosto de 2013
LA JUSTICIA, EL PROCESO LABORAL, JUECES, ABOGADOS.
Por Mario ELFFMAN
ÍNDICE:
TRES PREFACIOS.-
1.- EL ENCUADRE JUDICIAL DEL
CONFLICTO INDIVIDUAL O SOCIAL DEL TRABAJO.
1.1. LA LIMITADA COSMOVISIÓN JURIDICA DEL CONFLICTO
LABORAL.
1.2. LOS CONDICIONANTES DERIVADOS DE LA INSUFICIENCIA
NORMATIVA.
2.-
EL PROCEDIMIENTO LABORAL COMO FORMA DE REALIZACIÓN DE LOS PRINCIPIOS Y LAS
NORMAS DEL DERECHO DEL TRABAJO.
2.1.- LA DEL PROCESO LABORAL ES UNA
‘CUESTIÓN DE FONDO’.
2.2.-
EL ESQUEMA DE UNA CONJUGACIÓN DE PRINCIPIOS.-
2.3.-
ALGUNOS COROLARIOS DEMOSTRATIVOS DE LA NECESIDAD DE TRANSFORMACIONES.-
2.3.1.-
LA PRUEBA DE CONFESIÓN.-
2.3.2.- VALORACIÓN DE LA CONDUCTA PROCESAL DE LAS
PARTES.-
2.3.3.- EL PRINCIPIO DE CONGRUENCIA Y LAS SENTENCIAS
PLUS PETITA.
2.3.4.-
SOBRE LOS MÉTODOS ALTERNATIVOS DE SOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS.
2.3.5.- LA NÓMINA ES AMPLIABLE.
2.4.-
TUTELA JUDICIAL EFECTIVA Y DERECHOS FUNDAMENTALES.
2.5.-
LA LEY ORGANICA DE LA JUSTICIA NACIONAL DEL TRABAJO DE LA ARGENTINA PERFECTO
MODELO DE REFERENCIA DE AQUELLO QUE HAY QUE REVISAR TOTALMENTE.
2.6.- ACOTACIONES SOBRE OTROS MODELOS
REFERENCIALES.
2.6.1.- BRASIL.
2.6.2.- EN MÉXICO.-
2.6.3.-
COLOMBIA.-
2.6.4.-
VENEZUELA.-
2.6.5.- CUBA
2.6.6.-
OTROS PAISES-
2.7.- BREVES REFLEXIONES SOBRE ESTOS
DATOS.
3.-
LOS JUECES DEL TRABAJO.-
3.1.-
DE QUÉ PROCESO SINGULAR Y DE QUÉ
ESTADO DE COSAS PREVIO VENIMOS EN LATINOAMÉRICA.-
3.2.- LA FUNCIÓN PROFESIONAL DE LOS
JUECES DE TRABAJO EN ESTOS TIEMPOS.-
3.3.-
EL CÓMO HACER DE LOS JUECES DEL TRABAJO.
3.4.- LA ACTIVIDAD JUDICIAL Y SUS
PLACERES.-
3.5.- LA CUANTIFICACIÓN ECONÓMICA Y SUS
PROBLEMAS A LA HORA DE SUMINISTRAR UNA SOLUCION JUDICIAL AL CONFLICTO.
3.6.- EL JUEZ Y LA SOCIEDAD.-
3.7.-
LA APTITUD JUDICIAL, LA EXPERIENCIA PROFESIONAL Y LOS CONCURSOS.-
3.8.- INMEDIACIÓN, COMUNICACIÓN Y
PRESENCIA.-
3.9.- LOS BAREMOS DE ‘GESTIÓN
EMPRESARIAL’-
3.10.-
ALGUNOS ELEMENTOS PARA UN ‘COMO HACER’ SATISFACTORIO.
3.11.- LA RESPONSABILIDAD DE LOS JUECES
Y DEL ESTADO POR LAS DEFICIENCIAS JUDICIALES.
3.12.- EN RESUMEN.-
4.-
JUECES Y ABOGADOS, ABOGADOS Y JUECES.-
PRIMER PREFACIO: EL DISCURSO Y EL MÉTODO.-
La arquitectura clásica y típica de los ensayos
jurídicos, como la de muchas otras disciplinas, se caracteriza por el
permanente envío a notas al pie de página de textos secundarios, aclaratorios,
destinados a precisar e informar sobre citas del principal, fuentes, obras
referenciadas; o, incluso, para exhibir cuotas de erudición del autor.
Mi
experiencia de lector de ‘opus’ con ese formato lo pone en zona de crisis, en
la medida en que la búsqueda de la nota resulta distractiva del grado de
concentración necesario para un seguimiento de la argumentación lógica
inherente al discurso del derecho. Habiendo hecho uso y abuso de ese método de
redacción y exposición (y de su versión más exagerada, la de la inserción en
notas de las propias opiniones personales del autor) elijo en este trabajo un
cambio de estilo: la mayoría de las notas al pie de página de su
borrador son trasladadas a un espacio dentro del cuerpo principal del texto,
manteniendo el corriente para aquello
que considero indispensable registrar de tal modo. Casi como si se tratara de
un diálogo del autor consigo mismo y con sus propias incertezas.
El hipotético lector habrá de saber, desde esta
información preliminar, que allí donde se tope con un párrafo entre llaves, en
itálica, y en caja reducida, podrá entender que se trata de una nota de ese
tipo, y optar por leerla o saltearla como suele acontecer con harta y muchas
veces merecida frecuencia.
SEGUNDO PREFACIO: ACERCA DEL AUTOR Y SU OPCIÓN POR EL
TEMA.
El carácter sucesivo de mi (por cierto largo) desempeño
en la abogacía litigante y en el asesoramiento sindical, y de mi actividad como
juez laboral, ya cesada por jubilación, me concede una posibilidad de reunir los elementos
propios de esas diversas experiencias, diferenciándolas de modo de evitar el
riesgo de una visión promiscua, pero ligándolas de suerte que no se transformen
en un examen sectario. De mi fortuna mayor o menor en lograrlo dará cuenta quien lea y
contribuya con las suyas propias al ulterior desarrollo de algunas ideas de
este trabajo.
Un elemento de enlace que ayuda en la búsqueda de un
enfoque desde perspectivas no sectoriales ni corporativas, es el de la
continuidad, durante esos sucesivos períodos de actividades profesionales, de
mi actividad como profesor universitario, y como tal partícipe de ese proceso de información
y de formación relativas con el que se integra el proceso inicial de
conocimiento de quienes se irán a desempeñar en los diversos campos de
actividad de la profesión. Otro, del que he obtenido muy valiosas experiencias,
es la impronta que me ha dejado la frecuencia de mis viajes y contactos con los
colegas de otros países latinoamericanos, con sus actividades académicas,
gremiales; y con sus formas de desempeño profesional, con sus actividades
colectivas y con sus problemáticas singulares.
Pero para ser honesto desde el prefacio, debo reconocer
que tanto de la visión que de la justicia prevalece en la abogacía como en el
desempeño laborioso de la judicatura, guardo parejos lazos de afecto y de
respeto por los respectivos cometidos. Aunque, eso sí, siempre me expuse
públicamente, en la última de tales tareas, como ‘un abogado que trabaja de
juez’. Y no se trata, en mi intención al hacerlo, simplemente de un puro cálculo aritmético sostenido por la
cantidad de años de ejercicio previo y militante , de la abogacía y en la
abogacía organizada; sino de una forma de intentar la superación de visiones
parciales, de pura alteridad; y en procura de una mayor armonía, articulación,
concurrencia en objetivos comunes, en oficios que corresponden a profesionales
cortados por las mismas tijeras, tanto en materia de formación científica,
cultural y técnica, y en las que se reparten en proporciones que no son
demasiado disímiles las características ideológicas y las posiciones y
conductas ante los principales problemas del desarrollo de nuestras sociedades.
TERCER Y ÚLTIMO PREFACIO. SOBRE JUECES Y ABOGADOS.
Para la época en la que asumí como magistrado, redacté un
pretencioso texto con el título de “Relaciones entre jueces y abogados:
articulación, concurrencia, conflictos”. Antes de dar por concluida su
redacción, pedí el auxilio de amigos de ambos oficios para una lectura crítica
del texto, con resultados francamente desalentadores para mi empeño y para mi
propósito de publicarlo como libro: los amigos abogados quedaron insatisfechos
y quejosos porque no se enfatizara la crítica y el reproche a los jueces; y los
jueces, porque no se hiciera lo propio con la abogacía.
Allí comencé a
entender que existían unas insondables líneas de separación e incomprensión
entre una tendencia judicial a lo que dí en llamar ‘abogadofobia’ y otra paralela de abogados ‘juezófobos’. En
ambos casos, con cuotas de razones y de sinrazones, de reconocimientos y
hostilidades palpables o latentes, de recelos y de cierta tendencia a la
descarga en la alteridad de causas o razones de las propias frustraciones que,
inevitablemente, genera el ejercicio cotidiano de profesiones complejas y
alienantes.
Se adicionó,
para completar el fracaso de un abordaje destinado a no satisfacer a nadie (por
eso ni intenté publicarlo en forma de libro) la circunstancia de que algunos de
mis viejos compañeros y amigos de militancia abogadil me hicieron notar, de
diversas maneras y con variado énfasis, que consideraban mi pase a la justicia
como una defección, o casi como una traición a mi función en la sociedad. Pero
en el otro extremo del arco también
hallé, en algunos de mis flamantes colegas jueces, un cierto estado de reserva
y de toma de distancia por el hecho de que yo no proviniera de la carrera ni de
la ‘familia judicial’, que no hubiera compartido como tantos sus reglas de
juego desde su propia base, y que fuera indudable que –en razón de mis
principios y conductas previas- sería resistente, o al menos reticente, a un
orden vertical, jerárquico, estamentario, corporativo; en el que parecía ser más simple entender la
independencia interna y externa de los jueces como un derecho sustentado en un
privilegio que como una responsabilidad y una obligación de servicio a la
sociedad y a sus demandas .
Fruto de esa parcial comprobación, y del encuentro con
colegas de otros países que compartían plenamente mis modestas ideas acerca de
la función social del juez del trabajo, fue ese esfuerzo desplegado para la
creación de la Asociación Latinoamericana de Jueces del Trabajo, (A.L.J.T.) con
el inestimable apoyo inicial de la Asociación Nacional de Magistrados del
Trabajo del Brasil (ANAMATRA) y su reflejo ulterior en otras organizaciones
nacionales, comenzando por el Foro Permanente para la Defensa de la Justicia
del Trabajo, (en cuya representación actué en la asamblea fundacional en
Brasilia) y uno de cuyos integrantes de
aquellos tiempos es el presidente actual de ALJT, Roberto Pompa. Mi
reconocimiento especial, y mi sincero cariño, para mis compañeros de esa
aventura fundacional, que son muchos, pero que sintetizo en tres personas: las
queridas amigas de Rio Grande do Sul Mara Loguercio y Magdalena Telesca, de
Amatra 4, y el prestigiado ex presidente de ANAMATRA y segundo presidente de
ALJT, Hugo Cavalcanti Melho Filho,de Recife.
Hoy, transcurrido ya un año desde la aceptación
presidencial de mi renuncia al cargo judicial, tengo que expresar un
reconocimiento adicional y especial a la Asociación Latinoamericana de Abogados
Laboralistas, que se apresuró a certificar mi readmisión en la entidad como uno
de sus fundadores: particularmente a su actual presidente brasileño Luiz
Salvador, a su secretaria cubanísima Lydia Guevara, y al argentino Luis Enrique
Ramirez; y a los actuales directivos de
mi vieja casa, la Asociación de Abogados Laboralistas de la Argentina, que me
recibieron como si nunca hubiera dejado de pertenecer a ella y al sector de la
abogacía al que tan eficaz como prestigiosamente representa esa entidad.
En consecuencia, creo poseer algunos elementos que habilitan
un juicio desde un lugar algo distante de la partidización profesional, pero
que no es el de un extranjero, ese ‘Anderer’ del ‘Informe Brodek’ de Philipe
Claudel, culpable por el mero hecho de haber ingresado a un pueblo y molestar su
aislamiento, su paz de sepulcro, sus rutinas y su estolidez, con las incógnitas
que despierta su arribo.
Cumplido, justificado y excusado este prefacio, paso al
abordaje del tema.
1.- EL ENCUADRE JUDICIAL DEL CONFLICTO INDIVIDUAL O
SOCIAL DEL TRABAJO.
1.1.- LA LIMITADA
COSMOVISIÓN JURÍDICA DEL CONFLICTO LABORAL
La formación del jurista, en
cualquiera de sus funciones profesionales y desde su ingreso a las aulas
universitarias, no lo conduce al examen de los conflictos (ni los singulares ni
los colectivos y sociales) como tales, como producto y manifestación de las
contradicciones, enfrentamientos y luchas que se dan, como una constante de la
dinámica social y de las relaciones de dominación que le son inherentes. Su
perspectiva es, en realidad, mucho más restringida y tangencial. Se restringe a
la percepción del conflicto desde:
a) Lo
que la norma jurídica describe como conducta debida.
b)
Lo que la norma jurídica dice
acerca de la solución singular que debe merecer cada tipo de conflicto.
c)
Por extensión, aquello que es dable
considerar como la solución que es dada al caso por decisiones judiciales, y la que podría derivar de los
precedentes y de la interpretación de la normativa.
d)
En un segundo plano, aunque sin él
resultaría inexplicable la fenomenología específica del derecho, las vías para
el ejercicio de la coerción necesaria para que sea cumplida la norma y satisfecho
el objetivo de aquella
Ver
a la ley, y por extensión a la función del jurista, como el contenedor del conflicto y el proveedor de sus soluciones, contribuye a divorciarla del
reflejo del propio movimiento de la sociedad. En primer lugar, porque implica
seguir pretendiendo validar esa utopía napoleónica de que la normativa jurídica
abarcara y enmarcara todas las relaciones entre los hombres, y todas las
derivadas de las relaciones entre esos hombres y las cosas que poseen. Pero, en
el fondo, porque refleja, refuerza y
consagra esa visión del derecho, tan enfatizada por juristas como Georges
RIPERT, de que su función, y la del jurista que lo opera, no sea otra que la
estrictamente conservadora: la de soporte y mantenimiento del orden existente,
y resistente a todo cambio al que puedan tender o tiendan, efectivamente, las
relaciones sociales en concreto.
{Creo que es conveniente agregar
que el desarrollo de esta tesis de Ripert se produce como pretensión de
resistencia a la corriente de amplísimo respaldo popular tendiente a revisar,
después del fin de la 2ª guerra mundial, el orden jurídico establecido por el
régimen colaboracionista de Vichy en la Francia ocupada y gobernada por el
invasor; régimen que el propio Ripert había integrado en cargos de altísima
responsabilidad. Así, el significado del statu quo y su preservación alcanzan
su verdadera dimensión y su auténtico significado regresivo.}
En términos más precisos desde el
abordaje desde la filosofía del derecho, podríamos afirmar que sin el aporte de
otras ciencias sociales, y en particular del estudio de la conflictividad, no
se logra “sortear el confinamiento de una teoría que, desligada de todo el
conjunto de los fenómenos sociales, se reduce a mera técnica jurídica destinada
a resolver conflictos de intereses y que, en su aislamiento, proyecta en su
seno a las ideologías dominantes.” [2]
Una
segunda deformación profesional deriva de la visualización de las relaciones
jurídicas desde su anormalidad y no desde su desenvolvimiento natural. Aquello que
es objeto de estudio no es la habitualidad o consenso sobre el acatamiento y
cumplimiento de los comportamientos legalmente exigibles, sino la controversia
conflictiva derivada de patologías de esas mismas relaciones.
Las
contradicciones entre el capital y el trabajo
humano no siempre se exteriorizan como conflictos abiertos, ni llegan a ser ventiladas en sede judicial.
Pero
aún en esos conflictos abiertos u ostensibles, derivados de inejecuciones de
deberes jurídicos, solamente una porción muy reducida alcanza un auténtico
tratamiento jurisdiccional, pues la mayoría de ellos no supera diversas
limitaciones objetivas: el temor del trabajador afectado por el incumplimiento
a ejercer acciones que pongan en riesgo su permanencia en el empleo, el reducido
contenido económico de muchas de tales acciones que dificulta la disponibilidad
de abogados (pongo, como mero ejemplo, las de reclamo por sanciones
disciplinarias, o del pago de algunos días de enfermedad), el tiempo y las
molestias que ha de ocasionar el litigio (tanto por la morosidad del trámite
como por los problemas derivados del aporte de material probatorio); y,
finalmente, la conciliación o transacción extrajudiciales o prejudiciales.
Prescindir
de una escala razonable de proporciones
puede conducir a una deformación profesional en la que se puede llegar a
sobrevalorar la resolución jurisdiccional de un conflicto singular y sus
alcances sobre un universo de dimensiones mucho mayores. Hasta puede hacernos
creer que el derecho, o la ley, sean aquello que los jueces dicen a su respecto
en una resolución de ámbito subjetivo y objetivo mucho más modesta; y bastante
más conformista y estancada.
{No podría omitir, en esta
cuestión de las deformaciones profesionales -muchas de ellas necesarias o al menos
útiles-, el recuerdo de aquel profesor de medicina que, en uno de los últimos
cursos de la carrera respectiva decidió interrogar a todos sus alumnos sobre
qué era la salud. En medio de la desorientación general por la pregunta,
alguien que debió haber leído definiciones de la propia OMS respondió que la
salud es algo así como la ausencia de enfermedad.
Trasplantado a nuestro
ámbito, el abogado no es formado para detectar la salud jurídica, sino apenas
para interactuar sobre la enfermedad. Con el agravante de que, para el
tratamiento de la enfermedad jurídica no hay posibilidad concreta de la medicación
con placebos, ni menos aún con terapias no invasivas. Porque el propio litigio,
que es normal y habitual para el operador jurídico, tiene esa característica invasiva
para el litigante real, tanto en su desarrollo y alea como en los riesgos que
apareja.}
Una de las consecuencias de esta
deformación necesaria (en más de un
sentido, porque es resultado de esa visión sesgada y también útil para el
ejercicio profesional) es la de elaborar técnicamente el diagnóstico y el
proceso de esclarecimiento ulterior de la verdad jurídica formal que ha de
expresarse en una sentencia como un
‘caso’ y no como lo que realmente es: un
conflicto, de derecho o de intereses, que abarca y afecta aspectos
esenciales de subjetividades e intersubjetividades.
{Tentado
por los paralelos que propongo en una acotación anterior, esto tiene algún
cotejo posible con aquella afectación de la clásica relación y vínculo entre el
médico y su paciente, cuando el desarrollo y perfeccionamiento de los
instrumentos de ingeniería médica para el diagnóstico y tratamiento de
enfermedades conduce a un protagonismo no deseado del aparato, hasta extremos
en los que el paciente llega a ser visto como el sujeto (o, aún, ‘la cosa’, o
‘aquello’) que está en el otro extremo del aparato y conectado a él.
Personalmente, y en mi labor como
juez, he vivido en diversas ocasiones el estado de sorpresa que generaba el que me dirigiera al
trabajador reclamante preguntándole como estaba, como se sentía en la
audiencia, si después de la pérdida de su empleo había conseguido otro, si éste
no era precario o ‘en negro’, o como convivía con las consecuencias de sus
traumatismos y dolencias; o simplemente pidiéndole disculpas por el hecho de
que aquello que se discutía se expresara en un lenguaje excesivamente técnico
y, por serlo, poco amigable para el ‘profano’. Independientemente del interés
humano que pudiera, en parte, motivarlo, se trataba de una forma de intentar que
el interlocutor pudiera sentirse PRESENTE en la audiencia y ser oído en ella
como PERSONA y no como un puro sujeto procesal representado por terceros.}
Volviendo al punto, creo que en esa
consideración del caso, esa ‘casificación’ (con el simple cambio de una vocal
la transformamos en ‘cosificación’), también influyen y se incluyen elementos
propios de esa modesta transformación que generó la tecnología informática: la
tendencia a cortar y pegar, a homogeneizar textos y discursos jurídicos,
contribuye a esa linealidad en la que el conflicto deviene ‘caso’ y las características y consecuencias singulares en el
sujeto concreto pierden significados y trascendencia aparente.
{No estoy aseverando que en esa
prehistoria de la civilización jurídica gobernada por las máquinas de escribir
todo hubiera sido radicalmente distinto. No cabe duda alguna de que, en unos
tres decenios, hemos ganado mucho en tiempo de trabajo, de información y de
elaboración de textos; pero pudimos perder bastante en concisión, en argumentación
propia y adecuada y en prudente control de los resultados técnicos y culturales
de algunos productos de nuestra labor profesional.]
Finalmente, ese real sujeto no se ve
cabalmente reflejado ni en sus situaciones vitales, ni en sus emociones y sentimientos,
ni en sus inseguridades y privaciones, ni –tampoco- en la versión ritual
procesal de su reclamo o defensa. La ‘parte en sentido material’ permanece
total o parcialmente alienada de su propio juicio, y esa alienación genera
incomprensión y sensación de alteridad; que
se potencian con el distanciamiento que genera el metalenguaje jurídico en el
que se expresan las diversas actividades de los profesionales, abogados y
jueces.
{Yo también he seguido caminos
errados, al utilizar en las audiencias un lenguaje excesivamente técnico, por
razones de comodidad o de economía argumentativa. Que podía satisfacer a los
profesionales, pero que dejaba la sensación de que quien quedaba al margen de
su comprensión cabal se limitaba a intentar encontrar una traducción al pie,
como en las películas, o mediante gestos que le explicaran aquello que estaba
sucediendo y le concernía de modo tan inmediato. Y esto se agrava,
naturalmente, cuando aquello que se discute es el monto económico de una
posible solución conciliatoria, cuando los protagonistas del manejo de cifras y
de regateos son los abogados de los trabajadores, los representantes de las
demandadas y el personal administrativo o judicial actuante.}
Se
genera, así, un déficit tan apreciable como abarcador de apreciación, que
parece confirmar la idea del viejo filósofo Viterbo de que los objetos son
infinitamente diversos según el lugar desde los que los aprecie el observador.
La praxis del operador jurídico profundiza esa visión desde un punto singular y
harto parcial, puesto que no es llamado a desempeñarse, en cualquiera de los
ámbitos de su actuación como tal, sino frente a la posible inejecución de
deberes jurídicos, y desde lo que el derecho (lato sensu) dice acerca del caso.
1.2.-
LOS CONDICIONANTES DERIVADOS DE LA INSUFICIENCIA NORMATIVA.-
El derecho laboral no es ficcional:
integra el universo del sistema jurídico, y lo hace, en tanto realidad,
portando cultural y normativamente sus principios individualizadores y sus
valores pretendidamente compensadores de desigualdades.-
No puedo ignorar que esa materialidad
puede lucir bastante contradictoria con su plena integración con un sistema de
características superestructurales que, al menos en lo principal, se
exterioriza como tutela reproductora de la dominación política, económica y
social. Pero, descartando tanto la
hipótesis perimida de que se configure como un oxímoron de aquel sistema, como
la de que resulte de una sucesión de concesiones graciosas de una burguesía
humanitaria y temporariamente generosa; o , en el extremo opuesto, que haya
resultado un fruto exclusivo del árbol de las demandas y de las luchas sociales,
que ignoraría tanto las desigualdades de fuerzas como la multicausalidad de sus
avances y retrocesos (que considero tema de otros análisis), me parece que el
derecho laboral tiene asegurada una carta de ciudadanía, como la tienen los
valores que conforman su identidad.
Tampoco es éste el espacio adecuado para
someter a análisis la vigencia ilimitada de algunos de esos valores, en una
compleja fenomenología histórica en la que ingresan en zona de gran turbulencia
algunos de sus soportes esenciales, como la propia noción de la centralidad
social del trabajo, o, usando terminología de André Gorz, la ‘sociedad
salarial’.
{Para quienes aún tengan la posibilidad de
acceder a su texto, recomiendo sobre este tema la lectura de una buena síntesis
de esta cuestión, en el punto ‘2.6.’, pàgs. 77 a 88, del semiolvidado informe
del Grupo de Expertos en Relaciones Laborales, “Estado Actual del Sistema de
Relaciones Laborales en la Argentina”, ed. Rubinzal-Culzoni 2008}.[3]
Prosigo: el problema estriba en la
distancia que puede mediar entre esta realidad dogmatizada con principios que
gozan de estabilidad, y aquello que se puede caracterizar como su nivel de
cumplimiento efectivo. No creo necesario acudir a Von Ihering
para recordar que un ‘derecho’ que no se realiza no alcanza a configurarse como tal derecho.
No se trata solamente de esos factores
de distorsión que he intentado describir como la resultante de la
unilateralidad de la perspectiva desde la que el derecho contempla al
conflicto, y de la pretensión científica de que en ese punto, concebido casi
como un Aleph, ese punto único de contenido universal descripto tan
magistralmente por Jorge Luis Borges, esté abarcada toda la cuestión de la
sociedad; o al menos como si el derecho fuera un edificio panóptico, poseedor
de un espacio central desde el que se contemplan todos los elementos de su
propia estructura, impermeable a la visión de todo lo que por él sea observado.
Hay otros factores a contemplar, como
condicionantes del tratamiento judicial de los conflictos laborales, y por
cierto nada menudos:
1.2.1.- La exclusión social, que es también, e
inseparablemente, exclusión jurídica. Esta correspondencia entre la negación de
la participación en la sociedad y de las categorías del derecho es la más
sintética y evidente demostración de la necesidad de aproximarnos, desde el
derecho, a la inclusión social; y desde
ésta a una concepción más abarcadora del derecho social en su conjunto, y de
los actualmente denominados Derechos de
Humanidad.
El derecho del trabajo, por amplia
que sea la cobertura objetiva y
subjetiva de sus normas, no alcanza a quienes no disponen del acceso y
mantenimiento de ese estatus de pertenencia al ámbito de aquella centralidad
social del trabajo. El ‘no trabajo’, o el trabajo puramente ocasional, tampoco
aparecen reflejados en los sistemas de seguridad social, que aparecen todavía
estrictamente ligados a las fuentes de soporte financiero de los aportes de los
trabajadores y de las contribuciones patronales. Por fuera de algunos
institutos novedosos, como los de las asignaciones universales por hijo de la
Argentina, todos los sistemas de subsidio o de prestaciones conservan la
calidad de productos de un asistencialismo sin un soporte jurídico serio
sustentado en la correlación de derechos en cabeza de los destinatarios y de
deberes en la de los prestadores.
En esas condiciones, y en las de un
nivel de desempleo que, considerado globalmente, parece no tener remedios
durables, la sociedad contemporánea recrea constantemente, como uno de sus
productos de mayor capacidad de daño, un ejército de ilotas, extrañados y
expulsados de su sistema que ha dejado muy atrás el concepto clásico de
ejército de reserva del capitalismo (en aptitud y condiciones para relevar al
personal activo frente a cualquier contingencia o acciones de los trabajadores
y como inhibidor del ejercicio de tales acciones y reclamaciones); puesto que
este nuevo ejército extremadamente pauperizado y des/ciudadanizado carece cada
vez más de las condiciones y de la cultura indispensables para el desempeño de
cualquier tarea en relación de dependencia, aún para las menos calificadas.
En algunos de nuestros países, y en
sus núcleos urbanos, ya hay segundas y hasta terceras generaciones de
individuos que no han accedido al trabajo (ni hablemos del trabajo digno), que
tampoco poseen la capacitación mínima indispensable para la adaptación a
actividades y rutinas propias de la producción y de los servicios
contemporáneos, o que habitan en zonas y situaciones tan marginales y distantes
de los centros de trabajo como para hacer impracticable la superación de sus
limitaciones.
{Un síntoma de esa reproducción de
la incapacidad para acceder a un empleo puede encontrarse en los contenidos de
las fórmulas que se utilizan para recabar información de los postulantes del
empleo, generalmente bajo la forma de ‘declaraciones juradas’ respecto del
domicilio del postulante. No solo porque el reconocimiento de la vivienda en
barrios, zonas o villas marginales, o incluso en zonas razonablemente
residenciales pero alejadas del lugar de trabajo, resultan obstáculos
insalvables; sino también porque ese dato es tan relevante para las agencias de
empleo o los empleadores, que es el primero que se ocupan de constatar,
mediante la pesquisa directa en el domicilio denunciado o en sus vecindades.}
La resultante no se mide solamente en
términos de magnitud de la pobreza, ni menos aún de la pobreza calificable como
extrema: se trata de la colocación de un número que tiende a crecer de hombres,
mujeres, jóvenes, que quedan más allá de las fronteras de la ciudadanía, de la
legalidad y del derecho. Es algo así como la vida detrás de las Columnas de Hércules,
que se consideraban como el límite del universo vivible, más allá de las cuales
solamente podía concebirse un gigantesco precipicio al averno.
En eso consiste, en esencia, aquello que
suele considerarse como desempleo estructural y que pone en crisis permanente
tanto a valores propios de la legalidad y de la convivencia social como a los
característicos de una estructura conceptual basada en las virtudes del trabajo
y de la base salarial de la satisfacción de las necesidades personales y
familiares.
1.2.2..-
La clandestinización de las relaciones de trabajo, que solo se incorpora al
ámbito de responsabilidad jurídica por la vía del proceso judicial, su prueba y
su decisión declarativa post mortem. Los esfuerzos, pero más que éstos las
declamaciones oficiales, parecen colisionar con una arquitectura de un sistema
económico en el que el valor venal de las mercancías y servicios es regulado en
el nivel mínimo de subsistencia del productor pequeño o marginal, subsistencia
que se obtiene, junto con otras vías de irregularidad, mediante el
incumplimiento de las obligaciones laborales; y, en el núcleo de ese mismo
sistema, con la constante evasión fiscal.
Quizás baste para aclarar este punto con
advertir que no se pagan salarios ‘en negro’, normalmente, sino con ingresos
igualmente clandestinizados. Puede no haber una correspondencia estricta, de
aquellas que se pueden comprobar en
todos los casos con el auxilio de una planilla de cálculos: pero quien negocia,
factura y cobra ‘en negro’ tenderá siempre a ocultar del mismo modo sus
egresos, gastos, consumos y erogaciones.
{En algún período, y en relación a aspectos
aparentemente dinámicos de la actividad que se generaba, se ha llegado a
asignar virtudes macroeconómicas a la economía informal, y con ella al trabajo
también caracterizado como informal. No solamente en nuestro continente, sino
también en el sudeste asiático, e incluso en Europa, cuando parecía ser una
clave del desarrollo relativo de algunas regiones del norte de Italia, por
ejemplo. En la Argentina, se menciona constantemente una lucha contra ese tipo
de ‘informalidad’, aunque se reconoce que al menos un tercio de los
trabajadores en actividad siguen en condiciones de clandestinidad y extrema
precarización.[4]
Pero esas proporciones alarmantes son producto de estadísticas muy parciales,
puesto que no contemplan a los que están registrados de manera parcial o
incompleta (con falsedad de las fechas de ingreso, o de la jornada diaria o
semanal, o del salario efectivamente abonado) en situaciones que conservan en
alta medida la extrema limitación de derechos propia de la clandestinización
total. Tampoco se miden , en esa estadística formal, las consecuencias de la
ficcionalidad de muchas apariencias de cuentapropismo en relaciones jurídicas
de trabajo realmente subordinado }
Esto es potenciado, actualmente, por los
fenómenos de la genéricamente denominada ‘tercerización’, una desmembración del
sistema productivo y de provisión de servicios, en la que usualmente quien
‘terceriza’ puede llegar a obtemer el beneficio de un menor costo final por la
vía de la irregularidad o informalidad de las ‘tercerizadas’. Pero no puede
omitirse el dato de que la contratación de trabajadores clandestinos o semi/clandestinos,
precarizados contra una terminante
garantía constitucional de la protección contra el despido arbitrario, también
se verifica con cifras alarmantes en el empleo público: y allí no lo explican
suficientemente ni las mismas razones ni los mismos intereses inmediatos.
1.2.3.-
La simulación y el fraude laborales, por múltiples vías, muchas de ellas no
desprovistas de ciertos niveles de consenso social, o a menos de aceptación
como una suerte de mal necesario o
inevitable.
O, incluso, de complacencia normativa.
Véase, por ejemplo, la permeabilidad extrema a la clandestinización del trabajo
que generan regímenes normativos como los de las pasantías, de la jornada de
tiempo parcial, o de regulaciones imprecisas en el régimen de las cooperativas
de trabajo. O la comodidad con la que transita, sin los cuestionamientos que
merecería en su cotejo con la Constitución Nacional Argentina, y desde hace
casi medio siglo, un ‘estatuto’ de los trabajadores de la industria de la
construcción que no garantiza ninguna protección contra el despido arbitrario. O
la laxitud normativa que permite, aún en
aquellos países que no tengan vínculo alguno con los ‘paraísos fiscales’, el
hecho de que se puedan constituir e inscribir sociedades de capital con aportes
ridículamente escasos, con los que no se podría afrontar el pago del primer
salario de sus trabajadores o el arrendamiento de un mes del establecimiento.
1.2.4.-
La declamación de deberes jurídicos que resulta desprovista de acciones típicas
de cumplimiento. Obligando al trabajador víctima de inejecución de deberes jurídicos
a extinguir el contrato de trabajo, sometido a los avatares de un interminable
juicio para obtener un resarcimiento tarifado harto tardío, se castiga
doblemente al trabajador y a sus derechos.
Durante muchos años dicté en la
Facultad de Derecho de la UBA un curso sobre la teoría general de las
obligaciones laborales, con ideas presentadas por primera vez en una ponencia
expuesta en un Congreso (1984) dedicado al análisis de la Ley de Contrato de
Trabajo argentina a diez años de la sanción y promulgación de su texto original
según ley 20.744 .[5]
En esencia, aquellas tesis de 1984
no han merecido refutaciones, pero tampoco han contribuido a generar respuestas
normativas superadoras. Por eso, sin perjuicio de remitirme a su fuente para no
reiterarme, me parece oportuno sintetizarlas del siguiente modo:
ü La
ejecución forzada forma parte del núcleo
del propio concepto de las obligaciones.
El legislador general no vacila en preferir la exigibilidad del cumplimiento,
incluso hasta en las obligaciones de hacer, a la conclusión o extinción
derivada del incumplimiento.
ü Ello,
al punto de que el ‘deudor’ normalmente no puede exonerarse del cumplimiento
ofreciendo satisfacer perjuicios e intereses. En el caso de la legislación
interna argentina, el Código Civil funcionó regularmente durante un siglo,
hasta su reforma en 1968, sin habilitar otra hipótesis de rescisión contractual
por incumplimientos que la existencia de un pacto comisorio expreso.
ü La
primera conclusión es la de que la obligación aparece compuesta por dos
elementos: la deuda o el deber, y la órbita de responsabilidad derivada de su
incumplimiento o inejecución oportuna. Esta abarcabilidad del concepto de
obligación, proveniente del derecho alemán, aparece hoy como universalmente
incuestionable.
ü Esa
órbita de responsabilidad no es otra cosa que la coacción, que somete al deudor
a la facultad de agresión del acreedor, sea para conseguir el cumplimiento
natural del deber omitido, sea para obtener la reparación del daño ocasionado
por el incumplimiento; o ambos objetos simultáneamente.
ü Estas
nociones generales debieran ser reforzadas en un ordenamiento jurídico laboral,
en el que la dignidad del trabajador y su propia personalidad lucen como bienes
jurídicos fundamentales, que rompe con la ficción de la igualdad, la volición y
la libertad.
ü Sin
embargo, esto no sucede en la regulación jurídica de las relaciones
individuales de trabajo, en la que el enunciado de deberes jurídicos con la
eficacia indispensable. Los derechos en cabeza de una de las partes y los
deberes de la otra son presentados en un
plexo aparentemente armonioso, y como anverso y reverso de una misma moneda.
ü Pero
si por derechos concebimos el haz de facultades para la defensa de los
‘créditos’ del acreedor, o las instituciones legales complementarias para su
tutela, se hace manifiesta la existencia de un desfasaje, que en el trabajo citado de 1984 describí como un
auténtico cortocircuito.
ü El
empleador merece el amparo jurídico para obtener la ejecución forzada de
deberes jurídicos del trabajador (facultades de organización, de dirección,
disciplinarias, ius variandi, etc) que incluso llegan a la atribución de
hacerse justicia por propia mano o detraer porciones de la remuneración; y, en
la gran mayoría de nuestros sistemas jurídico-laborales, la rescisión
unilateral del contrato con la mera invocación de una ‘justa causa’.
Generalmente, mediante decisiones unilaterales y sin contralor inmediato
externo, sindical o administrativo.
ü También
el trabajador, mediante el denominado ‘despido indirecto’ tiene el derecho de
extinguir el contrato, en casos determinados de incumplimientos serios y graves
de los deberes de prestación o de conducta del empleador que no toleren la
continuidad del vínculo. Pero no sucede lo propio con la aptitud para poner en
ejercicio auténticas acciones de ejecución o cumplimiento, que no solamente no
aparecen nítidamente reflejadas en la normativa sino que, cuando las hay, no
contemplan ni la ejecutividad inmediata ni pronta ni la vía procedimental
adecuada para hacerlas efectivas.
ü Ese
cortocircuito, ese divorcio entre la declaración de derechos y la
disponibilidad de acciones de cumplimiento, impone la búsqueda constante de
otras vías por las cuales a cada deuda o deber le corresponda un ámbito de
responsabilidad, tal como ocurre en el derecho común, en el que no
necesariamente esa órbita de responsabilidad deba estar establecida en la misma
norma que declara el derecho respectivo, sino en un sistema único para diversos
tipos de incumplimientos en no menos diversos modelos de relaciones.
ü De
allí que constantemente se intente recuperar esas acciones de ejecución
mediante la aplicación supletoria de normas de derecho civil o común en el
ámbito del derecho del trabajo. Sin ellas, pareciera que la única actitud jurídicamente
tutelada, como actuación concreta de la responsabilidad del empleador, cuando
el contratante ‘in bonis’ sea el trabajador, fuera el despido y sus
consiguientes acciones destinadas a la percepción de resarcimientos
indemnizatorios y salariales, generalmente pre/tarifados.
ü Naturalmente,
la condición para esa integración de normas del régimen de las obligaciones
comunes, impone que para la interpretación y valoración de las normas atrapadas
por vía de la articulación por supletoriedad deban ser efectuadas con pleno
ajuste a los principios del derecho del trabajo y a su régimen interpretativo.
Pero al estructurar algunos lineamientos
de lo que pretendía esbozar como una aproximación a una teoría de las
obligaciones propia y específica del derecho del trabajo, no tomaba debida cuenta de que, aún superado ese
cortocircuito, y debidamente organizado un sistema de dotación de acciones de
cumplimiento para la ejecución forzada de los deberes jurídicos del empleador,
aparecería uno nuevo, consistente en que la facultad de ejercicio de tales
acciones por parte del trabajador afectado chocaría frontalmente contra un
régimen procedimental y restrictivo del acceso a la justicia y de las garantías
que ésta le debe asegurar, inspirado en doctrinas y teorías propias de un
universo totalmente ajeno a su realidad: el de la ficción de una igualdad
formal de las partes en el proceso, y de
otros obstáculos funcionales de la que por comodidad se ha dado en llamar ‘ley
adjetiva’.
Ha llegado la hora de incorporar el análisis
de ese nuevo cortocircuito. Porque tenía razón el Maestro De la Cueva cuando
sostenía que en el derecho del trabajo la cuestión no consiste en el llenado de
lagunas de la ley sino en mejorarla en beneficio de los trabajadores.
1.2.5.-
Errores del legislador en la apreciación de datos esenciales de las situaciones
de hecho sobre las que operan normativamente. Para no molestar más que con
algún ejemplo, véase la solución que
propone el art. 157 LCT argentina [6]
para mantener el derecho a reclamar las vacaciones no gozadas, o las imposibles
cargas de interpelación del art. 207 de la misma ley [7]
respecto del descanso semanal incumplido, o para poder reclamar por
suspensiones impuestas unilateralmente por los empleadores. O las exageradas
cargas de interpelación previa para intentar obligar a regularizar y registrar
los contratos de trabajo.
Detrás de la retórica de una protección
del derecho al trabajo digno o al descanso,
soluciones disfuncionales, que privan a la norma de consecuencias en la
órbita de responsabilidad, como una simple manifestación naturalizada de la
real desigualdad de poder.
{Se puede alegar, en descargo del
legislador original, que disposiciones de este tipo estaban insertas en un
ordenamiento que preveía y daba por descontadas diversas vías de acción y de
contralor de los sindicatos en el seno de las empresas, de modo que el
ejercicio regular de los derechos laborales tuviera una mayor estructura de
soporte funcional que el conocimiento pleno de tales derechos y la disposición
al riesgo derivado de su ejercicio forzado por cada sujeto individual. Se
trata, en el caso de esas funciones sindicales, del sector más destruido del
sentido general de la ley de contrato de trabajo argentina por el obrar del
despotismo cívico-militar en 1976. Pero no se puede omitir el que, con amplia
posterioridad y en plenos procesos democráticos, se multiplicaron las ‘cargas
de actividad’ puestas en cabeza de los trabajadores como condición para
conservar sus derechos o para poner en funcionamiento ulterior mecanismos de
coerción destinados a garantizarlos:
puede servir de ejemplo el título II de la pomposamente denominada ‘ley
de empleo’ Nº 24.013, con su complejo sistema de interpelación fehaciente por
parte del trabajador clandestinizado, al que nadie podía acceder sino con la
consecuencia inmediata de la pérdida de su empleo.}
1.2.6.- Oposición
irreductible entre una parte esencial de la normativa intrasistémica y su
control de constitucionalidad y de convencionalidad. En este punto, el modelo
ejemplar es la ley argentina 24.557, de ‘riesgos del trabajo’, que ha
atravesado cerca de dos décadas de múltiple, profunda e irreductible
inconstitucionalidad. Constantemente declarada, tal inconstitucionalidad, y
respecto de casi todos sus contenidos, tanto por la Corte Suprema de Justicia
de la Nación como por las provinciales y por los tribunales inferiores, pero
que sigue rigiendo como normativa aplicable a los accidentes de trabajo y
enfermedades-accidentes, con algunas
reformas cosméticas, desde 1995.
1.2.7.-
El estrechamiento del ámbito de aplicación de la propia norma, y la
proliferación de relaciones jurídicas fronterizas y excluidas, muchas de las
cuales – como el teletrabajo- son propias del núcleo de las actuales
modalidades de prestación de servicios personales en estado de subordinación
económica. Lo que obliga a pensar que o bien se persiste en una tendencia al
recorte de derechos laborales de esos trabajadores, o se toma al toro por las
astas mediante el reconocimiento de que la tutela de la igualación se debe
universalizar hasta alcanzar plenamente a todos quienes se desempeñan en
condiciones de subordinación económica.
Me parece indudable que el
reconocimiento de una hipótesis o categoría de para/subordinación o de
trabajadores parcialmente asimilables solamente es utilizado, allí donde se ha
instalado, para recortar derechos de los sujetos comprendidos, y no para
ampararlos.
En una tutela a diferentes velocidades,
la velocidad máxima no se altera, y estará representada –a lo sumo- por el
estándar previo; y las velocidades inferiores o menores corresponderán a
niveles igualmente inferiores o
residuales del mismo tipo de tutela. Salvo que lo incorporable lo sea, no
en materia de derechos laborales sino en sistemas previsionales o propios de la
seguridad social, aquello que decididamente está fuera de la subordinación
laboral, que no es otra cosa que el
trabajo humano realmente autónomo.
1.2.8.-
La persistencia de mecanismos administrativos de más que dudosa
constitucionalidad, como la calificación de las medidas colectivas de acción
directa; y el exceso en otros, como la conciliación obligatoria. Que tiene
diversos elementos añadidos, como la deficitaria tarea de contralor en el
encuadramiento normativo y convencional, y que conduce a una multiplicación de
los conflictos intersindicales por superposición de órbitas estatutarias de
abarcamiento. Y porque los órganos sindicales de tercer grado a los que la ley
habilita en mi país para solucionar esos diferendos, dejan librados esos
conflictos a la pura expresión de la relación de fuerzas.
1.2.9.-
La impunidad y tolerancia jurídica de múltiples formas de incumplimiento de
esenciales deberes de las empresas respecto de la libertad y la autonomía
sindicales. Para ese resultado interactúan la insuficiencia del contralor
estatal y, en muchos casos, la inercia o complicidad de dirigencias de los
propios sindicatos.
1.2.10.-
Similar impunidad y tolerancia jurídica de la irrealización de la libertad y
democracia sindical en el seno de las propias organizaciones gremiales.
1.2.11.- La ineficiencia e insuficiencia de un sistema
de contralor y de ejercicio del poder de policía, y de arsenales útiles y
rápidos de medidas de coerción eficientes. Medidas administrativas como las
multas suelen ser menos gravosas para el patrimonio del infractor que el cumplimiento de la ley; y
las clausuras de establecimientos se descalifican para una porción no
desdeñable del imaginario social como si fueran solamente perjudiciales para la preservación de las
fuentes de trabajo o para los derechos del consumidor frustrado.
1.2.12.-
La inexistencia práctica de un adecuado régimen de derecho penal laboral, que
para determinados incumplimientos graves apareje sanciones personales realmente
significativas para inducir las conductas debidas. Los más que modestos avances
en esa dirección, como las leyes penales tributarias, no solo son ineficaces
sino que han sido dictadas teniendo en vista, como bien jurídico tutelado, al
orden fiscal y no al laboral. Pecado éste que es común a diversas técnicas de
utilización de herramientas normativas para reducir el empleo ‘informal’, cuyo
objetivo principal es el de generar ingresos fiscales o sanear cuentas
deficitarias en el sistema previsional.
1.2.13.-
Un método de negociación colectiva que contiene elementos deformantes de la
libertad de negociación que hace a su esencia: la limitación de contenidos de
lo negociado, muchas veces impuesta por la prioridad absoluta que se debe
otorgar a las cláusulas estricta o directamente salariales, y otras tantas por
el ejercicio excesivo del control de oportunidad. Los fenómenos inflacionarios
y su permanencia, con el deterioro constante del poder adquisitivo de los
salarios, obligan a priorizar de tal modo la cuestión salarial en sentido
estricto que en el curso de la negociación se esfuman o diluyen temas
importantes concernientes a las condiciones de trabajo, incluso los esenciales relativos a derechos a la
indemnidad integral en el empleo.
Esa misma inflación, o sus riesgos,
estimula y reproduce ese control de oportunidad
y frena la libre negociación. Ya no solamente en nuevas conquistas o en
una real adecuación a las condiciones objetivas modificadas en el transcurso de
la vigencia de convenios anteriores, sino en francos retrocesos respecto de lo
ya adquirido, que suelen aparecer con demasiada frecuencia como una moneda de
cambio, un precio a pagar por el reconocimiento de un aumento salarial .
Esos
datos, y otros que pueden añadirse para señalar adecuadamente los desajustes
entre las dos fuentes de apreciación del derecho social –y especialmente del
laboral- , la derivada del análisis de la conflictividad y la de su reflejo en
el sistema normativo, ponen en primer plano el rol creativo, dinámico,
defensivo y progresivo, de los juslaboralistas, tanto como el de los
legisladores y de los jueces en sus respectivas esferas.
{
Este rol no ha sido pequeño, ni mucho menos despreciable, tanto en el
desarrollo como en la recuperación y superación de las categorías de derechos
conculcadas. A guisa de ejemplo, en
1996/97, cuando se trabajaba en la Argentina para el tratamiento de un tema
central, el de la discriminación en el empleo, en el XV Congreso Mundial de la
materia, casi parecía que se intentaba arar en terreno jurídicamente virgen. El Informe Nacional Argentino sobre
Discriminación en el Empleo apenas si fue publicado en una revista jurídica
nacional, la revista ‘Derecho del Trabajo’ de la editorial La Ley, y ni
siquiera en su sección ‘Doctrina’ sino como una simple información y en
tipografía reducida. Muy pocos años más tarde, y con consignas como las del
documento de la OIT sobre la hora de la igualdad en el empleo, o luego con el
enunciado del derecho a la no discriminación como uno de los ‘derechos
fundamentales’ comenzó a operarse una notable transformación; que hoy conmueve
hasta los cimientos que parecían más estables en las relaciones individuales de
trabajo, como la inexistencia de una real tutela del derecho a la estabilidad
en el empleo.
Contemplar
la evolución en la comprensión y abordaje del tema en los pocos años
transcurridos desde 1996, es la mejor demostración de la utilización del
instrumental jurídico para aproximar las dos realidades: la de la
conflictividad social y la de su reflejo superestructural jurídico.}
En
eso parece consistir, afortunadamente, el cometido del jurista comprometido con
las necesidades del desarrollo social. Pero no desde un optimismo vacuo, sino
desde el reconocimiento de que, como dice Luigi FERRAJOLI , en su discurso
sobre “Las Libertades en el Tiempo del Neoliberalismo”,[8]
sobrevuela sobre las relaciones sociales una “devaluación del cuerpo, valorado
como fuerza de trabajo en los orígenes del capitalismo y hoy depreciado, en el
actual mundo globalizado, porque siempre resulta excedente y superfluo”.- Allí,
en esa excedencia, en ese disvalor, nos
sigue diciendo Ferrajoli, “ reside el mayor peligro para el futuro de las
libertades y de la democracia.”
La aceleración de la renovación del
conocimiento, con la consiguiente limitación del valor de la experiencia de
cada sujeto productor, los modelos de competencia en los que la precariedad
laboral, los bajos salarios, la pobreza y la marginación siguen siendo
dimensiones problemáticas, -formas un
tanto eufemísticas que gozan de la predilección de autores de discursos
oficiales - y la precarización que parece inescindible de una sociedad de
información y conocimiento, no conducen a una reducción sino a la ampliación de
las hipótesis de conflicto social y de los trabajadores abarcados por esa
conflictividad.
Sin esa percepción e interacción, el
derecho del trabajo no trasciende ni supera una opacidad retórica.- Esa
opacidad no puede sino reproducirse en
el tratamiento jurisdiccional de los conflictos individuales y colectivos del
trabajo: que es una porción importante y singular de la conflictividad social
constante, necesaria y, en última instancia, determinante del propio desarrollo
de la sociedad.
Su encuadre judicial, en consecuencia,
está condicionado en dos aspectos: el derivado de una objetivación y aquello que he denominado CASIFICACIÓN para referirme a la versión del conflicto
como un ‘caso’ , subsumible en una
tipología montada sobre la pluralidad de conflictos similares y la alienación
de sus datos singulares y subjetivos; y el resultante de un insatisfactorio
soporte normativo - que si bien parcialmente puede ser corregido mediante una
interpretación dinámica, un celoso control de constitucionalidad, y un nivel de
sensibilidad indispensable para una judicatura especializada - no deja de ser
limitante del diagnóstico jurídico y de su tratamiento en el proceso judicial.
Esta es una premisa que antecede,
lógicamente, a las que se analizarán en los capítulos siguientes: el del
régimen procesal y su adecuación para su utilidad como medio de realización de
la normativa laboral; el de la función y responsabilidad de los jueces y
funcionarios judiciales; el de las garantías y métodos para disponer de cuadros
profesionales aptos para cumplir con esa función y con esa responsabilidad; y,
finalmente, el del papel de la abogacía litigante y el de la ciudadanía toda y
su articulación con la administración de justicia.
2.-
EL PROCEDIMIENTO LABORAL COMO FORMA DE REALIZACIÓN DE LOS PRINCIPIOS Y LAS
NORMAS DEL DERECHO DEL TRABAJO. [9]
En el trabajo referenciado en el título
de este capítulo apuntábamos a lo que considerábamos un nudo gordiano en la
búsqueda de nuevas claves de bóveda para una eficiente tipología procesal
laboral: el de la acomodación o ajuste de los regímenes específicos procesales
(y sus principios dominantes) a los principios del Derecho Laboral.
En un reexamen de ese punto de partida,
creo hoy que era adecuado, si entendemos (la cita original era de Ortega y
Gasset) que todo conocimiento es la contemplación de algo a través de un
principio. Y es evidente, que la toma de distancia respecto de ese ‘principio’
conduce a una torre de marfil, o bien a satisfacerse con la trascendencia de la
pura realidad, aún despojada de valores culturalmente indispensables.
Pero me parece que, con ser importante,
la cuestión de esa comparación de principios, si bien permite una aproximación
a la necesidad de armonizar lo dicotómico, lo incompatible y lo ilógico, no
resuelve la totalidad de los problemas que resultan del cotejo entre esa
múltiple funcionalidad de los principios del derecho –en particular los del
derecho del trabajo- y la problemática sumamente compleja de su traslación al
ámbito en el que su reconocimiento, y el de las normas que los traducen, se ha
de garantizar su vigencia y eficacia en concreto a través del proceso y de la
sentencia judicial.
2.1.-
LA DEL PROCESO LABORAL ES UNA ‘CUESTIÓN DE FONDO’.
Una vieja cuestión, algo esclerosada sin
haber llegado nunca a ser debidamente clarificada, es la de determinar si el
derecho procesal del trabajo es una subrama del derecho procesal general o
común, si en otro extremo aparente es una subrama instrumental del derecho
laboral; o si, en rigor, merece el tratamiento correspondiente a una rama
autónoma del Derecho.
El primer y más evidente de los graves
inconvenientes que nos propondría el aceptar la primera de esas variantes sería
el de tener que admitir, con ello, que estaríamos en un reinado absoluto del
principio de la igualdad de las partes (formal, pero que se traduce
inevitablemente en los resultados reales), allí donde se debe interpretar y
aplicar un derecho tutelar, igualador, compensador de desigualdades.
La simetría forzada entre el proceso
laboral y el procedimiento común, que parte de otros supuestos de menores
niveles de desigualdades, al menos en lo comparativo, conduce a una
pendiente en la que la teoría de la
prueba, su apreciación y su valoración, adolecerán de los principales signos de
cualquier prelación jurídico-procesal de los trabajadores, ni de tutela de la
indemnidad de sus créditos alimentarios.
En ese trabajo antecedente al que me refiero, decíamos que esa postura
implicaba tanto como la irrealización
garantizada de los derechos que el proceso judicial, y la actividad
jurisdiccional que lo tenga como marco, tiene que asegurar y hacer cumplir
coercitivamente.
Tampoco es cuestión de pensar, al menos
por ahora, en una autonomía científica del derecho procesal laboral. Entre
otras razones, porque en realidad las ramas en las que se organiza el
pensamiento en torno de los temas jurídicos, que no pueden desconocer la unidad
del derecho, tienen mucho que ver, todavía, con su propio origen didáctico.
Pero, en hipótesis, sería al menos una de las vías posibles para entender que
aquello que debe regir su metodología, sus ritmos, sus mecanismos de búsqueda
de aproximación a una verdad histórica relativamente asible, depende de una
conexión con el derecho de fondo, con técnicas y características demasiado
diversas de las que provienen de una pura acomodación o adaptación de las
reglas pertinentes a otros tipos de procesos.
Hace unas tres décadas, reunidos en un
seminario en Perú destinado al tratamiento de un tema de la vastedad del de la bases para una ley general del trabajo, y
en su quinta sesión, dedicada a los procesos laborales y su autonomía
científica, dogmática y normativa, los notables juristas convocados
coincidieron en afirmar que el derecho procesal civil o común no se adecua a
los fundamentos, principios y particularidades del derecho del trabajo ,en
especial con su carácter protector, del que deriva la irrenunciabilidad de los
derechos que consagra. Pero añadían que la remisión, el reenvío o la
reproducción (así fuera a título subsidiario) de normas procesales comunes “ha
dado en casi todas partes resultados insatisfactorios”; por lo que es deseable
que aquello que se procure sea un sistema normativo propio lo más completo y
autosuficiente que sea posible.
{A esa distancia en el tiempo se
valoriza mucho más dejar constancia de algunas de las personalidades que
participaron y que coincidieron en las conclusiones: Wagner Giglio, Helios
Sarthou, Pasco Cosmopolis, Federico Zegarra Guernica, Antonio Vazquez Vialard,
Héctor Barbagelata …}
A la hora de traducir en propuestas esas
ideas, transcribo uno de los párrafos del documento:
“Conforme a lo anteriormente
establecido, resulta igualmente deseable que la ley invista a la magistratura
laboral de facultades especiales de dirección, de control y de decisión que
posibiliten una actividad procesal más inquisitiva. La efectiva oralidad y la presencia
del magistrado en todos los actos del proceso, que son condición para el logro
de la imprescindible expeditez, (sic) economía y celeridad en las actuaciones
de la justicia del trabajo, deben ser tenidas especialmente en cuenta y
aseguradas de manera eficiente. Debería examinarse, también, la posibilidad de
contemplar el instituto de la decisión anticipada y la habilitación al
magistrado para adoptar medidas precautorias y provisionales que eviten la
frustración de las expectativas y prevengan daños innecesarios”.
En todos los casos, no solamente se
trataba de académicos de primerísimo nivel continental, sino también de grandes
profesores universitarios. Pero lo cierto es que sus ideas y ambiciones de actualización
del sistema judicial no tenían, ni lo han tenido luego, un espacio de cabal
acogida en la generalidad de las cátedras y de las currículas de la enseñanza
universitaria del derecho.
En las cátedras específicas de derecho
del trabajo, o de derecho del trabajo y de la seguridad social en mi propia
Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, lo normal sigue siendo una
preferencia o privilegio pragmático para el desarrollo de determinados
institutos o sub-ramas por sobre otros; y entre esos otros, menoscabados, está
todo lo atinente al procedimiento laboral.
Así,
por razones que es difícil desvincular de sus aspectos ideológicos, en las materias básicas
de la disciplina laboral se aplican los mayores desarrollos de las escasas
horas-cátedra a las instituciones del derecho de las relaciones individuales de
trabajo, centrado en los vínculos contractuales entre el trabajador
individualmente considerado y su empleador; en detrimento y desconsideración
relativa de las relaciones colectivas y sus categorías fundamentales (el
derecho sindical, el derecho a la negociación colectiva y el derecho del
conflicto), y del propio derecho de la seguridad social .
El derecho procesal del trabajo, aunque
esté inserto en los programas de tales materias básicas, o no alcanza a ser
enseñado, o lo es en una panorámica descriptiva y a/crítica basada en su pura
base normativa. Tampoco abundan los cursos dedicados al tema en los planes y
ofertas correspondientes al ciclo profesional orientado, no es siquiera materia
de cursos obligatorios para los estudiantes que hayan elegido como área de
especialización el derecho del trabajo y de la seguridad social; y aparece
infra/valorado en los cursos de posgrado, en las carreras de especialización y
en los doctorados. Como en una clásica película cinematográfica argentina dirigida
por María Luisa Bemberg, “de eso no se habla”, o se habla poco y con enunciados
muy generales y bastante conformistas.
No me merece ninguna duda la aseveración
producida, para la misma época de aquel encuentro del Perú, en las VIIIas. Jornadas
Argentinas de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, realizadas en
Bariloche, en el sentido de que “el orden procesal no es otra cosa que el
cúmulo de normas y principios de procedimiento aptos para poner en movimiento
los derechos reconocidos por las leyes de fondo”, premisa de la que derivaba
necesariamente la de que no cumple su misión si no se ajusta y adapta a dichas
leyes. Decía uno de los autores que el efecto de la protección de las normas
laborales resultaría nulo, si sus finalidades sociales no se establecieran en
el proceso, esto es, en el campo en el que deben hacerse efectivas. Y para
ejemplificar, se refería a la incongruencia de que subsistan serias
desigualdades y dificultades del sujeto principal de los derechos laborales
para acercar y producir la prueba de su razón.
Mauro Capeletti sostenía con justeza que
los mecanismos del proceso constituyen un instrumento para el amparo de los
titulares de derechos: ergo, tanto más perfecta será una técnica jurídica
cuanto más se adecue a los derechos sustanciales que pretende tutelar. Y Trueba
Urbina, ubicando al derecho procesal del trabajo como DERECHO SOCIAL, decía que
se trata de “un conjunto de principios, instituciones y normas que, en función
protectora, tutelar y reivindicadora,
realizan o crean derechos a favor de los que viven de su trabajo”; y que esa
porción del derecho social “es incompatible con la teoría del proceso, que
descansa sobre la autonomía de la voluntad y la igualdad de los hombres ante la
ley.”
Estos
argumentos y la autoridad indiscutible de sus principales sostenedores, nos
llevaron a intentar, en un análisis de un novedoso proyecto de código procesal
del trabajo que para entonces tenía estado parlamentario en Bolivia , pero de
cuya suerte ulterior no tuvimos noticia positiva alguna, un cotejo entre su
forma de aproximación a la regulación conforme a los principios generales del
derecho del trabajo y algunos déficits que nos permitíamos marcarle.
2.2.- EL ESQUEMA DE UNA CONJUGACIÓN DE PRINCIPIOS.-
En ese proyecto que tomábamos como
referencia concreta, y en sus fundamentos, encontrábamos una seria intención
por producir avances en ese terreno áspero –y en cierto modo riesgoso- por el
que hay que transitar para producir (literalmente) un régimen procedimental
que, sin dañar el derecho de defensa, se adecuara a lo que los Tratados
Internacionales, los Convenios Internacionales OIT, otros pactos, las
constituciones y las leyes internas, imponen como reglas diferenciales o
principios generales y especiales del derecho del trabajo. Pero obviando las
críticas o insuficiencias que destacábamos entonces, podría trazar un cuadro
actual que refleje aquello que quiero transmitir como mis propias opiniones. En
este cuadro no hay un orden de prelación, y reconozco que en algunos aspectos la
ubicación merecería ulteriores correcciones y ajustes.
{Me permito sugerir, como
aproximación a otro método posible de abordaje del mismo problema de los
principios del derecho procesal del trabajo, la lectura del trabajo de María
del Carmen Piña que con el título de “Principios del derecho procesal del
trabajo. Una revisión acorde con los tiempos” ha sido publicada en
“Procedimiento Laboral-III”, Revista de Derecho Laboral, ed. Rubinzal-Culzoni,
Buenos Aires, 2008-1, pags. 19 y ss, donde se enfatizan e ilustran como tales al
principio de oralidad, al de concentración, al de celeridad, al de inmediación,
al de concentración y al activismo
judicial. Otro autor, Jorge Bermúdez, en el Tratado dirigido por Ackerman y
coordinado por Tosca, se ocupa de clasificar aquellos que considera que
difieren o no se corresponden con los del proceso ‘común’, citando como tales
al principio de desigualdad compensatoria, al principio de veracidad y al de
indisponibilidad, añadiendo luego el de gratuidad. Pero, en este caso,
claramente se expone la idea de que no hay que diferenciar los lineamientos
generales de la teoría del proceso de los que informan el derecho procesal del
trabajo, salvo en algunos aspectos en los que conviene otorgar eficacia a la
respuesta jurisdiccional a un conflicto en materia laboral.}
Del principio protector o tutelar cabía
derivar, como su correlato necesario:
§ La
gratuidad procesal para el trabajador reclamante.
§ Un
procedimiento brevísimo y que no dificulte el curso del principal para el
examen de situaciones en las que el beneficio de gratuidad pueda extenderse a
la responsabilidad por costas.
§ La
carga dinámica de la prueba, de modo que ella recaiga no solamente sobre quien
afirma un hecho sino, y especialmente, sobre quien tenga la real posibilidad de
acreditarlo o de probar la negativa.
§ La
inversión total de la carga de la prueba en determinadas situaciones fácticas,
de las que pueden servir de modelo de referencia los conflictos derivados de
discriminaciones segregatorias, de violencia o de acosos; supuesta la
existencia de indicios que acompañen el reproche y el reclamo.
§ El
corolario ‘in dubio pro operario’ en materia de valoración de las pruebas, que
es la única vía razonable para superar ese proceso de incerteza en el que
suelen desarrollarse los procesos.
§ La
inmediación, en tanto –adecuadamente ejercitada- contribuye a reducir el
espacio de las desigualdades, incluso las culturales, con las que los distintos sujetos arriban al
proceso y lo transitan.
§ Tratamientos
específicos garantistas respecto de la eficacia de los acuerdos extrajudiciales
y prejudiciales, de los regímenes de conciliación laboral administrados por
órganos de otros poderes, con regulación de la revisibilidad judicial de
acuerdos homologados.
Del principio de primacía de la realidad
derivarían:
§ La
dirección inquisitiva del proceso.
§ La
sencillez y oralidad.
§ La
propia inmediación, en la medida en que facilita la racionalización y
simplificación de los temas de la controversia con control instantáneo de las
partes.
§ La
lealtad procesal.
§ La
garantía de la doble instancia. Para lo que es preciso advertir que debe ser
correlativa de una limitación de las condiciones para la interposición de
recursos o para su tratamiento en segunda instancia, que puede o no abarcar el
monto de litigio o de la condena, en su caso, pero que en lo fundamental debe
estar orientada a evitar dilaciones procesales, tácticas recursivas
innecesarias y recargo innecesario de tareas de los tribunales respectivos.
§ La
veda de terceras instancias ordinarias, de casación o de tratamiento de
cuestiones constitucionales, sin perjuicio del mantenimiento de los recursos de
naturaleza extraordinaria ante las Cortes Supremas u otros tribunales de igual
jerarquía con competencia específica relativa a la constitucionalidad de las
normas o de la arbitrariedad de las sentencias.
§ Las
hipótesis de revisibilidad en el caso de
sentencias írritas.
Del
principio de indemnidad del trabajador surgirían:
§ La
prelación jurídico procesal del trabajador.
§ La
cautela en la denegación de beneficios.
§ La
determinación de las presunciones regladas, así como de las presunciones
‘hominis’ y de la naturaleza del haz de indicios que hayan de derivar en ellas.
§ La
solidaridad obligacional pasiva de las personas físicas que integran o dirigen
a las personas jurídicas , así como las de las empresas intervinculadas, de
modo que ni el proceso ni las garantías de defensa en el mismo resulten ajenas
a la penetración de la personalidad colectiva y a sus desarrollos jurídicos
sustantivos.
§ La
ampliabilidad de la condena y de su ejecutabilidad contra el actual
responsable, especialmente en los supuestos de transferencia o relevo a
cualquier título del establecimiento, de la empresa o de su explotación.
§ La
tutela integral del crédito del trabajador frente a las hipótesis de
insolvencia o de insuficiencia de los medios coercitivos para obtener el
cumplimiento ‘in natura’ de las condenas por el obligado.
§ La
intangibilidad del valor adquisitivo de la moneda de pago y la precisión
normativa del múltiple carácter de las tasas de interés judicial, de modo de
evitar que el titular del crédito pueda verse obligado a transformarse en un
mutuante forzado o involuntario, y que sea favorecido su deudor condenado por
las consecuencias de su propia mora.
§ La
admisión procesal de medidas cautelares especiales, como el pago de salarios de
continuidad durante la sustanciación del pleito, en las situaciones que la
propia regulación establezca.
§ La
celeridad, como un punto nodal de la regulación del procedimiento. Comprensivo,
a su vez, de
·
Economía procesal
·
Concentración
·
Impulso de oficio
·
Contralor estricto de que las
conciliaciones o transacciones reflejen y revelen una justa composición de los
intereses litigiosos.
·
Irrecurribilidad de las resoluciones
interlocutorias y efecto diferido en la concesión de recursos durante la
sustanciación del litigio
·
Regulación específica de procesos urgentes:
o
Las acciones de amparo
o
Los procesos cautelares
o
Los anticipos de tutela
o
Los procesos ejecutivos para el cobro de
salarios impagos
o
Las acciones sumarísimas de amparo de la
actividad sindical y de exclusión de tutelas sindicales.
o
Las acciones sumarísimas relativas al
abuso, violación de los límites legales o exceso en el ‘jus variandi’.
o
Los procedimientos para la reinstalación
en el empleo en el caso de despidos en violación de tutelas sindicales o
discriminatorios, lato sensu.
Del principio de progresividad,
extraeríamos, al menos:
§ La
garantía de la vigencia del ordenamiento procesal existente al tiempo de los
hechos de la causa, en aquellos supuestos en los que las modificaciones que
pudieran efectuarse perjudicaran derechos de los afectados , especialmente en
materia de ofrecimiento, producción y valoración de las pruebas.
§ Y, luego, la veda de modificaciones ‘in pejus’
de la propia normativa procesal.
Insisto
en considerar que estoy
trabajando en un esquema en borrador, en la búsqueda de aquellos
principios del
derecho procesal laboral, o de su regulación normativa en concreto, que
los
pongan en correspondencia plena con el objeto del derecho de fondo en
materia
de regulación de la conflictividad social específica del derecho
laboral. Y es en ese carácter, tan sujeto a la crítica como al
enriquecimiento, que lo expongo en este ensayo.
2.3.-
ALGUNOS COROLARIOS DEMOSTRATIVOS DE LA NECESIDAD DE TRANSFORMACIONES.-
2.3.1.-
LA PRUEBA DE CONFESIÓN.-
En cuanto se advierta que no puede
sostenerse , en el procedimiento laboral, el principio propio del procedimiento
general o común de igualdad formal de las partes, ha de resultar igualmente
evidente que no puede mantenerse ,allí donde aún subsista como medio probatorio
eficaz y dominante, el signo de igualdad en lo relativo a la prueba de
confesión (en algunos casos denominada como ‘declaración’ de las partes) y su
forma de ‘absolución de posiciones’. Máxime cuando ellas tienen tantos alcances
y eficacia probatoria como para equiparar la confesión expresa a la ficta, con
efectos que invierten la carga probatoria, ya sea sobre el propio contenido de
los interrogatorios o sobre las afirmaciones efectuadas en el proceso por quien
interroga.
{No desconozco las virtudes que
puede tener, en la oralidad, una inmediación inteligente que contribuya a
superar diferencias culturales y de experiencia en el litigio. Pero acoto que
en la jurisdicción en la que me he desempeñado como juez, éramos muchos, y
siguen siendo muchos, los que desestiman o postergan para un supuesto posterior
a la producción de todos los restantes medios probatorios, la admisión de ese
medio de prueba. En lo demás, me remito al tratamiento dado a este punto en las
pags. 18 a 22 de nuestro trabajo “Los principios del Derecho del Trabajo en el
Derecho Procesal, ya citado en nota ‘8’.}
2.3.2.- VALORACIÓN DE LA CONDUCTA PROCESAL DE LAS
PARTES.-
No se trata de considerar aquí, las
sanciones que la ley autorice o determine para los supuestos de conductas
temerarias, maliciosas, contradictorias o dilatorias en el curso del proceso,
sino de admitir en el propio régimen procesal que la conducta de las partes en
el juicio es una fuente de convicción, equiparable a una presunción contraria a
las postulaciones de quien viola el deber de cooperación, o retacea el aporte
de elementos idóneos para dilucidar el conflicto.
No se trata de poner en tela de juicio a
las posibilidades sancionatorias de los jueces para supuestos de inconductas
procesales, sino de regular consecuencias presuncionales, especialmente en
materia de valoración e interpretación de las pruebas, para tales supuestos:
pues las sanciones no reparan las consecuencias dañosas que sufre quien padece
tales comportamientos en el curso del litigio, y que pueden llegar a afectar su
resultado, tanto como la oportunidad de su ejecución.
2.3.3.- EL PRINCIPIO DE CONGRUENCIA Y LAS SENTENCIAS
PLUS PETITA.
No me refiero, en lo específico, al caso
nacional argentino, o al menos al de su jurisdicción ‘nacional’ en el que la
ley procesal específica autoriza a fallar ‘ultra petita’ en tanto veda hacerlo
‘extra petita’.
El principio de congruencia, bien
definido por Jorge W. Peyrano, en “El Proceso Civil. Principios y Fundamentos”
como la exigencia de que medie identidad entre la materia, partes y hechos de
una litis incidental o sustantiva y lo resuelto por la decisión jurisdiccional
que la dirima, no admite una lectura ritual que excluya, a condición de que se
tutele la garantía oportuna de la defensa, la citación judicial de quien
pudiera considerarse obligado no habiendo sido citado por el actor; o la
posibilidad concreta de merituar hechos constitutivos, modificativos o
extintivos producidos durante la secuela del pleito, aunque no hubieran sido
invocados o admitidos como hechos nuevos.
Los códigos procesales laborales
debieran incorporar, incluso por razones de seguridad jurídica, el principio
‘iura novit curia’, de modo de dejar en
claro que corresponde al juez la calificación de la relación sustancial y
determinar las normas que la rigen, pudiendo prescindir tanto de la
fundamentación jurídica de las partes como resolviendo en contra de ellas.
Reconozco que se trata de un tema que
tiene su asiento final en la articulación necesaria entre el proceso y el
bloque de constitucionalidad, de modo que el propio proceso sea constitucional.
Se trata, entonces, de apreciar las
líneas de tensión entre las garantías del debido proceso constitucional y el
apego excesivo o el desapego igualmente excesivo al principio de congruencia:
entre el privilegio de la seguridad jurídica y el ‘thema decidendum’, y la
eficacia del sistema judicial, elastizando la ecuación entre las cuestiones
articuladas y la sentencia. Pero, al inclinarme por esta segunda postura, me
permito considerar útil su precisión en la codificación procesal específica.
También se trata de una especie de
‘match’ irreal entre la seguridad jurídica y el activismo judicial, en el que
éste último, que va progresando ideológico y funcionalmente, permita que se
amplíe el horizonte, de modo de que el juez pueda admitir, fundadamente, que
una cuestión insuficientemente expuesta pueda integrar el debate cuando debió o
pudo ser contemplada por la defensa en su oportunidad. [10]
Pueden existir, y de hecho existen,
muchos otros ejemplos de necesidades de ajustes en cada una de las normativas
nacionales o locales actualmente vigentes; de modo que han de entenderse los
supuestos contemplados en este acápite como lo que son: meros ejemplos de
aquello que pueda considerarse no suficientemente reflejado en la legislación
procesal laboral.
2.3.4.-
SOBRE LOS MÉTODOS ALTERNATIVOS DE SOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS.
Resultaría mucho más que prudente tomar
en debida cuenta lo que dice la Convención Americana de Derechos Humanos, en su
art. 8º, sobre Garantías Judiciales: “Toda persona tiene derecho a ser oída,
con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o
tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad
por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra
ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones en el orden civil,
laboral, fiscal o de cualquier otro carácter.”
La tutela judicial efectiva, y el
derecho irrestricto al acceso a la misma, ponen en zona de crisis constante a
diversas vías de aquellas formas singulares de extinción de los procesos (en
especial la conciliación y la transacción), en cuanto pudieran afectarse
derechos irrenunciables o indisponibles de los trabajadores; pero muy especialmente a esas vías
francamente alternativas y retardatorias o inhibidoras de ese derecho al acceso
inmediato y oportuno a la justicia, tan estimuladas por organismos
supranacionales, por el Banco Mundial, y que se traducen en regímenes de
conciliación laboral obligatoria previa, o de acuerdos administrativos de
apariencia ‘espontánea’, que alcanzan los efectos propios de las sentencias
judiciales definitivas, desprovistos no solo del garantismo judicial sino de
toda cabal protección e igualación de situaciones, de modo que, además de ser
una justa composición de intereses litigiosos o controversiales, también
reflejen la libre volición de quien concurre a tales acuerdos.
Tanto estos como el resto de los
acuerdos extrajudiciales, deben ser materia de un examen desde la técnica de
elaboración de un código de procedimientos laborales, pues es necesario ampliar
y regular adecuadamente su impugnabilidad en esa sede judicial que también se
configura como derecho irrenunciable. Se dirá que eso puede conspirar contra la
seguridad jurídica de tales convenios, pero no que por eso no se deba
contemplar las situaciones de desigualdad objetivamente comprobable, los
estados de necesidad, de indefensión, tanto como las situaciones de simulación,
ocultamiento, dolo y fraude, intimidación y violencia, que puedan verificarse
en cada caso singular.
{La experiencia argentina es
elocuente, aún considerando la obligatoriedad formal de la asistencia jurídica
de la que debe gozar el trabajador en la conciliación obligatoria, tan
fácilmente sustituible por profesionales que no han tenido contacto previo
alguno con su aparente cliente, cuando no por abogados llevados por la propia
empresa empleadora. Pero puede ser aún más grave en otros países -se verifica en Brasil, por ejemplo- donde no
solamente puede no ser obligatoria la asistencia jurídica, sino que se llega a
excluir o a impedir el acceso, por
diversos medios muy poco amables, a los abogados particulares que concurren a
asistir a sus clientes.}
El celo que debe aplicar el juez o la
autoridad administrativa facultada para la homologación de convenios
conciliatorios o transaccionales debe tener como premisa la apreciación de
inexistencia de renuncias a derechos indisponibles, mínimos garantizados por la
legislación laboral o los convenios colectivos. Eso es muy difícil de conseguir
allí donde al tiempo de la actuación conciliatoria no se cuente con un elemento
indispensable, como lo es el contenido y fundamentación de la contestación de
demanda o del reclamo del trabajador.
Si bien la abreviación deseable de los
procesos laborales contribuiría a reducir el riesgo de soluciones que
contemplen el pájaro en mano antes que los ciento volando, no es razonable
admitir que ese riesgo de la duración del litigio opere como factor de presión
o convictivo para quien concurre a esa negociación con plena subsistencia de
sus condiciones de desigualdad o, muy frecuentemente, en típicos estados de
necesidad. Pero eso solamente se puede conseguir mediante la inmediación, la
prudencia judicial o la del funcionario habilitante, y la creación de las
condiciones de equilibrio de negociación indispensables.
En la práctica de la gestión
conciliatoria, al menos en la instancia judicial, suelen contemplarse como
datos invariables de la realidad algunos que provienen de nuestras propias
debilidades o dificultades para alcanzar pronta y eficazmente la realización
plena del derecho a través de la sentencia, o mediante la obtención de medidas
cautelares o anticipatorias, así como la ejecutabilidad inmediata de aquella
porción de los créditos reclamados que no hayan sido expresa y fundadamente
desconocidos.
2.3.5.- LA NÓMINA ES AMPLIABLE.
Han de quedar pendientes muchos otros
temas, sin duda. Uno de ellos es el de un tratamiento absolutamente diferencial
del sistema procesal común u ordinario, en orden a las garantías del
justiciable, mediante la autoridad y el contralor que efectivamente pueda hacer
la administración de justicia respecto de la función de los peritos técnicos
auxiliares, que a mi juicio debieran ser oficiales, en el sentido de formar
parte del elenco del propio Poder Judicial.
Otro es el de la regulación de las vías
procesales sumarísimas, de los procesos de amparo, del trámite del juicio ejecutivo para el
cobro de salarios adeudados, trámites específicos y abreviados para acciones
declarativas de certeza, y la inclusión entre éstas del supuesto de la
pretensión jurídica de obtener certeza acerca de la materialidad de un vínculo
abarcado por las leyes y convenciones colectivas laborales.
Las acciones de clase, que no pueden ser
transplantadas sin más de los modelos del derecho anglosajón, pueden contribuir
a una real mejoría en orden a la eficacia y alcances de los pronunciamientos
judiciales firmes.
También serían computables temas como el
de la legitimación activa concurrente, tanto de sindicatos como de otras
entidades de representación de intereses colectivos difusos, que no deben estar
ajenas de ningún estudio tendiente a mejorar el ámbito y la eficacia del
proceso laboral. En el informe sobre el estado actual del sistema de relaciones
laborales en la Argentina al que hice referencia en otro punto de este trabajo
y en su nota ‘2’, se llega al proponer (ver pag. 191), no solamente una ampliación
de los sujetos legitimados para efectuar reclamaciones en defensa de los
derechos individuales del trabajador, “que supla la incapacidad de reclamación
de éstos ante el temor a sufrir represalias o perder el empleo”, sino también
la institucionalización de un ómbudsman’ o defensor del trabajador, al que la
ley pudiera “reconocer facultades para denunciar estas situaciones y para
promover acciones en beneficio de los trabajadores impedidos de accionar” (id.,
pag. 184), sin perjuicio de las que posean
el Ministerio Público del Trabajo , debidamente dotado de medios y de
funciones similares a las de la policía del trabajo. Propuesta que sería
superflua o de pura acumulación burocrática si esas funciones de policía del
trabajo estuvieran satisfactoriamente cubiertas por las autoridades de
aplicación existentes, bien distribuidas humana y geográficamente, y dotadas de
los medios y recursos adecuados para cumplir adecuadamente tales tareas.
La habilitación del sustento procesal
para diversas hipótesis de ampliación de las responsabilidades subjetivas, que
permitan superar sin mengua de las garantías de la defensa aquellas situaciones
en las que acaban frustrados los derechos de los trabajadores tras su ejercicio
contra empleadores reales o aparentes, o personas de existencia ideal, merecen
la consideración de su tratamiento por vía incidental; con una regulación
acorde a un tratamiento breve, y no a una revisión integral de aquello que ya
estuviera tratado y contenido en una sentencia pasada en cosa juzgada.
Estos y otros ejemplos sirven para
validar mi ambición de que éste no sea otra cosa que un trabajo abierto a un
posible enriquecimiento colectivo.
2.4.- LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA Y LOS DERECHOS FUNDAMENTALES.-
Como lo expresa el juez correntino
Héctor Hugo Boleso [11]
es el dato de la realidad de la violación de derechos fundamentales en
perjuicio de individuos, de sectores de la población y de grupos vulnerables,
el que ha excitado el desarrollo de garantías relativas a recursos judiciales y
de otra índole, idóneos y efectivos para su salvaguarda. Y estas garantías se
enlazan de modo ya inseparable con los objetivos nodales de la protección
internacional de los derechos humanos.
No es ajeno a esa trascendencia de esta
definitiva instalación del tema, el que varias Cortes y tribunales supremos de
nuestros países hayan acordado, en la Declaración de Brasilia, y luego
ratificado mediante sus mecanismos de acuerdo interno, la asunción de un
compromiso con un modelo de justicia integrador, abierto a todos los sectores
de la sociedad y especialmente sensible con aquellos más desfavorecidos o
vulnerables.
{
Eso decía, respecto del acatamiento de
esta regla, la Corte Suprema de Justicia argentina en su acordada 05/09. Ese
compromiso, con no ser ni exclusivo ni orientado al tratamiento especial de los
problemas para un acceso pronto, rápido, plenamente disponible y eficiente del
justiciable a la justicia laboral especializada, le cabe a ésta como anillo al
dedo.}
Boleso, con citas de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, nos explica con una claridad que no
requiere comentarios ampliatorios, que el derecho de acceso a la justicia
comprende, especialmente, el derecho a la prestación jurisdiccional: es decir,
el derecho a obtener justicia. Lo que abarca tanto el derecho al acceso directo
a un tribunal competente, mediante recursos efectivos y rápidos; a ser oído
prontamente en ese tribunal. Pero la frase que me parece esencial, en ese
discurso ,es (con cita de Cancado Trinidades), que se trata ni más ni menos que
del DERECHO AL DERECHO: el derecho “a un ordenamiento jurídico que
efectivamente salvaguarde los derechos fundamentales de la persona humana”.
Tal derecho al derecho significa, en mi
opinión, mucho más que el de obtención de una solución jurídica y fácticamente
razonable, dictada en tiempo oportuno de modo que no desnaturalice la condición
alimentaria de aquello que haya de reconocer o declarar ni desaliente la fe que
debe mantener el justiciable en la funcionalidad del aparato al que acude en busca
de tal tutela específica. Diría , casi
haciendo un juego de palabras, que también se trata del derecho al derecho
emanado del derecho: esto es, a
garantías suficientes y adecuadas de la concreción y el cumplimiento de aquel
derecho que se constituye con la sentencia judicial condenatoria; y éstas
requieren de reglas prolijas en materia de ejecutabilidad rápida y eficaz.
{ En varias de las economías
nacionales progresivamente bancarizadas, todavía no se han puesto en práctica
aquellos mecanismos de trabas inmediatas de embargos, por vías electrónicas
seguras y certeras, mediante órdenes judiciales directas a un ente
centralizado, que impidan ‘filtraciones’ de información al embargado previas a
su traba. Se trata de un simple ejemplo de aquello que debiera organizarse de
modo de disuadir las conductas de incumplimiento de una condena y de cumplir
con los deberes estatales de ejercicio de la coerción indispensable para hace
cesar la inejecución de deberes jurídicos de los obligados. }
El incumplimiento de una sentencia, como
así también el de una medida cautelar, configura una violación del art. 25 de
la Convención Americana de Derechos Humanos, y así lo ha declarado en diversas
oportunidades la CIDH. Pero allí nos volvemos a encontrar con un problema más
grave, cuando el incumplidor de la sentencia, o de la cautelar, es el propio
Estado, o sus órganos, o sus empresas, que en muchos casos aprovechan el privilegio de la inembargabilidad de sus
bienes. Porque si el Estado se reserva para sí el derecho de no pagar, o de
pagar cuando y en la forma en que le convenga, el derecho al derecho emanado
del derecho de la ciudadanía se extravía en la selva del no derecho.
Recuerdo lo que dije allá por el 2002,
como orador invitado en uno de los actos semanales que, por entonces,
organizaba ‘Memoria Activa’, en procura específica de la investigación y
determinación judicial de las responsabilidades por la masacre de la AMIA. [12]
“JUSTICIA, JUSTICIA PERSEGUIRÁS. Quienes tienen tan activa su memoria como su
ansia de superación de los dramas de nuestra sociedad no solamente deben
perseguir justicia: lo que deben hacer es alcanzarla.
No es un finalismo místico, no puede ser una lamentación, no es una utopía
echada al monte como la de Serrat. Tenemos que recorrer juntos muchos caminos
hasta llegar a obtener aquella certeza del campesino alemán que, presionado por
el emperador para que le vendiera sus tierras, dijo: no habrá capricho del
príncipe que pueda obligarme a hacerlo, mientras en Berlín exista un juez.”
Hoy añado: un juez dotado de recursos,
instrumentos y herramientas operativas adecuadas. Independiente y democrático,
transparente: todo eso, por supuesto, pero sin las taras funcionales que
derivan de normas procedimentales obsoletas y negadoras del garantismo
necesario.
2.5.-
LA ‘LEY’ ORGANICA DE LA JUSTICIA NACIONAL DEL TRABAJO DE LA ARGENTINA PERFECTO
MODELO DE REFERENCIA DE AQUELLO QUE HAY QUE REVISAR TOTALMENTE.
La variedad de regímenes y de sistemas
procesales laborales en Latinoamérica es tal, que un ejercicio de pretensión
cultural que hurgara en cada uno de ellos en búsqueda de los rasgos que
permitan su comparación o cotejo crítico con los principios que debieran regir
en una normativa adecuada resultaría, en definitiva, un estéril ejercicio de
erudición. En todos los casos, tienen mucho que ver con la propia historia
nacional de sus institutos, y con los contenidos de la normativa laboral de
fondo respectiva.
Hay diversidad de épocas y de momentos,
también dependientes de cada realidad interna, que permiten que algunos de
ellos sean técnicamente más avanzados o actualizados que otros. Y también hay
fenómenos singulares, como en la
Argentina, donde en virtud de pactos preexistentes a la propia Constitución
Nacional, cada una de las provincias ha reservado para sí el dictado de las
normas relativas a la aplicación e interpretación, tanto de las normas locales
como de las de alcance nacional. Luego, en un mismo país contamos con
diversidades importantes de codificación, desde las atinentes a la oralidad o
carácter escriturario del proceso, hasta las principales de ordenamiento del
proceso.
{En algunos casos, como por ejemplo
en la presentación que hacen el director y el coordinador del vol. IX del
Tratado de Derecho del Trabajo (Mario Ackerman y Diego Tosca), dedicado
íntegramente al derecho procesal del trabajo, ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos
Aires, y con exclusiva referencia a la dogmática interna argentina, optan por
seleccionar algunas de las realidades locales, y por detenerse en los
procedimientos laborales de la Justicia Nacional del Trabajo y las de las
Provincias de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, dejando constancia de que no
hacen lo propio con la de Santa Fe por la existencia de debates parlamentarios
de los que podía resultar su modificación. Se expone, en consecuencia, apenas
1/8 del espectro federal. El resultado
de tal estudio, que tampoco es comparativo, demuestra sus limitaciones. Pero
hay algo más en esa presentación de la obra: es el dato de que, al referirse al
hecho de que quienes abordan el estudio de los derechos laborales de fondo
tienden a desatender la trascendencia que tiene el derecho procesal, reconocen
que ese olvido no encuentra su excepción en el ámbito universitario, “cuyos
programas de estudio, manuales, tratados y estudios generales apenas si dedican
alguna atención al derecho procesal del trabajo”.
El director del tratado lo era
también del Departamento de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la
Facultad de Derecho de la U.B.A, y dirige actualmente la maestría de la especialidad.}
Teniendo en cuenta las dificultades que
provoca semejante dispersión, procuraré enfocar la mira en el régimen que mejor
conozco experimentalmente, pero conectado con su propia historia.
Los primeros tribunales del trabajo en
la Argentina se constituyeron en 1945, tempranamente en cotejo con varios de
los demás países latinoamericanos. Esos primeros juzgados y cámaras eran
mirados, por casi todo el resto del aparato judicial y por una enorme porción
de la abogacía, como heréticos, demoníacos, ¡clasistas!, opuestos a los
equilibrios que exige la libertad y la tutela de la propiedad. Constituidos, además, por unos ‘sujetos
usurpadores de funciones judiciales que se titulaban jueces’, y a los que
cualquier abogado digno de serlo debía dirigirse como ‘señor funcionario
designado por decreto’ .
En ese imaginario colectivo, los jueces
debían ser otra cosa. No eran nombrados para tutelar derechos de cuarta, ni
para contentar al aluvión zoológico que aplastaría electoralmente a los
bienpensantes. Esos ‘hombres de pro’ mostraban su desprecio, por ejemplo, pegando las estampillas de actuación judicial
al revés.
En todo caso, si había que tolerarlos o
digerirlos, los jueces del trabajo eran una suerte de precio a pagar por la paz
social; y esto a condición de que esa paz social no se obtuviera a costa de los
únicos derechos estables, los de los propietarios de los medios de producción.
Eso es lo que, en realidad, influyó para que, transcurrido algún tiempo de
resistencia activa, se pasara a una tolerancia entre complaciente y
resignada. A condición de lo
siguiente: si no podía pretenderse que
quien debía velar por la realización de un derecho protectorio fuera neutral
respecto de las categorías de ese sistema -lo que habría sido tan impensable
como plantearse la neutralidad de un juez civil en un litigio que afectara la
propiedad-, por lo menos que aprendiera de los verdaderos jueces a ser imparcial,
siguiendo sus reglas y aceptándolas como un axioma.
Esos primeros tiempos fueron
heroicos. No porque el material humano con el que se contaba estuviera
realmente capacitado, sino tal vez por lo contrario. No porque el arsenal del
derecho de fondo a garantizar fuera completo, sino precisamente porque no lo
era: algunos estatutos, algunos decretos montados sobre la paupérrima
estructura de un puñadito de normas injertadas en el Código de Comercio, a los
que había que ir rellenando un poco intuititvamente, y sin la apoyatura del
dogma jurídico, olvidado de Colmo, alienado con Salvat, y apegado a lo que el Código
de Velez Sarsfield tenía del Código Napoleón. No porque contaran con un régimen
procesal propio y adecuado, sino precisamente por lo contrario: un conjunto
esquemático de normas, a ser rellenado cotidianamente por sus operadores.
Esos tiempos heroicos marcaron a
fuego a la justicia del trabajo argentina y su tonalidad media dinámica y
defensista de derechos laborales; ello,
al punto que hacia 1974 todavía era legítimo considerar que la Ley de Contrato
de Trabajo que se sancionaba era progresista y avanzada en la medida en que
recogía , en los institutos esenciales, la doctrina consolidada de la Cámara
Nacional de Apelaciones del Trabajo, y parcialmente por la Corte Suprema de
Justicia de la Provincia de Buenos Aires.
{La Ley de Contrato de Trabajo fue
sancionada en 1974, en medio del caótico proceso político inmediatamente
previo y posterior a la muerte del
presidente Juan Domingo Perón, con un
vivo debate social y parlamentario previos, siendo responsable principal de la
redacción de su anteproyecto el abogado Norberto Centeno, quien luego fuera
brutalmente asesinado, junto con otros colegas, por obra de la dictadura cívico
militar que sucedió a ese período constitucional. El día de esa masacre de
defensores de derechos de los trabajadores en Mar del Plata, 7 de julio de
1977, es recordado por la ciudadanía como ‘la noche de las corbatas’, y
anualmente se conmemora como el día de los abogados laboralistas.
En cuanto a la suerte del texto de
aquella ley, 20.744, no sobrevivió ni dos semanas al golpe de estado del
24/03/1976, cuando la topadora
dictatorial derogó y reformó más de un tercio de su texto, quitando sentido
coherente a gran parte del resto de ese ordenamiento.
No deja de ser notable el hecho de
que, salvo algunas cuantas modificaciones producto de leyes posteriores a la
recuperación de la democracia, el texto vigente sigue siendo el impuesto por
aquel ‘texto ordenado’ emanado de un régimen que ha pasado a la triste historia
como el responsable de uno de los mayores genocidios, antiobrero y antipopoular
por sus propias definiciones, antes aún que por sus propias conductas.}
Los jueces del trabajo fueron
aprendiendo a ser imparciales, pero en cierta medida seguían resistiendo el ser
neutrales. En una conferencia magistral pronunciada a poco de asumir como
Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el año 2004, el prestigioso jurista
argentino Raúl E. Zaffaroni decía –siguiendo a Carnelutti- que cabe dudar
acerca de si los jueces, seres humanos, pueden y deben ser imparciales. Pero
añadía:
“Frente a esto se puede responder
con ficciones. Una de ellas es imaginar jueces a los que por regla general se
los sitúa 30 o 40 años atrás … señores que eran apolíticos, eran apartidistas,
eran a/ideológicos, asépticos … asexuados, a/todo. Estaban más allá del bien y
del mal, más allá de todo, y esto es imposible o inconcebible. No hay ningún
ser humano que no tenga determinado sistema de ideas para captar o acercarse a
la realidad. No todos interpretamos o entendemos o construimos el derecho de la
misma manera. No es una cuestión unívoca. Por consiguiente, hay una única forma
de garantizar la imparcialidad en el funcionamiento del poder judicial que no
es nada más ni nada menos que … garantizando el pluralismo interno del poder
judicial. …No hay seres a/ideológicos; si los hubiera sería porque no tienen
ideas, y si no tienen ideas no pueden ser jueces; podrían, quizás sí, tener
otro destino.”
La tendencia a la homogeneización de los
aparatos de un poder judicial, y la adquisición de una personalidad
incuestionable por el derecho del trabajo, permitieron que la actividad de esa
justicia especializada y de sus cuadros fuera aceptada e integrada.
Es en ese momento que se repiensan los
contenidos del régimen procedimental precario con el que había nacido el fuero.
Así se sanciona, en 1967, para la Capital Federal y los que por entonces
todavía no eran provincias y se definían como territorios, la aún vigente “Ley
Orgánica”, decreto ley 18345/67.
{Con independencia de la fuente no
democrática sancionadora de la norma, es mi deber remarcar la participación, en
la elaboración del proyecto, de juristas especializados de primerísimo nivel
cultural y profesional, como los Dres. Allocatti, Genoud y Fernández Madrid,
que se aplicaron a superar las serias deficiencias de su precedente para
entonces vigente.}
Estamos casi en las vísperas de que ese
régimen procedimental, con algunos retoques que no alteran su esencia, cumpla
medio siglo de ‘eficacia jurisdiccional’. Y, por lo que diré, creo que en esa
constancia del tiempo transcurrido se encierra bastante de una verdad: la de
que las rutinas producen acostumbramiento, al punto de hacer ver como natural y
actual aquello que es fruto de circunstancias del pasado, en el más amplio de
los sentidos del término.
Era lógico, al menos para esos tiempos, que ese orden normativo entronizara el
principio de igualdad formal de las partes, con escasísimos rastros de la
proyección al proceso del principio protector. Mediaban también posturas
ideologicas tales como la de que el derecho laboral ya había protegido en
exceso a los trabajadores, y que de lo que pasaba a tratarse era de reconocer
los derechos de los empresarios, la intangibilidad de sus emprendimientos, de
su cuota de ganancia, de sus relaciones de poder, de su seguridad jurídica
frente al reclamo de su personal.
Es la época y sus circunstancias la que,
más allá de la intención de sus diseñadores, condujo a la generación de un
sistema procedimental judicial que no reconociera adecuadamente el sentido de igualación propio del
constitucionalismo social : esto es, reproduciendo valores propios de técnicas
basadas en una pura igualdad formal.
Esto conduce a acudir a la teoría del
proceso (entendida como tal la del proceso civil o común) y a sus principios autonómicos,
el primero de los cuales es, precisamente , el de la igualdad formal de las
partes.
Se sucedieron gobiernos de origen
democrático (1973/76, y 1983 al presente, con el interregno híbrido derivado de
la tremenda crisis de fines de 2001 y hasta el 2003, sin contar el funesto
período de 1976/83) sin que los jueces, los abogados, los funcionarios
judiciales, los auxiliares de la justicia, y –por sobre todo- los directamente
comprometidos en los procesos laborales, trabajadores y empresarios, contaran
con cambio alguno sustancial en ese ordenamiento de 1967.
Una vez más, pareciera que hemos
naturalizado, por efectos inerciales de la rutina de la utilización cotidiana
de una herramienta, las manifiestas deficiencias que tiene aquella para el uso
para el que debe ser destinada.
Incluso en una obra jurídica casi
actual, en el Tratado de Derecho del Trabajo dirigido por Mario Ackerman ya
mencionado, el régimen procesal nacional
es presentado por Víctor R. Trionfetti [13],
no solo con el nombre de ‘ley’, sino diciendo de él que rige con una importante
porción de normas del Código de Procedimientos Civiles y Comerciales de la
Nación (CPCCN): por lo que su esquema se reduce a una sistematización basada
en:
a) las normas del régimen especial de
esa ‘ley’;
b) las normas del CPCCN “directamente
aplicables por remisión expresa a los textos o porciones de textos de los
correspondientes artículos del CPCCN”;
c) “las aplicables en forma supletoria, en la
medida que resulten compatibles con el procedimiento reglado en la ley 18.345.”
{En descargo del autor, y para no hacerle decir menos de lo que en
rigor dice, transcribo la siguiente frase más moderada: “Naturalmente, el
proceso ordinario laboral también está informado –de modo primordial- por normas
de rango constitucional. La noción del debido proceso está presente en el
ámbito laboral y, por lo tanto, las categorías de acceso a la justicia, juez
natural, principio de oportunidad, non bis in idem, etcétera , se encuentran
expuestas bajo distintos aspectos técnicos dentro de la ley adjetiva.}
¿En
qué consiste el núcleo de esa normativa procesal vigente? Pues, esencialmente,
en esa condición esencial que es su alcohol en el vino del ordenamiento:
a) La
matriz es el derecho procesal ordinario, civil y comercial o común, su teoría
del proceso fundante, y sus principios:
el principal y primordial, el de la igualdad formal de las partes
litigantes en todos los aspectos del proceso, y su naturaleza esencialmente
dispositiva;
b) Con
un ajuste que permitiera su adecuación a algunas de las características
singulares del proceso laboral, sin dotar a estas últimas de un rango o fuente
teórica realmente divergentes;
c) Con
la incorporación directa de un cúmulo de normas del CPCCN, por un método de
reenvío directo o articulación por complementariedad, mediante el enunciado por
nomenclatura de cada uno y todos los artículos directamente convocados a
integrar el sistema, que abarcan prácticamente todas las secciones, etapas y
sistemas recursivos del procedimiento ordinario (que incluso presenta numerosos
inconvenientes cuando se producen, como se han producido, reformas a ese
procedimiento ordinario común que no solamente alteran los contenidos de muchas
de esas normas sino su propio número de artículo);
d) Con
una suerte de ‘solución final’ consistente en establecer que en todo cuanto no
esté expresamente regido por ninguna de las dos fórmulas previas, serán
aplicables, mediante la articulación por supletoriedad, las restantes normas
del CPCCN, no enunciadas en el supuesto
previo.
El resultado final ha sido, y es, una
ordinarización (en el doble sentido de su significado procesal, por oposición a
lo sumario o abreviado, y el de ser común, regular, carente de grado o
distinción).
Si le añadimos los efectos que sobre esa
ordinarización producen normas como las de la ley 24.635, que estableció la
instancia conciliatoria laboral previa en los reclamos que versan sobre
conflictos individuales o pluriindividuales de derecho, no puede resultarnos
extraño que un reclamo laboral pueda concluir su trámite previo a la sentencia
definitiva tras una duración en el tiempo muy superior a la de procesos
ordinarios comunes, y que la ejecutabilidad de la condena quede exclusivamente
regida por esas normas ordinarias. Si las excepciones pueden confirmar las reglas,
lo cierto es que esas excepciones van a depender de la laboriosidad y de la
aplicación de las muy poco generosas dotaciones de funcionarios y personal de
las que se dispone, y de los jueces que operan con esa herramienta mellada e
inadecuada.
{ No me detengo, deliberadamente,
en el detalle singular de aquello que debiera ser modificado, por dos motivos:
uno, porque el objetivo de este trabajo pretende, o procura, un ámbito de
reflexión más abarcador que el de los cambios que sean menester producir en un
régimen local; y dos, porque en rigor lo que trato de demostrar es que lo que
haya de hacerse debe estar vinculado con un cambio casi copernicano, que no
tome como punto de partida lo existente, sino aquello que a partir de aquí y
ahora debiera estudiarse, proponerse, debatirse y promulgarse como un código de
procedimientos laborales ajustado a sus principios.-
Pero aún habría más razones, si lo
que contempláramos fuera el triste panorama de la jurisdicción en materia
previsional, que actualmente carece realmente de una normativa procesal que se
diferencie mínimamente de la común u ordinaria. Penetrar en ese otro universo
de desprotección judicial efectiva también excedería el objeto inmediato del
presente trabajo, y requeriría el aporte específico de los operadores jurídicos
más especializados en esa materia.}
2.6.- ACOTACIONES SOBRE OTROS MODELOS REFERENCIALES.
2.6.1.- BRASIL.
La creación de una justicia
especializada se produjo en 1939. Tres
cuartos de siglo más tarde, sigue considerándose como su desafío mayor el
conferir eficacia a los programas de acción estatales, esas políticas públicas
que diseñan derechos de los trabajadores, que algunos autores definen como
derivados de una ‘selectividad inclusiva’ [14].
Uno
de los juristas de mayor prestigio, no solo de Brasil sino de Latinoamérica,
Mozart Victor Russomano [15]
alaba las virtudes del proceso oral, destacando que ya en 1939 era la técnica
procesal dominante en el Código de Proceso Civil. Y en cuanto al derecho del
trabajo, afirma que únicamente a través de ese procedimiento oral será posible
garantizar la celeridad de la acción, pues la sentencia tardía habrá de ser una
sentencia injusta.
{Tuve un doble privilegio: el de haber
sido invitado a participar como expositor en uno de los actos de homenaje
académico a un ya muy anciano Russomano, en Porto Alegre, y el de asistir a su
conferencia de cierre. En ella, tras ser llevado entre dos asistentes a la mesa
del estrado y acomodado en una silla ante el micrófono, dijo “¡EU FALO DE PÉ!”,
pidió que le ayudaran a incorporarse y habló así, durante más de una hora, con
las manos aferradas a los costados de la palestra como si se tratara de
bastones, sin apoyarse en texto ni en apunte alguno, pero atrapando al
auditorio, ligando sus experiencias vitales con la historia política y la
conflictividad social brasileña, desde ‘O Estado Novo’ en adelante, matizadas con la cita de frases y
argumentos de los expositores que le habían precedido. Mi admiración por él,
que era antigua, en ese momento fue absoluta, y me honra, en este trabajo,
referirme a uno suyo.}
El
Maestro relata su propia experiencia como juez de primer grado entre las 4ª y
5ª década del Siglo XX, época en la que afirma que merced a la oralidad, él y
otros magistrados podían dictar sentencias en un plazo de dos semanas. Aunque relativizaba esa eficacia un régimen
complejo de recursos, y la lentitud ulterior de los procesos de ejecución, de
naturaleza escrita. Pero también reconoce que esos principios de la oralidad
fueron abandonados, “poco a poco, uno a uno, en la práctica, cuando las pautas
de los órganos de la justicia del trabajo… se han tornado increíblemente
largas, y, por eso, imposibles de ser agotadas con la indispensable celeridad.”
Russomano
nos dice que media una rebelión de los hechos contra el derecho y de la
realidad contra la teoría, cuyo
resultado es una situación fáctica a la que califica como crítica y alarmante.
El crecimiento demográfico, el de los trabajadores, la generalización del trabajo
femenino, de los menores y de los viejos, determinaron que tanto la oralidad
como la inmediatez, la concentración de los actos en el juicio y la celeridad
se fueran perdiendo, arrastrados por la cantidad de conflictos con tratamiento
en sede judicial. Tanto el desarrollo económico del Brasil como los fenómenos
de la globalización de la economía y la fuerza del movimiento obrero superaron
el marco de adaptabilidad de un régimen que, hoy, ya arrastra siete décadas de
inmovilidad sustancial. Russomano critica el ‘remedio’ encarado por el legislador,
que consistió en un aumento del número de juzgados y tribunales, pero que no
fue acompañado por una reforma adecuada del ordenamiento procedimental [16]
En
gran medida, las transformaciones y adecuaciones no provinieron de reformas
legislativas en sentido propio, sino de un énfasis muy singular (y hasta
anticipatorio) del Brasil en el proceso de informatización del sistema, que el
Tribunal Superior del Trabajo impulsó desde 1973. Y no se trata solamente de
facilitar los recursos de información y de acelerar los procesos de elaboración
de las resoluciones, sino que también tienen una eficacia ampliamente
comprobada en el desarrollo de los juicios.
Una
de las características valiosas de la jurisdicción laboral brasileña, según
Russomano, es el dato de que no haya perdido la inspiración de la equidad: los
fallos son pronunciados teniendo como blanco la justicia social. Tal vez por
esa característica ,dice el autor, hayan sido tan atacados por las políticas
neoliberales, que tuvieron (y aún tienen) una brújula orientada a la retracción
de las leyes de protección al trabajo y al trabajador. Y prosigue:
“En
otras palabras: no es suficiente reducir los derechos sustantivos, es
necesario, igualmente, aminorar los derechos procesales como forma de limitar o
eliminar la intervención del Estado en el mundo de las relaciones de trabajo,
confiadas esas relaciones al juego de las propias partes, en el marco de la
libertad de los mercados económicos internos y de la globalización de la
economía internacional.”
Se
ha llegado, en Brasil como en otros países de América Latina, a sostener, con
apoyo de doctrina de organismos internacionales, la supresión de los tribunales
especializados. Sin llegar a esos extremos y sin merecer la crítica que ellos
habrían generado, en una normativa de jerarquía constitucional, se excluyó de
la organización judicial del trabajo a los jueces representantes de
trabajadores y de empleadores, que tenían una tradición institucional de
setenta años.
La
tendencia que destaca, para esos comienzos del siglo, era la de favorecer las
soluciones extrajudiciales de los conflictos laborales, y el desarrollo de
procedimientos judiciales de naturaleza sumaria o sumarísima, sobre todo para
las ‘pequeñas demandas’.[17]
La
implantación del proceso sumarísimo, en marzo del 2000, fue aplicada para los
procesos en los que el valor económico discutido no superara los 40 salarios
mínimos.
Si bien es cierto que tanto en Brasil
como en varios otros países, la primera década del Siglo XXI marcó una
progresiva retracción (aunque no abandono) de esas políticas sociales (de
alguna manera hay que denominarlas) inspiradas por el neoliberalismo, lo cierto es que sigue constituyendo una
traba para la dotación de eficacia jurisdiccional, la evidencia de cierto del
‘bloqueo’ de la jurisdicción que deriva, en gran medida, de la morosidad
procesal .
Otro prestigioso autor cuya obra es
clásica, en la materia, es Boaventura de Sousa Santos [18]
quien diferencia una morosidad activa y otra sistémica. Para la primera operan
el desinterés de una de las partes en la efectividad del proceso, coadyuvado
por reglas procesales que favorecen las conductas dilatorias; el ofrecimiento y
producción de pruebas inútiles o superfluas,
todo ello consentido o validado por una ideología que admite como natural
que se pierda de vista el derecho fundamental a la duración razonable del
proceso. En cuanto a la segunda, derivaría de un escaso nivel de sintonía con
el carácter instrumental del proceso y con la necesidad de procurar un
resultado concreto que se compadezca con otra concepción de postulados de la
‘ciencia’ procesal. Pero aún alcanzada la etapa del reconocimiento de una
pretensión activa, como primera etapa de ese resultado concreto, hay nuevas a/sincronías
en el proceso de ejecución de las sentencias, funcional y doctrinariamente descuidado,
como si se tratara de un problema que despierta poco interés para su estudio y
para la elaboración de fórmulas creativas.
Conviene detenerse en el hecho de que,
pese a las más que evidentes diferencias respecto del caso de la ‘ley orgánica’
argentina, en Brasil también se mantiene la aplicabilidad supletoria de las
normas del derecho procesal civil. Y que uno de los aspectos que los analistas
destacan como porción no desdeñable de las condiciones de ese bloqueo de una
jurisdicción eficaz estriba en la multiplicación de las causas en las que se
reclaman pronunciamientos sobre la constitucionalidad de normas jurídicas, en
lo que se da en caracterizar como un fenómeno de judicialización de la
política; o, en todo caso, de una transferencia de tensiones sociales para un
espacio judicial que no siempre se muestra apto o dispuesto para suministrar
las soluciones.
Una vez más, un paralelismo llamativo
con las características de las nuevas formas de la litigiosidad
laboral en la Argentina. Pero me
parece necesario remarcar las notables diferencias que, en materia de oralidad
y garantía de la defensa, ha proporcionado en la jurisdicción laboral brasileña
el uso inteligente de los recursos informáticos y la infraestructura edilicia
apropiada y hospitalaria en la que se desarrollan los procesos y las
audiencias.
También aparece, en Brasil, una
tendencia de pretensión modernizadora; entendida como aquella que procura la
celeridad procesal a cualquier costo, y que jerarquiza la conciliación, tanto
individual como colectiva, como medio de solución de los conflictos, aún sin
garantizar adecuadamente ni la irrenunciabilidad ni otros derechos
indisponibles.
No obstante, y pese a la base
constitucional directa a la que me referiré luego, se marca un desfasaje entre
el avance registrado en institutos del derecho procesal civil o común y la
inmovilidad comparativa del laboral, al punto que –aplicados al conflicto
laboral judicializado- esos nuevos institutos resultan más satisfactorios para
la tutela de algunos derechos de los trabajadores.
Es destacable el nivel constitucional
directo de algunos de los principios a los que me refiero en este estudio. El art. 5º inc. LXXVIII postula como derecho
individual fundamental el que corresponde a la razonable duración del proceso y
a la dotación de medios que garanticen la celeridad de su trámite.[19]
Lo más novedoso, en ese mismo plano
constitucional, es que el art. 8º inc. III, tras referirse a la libre
asociación sindical, dispone que a esos sindicatos les compete la defensa de
los derechos e intereses colectivos o individuales de la categoría, “inclusive
en cuestiones judiciales o administrativas”.
Wagner Giglio [20],
tras objetar en algunos aspectos esa aptitud de representación y actuación sindical,
reconoce que contempla especialmente “la despersonalización del trabajador
reclamante, para evitar o, por lo menos, dificultar, la represalia del
empleador reclamado.”
Ese claro texto constitucional fue
objeto de una interpretación sumamente restrictiva por parte del Tribunal
Superior del Trabajo que en los hechos
inhibió esa actividad procesal de representación en cabeza de los sindicatos.
Aún después de modificada esa doctrina jurisprudencial (que aún sin ser
vinculante, por su origen, operó como si fuera obligatoria) [21]
con una interpretación más amplia del texto constitucional, se mantuvo la misma
situación por el desinterés que generaba otra ‘súmula vinculante’ que negaba a
los abogados que actuaran por los sindicatos en ese tipo de representación de
intereses de la categoría el derecho a percibir honorarios por su actividad.
Este obstáculo también fue removido, en el 2011, reconociéndose ese derecho en
las causas en que el ente sindical actúe como substituto procesal. Pero se
mantiene cierta indiferencia por la utilización de este medio de
representación, que impide analizar su funcionalidad y su utilidad práctica.
2.6.2.- MÉXICO.-
En
Méjico, la parte pertinente de la Ley Federal de Trabajo fue modificada en
1980, y hay cierto consenso en considerar que el núcleo de la reforma ha
consistido en procurar darle agilidad al proceso laboral. [22]
A diferencia de otros de los modelos referenciados, debe tenerse en cuenta que
la mencionada Ley Federal del Trabajo no admite como supletorios los códigos
procesales civiles (art.17 ), enfatizando sus principios autónomos: en el caso,
la publicidad, la gratuidad, la inmediatez, la oralidad, la economía y la
sencillez en conjunto con la costumbre y la jurisprudencia. [23]
Además
de regular los procesos ‘stricto sensu’, también se ocupa de los procedimientos
para/procesales o voluntarios, como el aviso de rescisión y los convenios fuera
de juicio.
La
estructura básica se basa en la denominada Audiencia de Ley, en tres etapas:
conciliatoria, de demanda y excepciones y de ofrecimiento y admisión de
pruebas. Esas tres etapas se concretan en una única audiencia.
{En la dinámica de los procesos, lo
más frecuente es que se interpongan incidentes de previo y especial
pronunciamiento que imponen la suspensión de esa audiencia única hasta su
resolución. Algo análogo parece ocurrir con otros de los principios procesales
laborales, cuya versión normativa no siempre se compadece con la praxis del
proceso, o no es seguida en forma estricta, o es contemplada por algunos críticos
como una utopía de difícil traslación a la realidad. Otras de las críticas que
se formulan se refieren a un estado de constante cambio y alteración de
criterios en la Junta de Conciliación y Arbitraje, con escaso conocimiento
público, así como por variaciones en la interpretación de las normas por parte
de los Tribunales Colegiados y los Juzgados de Distrito.}
El
principio de publicidad de las actuaciones no es absoluto; el de gratuidad
incluye la exoneración de responsabilidad por costas judiciales, pero parece
haberse impuesto una curiosa costumbre, la de ‘dar propinas’ al personal
operativo de las juntas para obtener desde copias de las actas de audiencias
hasta la de cualquier constancia del expediente.
La
inmediatez choca con la realidad de un volumen de trabajo que parece impedir
que el presidente, el auxiliar o el propio secretario estén en contacto directo
con las partes y con el propio estado del proceso. Pero parece no tratarse
solamente de un obstáculo a la inmediación, pues la sobrecarga de trabajo de
las juntas, y el déficit de profesionalidad de parte de su funcionariado
afectan seriamente a ese valor priorizado por la norma de la rapidez, prontitud
y carácter expeditivo del proceso.
El
predominio de la oralidad es alterado por una práctica consistente en exhibir
la contestación de la demanda o sus pruebas por escrito, ratificándolas en las
respectivas etapas procesales.
Es
sumamente interesante detenerse en la vigencia del corolario ‘in dubio pro
operario’ que abarca la valoración de la prueba, y en particular lo que dispone
el art. 784, que considero una norma sumamente valiosa en esta necesaria
diferenciación del proceso laboral respecto de la teoría general del proceso
común.
“La
Junta eximirá de la carga de la prueba al trabajador cuando por otros medios
esté en posibilidad de llegar al conocimiento de los hechos, y para tal efecto
requerirá al patrón para que exhiba los documentos que ,de acuerdo con las
leyes, tiene la obligación de conservar en la empresa, bajo el apercibimiento
de que de no presentarlos, se presumirán ciertos los hechos alegados por el
trabajador. En todo caso corresponderá al patrón probar su dicho cuando exista
controversia sobre:_ I.-Fecha de ingreso del trabajador; II.-Antigüedad del
trabajador; III.-Faltas de asistencia del trabajador.- IV.- Causas de rescisión
de la relación de trabajo; V.- Terminación de la relación o contrato de trabajo
para obra determinada…; VI.- Constancia de haber dado aviso por escrito al
trabajador de la fecha y causa de su despido; VII.- El contrato de trabajo;
VIII.- La duración de la jornada de trabajo; IX.- Pagos de días de descanso y
obligatorios; X.- Disfrute y pago de las vacaciones: XI.- Pago de las primas
dominical, vacacional y de antigüedad: XII.- Monto y pago de salario; XIII.- Pago
de la participación de los trabajadores en las utilidades de las empresas, y
XIV.- Incorporación y aportación al Fondo Nacional de la Vivienda.”
2.6.3.- COLOMBIA.-
En
Colombia, el régimen básico del procedimiento laboral rige, con algunas
modificaciones, desde el dec. Ley 2158 del 24/06/1948. En su exposición de
motivos se expresa:
“El
nuevo estatuto está informado en los principios más modernos de la ciencia
procesal. Acoge como medular el sistema de oralidad, que es el adecuado para
decidir los litigios del trabajo por la economía de tiempo y dinero que
implica. Consagra el principio inquisitivo, que da facultades al juez para
buscar la verdad real, aportando el mismo pruebas, a fin de que no esté sujeto
a la simple verdad formal que resulte del proceso. Establece el principio de la
concentración procesal para que el litigio se debata completamente ante el juez
(…). Instituye el principio de inmediación, para que en lo posible sea el mismo
juez de conocimiento quien practique personalmente todas las pruebas (…). El de
eventualidad que obliga a las partes desde el principio –en la demanda y su
contestación- cuáles son los medios de ataque y defensa. (…) El de publicidad
que hace desarrollar el debate en sesiones públicas (…). El de la impulsión del
proceso por el juez, porque al contrario de los litigios civiles, en los cuales
rige el principio opuesto de la impulsión del proceso por las partes, en los
del trabajo está interesada toda la comunidad, por ser leyes sociales de orden
público (…). Y por último, el de la libre apreciación judicial de la prueba,
que suprime en los juicios laborales la tarifa de pruebas como obligatorio para
dejar en libertad al juez para estimar su mérito.”
Como
en otros de los casos examinados, también en Colombia se reenvía a la normativa
procesal ordinaria (Código Judicial), en especial en lo relativo a la materia
probatoria, aunque se limita el carácter dispositivo del procedimiento común.
Las
sucesivas reformas no afectaron la sustancia de ese sistema procedimental,
hasta la Ley 712 de 2001 y la 1149 de 2007, esta última modificatoria de 14
artículos. En 2010 se incorporaron nuevas modificaciones, que en su gran
mayoría fueron cuestionadas por la Corte Constitucional.
En
líneas generales, manteniendo algunos rasgos típicos, como el de la oralidad
(reducida a dos audiencias), Colombia se ha ido orientando a una tendencia más
inquisitiva, y se ha impreso un sello de moralidad, bajo la forma de lealtad
procesal, y se sostiene un principio de economía procesal, que no parece acompañar
una real abreviación de los procesos y la satisfacción en tiempo razonable de
las expectativas de quienes reclaman la satisfacción de créditos de naturaleza
estrictamente alimentaria.
2.6.4.- VENEZUELA.-
En
este caso, la normativa es comparativamente mucho más reciente, pues data de
2002.-Los principios procesales tienen una base constitucional que incluye
(pero excede en mucho) el ámbito del proceso laboral.
{El art.26 de la Constitución de la
República Bolivariana de Venezuela: “Toda persona tiene derecho de acceso a los
órganos de administración de justicia para hacer valer sus derechos e
intereses, e incluso los colectivos y difusos, a la tutela efectiva de los
mismos y a obtener con prontitud la decisión correspondiente. El Estado
garantizará una justicia gratuita, accesible, imparcial, idónea, transparente,
autónoma, independiente, responsable, equitativa y expedita, sin dilaciones
indebidas, sin formalismo o reposiciones inútiles.”
El art. 257 del mismo texto dice:
“El proceso constituye un instrumento fundamental para la realización de la
justicia. Las leyes procesales establecerán la simplificación, uniformidad y
eficacia de los trámites y adoptarán un procedimiento breve, oral y público. No
sesacrificará la justicia por la omisión de formalidades no esenciales.”}
En
la reglamentación de estas normas para el proceso laboral se privilegian:
a)La
oralidad (audiencia preliminar en la mediación, declaración de testigos y de
partes, alegatos al inicio de la audiencia del juicio, todas las alegaciones de
las partes y la propia sentencia, aunque todos los actos procesales deben tener
constancia escrita y firmada; b) La publicidad y la participación ciudadana,
aunque es restringida en las actuaciones
de mediación y conciliación; c) La inmediación exige la presencia del juez en
la producción del material probatorio y su aptitud para seleccionar el medio
probatorio más adecuado. Pero también se conecta con un principio de rectoría
del juez , en lo referido a su deber de conducir el proceso bajo su personal dirección;
d) La concentración procura, como en otros de los modelos referenciados, la
concreción de lo sustancial de la causa en una única audiencia; d) La gratuidad
alcanza tanto a los trabajadores reclamantes como a los empleadores demandados;
e) Se incorpora como un principio procesal el de la primacía de la realidad
sobre las formas o apariencias; f) La valoración de la prueba es regida por el
sistema de la sana crítica; g) Las notificaciones a las partes solamente se
practican con relación a la audiencia preliminar, pero en la práctica esto
presenta muchas complicaciones en los casos de inactividad procesal de las
partes; h) El juez laboral puede aplicar normativa supletoria, en particular –y
por vía de analogía- disposiciones procesales comunes, pero teniendo en cuenta
el carácter tutelar del derecho del trabajo y del propio procedimiento laboral,
de modo que no se contraríen sus principios fundamentales.
2.6.5.- CUBA.-
En
Cuba se encuentra actualmente en estado de debate y tratamiento un conjunto
visiblemente importante de reformas al sistema de las relaciones laborales, que
muy probablemente incida en el propio sistema de su justicia laboral ordinaria.
Por ello, me limitaré a suministrar algunos datos generales sobre el actual
estado de situación.
Se
destaca, en materia de funciones jurisdiccionales, la existencia de órganos de
justicia laboral de base, de Tribunales Municipales Populares, y , en última
instancia, la competencia de la Sala de lo Laboral del Tribunal Supremo
Popular, que conoce en procedimientos de revisión contra algunos tipos de
sentencias definitivas de los tribunales municipales populares, especialmente
en causas ‘disciplinarias’ en las que la sentencia haya ordenado la separación
del trabajador de su puesto de trabajo.
La
característica principal de los órganos de base es su composición tripartita,
conformada por un representante sindical designado por el sindicato, uno por la
administración de la empresa y un trabajador designado por asamblea de sus
pares. Se trata de una instancia obligatoria para los reclamantes en causas de
disciplina laboral y otros derechos vulnerados, sean o no de naturaleza
económica.
La
segunda, pero no menos importante, es que sus fallos son definitivos e
irrecurribles para un conjunto de medidas disciplinarias, en tanto que son de
naturaleza primaria y recurrible para las medidas que modifiquen el estatus
laboral y en conflictos de otra naturaleza. [24]
Es
sumamente dificultoso, en razón de las características singulares de esos
mecanismos, el establecer signos de igualdad o desigualdad comparativas con
otros países del continente. No obstante, me detendré solamente en los
enunciados como principios del procedimiento laboral cubano.
La
inmediatez es definida como la proximidad geográfica del órgano primario al que
corresponde la solución del conflicto. La gratuidad, como el aseguramiento de
que las consultas sobre los asuntos laborales o para la promoción de acciones
contenciosas son gratuitas, provistas por la Central de Trabajadores de Cuba, y
por la Organización Nacional de Bufetes Colectivos. La obligatoriedad de
comparecencia de las partes concierne a la exposición en un mismo acto de los
relatos y argumentos. La celeridad hace referencia a la mayor rapidez posible,
sin mengua de las garantías procesales de las partes. La sencillez es entendida
como un proceso despojado de formalismos y de solemnidades innecesarios. Se
asegura el mpulso de oficio en todas sus etapas. Hay un predominio marcado de
la oralidad. En lo relativo a la publicidad,
ella es expuesta en el sentido de que tanto la comparecencia como otros actos
procesales puedan contar con la asistencia de los afectados y de otros
trabajadores que no protagonicen el conflicto. Finalmente, respeto a la
legalidad, que en rigor no es otra cosa que la obediencia debida a la ley y al
cumplimiento de los fallos respectivos.
Las
reclamaciones deben formularse por escrito o por solicitud verbal de la que se
levanta acta, así como de las pruebas ofrecidas. Resulta algo llamativo que el
plazo para las reclamaciones formales en conflictos disciplinarios sea de 7
días desde la comunicación respectiva, y para otras controversias plazos que no
superan los 180 días. Pero las violaciones del régimen salarial y de la
Seguridad Social no tienen previstos esos plazos de caducidad o de
prescripción.
En
las materias en las que las resoluciones de estos órganos de base sean aptas
para motorizar el procedimiento ante los tribunales municipales populares, se
inicia en el término de diez días el proceso ante el propio órgano de aquella
primera instancia, y una vez ingresado a esos tribunales, estos se pronuncian
sobre la admisibilidad formal del reclamo en un término de 24 días. En su caso,
fija una audiencia para que comparezcan las partes con toda la prueba de que
intenten valerse.
En
cuanto al conocimiento por el Tribunal Supremo Popular, a través de su sala
laboral, la solicitud de revisión debe interponerse dentro de un plazo
sensiblemente superior, 180 días, y su pronunciamiento inicial ha de referirse
a la admisibilidad de la solicitud y de las pruebas propuestas, y prevé la
actuación del Fiscal para el supuesto de que se pueda suspender la ejecución de
la sentencia del Tribunal Municipal Popular hasta la resolución definitiva.
Funcionalmente
considerado, este sistema ha sido considerado como de eficacia comprobada, pero
también se han recogido críticas en lo relativo a la limitada competencia de
los tribunales municipales populares en materias que afectan derechos
alimentarios de los trabajadores (tales como las suspensiones de hasta un mes),
a algunas de las medidas o sanciones disciplinarias, a cierta confusión entre
el proceso disciplinario y el trámite judicial, y la excepcionalidad de la
revisión por el Tribunal Supremo Laboral.
Pareciera
que prevalece la opinión de que el régimen
está envejecido, y que merece reformas paralelas y hasta simultáneas con las de
la legislación de fondo en proceso de revisión.
2.6.6.- OTROS PAISES.
En
Chile es demasiado pronto para examinar la operatividad de nuevas normas
procesales laborales, que se han ido elaborando para su progresiva aplicación
en las distintas regiones a partir de 2008. Sus principios declarados tiene por
base a la oralidad, el carácter público y concentrado , e incluyen la
inmediación, el impulso procesal de oficio, la celeridad, la buena fe, la
bilateralidad de la audiencia y la gratuidad.
Lo
mismo ocurre en Uruguay, donde la primera separación franca del régimen
procesal de derecho común se produce mediante la ley 18572, que entró en
vigencia en octubre de ese año, y que fue declarada inconstitucional por la
Suprema Corte de Justicia en muchas de sus disposiciones fundamentales. En
razón de ello, en noviembre de 2011 se promulgó la ley 18.847, que si bien
modificó prácticamente la mitad de las normas de la anterior, no la derogó ni
reemplazó por un texto ordenado.
El
resultado es un mosaico, en el que hasta los principios , que en la ley 18572
eran los de oralidad, celeridad, gratuidad, inmediación, concentración,
publicidad, buena fe y efectividad de
los derechos sustanciales, han sufrido mutaciones (en el caso de la
inmediación).
Algunas
de las quejas que originó el nuevo régimen uruguayo parecen resabios de la tradición de
un régimen procesal único para los juicios civiles, mercantiles, laborales,
etc. En particular, las que le reprochan a este sistema especial el no
consagrar el principio de igualdad de las partes, el basamento de la teoría
general del proceso, ‘vicio’ al que algunos califican como un ‘acorralamiento’
de la parte demandada, motivador de nuevos planteos de inconstitucionalidad.
Una
de las novedades, en términos comparativos, es la regulación del expediente
electrónico, que sin duda ha de resultar un avance tanto en orden a la
celeridad como a la concentración y a la publicidad. Pero, insisto, habrá que
ver en la práctica el desenvolvimiento de esta herramienta.
Del
Código Procesal del Trabajo de Bolivia de 1979 (también aprobado por un decreto
ley de un gobierno de facto), es rescatable
el hecho de que en el enunciado de principios ,art. 3º, se incluye en le
inc. G) el del “proteccionismo, por el que los procedimientos laborales busquen
la protección y la tutela de los derechos de los trabajadores”.
Cuando
se sancionó en Perú la ley procesal del trabajo Nº 29497, que se fue aplicando
en forma progresiva en sus distritos judiciales a partir de julio de 2010, tuvo
ecos sumamente elogiosos entre quienes consideraban que, con tal
implementación, los procesos laborales serían cortos, rápidos, simples y con
primacía de la oralidad. Se enfatizaba también en las virtudes de las
facultades judiciales de sancionar el litigar malicioso o la dilación procesal.
Contempla
una pluralidad de tipos de procesos, el ordinario, el abreviado, el de
impugnación de laudos arbitrales, el cautelar, el de ejecución y otros procesos
no contenciosos. Fija plazos, en algunos casos muy breves (una hora para dictar
sentencia en los juicios de puro derecho o sobre hechos que no requieren
prueba, por ejemplo); no se aparta de las reglas tradicionales en materia de
carga de la prueba ni de la eficacia procesal de la confesión de parte;
mantiene, en particular en el caso de las medidas cautelares, la aplicación
supletoria de las normas del Código Procesal Civil. Contempla, para algunos supuestos de despidos
con verosimilitud del derecho y peligro en la demora, así como para casos
especiales de tutela de estabilidad sindical, una medida especial de reposición
provisional. Resulta llamativo que en las acciones que tienen por objeto rever
una renuncia por el trabajador a derechos no disponibles, no resulte necesaria
la asistencia de abogado. En el proceso de ejecución se habilitan multas
progresivas y acumulativas hasta el cumplimiento efectivo de la condena, y se
prevé que la contumacia obliga al juez a denunciar el hecho penalmente como
supuesto de desobediencia o resistencia a la autoridad.
El
Código Procesal Laboral del Paraguay ha sido modificado en el año 2010, y pese
a la época sigue ligado a la supletoriedad de las normas del procedimiento
civil, aunque con la aclaración de que lo serán en la medida en que sus normas
no sean contrarias a la letra o al espíritu de ese código, la doctrina y
jurisprudencia, la costumbre y hasta el uso local en materia de procedimiento.
No hay un claro enunciado de principios relativos a la hermenéutica del sistema.
En
Ecuador se registran reformas trascendentes, entre ellas la del predominio de
la oralidad, entre el 2003 y 2004, ligada en su teleología al art. 35 de la
Constitución, que dispone que tanto la legislación laboral como su aplicación
se sujeten a los principios del derecho social. Desde ya que es interesante
este punto de partida, puesto que implica que las normas procesales no puedan
pasar por alto “el interés superior de buscar una expedita y eficaz aplicación
de las normas sustantivas consagradas en el Código de Trabajo”.[25]
En
Nicaragua, el régimen vigente ha sido sancionado en octubre de 2012, y entró en
vigencia el 29/05/2013, por lo que resulta imposible analizar la experiencia de
su aplicación. Destaco la consagración de la oralidad, y la obligatoriedad de
tránsito previo al acceso a la jurisdicción de un trámite conciliatorio en sede
administrativa, que es una cortapisa opinable al derecho al acceso a la
justicia.
2.7.- BREVES REFLEXIONES SOBRE
ESTOS DATOS.
Es
impracticable la búsqueda de un mínimo común denominador entre regímenes y
prácticas procesales muy diversos, incluso al interior de un mismo país, y
vinculados con situaciones históricas concretas y a realidades socio económicas
y políticas que contienen diferencias bastante marcadas. Tampoco se pueden
establecer cotejos atemporales entre normativas que llevan muchas décadas de
vigencia y otras de data mucho más reciente, o todavía en estado de
experimentación funcional.
No
obstante, y orientado francamente a aquello que me he propuesto en los
capítulos precedentes de este trabajo, esto es, a la verificación de la
correspondencia y articulación entre los principios generales del derecho del
trabajo y los del procedimiento jurisdiccional laboral, considero que en la
amplia generalidad de los casos se mantiene ese divorcio, esa diferencia
apreciable, o –como lo describí en párrafos anteriores- ese cortocircuito; que
obsta, o al menos obstaculiza en alto grado, la garantía de realización del
derecho del trabajo en el traslado del conflicto a su resolución por los medios
coercitivos habilitados por el Estado.
Si
hubiera que sintetizar en uno de los valores en los que se manifiesta con
caracteres más abarcadores esa distancia, especialmente en los regímenes más
antiguos, es la de la ficción de la igualdad formal de las partes, proveniente
de la clásica teoría del proceso, respecto de la necesaria prelación jurídico
formal de los trabajadores, como correlato indispensable del principio
protector o tutelar del derecho del trabajo.
Una
segunda cuestión que parece surgir de este análisis es la de que el predominio
manifiesto de la metodología del proceso oral o con amplio predominio de la
oralidad parece favorecer algunos principios, como el de la inmediación, que ni
siquiera son específicos del procedimiento laboral (y que en diversos casos se
incorporan a este tipo de procesos ya admitidos para diversos tipos de acciones
extralaborales); también acompañan al proceso más inquisitivo, al de total o parcial
impulso de oficio. Pero esa oralidad, de por sí, no resuelve otros aspectos de
singular importancia: pongo, a guisa de ejemplo, la carga dinámica de la
prueba, la inversión de dicha carga para algunos supuestos, el ‘in dubio’ en la
valoración de las pruebas, la real sencillez de los trámites, la prelación
jurídico procesal del trabajador, la cautela en la denegación de beneficios, el
régimen de las presunciones.
Lo
que tampoco luce resuelto con la oralidad en sí sino cuando es acompañada de
medios materiales, instrumentales y humanos suficientes, es la celeridad, la
economía procesal, la concentración. Muchas de las quejas que origina el
trámite de juicios orales se refieren a la falta de registro fiel de los
contenidos de las audiencias de vista de causa, a la demora en la realización
de tales audiencias, a los problemas derivados de la integración de los
tribunales colegiados, y a las contingencias que sufre el proceso desde la
realización de dichas audiencias, el veredicto y la sentencia. Otras, ligadas
con éstas, son las limitaciones a las garantías de la doble instancia,
especialmente cuando los tribunales de alzada carecen de la posibilidad
concreta de rever lo actuado y examinar la prueba producida más allá de lo
afirmado o sintetizado en la propia sentencia en crisis.
{De hecho, en los modelos que mejor
conozco experimentalmente, que son los del procedimiento escrito en la Ciudad
de Buenos Aires y el oral en la Provincia de Buenos Aires, es evidente que en
igualdad de posibilidades de opción por una u otra jurisdicción, y pese a que
tanto el lugar de trabajo, el domicilio del propio trabajador y el de la
empresa empleadora pertenezcan al ámbito provincial, los abogados de los
trabajadores tienden a elegir la de la Capital Federal, ya sea por el domicilio
de registro de las sociedades, ya por la incorporación de co/demandados con
domicilio en ella, ya por la afirmación de que una parte de las tareas
asignadas al trabajador importaran su desempeño en el ámbito capitalino.}
Lo razonablemente necesario es que un
juicio de naturaleza tan estrictamente alimentaria como es aquel en el que
están en debate derechos de características directa o indirectamente
salariales, tanto del trabajador como de su núcleo familiar, no deba durar más
de seis meses, comprendido todo el período desde la exteriorización jurisdiccional
del conflicto hasta la solución definitiva y el cumplimiento de la condena que
se hubiera dictado. Y ello, sin cortapisa alguna a las garantías del debido
proceso y de la defensa en juicio.
También lo es el que deban priorizarse y
abreviarse aún más aquellas acciones que, como las derivadas de accidentes de
trabajo, de enfermedades profesionales o aún de afecciones de otra naturaleza
pero que dificulten o inhiban la realización de tareas, pues en esos supuestos
se agravan las consecuencias de cualquier demora.
Un superior contralor de las soluciones
prejudiciales, extrajudiciales y otros modos de extinción del proceso por vía
conciliatoria o transaccional, así como
la dotación de una gama adecuada de acciones de cumplimiento o de ejecución de
deberes jurídicos, parecería a primera vista que ayudaría a la realización de
los derechos, pero también incrementaría la litigiosidad visible.
Por eso considero que debe ponerse un
mayor esfuerzo, por parte de quienes aborden la temática de las reformas
necesarias, en una generosa regulación ‘pro operario’ en temas tales como: la
admisibilidad de medidas cautelares especiales, incluida la percepción de
salarios de continuidad durante la sustanciación del pleito; y la ampliación de
supuestos de procesos urgentes, de plazos y períodos de prueba muy perentorios,
tanto para las acciones de amparo, los anticipos de tutela, los reclamos de
salarios impagos, la violación de garantías sindicales, los procesos
cautelares, los abusos o excesos del ‘jus variandi’ o determinadas acciones de
reinstalación forzada en el puesto de trabajo.
Tampoco debe descuidarse el análisis de
nuevas formas de solución total o parcialmente extraestatales, pero en
condiciones de revisibilidad judicial, mediante órganos con responsabilidades y
funciones debidamente establecidas, y con participación asegurada de los
propios afectados debidamente asesorados jurídicamente y de los sindicatos que
los representen.
Ninguno de esos problemas , con ser
objetivos, puede conducirnos a creer que la transformación deseable es una mera
utopía irrealizable, ni en el nivel de análisis interno nacional ni en el de la
perspectiva de una mayor aproximación a la homogeneidad de la legislación en
Latinoamérica.
Pero para completar este panorama nos
resta aún analizar el propio comportamiento y las conductas necesarias de otro
eslabón de la cadena, el del propio judiciario,
y a eso me dedicaré en los capítulos siguientes.
3.-
LOS JUECES DEL TRABAJO.-
La justicia laboral especializada,
especialización que por lo demás es exigida en Latinoamérica en el nivel de
convenios internacionales, presenta características comunes o de frecuente
hallazgo en cada una de las complejas experiencias nacionales, o incluso
locales, que no deben ni pueden ser examinadas en un ‘quietum’, en una
fotografía que, como tal, solamente abarca la fracción de segundo de apertura
del diafragma y captación de la imagen.
En general, entonces, me parece
necesario verificar de dónde venimos, y en qué medida esa historia reciente
afecta o condiciona su composición, su situación y sus perspectivas de
desarrollo.
3.1.- DE QUÉ PROCESO SINGULAR Y DE QUÉ ESTADO DE COSAS PREVIO VENIMOS EN
LATINOAMÉRICA.-
Quien contemple el presente de las relaciones de trabajo en América
Latina, y sus singularidades, no puede ignorar que fue en Latinoamérica donde,
con impulso revolucionario, se promulgó la primera Constitución Social del
planeta.
Fue en Mejico, en 1917, donde se
proclamó por primera vez con carácter de NORMA FUNDAMENTAL la de que la
igualdad que proclamaban los textos constitucionales burgueses solo servía para
los poderosos, y que era indispensable establecer un sistema nuevo y
diferencial de protección IGUALADORA para intentar compensar o disminuir las
DESIGUALDADES que se verifican permanentemente en la sociedad, y que se
expresan FUNDAMENTALMENTE en las relaciones sociales de trabajo.
Poco después alumbraría la constitución
alemana de la República de Weimar, luego la primera constitución de la Unión
Soviética, y después de finalizada la segunda guerra mundial una catarata de
escala universal. Pero aún antes de eso, en 1940, ya Cuba exhibía su
Constitución Social, y otros países con mayor nivel de desarrollo comparativo
de América Latina acompañaban con su legislación interna los importantes pasos que
había comenzado a dar la O.I.T. a partir de 1918.
Por supuesto que esos derechos sociales de los trabajadores
no eran ni suficientes ni cabalmente reconocidos por las dictaduras y los
gobiernos reaccionarios que se sucedían en el continente. A veces simplemente
se declamaban en un papel: el mayor ejemplo histórico fue ese interesante texto
ritual de código de Trabajo de la República Dominicana, que el dictador
Trujillo hacía conocer al mundo mientras prohibía su publicación en su propio
país y enviaba a la cárcel a los trabajadores que lo invocaban para la defensa
de sus derechos.
Por supuesto que la Constitución social cubana de 1940 no comenzó a regir de verdad en ninguna de
sus partes hasta la revolución de 1959. Que la primera constitución social de
Argentina, de 1949, tuvo vida efímera, y la posterior de 1957 fue violentada en
cada dictadura militar, y destruida desde el golpe de 1976. Que ‘O estado novo’
de Brasil moriría enfermo de sus propias contradicciones. Que el Méjico del
dominio dinástico del PRI, y luego el que se asoció como un súbdito al imperio,
podía mostrarle a su vecino del norte lo barato que sería producir bienes en su
territorio, a costa de los derechos de sus trabajadores. Que en Venezuela se
hambreaba al pueblo girando asombrosos beneficios al corazón del imperio. Que
se producían los golpes de estado que organizaba la CIA. Que si hacía falta se
invadían países, como en el caso de Panamá. Que hace muy poco, todavía soñaban
con la creación de un estado títere en el inviolable territorio de Bolivia.
Pero todo eso no resultó ni suficiente
para que desapareciera de la conciencia individual y colectiva de los
trabajadores de Latinoamérica, tal vez por esas mismas razones tanto o más que
en los países de mayor nivel de desarrollo, la persistencia en la lucha por la
justicia social; y, junto o asociada con esa conciencia, en el acompañamiento
que esa conciencia social tuvo en buena parte de la judicatura laboral.
Hacia comienzos de la octava década del
Siglo XX se comenzaba a interrumpir, en el mundo capitalista, el llamado estado
de bienestar. A pretexto de sus crisis internas, de la competencia
intercapitalista y de la conveniencia de bajar costos a cualquier precio
social, se aprovecharon las grandes transformaciones en el conocimiento, en la
ciencia y en la tecnología para afectar un sistema de relaciones que hasta
entonces estaba basado en el modelo taylorista y fordista; que si bien era sumamente explotador, también
mantenía y generaba la unidad de los trabajadores en las grandes y medianas
plantas industriales y permitía el desarrollo de sus sindicatos y de su
conciencia de clase. Y tenía en cuenta, necesariamente, que la escala de su
productividad y de su rentabilidad hasta exigían contemplar a los trabajadores en
su calidad de consumidores de sus propios productos.
En reemplazo de ese modelo se fue
estableciendo una nueva ‘organización’ en la que la producción se orienta a
series cortas de productos, especialmente de alto valor, para sectores
limitados del mercado, con adaptabilidad productiva y con progresiva
indiferencia por la propia condición o calidad de consumidores de los
trabajadores. Se llamó ‘especialización flexible’, o ‘suave’, o ‘economía de
variedad’, o ‘toyotismo’, o kan-ban; se proclamó como el nacimiento de una
sociedad postindustrial super tecnificada y robotizada, con altísimos niveles
de rendimiento en cualquier escala, y apta para destruir la homogeneidad de la
clase obrera y de los colectivos laborales.
Lograda la destrucción del llamado
‘socialismo real’ y de la Unión Soviética, entre 1989 y 1991, el centro de
decisión de un sistema único se consideró con las manos libres para proclamar
(y hacer como si existieran) una sociedad posindustrial y el fin del trabajo,
junto con el ‘fin de la historia’.
Fueron quedando al margen los menos
calificados, los de menor nivel de educación, los excedentes, se fueron
empobreciendo sus salarios, se perjudicó gravemente la estabilidad en los
empleos, se precarizó el trabajo, y las reglas de esa competencia despiadada facilitaron
el surgimiento de nuevas modalidades, con empresas pequeñas y medianas que,
para subsistir en las nuevas reglas de la competencia, tenían que ingresar a
una economía informal o ‘en negro’ de la que hacían y hacen participar a los
trabajadores mediante la clandestinización del trabajo y la exclusión de los
derechos sociales.
Ese
nuevo paradigma productivo pasó a consagrar como bandera la flexibilización y
la desregulación de los derechos de los trabajadores. No hace falta recordar
que en una gran parte de América Latina
estas banderas fueron impuestas a sangre y fuego en algunos casos y por hambre
en todos, por un neoliberalismo salvaje, entronizado con todo el aparato que proveía esa ideología dominante.
Pero en América Latina, en general, no
fueron tantos los cambios en el modelo productivo, como lo fueron en la
adaptación incondicional de la mayoría de sus países y gobiernos a la ‘moda’ de
la flexibilización: y la fueron
realizando en la medida en que no lo impidieran, o a la velocidad que permitieran,
las luchas sindicales, sociales y políticas de los trabajadores: tal como
sucedió en la Europa desarrollada y, en gran medida, en el Asia.
Se pasó a una aparente descentralización
productiva, que hoy se llama ‘tercerización’, y que atomiza las relaciones de
trabajo y los colectivos de trabajadores. Se perdió la especialidad de la
actividad de las empresas, que hoy pueden dedicarse simultánea e
indistintamente a ramos increíblemente diversos. Se aprovechó de la revolución
de la informática para excluir del trabajo en la propia planta a un número
importantísimo de trabajadores, que trabajan encerrados en sus propios hogares
y sin horarios en el denominado ‘teletrabajo’. Se crearon nuevas funciones,
trabajadores necesariamente adaptables a una multifuncionalidad en la que no se
preservan sus derechos a la dignidad, se
volvió sobre una conquista que había parecido definitiva en 1918, la de la
jornada de 8 horas y hasta 48 semanales, y se conspiró y conspira contra toda
actividad sindical libre y democrática.
Los trabajadores fueron perdiendo, con
la inestabilidad en sus empleos y el riesgo constante de caída en el desempleo
estructural y en la exclusión social, la posibilidad real de elaborar sus
proyectos de vida. Fueron perdiendo también la posibilidad de relacionar su
trabajo personal con el resultado productivo. La disminución del trabajo
industrial y el crecimiento del dedicado a los servicios y, en muchos casos, a
la pura actividad especulativa o financiera, amplió muchísimo la segmentación y
el aislamiento de los trabajadores y la pérdida de representación de sus
sindicatos. Al mismo tiempo, se fueron esfumando los conceptos de
profesionalidad y de especialidad, al compás de la precarización del trabajo y
del cierre de muchas industrias, así como de la falta de políticas sociales de
formación y adaptación.
También se produjo una seria crisis de
representación y de representatividad de los sindicatos. Todo esto, acompañado
o integrado por los siguientes fenómenos.
ü Los
excluidos sociales, y los trabajadores precarizados y temporarios no estaban
abarcados ni representados por los sindicatos tradicionales,
ü Que
además estaban configurados sobre el modelo ‘taylorista’ del sindicato de
actividad.
ü Que
entraban en constante competencia intersindical por los cambios que se
producían en las actividades de las empresas y por la pluralidad de sindicatos
y de convenios colectivos que comprendían.
ü Que
eran perjudicados por los más grandes y poderosos, o por los que crecían a sus
expensas o montados sobre los cambios económicos. Hoy han dejado de ser los
sindicatos de la industria los más significantes, y los desplazan
progresivamente los del transporte y del comercio ocupando espacios que se
fueron vaciando de contenido.
ü Junto
con todo esto, se fomentaron los sindicatos pequeños y por empresa, y se
estimuló desde las esferas oficiales y con la presión del poder económico hacia
la atomización de la negociación colectiva, estimulando los convenios por
empresa y facilitando que rigieran los de ámbito menor, cada vez más
comprimidos o limitados a las cláusulas salariales y más favorables a las
empresas en materia de condiciones de trabajo.
ü Todo
lo cual interactuó sobre los niveles preexistentes de burocratismo y de
corrupción de muchas jerarquías sindicales, lo que a su vez volvió a resultar
en desprestigio de la propia actividad sindical y en nueva pérdida de su
representación real.
Finalmente, se agudizó el drama de los
colectivos de trabajadores migrantes, corridos de sus países y de sus
sociedades por la crisis y el desempleo, pero no reconocidos ni equiparados en
sus derechos en los países de arraigo. Y el de los trabajadores rurales,
desplazados por técnicas agrícolas de escasa demanda de mano de obra, o por la
ampliación de las fronteras de explotaciones de alta rentabilidad, invasoras de
las modestas, regionales y tradicionales.
Mientras duró, o en algunos aspectos aún
dura, ese complejo y profundo retroceso, que tuvo características que se
prolongan mucho más allá de la derrota política de quienes las proyectaron, como
técnicas de tierra arrasada, hubo una continuidad del quehacer jurisdiccional
en materia laboral que, si bien no fue totalmente impermeable a la ideología
dominante, supo conservar y retener, en líneas generales, ciertos valores
constantes que parecían asincrónicos para el modelo social determinado por el
poder.
{Me parece un buen ejemplo de tales
comportamientos lo que ocurrió en una parte de la judicatura laboral argentina,
en particular en su Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo de la Capital
Federal, en el período en el que la dictadura cívico-militar, entre 1976 y
1983, no solo prohibió el ejercicio del derecho constitucional de huelga, sino
que lo incriminó con penas de ocho años de prisión. La ingeniosa fórmula
empleada para salir de la presión de esa normativa, que además obligaba a los
jueces a denunciar el ‘delito’ de huelga, consistió en dar con algún
incumplimiento o inejecución de deberes jurídicos de los empleadores, y desde
allí describir a la abstención de prestar la fuerza de trabajo del colectivo
como una especie de ‘exceptio non adimpleti contractus’, de carácter
pluri/individual. Obviamente, no puede pretenderse sostenerse tal ‘doctrina’ en
términos estrictamente técnico jurídicos. Pero precisamente eso es lo que la torna
más interesante para este análisis}.
Es forzoso reconocer que hubo, y hay, de
los otros. De hecho, no parecen haberse dictado sentencias que declararan ni la
inconstitucionalidad de las normas emanadas de los gobiernos dictatoriales por
su origen, ni tampoco por sus contenidos. Y la Argentina tiene una penosa
historia de complicidades judiciales en sus cúpulas, desde aquel primer golpe
de estado de 1930, que derrocó al gobierno popular y democrático de Hipólito
Yrigoyen, cuya ‘legalidad’, derivada del
hecho efectivo del ejercicio total del poder, fuera reconocida por la Corte
Suprema.
Como este trabajo pretende concentrarse
en la justicia laboral, evito el ingresar al análisis de la conducta judicial
media en el tratamiento de los desesperados ‘habeas corpus’ a favor de tantos
de los 30.000 desaparecidos y de los ciudadanos perseguidos y represaliados por
la última experiencia dictatorial. Pero
tampoco encontramos suficientes rastros de conductas activas o de resistencias
frente a otras manifestaciones de la misma fenomenología que, habiendo tenido
su paroxismo en el genocidio, afectaban y destruían derechos de los
trabajadores: la irrupción militar en los sindicatos, la cancelación de toda
vida democrática en su seno, la destrucción y aniquilamiento de las bases y
representaciones sindicales en las principales empresas, la supresión de toda
negociación colectiva, la extrañísima normativa que en vez de determinar
salarios mínimos establecía la prohibición de pagar sueldos por encima de un
tope, y tantas otras manifestaciones de una violación constante, total y más
que visible, de los más esenciales principios del constitucionalismo social. Y
en estos, como en otros países, tampoco contamos, en líneas generales, con la
asunción por parte de los jueces del trabajo de su responsabilidad social, ni
mucho menos de ejercicio de su independencia, ni del ejercicio de un contralor
de los restantes poderes estatales.
Se dirá que no se puede obligar a nadie
a ser ni héroe ni mártir. Pero pudieron haber existido más y mejores formas de
ejercicio de conductas libres y democráticas, tanto en no aceptar cargos
jurando por estatutos dictatoriales y no por la Constitución, como en renunciar
a sus cargos cuando tuvieran (y debían tenerla todos) la certeza de que no
podrían continuar ejerciéndolos en condiciones mínimas de garantía de su
independencia y en el cumplimiento de su esencial cometido de aplicar e
interpretar normas tutelares de derechos de los trabajadores.
En rigor, tampoco hubo una necesaria
modificación de ese estado de cosas como efecto de la recuperación de la
democracia, pues salvo algunas renuncias aisladas, el núcleo de los componentes
de la justicia laboral, como de otras especialidades, no vio afectada la
continuidad de sus funciones, ni tuvo dificultades para adaptarse a las nuevas
condiciones objetivas de una sociedad que exigía cambios democráticos
profundos. Lo que resulta llamativo es que para esa continuidad sin notables
cuestionamientos, la argumentación validadora estuviera basada, entonces, en el
valor superior de la independencia judicial y en la estabilidad de los jueces
garantizada por la Constitución: omitiendo en todo caso lo que significaba
aquella referencia constitucional a la buena conducta, cuyo cese debe actuar
con la condición resolutoria y el punto de quiebre de aquella estabilidad.
Hubo, sin duda, en la Argentina, algunos
comportamientos concretos de los primeros gobiernos del proceso de recuperación
democrática, especialmente el primero, (1983/89) que, en algunos nombramientos de nuevos jueces para
la cobertura de vacantes, optaron por juristas que habían sido resistentes o
perseguidos en la era de plomo, o que habían militado en organizaciones
políticas y sociales, así como en organizaciones de defensa de Derechos
Humanos. Pero tales ‘nuevos’ jueces no dejaban de aparecer, en alguna medida,
como ‘outsiders’ del sistema, al menos hasta que se fueran adaptando a sus
reglas de juego y se incorporaran a expresiones típicas de ese sistema, como
las de las instituciones de representación de la judicatura, al modelo de la
Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional.
Hubo que esperar hasta 1994, para que
con la reforma constitucional, se sustituyera el mecanismo estrictamente
político de designación de los jueces
nacionales y federales (propuesta directa del Poder Ejecutivo Nacional y
acuerdo senatorial del pliego respectivo ) y de remoción (por vía de juicio
político, con la Cámara de Diputados como órgano acusador y el Senado como
juzgador), mediante la implantación del Consejo Nacional de la Magistratura y
la determinación de que los nombramientos debían ser por concurso de
antecedentes y méritos, y las remociones mediante un jury independiente del
poder político, previa intervención acusatoria del propio Consejo de la
Magistratura.
Esto generó lógicas expectativas y
esperanzas de reales cambios, si se tiene en cuenta que se contaba con
situaciones previas tales como la designación como jueces de quien no tenía
otro vínculo con el saber que el hecho de ser hijo de la tarotista de un
presidente, o en otro caso extremo el de una abogada que había subcontratado a
un colega para que elaborara y redactara sus sentencias. Pero también se
computaba , en esas expectativas, la de que los futuros jueces pudieran exhibir
una conducta democrática, antidictatorial, republicana, de compromiso
irrenunciable con su sociedad, y específicamente idóneos en la disciplina y
especialidad de su cometido.
En la Justicia Nacional del Trabajo
argentina, los primeros procedimientos de designación de jueces por concurso
con este nuevo régimen se abrieron cinco años más tarde, en 1999, el primero de
ellos (Nº 19 en la nomenclatura del Consejo) para la cobertura de tres cargos
vacantes en la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo de la Capital
Federal, y el segundo (Nº21) llamado para cinco cargos de jueces de primera
instancia. Compitieron por esos cargos una cincuentena de candidatos o
aspirantes en el primero, muchos de ellos que ya eran jueces de primera
instancia; y en el de primera instancia más del triple, una porción importante
de ellos funcionarios de la misma justicia.
En el segundo de tales concursos, tras
un trámite de algo más de dos años, fue respetado el orden de mérito resultante
de la labor del jurado y de la ulterior revisión por la comisión respectiva y
por el plenario del Consejo. Los dos primeros jueces de primera instancia
fueron designados a fines del 2001, y los tres restantes pocos meses más tarde.
Pero en el primer concurso, el que correspondía a la cobertura de cargos en el
tribunal de Alzada, - aquel órgano judicial que por pronunciar las sentencias
definitivas revisoras de las de primer instancia resulta el generador y difusor
de doctrina judicial del fuero, así como el productor de fallos plenarios de
aplicación obligatoria para todos los órganos de la justicia laboral, -
aquellas ilusiones democráticas hicieron agua. El aspirante que resultó primero
en orden de méritos, y votado por unanimidad por el Plenario del Consejo
Nacional de la Magistratura, integrante en ese primer lugar en las tres ternas
elevadas sucesivamente al Poder Ejecutivo Nacional, fue postergado sin
explicación alguna, y en un ejercicio de una ‘facultad’ del Poder Ejecutivo que
quedó inmune pese a la reforma constitucional: la de proponer al Senado a uno
cualquiera de los ternados.
Esa primera actitud visiblemente
discriminatoria del poder político en ocasión de la elevación de tres pliegos
sucesivos y en un trámite de varios meses, no mereció otros cuestionamientos que algunas
declaraciones de órganos de representación profesional de la abogacía. Nada
dijeron, sobre ella, las instituciones profesionales de la judicatura, ni
tampoco las académicas del derecho laboral, ni las universidades, ni –en rigor-
los organismos de derechos humanos. Medió, a mi juicio, una naturalización de
la segregación por razones ideológicas, pues no dejó de estar presente en el
imaginario de la judicatura el dato de la realidad de que el candidato exitoso
según los resultados del concurso cargaba con el confesado ‘pecado’ de una
trayectoria de izquierda, tanto en la lucha por la defensa de derechos de los
trabajadores como en la cátedra universitaria, en la resistencia
antidictatorial y en la actividad profesional de defensa de los derechos
humanos.
Muy probablemente haya sido en el Brasil
donde – pese a su retraso comparativo en el juzgamiento de los crímenes
dictatoriales- se dieron las primeras experiencias de nombramiento, como jueces
de trabajo, de ex combatientes antidictatoriales de izquierda; entre ellos cabe
destacar el caso de un nordestino que en esos tiempos de plomo había sido
condenado a muerte por la justicia dictatorial en dos oportunidades, o el de
otra que exhibía como uno de sus tantos méritos personales el haber sido
prisionera política durante un largo período. Seguramente habría que investigar
cómo se articulaba, con esa apertura a una real democracia en esta materia, la
influencia de las instituciones profesionales intermedias, y las líneas
históricamente predominantes en la mayoría de las 24 asociaciones de
magistrados del trabajo de los diversos estados y regiones, y en especial en la
Asociación Nacional de Magistrados del Trabajo (ANAMATRA), que está al borde de
cumplir 40 años de notable y exitosísima actividad.
Ignoro si hay experiencias tan significativas
en otros países, como en el Chile pos/pinochetista, pero las diversas
experiencias nacionales muestran diferencias muy significativas: en Nicaragua,
por ejemplo, con una histórica y muy notable división entre jueces
‘sandinistas’ y ‘antisandinistas’, que en alguna medida trazan divisorias entre
izquierdas y derechas; en Venezuela, con la continuidad histórica de una
prohibición legal, para los jueces, de asociarse en defensa de sus derechos
como tales; en Perú, con regímenes de
revisión periódica de los cargos, que al comprometer la tutela de la
estabilidad también comprometían las garantías de la independencia de la
justicia; en Bolivia, con esta primera experiencia de la designación por voto
popular universal de los integrantes de alguno de los órganos de la judicatura;
en otros casos, y en lo externamente visible, por ejemplo en Uruguay y en
Paraguay, la salida de las experiencias dictatoriales tardó más de lo deseable
en producir cambios en la composición orgánica de la justicia especializada,
sin perjuicio de los que se fueran produciendo en las Cortes y organismos de
cúspide del Poder Judicial.
Pero pese a tales antecedentes,
circunstancias y cotejos con realidades tan diversas y complejas, nuestra
experiencia y nuestros deseos nos hacen pensar que transitamos nuevos tiempos,
y que en ellos surgen nuevas perspectivas y necesidades para la actividad
judicial laboral en nuestra Latinoamérica.
3.2.-
LA FUNCIÓN PROFESIONAL DE LOS JUECES DE TRABAJO EN ESTOS TIEMPOS.-
Es que evidentemente estamos asistiendo
en la etapa con la que parece haberse empezado a transitar apenas iniciado este
siglo, con diversos niveles de participación y de comprensión de su
fenomenología, a un proceso de cambios de paradigmas y de conductas en lo
relativo al desarrollo de las sociedades, con eje en algunos de los países y de
organismos supranacionales y regionales en América Latina.
No se trata, por supuesto, de un proceso lineal, y ni siquiera es
universalmente progresista o definitivamente liberador de atadoras coloniales y
neocoloniales. Tampoco estamos a las puertas de aquella Patria Grande en cuya
procura se produjeron las epopeyas independentistas.
Pero con sus desajustes y desniveles,
casi todo un subcontinente progresa, con sus ‘corsi e ricorsi’ inevitables: con una más que interesante aptitud de acción
colectiva expresada en UNASUR, CELAC y otros institutos originados en pactos
plurinacionales; con respuestas, o ensayos de respuestas a los catastróficos
experimentos destructores del paleoliberalismo, a las ortodoxias económicas y
financieras de la ‘Escuela de Chicago’ y de organismos como el Fondo Monetario
Internacional; con mecanismos de
autodefensa cada vez más colectivos frente al impacto de esta etapa profunda y
grave de crisis general del orden capitalista que asuela al viejo mundo y a los
Estados centrales del sistema; con modelos históricos de rebeliones de las que
muchos liderazgos se declaran herederos y hasta continuadores.
Con un denominador común más
identificable en el populismo que en una ideología sustentadora de los cambios
a los que quepa aspirar, pero con metas que invariablemente se enuncian en el
logro de modificaciones progresivas en el modo particularmente injusto de
distribución de la riqueza social, en la dignificación del trabajo, en la
búsqueda de nuevas formas de lograr la inclusión social de los marginados, en
la afirmación de los derechos soberanos de los pueblos y de sus Estados, en el
reconocimiento (en feroz lucha con el pasado y el prejuicio) de los derechos y
dignidades de los pueblos originarios.
Todo lo cual se exterioriza en políticas de
unidad en la diversidad y pluralidad que, quizás, tengan su ‘dies a quo’ de
lanzamiento en esa derrota geopolítica que significó la demolición del ALCA en
aquella reunión interamericana de Mar del Plata, en la que quedó destinada a la
historia de nuestros pueblos la
encendida frase de Hugo Chaves Frias, “ALCA, AL CARAJO!!!”.
Hay otro dato que conviene apuntar, sin
pretender hacer futurología, pero sin desconocer sus efectos potenciadores de
un proceso de democratización de nuestras sociedades. Se trata de la crisis de
los objetivos del Consenso de Washington, y las dificultades cada vez mayores
para despreciar la voluntad popular y las formas y contenidos democráticos y
republicanos. Del genocidio humano y social de los golpes de estado de otros
tiempos no tan lejanos, se ha pasado a un estado de conciencia interno que se
traduce en políticas internacionales muy concretas: que no ha evitado el golpe
en Honduras, o el parlamentario del Paraguay, pero que inhibió e inhibe
situaciones similares en Venezuela, en Ecuador, en Bolivia, o intentos
secesionistas que irían a desempeñar los mismos roles de retorno al pasado.
Finalmente –una progresiva y por cierto
estimulante y contagiosa política de reconocimiento y efectividad de Derechos
Humanos, de memoria, verdad y justicia, de justicia, verdad y memoria, y en
última instancia de real y efectiva justicia. Lo que, por cierto, destaca y
remarca el papel y la función de la propia administración de una justicia
independiente en todos estos procesos de luchas, cambios y (tal vez modestas)
transformaciones.
{En esto siento orgullo al situar en un
hipotético podio a la Argentina, desde la recuperación de las formas
democráticas en 1983 aunque con interregnos regresivos entre 1989 y 2003, pero
indudablemente con marcado desarrollo a partir del 2003}
No pretendo trazar un paralelo
voluntarista entre todos estos cambios y los que se puedan ir produciendo en
todos los espacios del quehacer judicial, y mucho menos en lo atinente al
ámbito de la justicia laboral. Pero es incuestionable que son de suficiente
visibilidad como para trascender, al menos visualmente, los cristales de las
campanas de insonorización que caracterizaron, históricamente, a nuestras judicaturas.
Que producen efectos sobre las conductas
judiciales en concreto, medidas por una creciente receptividad a la
interpretación ‘pro hominis’ de la normativa jurídica, a un reconocimiento
monista del bloque de constitucionalidad encabezado por los tratados
internacionales de derechos humanos y sociales; y por una lectura dinámica de
los textos constitucionales y legales, en la que lo dinámico no es otra cosa
que una vía de adaptación a los cambios y a las transformaciones que afectan a
la sociedad: los tecnológicos y
científicos, los de los modos de producción, los del crecimiento de los
servicios, y –por supuesto- los políticos, en el sentido más amplio del
concepto del término.
Si la transformación social, aún la más
pequeña, tímida y modesta, tiene esos parámetros de verificación posibles, no
se puede prescindir de considerar cuál es, o cuál debe ser, el papel que
jueguen o deban jugar los jueces y, en general, los aparatos judiciales, en
esos procesos.
Es preciso reconocer que, naturalmente,
habrá diversas visiones alternativas o posibilidades de examen, según sea la
postura que el lector hipotético adopte respecto de tales procesos.
Dar por cierta la existencia de un proceso de transformación
de nuestras sociedades, también impone una toma de posición por parte de quien
se sienta comprometido con (o contra) ese proceso: o lo damos por realizado; o
lo consideramos aún irrealizado pero necesario o indispensable, y nos abocamos
a su posible fenomenología jurídica y judicial con un carácter anticipatorio,
sea para la etapa de su realización o para las intermedias correspondientes a
la transición de una realidad de las relaciones sociales a otra realidad futura
de mayor justicia; o, finalmente, lo consideramos un obstáculo para el sustento
de valores tan vitales para el derecho como la seguridad y la estabilidad
jurídica.
Mi opinión claramente excluye esta
última hipótesis. Pero considero que las dos primeras se pueden conjugar y
articular. Aunque sin desconocer que cualquiera de esas alternativas supone
graves riesgos de preconceptos: es preciso saber, antes, qué es, o en qué
consiste el cambio o la transformación social.
Que no se debe dar por sabido ni por inevitable en base a fórmulas
dogmáticas lineales ni a determinismos simplistas, o a la pura evidencia de la
injusticia social prevaleciente.
En nuestras sociedades, cambio
social significa, al menos, una modificación sustancial en el modo de
distribución de la riqueza generada socialmente y apropiada cada vez más por
cada vez menos: que puede que no haya de resultar revolucionaria, en el sentido
de sustitución de un modelo o formación económico social por otro concebido
como superador; pero por lo menos ha de reflejar una inversión de la tendencia
a un cada vez mayor enriquecimiento del sector socialmente privilegiado y
dominante y una mayor pobreza comparativa de los más desprotegidos y explotados
del sistema.
En mi país es obscena la comparación
entre los ingresos del decil más pobre y los del más rico, que supera en más de
treinta veces los ingresos de aquel. Pero eso apenas si es una referencia, en
un mundo en el que resulta que pueden coexistir, y de hecho coexisten,
crecimientos económicos globales con tremendas desigualdades sociales de
crecimiento paralelo, y salvatajes estatales, supra/estatales y de organismos
internacionales al sistema financiero, a expensas del empobrecimiento de vastísimos
sectores de la ciudadanía y de la privación de sus derechos y de sus proyectos
de vida.
Pero como ese cambio es impensable,
hoy, desde la pura voluntad de la
dominación social, cuyo modelo tiene por supuesta esa tendencia como propia del
‘statu quo’ inmodificable, estamos obligados a asumir y aceptar que la
transformación o el cambio social, en cualquiera de sus niveles, solamente es
viable desde la perspectiva de una modificación o cambio en las relaciones de
dominación o poder.
O
un nuevo punto de equilibrio en las relaciones de fuerzas en el seno de
nuestras sociedades. O un proceso de democratización de las relaciones sociales
de tal magnitud como para que las mayorías relativamente desposeídas adquieran
una cuota novedosa e importante de poder. Escenarios
que en este mundo unipolar son difíciles de anticipar sin un gigantesco
proceso de integración regional y
conciertos supranacionales, acompañados de grandes avances en los niveles de la
conciencia social.
De modo que no basta nuestra
convicción acerca de la necesidad social de cambios, ni la evidencia de que el
capitalismo contemporáneo no proporciona otras recetas que las propias de la
teoría de una acumulación centralizada de tal volumen de riqueza como para que
el excedente derrame mágicamente sobre el conjunto social. Y confesemos una vez más que todavía no poseemos,
colectivamente, las herramientas conceptuales que permitan certeza alguna sobre
el nivel, la metodología ni el objetivo final de tales transformaciones o
cambios sociales.
Supuesto, entonces, que estamos
admitiendo la realidad, la inminencia o la necesidad impostergable de cambios
sociales, y que nos resulta difícil individualizar o tipificar esos cambios,
debemos satisfacernos con algunas apreciaciones generales relativas a las
formas que han de asumir, en ese proceso, las tareas y las conductas de los
jueces y de los aparatos administrativos y técnicos con los que operan.
Naturalmente, en especial los jueces aplicados a la especialidad más típica del
derecho social, que es donde esas posibles transformaciones han de operar con
mayor impacto.
Ocurre que los jueces son operadores
jurídicos, y no les es ajena una idealización del orden jurídico y del derecho
en general como si fueran los más perfectos alcanzables o, cuanto menos, los
únicos materialmente posibles. Y además,
con la carga ideológica de considerar que los juristas somos custodios y
reproductores de una inmovilidad que estaría destinada a dar garantía de verdad
en todo lo que se relaciona con las pautas de organización social, con la
regulación del comportamiento de los hombres y, en especial, con la forma de
solucionar los conflictos que brotan en la vida social.-
¿Qué deben hacer, los jueces del
trabajo, para contribuir desde su función al cuestionamiento y refutación de
esa función del derecho como preservador del ‘statu quo’ y de las relaciones de dominación y poder en
el seno de la sociedad? Y, añado, ¿Cómo prepararse intelectualmente para no
ocupar un espacio rezagado o resistente respecto de aquella tendencia al cambio
que previamente caracterizamos como evidentemente necesaria?
En la respuesta a ambas cuestiones
va implícita la perspectiva de un cambio copernicano de paradigmas del derecho:
pero sin duda son tantas las virtudes de ese cambio como los riesgos que en su
curso se asumen, y respecto de los cuales deberemos estar debidamente
precavidos.
Por de pronto, vale la advertencia
de Albert Einstein: ES MAS FACIL DESINTEGRAR UN ÁTOMO QUE UN PRECONCEPTO. (y
vaya que cuando lo dijo no existía experiencia concreta de la viabilidad de la
desintegración del átomo). Y entre los preconceptos, uno que ocupa un espacio
singular en la tarea de los jueces consiste en el excesivo apego a los
precedentes jurisprudenciales, con el que se produce el fenómeno tan
brillantemente descripto por Calamandrei de que las mallas de esa inmensa tela
de araña de hilos lógicos que la jurisprudencia entreteje para colmar los
intersticios dejados por las leyes van haciéndose tan estrechas que se llega a
tener la sensación asfixiante de que por ellas no circula el aire.
Reducir el espacio conceptual de la
jurisprudencia como fuente de derecho exige jueces del trabajo que pasen de un
quietismo judicial a un activismo tal que no signifique avanzar en el
autoritarismo y en el discrecionalismo, sino en lo contrario: significa pasar
del juez remoto al próximo; del a/social al integrado; del indiferente al
comprometido. En una sociedad
en proceso de cambio y transformaciones, los jueces no pueden ser una maquinita
de reproducción de precedentes, sino
directores protagónicos e inteligentes operadores de garantías universales,
comprensibles, accesibles, igualadoras: hospitalarias, así las definía Augusto
M. Morello.
Nos permite ser plenamente
optimistas, respecto de la ruptura de esa tela de araña asfixiante urdida con
la repetición a/crítica de criterios jurisprudenciales (que a su vez copiaron y
repitieron a otros anteriores, y estos a otros aún más arcaicos) una tendencia
a la afirmación de un bloque de constitucionalidad integrado en una escala
superior por los tratados internacionales de derechos humanos, por los
específicos de derechos sociales, por los convenios de la OIT, y por las
interpretaciones que de todos ellos hacen los órganos respectivos habilitados;
que ha motorizado un proceso de nueva inteligencia judicial de los derechos de
los trabajadores, en tanto sujetos de especial tutela. Ejemplifica esa tendencia, en el último
decenio, la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina, con diversos
fallos renovadores y esperanzadores en nuestra materia.
Luego: El compromiso necesario de
cada juez pasa por registrar la enorme diferencia que existe entre imparcialidad
y neutralidad: el juez de trabajo es operador de un derecho protector, que en
esencia parte del reconocimiento de las desigualdades y en la constante lucha
por su compensación. De modo que un juez de trabajo que se declare ‘neutral’ es
tan impropio como lo sería si se declarara indiferente, o totalmente
descomprometido con los principios de su especialidad y ajeno a su suerte. Algo
sobre esto dije en algunas exposiciones y palestras en años recientes,
sintetizado en esta frase: un juez del
trabajo neutral es lo más parecido a la cerveza sin alcohol: no tiene ni sabor
ni espíritu; es pura espuma. Pero me parece necesario desarrollar un poco
esa imagen comparativa.
{Lo que ocurre con esa traspolación
ideológica mecanicista entre el concepto de imparcialidad y el de neutralidad,
también es herencia de la formación universitaria. Recuerdo algo que contó un jurista marplatense, Luis P. Slavin. hablando
de sus experiencias como profesor universitario de derecho del trabajo en Mar
del Plata, Argentina. A medida que pasaban los años desde 1976, de terror y plomo primero, de demolición de
los institutos centrales del derecho laboral más tarde, él insistía con la realización de una
encuesta entre los alumnos que arribaban por primera vez en su carrera universitaria
a una materia de derecho social; pidiéndoles que dijeran, simplemente y sin
preparación previa alguna, si en caso de duda sobre cuál fuera la
interpretación debida de una norma de derecho laboral había que inclinarse por
la interpretación más favorable al trabajador, a la empresa, o una intermedia,
equidistante, aséptica, neutral.- Y comprobaba cómo, año tras año y curso tras
curso, la mayoría de los encuestados, que en los tiempos de oro no habría
vacilado en aplicar -por lógica y por
sentimiento antes que por conocimiento- la regla ‘in dubio pro operario’, se
iba pasando a la solución neutralística, cuando no directamente a la de
protección de la empresa: lo que en cuanto al resultado, era exactamente lo
mismo. Aunque como en toda encuesta, siempre quedaba el espacio para dudar
acerca de si la respuesta era espontánea, o si el alumno anónimo que respondía
lo hacía creyendo que esa y no otra
fuera la solución interpretativa que satisficiera a la cátedra : lo que
no hablaría demasiado bien ni de las previas experiencias del encuestado con
sus anteriores profesores, ni menos aún de sus propias escalas de valores
personales.}
Sé
que no digo nada novedoso si afirmo que el juez no tiene como función el hacer justicia sino el dirimir conflictos (y ni más ni menos
que eso). Pero conviene no omitirlo
porque esto no degrada ni des/categoriza la función, sino que la humaniza; y su
reconocimiento contribuye a democratizarla.
Conviene distinguir el clásico concepto del ‘decir el derecho’ como aptitud jurisdiccional, de un hipotético e
irrealizable ‘decir la Justicia’, al
que puede conducir un simple error semántico, derivado del hecho de que aquello
que hacemos se siga denominando ‘administrar justicia’, como si el juez fuera
un demiurgo hacedor del mundo de la Justicia.
Tampoco
conviene omitir que cuando se dirimen o resuelven conflictos que pueden ser
individuales o colectivos, pero que siempre forman parte de una conflictividad
social, y muy especialmente cuando el juez tiene un mandato supraconstitucional,
constitucional y legal de interpretar y aplicar principios igualadores y
normativa protectora, no siempre tiene plena conciencia de que su garantía de
imparcialidad no es ni sinónimo de ni
equivalente a la neutralidad.-
Esto
es de indispensable reconocimiento por el juez de trabajo e imprescindible para
su función social de realización de un sistema jurídico en el que tal juez opera sobre relaciones
entre desiguales por definición. La imparcialidad, en tanto falta de designio
anticipado o de prevención a favor o en contra, no puede trasladarse a la
indiferencia ante la realización o irrealización del derecho del trabajo, sino
al alto precio de pasar por alto la especificidad del orden público laboral y
los principios protector, de
irrenunciablidad y de primacía de la realidad.
No me
avergüenza el repetir y machacar constantemente sobre el tema en cuanta ocasión
me es dado poder hacerlo. Y conviene insistir
sobre el punto. Porque si sorprendiéramos a buena parte de nuestros
colegas jueces del trabajo, o a quienes aspiran a llegar a serlo, con una
pregunta a boca de jarro relativa a si la función es de preservación de
derechos sociales de los trabajadores,
de los derechos de las empresas, o de equilibrio, equidistancia y neutralidad, no debiéramos ser nosotros
los sorprendidos por la proporción que se inclinaría por la tercera opción, sin
reparar en que con ella proclaman indirectamente su adhesión a la segunda.
Y confieso, en este repetir y machacar,
que me siento mitad tributario y mitad
plagiario de Joaquín Aparicio y Jesús Rentero, quienes tanto y tan bien han
marcado los respectivos territorios de imparcialidad en las garantías del
proceso y neutralidad o indiferencia en la realización o no del derecho.
{En una clase magistral con la que
se inauguró en el segundo semestre de 2013 la carrera de especialización en
magistratura creada por el Ministerio Público Nacional argentino, el profesor
emérito y ministro de la Corte Suprema Eugenio Raúl Zaffaroni añadió una
calificación singular, cuando dijo que los conceptos jurídicos que los
cursantes aprenderán no solo no son neutros, sino que están impregnados de
política. Es en el desconocimiento de esa calidad, continuó, que las
pretensiones de neutralidad pueden jugarnos cotidianamente trampas; que nos
pueden conducir a hacernos funcionales a aquello a lo que no queremos ser
funcionales.}[26]
Ese juez imparcial-pero-no-neutral enfrenta una mayor dificultad para la
autovaloración de su trabajo y de su esfuerzo cuando advierte que sus
herramientas lo limitan a una forma (o a una apariencia convencional) de
solución del conflicto: la puramente económica, dineraria, mercantilista. Y
esta limitación es mucho más profunda cuando esas mismas herramientas
cuantifican el resarcimiento en términos de tarifas inamovibles y abarcadoras
de una universalidad de situaciones des/individualizadas.
En segundo lugar, los jueces están
colocados en el lugar que ocupan para hacer respetar, proteger y realizar las
esperanzas del pueblo en el Estado Social de Derecho y en las promesas que éste
supone. Si no lo logran, o especialmente si no lo intentan, si no late en sus
manos y en sus sentencias el empuje vivificante conmovedor de estar
respondiendo a las promesas de justicia que voluntariamente nos obligamos a
cumplir y hacer cumplir desde nuestros distintos roles, tal cometido
permanecerá incumplido.
Reconozcamos que el deterioro del
prestigio social de la magistratura, en nuestros países, tiene causas objetivas
reconocibles en la distancia que media entre la esperanza social de justicia y
los niveles de su realización concreta.
Pero hay que advertir, por ejemplo,
que una estadística con aval de organismos de la OIT daba, hace poco tiempo y
para toda la América Latina, un dato estremecedor para quienes no tengan la
vivencia profesional cotidiana de su impacto: el 53% de los trabajadores en actividad
permanece en un limbo de clandestinidad y despojo de derechos sociales. Siendo eso así, los jueces de trabajo son,
las más de las veces, la única y última oportunidad de obtención de tutela de
esos derechos desconocidos o negados; la única y última oportunidad de
inclusión social de la mayoría de nuestros conciudadanos trabajadores. Esto
potencia su responsabilidad, pero también enfatiza la necesidad de su real
valoración social.
{En algunos de nuestros sistemas
procedimentales, por ejemplo en el Brasil, incluso hay una etapa previa y
muchas veces definitoria del proceso de conocimiento destinada a la declaración
de la existencia o inexistencia del vínculo laboral dependiente}.
Como se ve, no es poco compromiso. No es
poco. Y además sitúa en un plano de ridículo conceptual a aquella afirmación de
un ex presidente mexicano, en un foro público, de que es cierto que una mayoría
de los trabajadores de su país se desempeñan en condiciones de ‘informalidad’,
pero que todos ellos tienen ‘trabajo decente’.
Luego,
el juez de trabajo, como en rigor todo juez, está OBLIGADO a defender su
independencia, como claramente lo dice el art. 38 del Estatuto del Juez
Iberoamericano. Vale decir que la independencia de los jueces no es su puro
derecho subjetivo, como parecen sugerirlo determinadas concepciones
corporativas; de esas que creen, en mi propio país, que la independencia de los
jueces es una cuestión de tributación o no tributación de impuestos.
Hablamos, por
supuesto, en un primer plano aparente, de la independencia externa, con un
sujeto pasivo universal del deber de protegerla que no es solamente el conjunto
de los restantes poderes; sino también las instituciones y organismos, las
organizaciones y grupos sociales, económicos y políticos, (el Banco Mundial y
sus proyectos para la justicia, un buen modelo de referencia) , así como esa
auténtica fábrica moderna de opinión publicada configurada por los medios
masivos de difusión.
Pero es
insoslayable el análisis de otros vectores, los propios de la independencia
interna de los jueces del trabajo.
En primer
lugar, aquellos factores orgánicos, que tienen soporte en una noción
fuertemente asentada del sistema de justicia, y de la propia justicia laboral,
como un orden jerárquico y vertical, y no como una división de competencias.
Conviene recordar que el art. 4º del mencionado Estatuto del Juez
Iberoamericano dice que “en el ejercicio de la jurisdicción, los jueces no se
encuentran sometidos a autoridades judiciales superiores, sin perjuicio de la
facultad de éstas de revisar las decisiones jurisdiccionales a través de los
recursos legalmente establecidos, y de la fuerza que cada ordenamiento nacional
atribuya a la jurisprudencia y a los precedentes emanados de las Cortes
Supremas y Tribunales Supremos.”
Esto es
esencial en nuestros sistemas jurisdiccionales, en los que rige el control
difuso de constitucionalidad, potenciando el deber de CADA JUEZ, de TODOS LOS JUECES, de aplicar la Constitución
y los Tratados Internacionales, siguiendo el principio de jerarquía normativa.
{Es
conveniente advertir que, con juegos de palabras profundamente encubridores, se
viene abriendo camino una tendencia a cuestionar, desconocer o ridiculizar esa
vital función judicial de declarar la inconstitucionalidad de normas jurídicas.
El pretexto pueril, pero no por eso menos persistente y tal vez penetrante, es
el de que el principio de la soberanía popular, expresado en la voluntad de los
representantes del pueblo en los parlamentos y órganos de creación de las
leyes, debe predominar sobre la valoración e interpretación que efectúan
quienes, como los jueces, carecen de esa legitimación de origen y de funciones
de representación ciudadana. Lo llamativo es que ese nivel de argumentación
comience a aparecer en sentencias judiciales y en dictámenes fiscales, incluso
en procesos de alta trascendencia pública}.
El lugar, el
espacio y la función concreta de los jueces implica refutar en concreto aquella
concepción limitativa que reduce la actividad judicial a la interpretación de
normas con prescindencia de su contextualidad social. Y reclama una disposición a quebrar rutinas en
la admisión de aquellos procedimientos urgentes a través de los cuales se puede
distinguir el derecho puramente declarado respecto del alcanzado o realizado a
través de la sentencia.
{También
en este aspecto habría que poner en la columna del ‘debe’ las profundas
limitaciones que, con títulos democratizantes que los textos no avalan,
restringen casi hasta su anulación la factibilidad del dictado de medidas
judiciales cautelares previas o durante la sustanciación de los procesos. Me
refiero, en concreto, al caso argentino, pero probablemente esa referencia sea
útil como expresión de un riesgo mayor, especialmente en cuanto se refiere al
supuesto de la posibilidad de acceso a las medidas cautelares en conflictos en
los que sea parte demandada el propio Estado.}
Otro aspecto de vigencia constante
pero de extrema actualidad, producto ésta de una incorrecta conceptualización
del término, es el necesario protagonismo (no exclusivo, por supuesto, pero
protagonismo al fin) que deben tener los jueces en el proceso de
democratización de las relaciones de trabajo y del propio aparato
jurisdiccional.
El juez de trabajo no debe ni puede
ser indiferente a aquella verdad contenida en la afirmación de Norberto Bobbio
de que no habrá auténtica democracia mientras la democracia muera en el portón
exterior de las empresas. Lo que también
vale respecto de la articulación de las relaciones con sus funcionarios y
personal, con los profesionales y con los destinatarios de sus pronunciamientos
y sentencias.
Si además de todo eso el colectivo
de los jueces del trabajo es inteligente, creativo, sensible y autocrítico, si
admite su error y las posibilidades de rectificarlo en pronunciamientos
sucesivos, si ciudadaniza su actividad,
se aproximará al modelo más
deseable para interactuar en la dirección del cambio o la transformación
social necesarios.
3.3.- EL CÓMO HACER DE LOS JUECES DEL TRABAJO. [27]
En algo más de una década de desempeño
en esa función, muchas veces me han preguntado si me satisfacía o contentaba
aquello que hacía al trabajar como juez.
Esta interrogación es frecuente en los diálogos con quienes han
tenido trato conmigo en mi prolongado ejercicio de la abogacía . También lo es entre los estudiantes de
derecho y en los cursos de postgrado, y se conecta más con una dualidad entre
el respeto a la Justicia y el bajo nivel de prestigio social de la magistratura
.
Invariablemente contestaba que no es tan
importante reconocer el placer en aquello
que se hace sino, en todo caso, en cómo
se lo hace. Debo reconocer,
empero, que si no existiera el estímulo de la formulación de esa pregunta, por
diversos motivos que realimentan la reserva y el desinterés autocrítico, sería
infrecuente que los jueces intentaran explicar (y explicarse) por qué están satisfechos con el modo
de su desempeño,… y por qué pueden no
estarlo.
Comencemos por esto último. Entre otras
razones, porque no cabe duda de que es más sencillo el examen del por qué de la
insatisfacción.
Los jueces pueden, en efecto, –y hasta
deben - considerar las múltiples dificultades y trabas para un desempeño eficaz
y correcto: los condicionantes externos e internos de su independencia, las
limitaciones de tiempo, de acumulación de tareas, de carencias de soporte
informático, de presupuesto, de infraestructura, de personal idóneo, las
propias fallas de formación específica, el carácter caótico de la normativa en
que han de basar sus pronunciamientos, la remuneración inadecuada (y
asombrosamente desigual en un examen comparativo en Latinoamérica); y tantas otras, entre las que no puede dejar de
aparecer en escena el efecto que sobre la actividad de cada uno produce el
desprestigio social de la administración de justicia, estimulado por el
continuo avance de otros poderes del Estado y por los llamados ‘formadores de
opinión’.
{Allí donde la libertad de prensa
se confunda y se oculte tras la libertad de empresa, no deja de ser coherente
que esa expresión de la opinión
empresarial altamente concentrada se traduzca en hostilidades y
reticencias respecto de las sentencias que, al reconocer derechos individuales
y colectivos de los trabajadores, afectan sus intereses o los de las clases y
grupos sociales con los que permanecen enlazados. En otras competencias, suelen
oscilar más entre la crítica despiadada o la adhesión incondicionada al orden
judicial existente, mucho más vinculada con cuestiones de líneas editoriales y
políticas bastante más mutables.}
También puede abordarse esa más que
probable insatisfacción desde el ángulo de la articulación del juez con la
sociedad. Entonces, se visualizan el carácter insular de la tarea, así como
cierto aislamiento cultural derivado de limitaciones para diversas actividades:
desde las lógicas vinculadas con la política en general, hasta las que sean
consideradas socialmente como impropias de un juez o inadecuadas a su
investidura, siendo normales para los
demás ciudadanos.-
{Estos pruritos están en franca retirada, al
menos en la Argentina, con los reiterados pronunciamientos judiciales de alta
gradación política de sus organizaciones gremiales-profesionales tradicionales,
y con las réplicas que se han venido traduciendo en la aparición de nuevos
fenómenos sociales, en el plano judicial, como la aparición de un movimiento
denominado ‘JUSTICIA LEGITIMA’, que pretende expresar voluntad de cambios
profundos en materia de democratización de la justicia, pero parece bastante
más orientado al cuestionamiento global
del unicato corporativo, y a su funcionalidad a la oposición política al
gobierno nacional.}
Tales aspectos de la muchas veces
crítica relación de la justicia con la sociedad, y de los que no pueden
derivarse ingenuas imágenes placenteras del propio quehacer, tienen motivos
múltiples; que explican y multiplican el bombardeo constante que sufre, desde
la realidad de las relaciones de poder, el esquema basado en la teoría de
Montesquieu de división de los poderes estatales. Y no solamente división, sino
–además- equilibrio y control recíproco.
{En rigor –como lo recuerda Walter
Graziano en “Nadie vio Matrix”, aunque no coincido con su visión conspirativa
de las ‘sociedades secretas’- el papel del propio Montesquieu estuvo más ligado
a los intereses del imperio británico que a la formación de una ideología
revolucionaria en Francia. Pero es evidente
que el dogma de la división de los poderes tenía un significado cuando
se trataba de destruir poderes excesivamente centralizados en Estados que no
estaban en condiciones de aprovechar de (y ser aprovechados por) la primera
revolución industrial; y otro muy
diverso cuando se ha concluido el proceso de articulación entre el poder
político y un capitalismo tan altamente concentrado. No obstante lo cual, sigue
luciendo como una aspiración propia de los contenidos esenciales de la
democracia.}
La
lógica de Montesquieu, ha sido elevada a
la categoría de axioma por el dogma de las revoluciones burguesas y en estos
días asume la condición de un mito.
{Esto último parece tener algunas
lecturas singularmente curiosas: por ejemplo, en la primera plana del diario LA
NACION de Buenos Aires del día 9 de abril de 2008, luce la noticia de que un
alto funcionario del Poder Ejecutivo Nacional dio instrucciones o ‘aconsejó’ a
una empresa privada que no acate una sentencia judicial pasada en autoridad de
cosa juzgada que la condenó a reincorporar a un empleado cesanteado. Cabría preguntarse si el desacato es el
‘control’ del principio de división de los poderes. Pero ese mismo diario y
otros, editorializan permanentemente su vínculo con un modo de concebir y
tratar a la justicia en el que lo alabado es, precisamente, su ‘status’
conservador y su naturaleza resistente a todo cambio. Hoy, lamentablemente, se
habla más de la justicia en la Argentina en términos políticos en sentido
estricto que en lo que puede referirse a una política judicial}
Empero ,ese
valor intocable de la división y equilibrio de los poderes del estado colisiona
actualmente con nuevas metodologías y nuevas formas de concentración del poder;
y es constantemente atacado desde las propias usinas de producción ideológica
que sostienen esa omnímoda concentración del poder. Lo singular es que
usualmente se pretende encubrir esos ataques como si en ellos radicara la
afirmación y defensa de la independencia y hasta del control recíproco de los
poderes estatales.
Para
esa nueva lógica vigente es un escollo molesto la independencia interna y
externa de los jueces, como lo es la autarquía presupuestaria del Poder
Judicial.
{En un trabajo dedicado al tema elaborado por
el actual camarista laboral argentino Luis Raffaghelli, para el II Congreso de la A.L.J.T., se pone
en números concretos ese encorsetamiento. Y no debe olvidarse que una Justicia
que debe dedicar alrededor del 95 % de todo su presupuesto a pagar sueldos de
su personal, no puede aproximarse a la realización de su función en la
sociedad, ni a la tecnificación, adecuación y transformación que los tiempos y
las renovaciones científicas y técnicas
tornan indispensable. En este aspecto es vital la cuestión de la autarquía
financiera del Poder Judicial, que muestra situaciones muy desiguales en
Latinoamérica.}
Esto explica, así sea parcialmente,
tanta ofensiva mediática y tanto interés por destacar y realimentar el nivel de
desprestigio social de la judicatura. Tal vez nos baste ejemplificar con la
insistencia con la que se destaca el atraso en los procesos penales y la demora
en los juicios orales, sin poner en la balanza los condicionamientos de
infraestructura, procesales y de medios
instrumentales, técnicos y humanos. De
eso no se habla, y tampoco los jueces afectados por la crítica a ‘su’ lentitud
se ocupan demasiado de intentar aclararlo : y así como todavía muchos creen que solo pueden hablar ‘por sus
sentencias’ omiten referirse a los impedimentos para dictarlas en tiempo
adecuado.
O, en otro plano que no es en absoluto
opuesto sino paralelo, una defensa cerrada y harto dogmática del actual estado
de cosas, provista de una concepción de la independencia del Poder Judicial y
de la división de los poderes, en la que no se juzga críticamente ni a la
organización judicial, ni a sus cuadros, ni a sus defectos más que visibles, y
como si ese estado de cosas existente
fuera el necesario, el correcto y el universalmente deseable. Esa es la línea
que predomina en gran parte de la magistratura argentina, incluyendo a su
cabeza, la Suprema Corte nacional, así como
en sus organizaciones representativas, y buena parte de las de la
abogacía.
Contemplado desde ese conjunto de
problemas y de dificultades, no parece que el espacio en el que se produce el
quehacer judicial cotidiano sea satisfactorio. Y creo que bastaría, para su
comprobación, advertir que –en un régimen de naturaleza constitucional como el
argentino, en el que los jueces perduran en sus funciones mientras dure su
buena conducta, - hay una verdadera fuga hacia la jubilación, que amplía
constantemente el número de cargos judiciales vacantes y potencia los inconvenientes
de la lentitud de su cobertura.
Pero, a sabiendas de todo eso, y para no
reiterarme en lo que me parece sabido,
en este ensayo no me propongo
escribir sobre la insatisfacción, sino acerca de su opuesto. Con ser más
compleja, como auto/propuesta, me parece de abordaje interesante y placentero.
3.4.-
LA ACTIVIDAD JUDICIAL Y SUS PLACERES.-
En primer lugar, lo necesario consiste
en admitir, con todo y hasta pese a
todo, el placer que puede deparar la
tarea judicial.
En primer término, porque el aspecto
lúdico es propio de toda actividad humana, y son infortunados quienes padecen
de la incapacidad de reconocerlo. Claro que al mismo tiempo la insatisfacción
es el motor de todas las luchas y de todas las transformaciones: de donde es
más infortunado aún quien queda limitado a ese reconocimiento autosatisfactivo,
porque acaba siendo un discapacitado de la crítica, del mejoramiento, de la
superación, del cambio y del progreso.
Vale decir que el equilibrio correcto
parece consistir en que el reconocimiento de lo lúdico no conspire contra la
autocrítica, ni contra la crítica a las dificultades, contratiempos y falencias
que afectan el trabajo judicial. Tal vez sea oportuno situar al juez
contemporáneo en aquella categoría de intelectual de la que Foucault decía que
su función principal era la de cuestionarse a sí mismo, des/decirse, desalojar
sus certezas, aún las más aparentemente inconmovibles.
Esa conjugación suele presentarse como
problemática cuando la cuota de placer que seamos capaces de reconocer esté
demasiado vinculada con el ejercicio de la autoridad, como algo inherente y
diferenciador en el cargo; o, peor aún, con la sensación de muchos jueces de
disponer de una cuota de poder, que es ‘placentera’ en tanto ejercicio de tal poder.
El encandilamiento con el poder es una
de las causas de todas las deformaciones del propio poder; y esto es más
curioso, como fenómeno, cuando se trata de espacios de poder tan limitados como
lo son los comunes de los jueces. En mi reflexión, computo lo antes dicho
acerca de la crisis conceptual y funcional del principio de división y
equilibrio de los ‘poderes’. Pero también considero la supervivencia del dogma,
y un traslado mecanicista de éste (como si se mantuviera inmutable e inmutado)
al ‘status’ personal de cada magistrado como expresión de ese ‘poder’. Porque
‘integrar’ un Poder no es ni representarlo ni ejercitarlo.
En mi opinión y conforme a mi experiencia,
comienzan allí, en ese sentimiento de poder de bases falsas, las peores y más
difíciles de erradicar de las falencias de la justicia, sus riesgos de
aislamiento social, de autoritarismo, de verticalismo, y la concepción
feudalista de cada órgano judicial. Por ende, no me parece que estemos hablando
de una porción sana del placer que puede deparar la actividad jurisdiccional.
{Por añadidura, porque todo eso se
complica mucho más en aquellas sociedades en las que el desequilibrio en la
ecuación estatal hace que la Justicia se parezca a un “no poder” del Estado. Y en especial allí
donde el propio ‘imperium’ de las sentencias judiciales se esfuma en una maraña
de normas mediante las cuales el propio Estado condenado en sede judicial se
considera ajeno al riesgo de ser perseguido si no cumple ‘in natura’ el objeto
de tal condena. En ese ‘desobligarse’ por
parte del propio Estado no se suele advertir que sobrevuela un segundo y mayor
fracaso de los dogmas de las revoluciones burguesas: hoy el Derecho ha dejado
de ser un universo válido y eficaz para TODOS (comenzando por el propio Estado,
lo que constituyó la base del constitucionalismo demoliberal); para ir
retornando progresivamente a aquel sistema que se creía superado en el que el
soberano establecía las normas para que fueran acatadas y cumplidas solamente
por sus súbditos, o por aquellos de sus súbditos a los que no deseara o no
precisara extender sus propios privilegios.}
3.5.-
LA CUANTIFICACIÓN ECONÓMICA Y SUS PROBLEMAS A LA HORA DE SUMINISTRAR UNA
SOLUCION JUDICIAL AL CONFLICTO.
Cuando uno pretende dar con el pensamiento
sensible y con la prueba de la creatividad crítica de los jueces –v.gr., mediante la lectura de sentencias
ejemplares de la Corte Suprema de Justicia de la Argentina de estos últimos
años, a partir de las de los casos
‘Vizzotti’ o ‘Aquino’- se topa con la
evidencia de que, para declarar la
inconstitucionalidad de algunas manifestaciones de la tarifación como respuesta
universal resarcitoria, los magistrados se afirman en la premisa de la ‘poquedad’, en su sentido gramatical de
escasez, cortedad o miseria. En otros
supuestos, hay una especial sensibilidad para limitar derechos de los abogados
o peritos intervinientes sostenidos en normas arancelarias, a pretexto de que
su pura vinculación con el interés económico en juego en el proceso generarían
algo así como una ‘muchedad’.
Ni lo
uno ni lo otro, ni la ‘poquedad’ ni la ‘muchedad’, hacen otra cosa que poner
en evidencia las condiciones y los límites entre los que se desenvuelve la
actividad judicial, en la tensión entre la mensura individual de la equidad y sus traducciones cuantitativas
regladas, y en alta medida forzosas.
{He aquí un nuevo dogma, o barrera:
‘la tarifa lo paga todo’. Que viene acompañado de una verdadera falacia
argumental, cuando esa ‘tarifa’ es presentada como un punto de equilibrio o
de intersección entre la necesidad de
reparar las consecuencias dañosas de un incumplimiento o de un acto ilícito, y
la necesidad de superar las dificultades del trabajador para acreditar en cada
caso la real cuantía de los daños y perjuicios sufridos. Donde la falacia consiste
en que para que ese punto de intersección fuera ‘protector’ de derechos del
trabajador sería menester que se tratara de un mínimo legal garantizado, y que
no obstara a la persecución de un resarcimiento integral cuando tales mayores
daños fueran invocados y pudieran ser acreditados en sede judicial. }
3.6.-
EL JUEZ Y LA SOCIEDAD.-
Las representaciones sociales de los
jueces influyen de un modo inocultable en sus decisiones, que adquieren por
ello cierto nivel de cohesión ideológica. Éste es un dato de la normalidad: su
negación o su ocultamiento bajo mantos de
aparente asepsia cientificista también se configuran como cargas
ideológicas, y en su sentido estrictamente filosófico de falsa conciencia o
falsa representación de lo real.
Esto es tan evidente, que –especialmente
allí donde existe más latitud aparente en la construcción de las sentencias,
como en el régimen del ‘common law’ – es frecuente que las carpetas de los
abogados relativas al asunto contengan datos sobre la personalidad de cada
juez, sus antecedentes personales y científicos, su especialización, los
antecedentes de sus fallos en cuestiones análogas o similares, etc.
El juez de los divorcios cervantino que
manda a una pareja a estar a las duras como ha estado a las maduras no puede
ignorar en qué consisten las maduras ni dejar de representarse las duras. Pero,
además de conocerlas, readquiere ese conocimiento en cada conflicto y en cada
uno de sus procesos de formación de decisiones relativas al mismo. –
En cambio, el magistrado que toma
distancia a un mismo tiempo del conflicto y de la dinámica de las relaciones
sociales de dominación y poder en las que tal conflicto se inserta –y que en
alguna medida refleja- puede llegar a adolecer de un parcial analfabetismo
funcional.- El primero me parece, en todo caso, más aproximado a otorgar al
pleito la solución prudente. El segundo queda encerrado en una lectura estática
y normalmente gramatical de normas jurídicas y encuentra una satisfacción ritual mediante la adhesión a los
precedentes, y la adecuación de conductas que considera típicas a normas
atributivas de responsabilidad mediante el empleo de recursos ‘científicos’.
Porque
otra de las deformaciones profesionales posibles, producto de la relación
permanente con el conflicto singular, se refleja en una tendencia a ignorar que
la realidad de las relaciones sociales de trabajo no se reduce o limita a su
representación en los conflictos que se ventilan judicialmente, y en los que
tal realidad aparece parcializada. De
hecho, como lo expuse en un capítulo previo de este trabajo, siendo tantos millones en cada país las
relaciones individuales de trabajo, una buena proporción de las cuales son
conflictivas por naturaleza, solamente muy pocas de ellas son las que deben ser
resueltas judicialmente, por más que con
ellas se saturen los tribunales laborales.
Colocado en ese lugar del operador del
rito de subsumir conductas en normas y en criterios ya establecidos, lo
placentero puede quedar comprimido a la satisfacción por el deber ritual cumplido.
Convengamos que es poco; y que si nos basáramos en ese modo de cumplir con la
función judicial en la sociedad, se trataría de una pura satisfacción formal e
insuficiente, repetitiva y mecánica.
El esfuerzo singular de muchos de mis
colegas argentinos al procurar
soluciones desde perspectivas creativas y críticas a problemas tales como los
derivados de la nulidad de las conductas discriminatorias en las relaciones de
trabajo, y en especial a los supuestos de despido discriminatorio, demuestra –y
en particular por el valioso esfuerzo intelectual aplicado a la solución de
cada caso - cómo se conjugan la creatividad y la experiencia social con la
satisfacción del juez por el resultado de su labor. La bienvenida tendencia a
integrar el razonamiento judicial con una lectura de la normativa internacional
en la propia cúspide del sistema de fuentes, es otra manifestación ampliamente
saludable del mismo fenómeno.
Afortunadamente, y en gran parte por
eso, creo que entre nuestros colegas jueces de trabajo tiende a predominar esa
categoría de la que en materia de derecho social está marcando senderos la
Corte Suprema argentina; aunque debo reconocer que en formas que todavía distan
de ser puras.
Los jueces suelen tener el equilibrio adecuado
para no desnudarse de su experiencia social al vestirse intelectualmente con la
toga. Pero, en ocasiones, esa experiencia es insuficiente: y eso puede suceder
cuando quien accede a la judicatura lo hace cargando con una perspectiva unilateral y monocolor como la que, sin otros
estímulos y sin otras búsquedas, puede proporcionar una carrera administrativa
en la justicia; muchas veces completada
o consolidada con un título universitario y actividades múltiples de
especialización que han sido perseguidas, obtenidas y realizadas sin otros
horizontes que los correspondientes al acopio de datos indispensables del
curriculum vitae específico. Que, por cierto, es bastante visible
desde el lugar de quien ejerce la docencia universitaria del derecho y advierte
la apatía de algunos alumnos por el conocimiento, y un mayor interés por la
pura información pragmática basada en la técnica de casos o de precedentes
jurisprudenciales.
Paso a referirme a este aspecto de la
riqueza de la cosmovisión de aquello que se debate en el litigio.
3.7.- LA APTITUD JUDICIAL, LA
EXPERIENCIA PROFESIONAL Y LOS CONCURSOS.-
Es cierto que –en el caso argentino, al
menos- a más de una década del comienzo de los concursos para el nombramiento
de los jueces, estamos comparativamente mejor que cuando las designaciones se
efectuaban ‘a dedo’ por el poder político y sin resguardo o garantía alguna de
idoneidad específica.
{Conviene no olvidar que en esa ‘dedocracia’ política se ha
llegado a nombrar como jueces o fiscales
a falsos abogados, a personas que reconocían no tener dominio ni
conocimiento de la especialidad para la que eran designadas, como premio
consuelo para compensar la pérdida de espacios o funciones políticas,
careciendo –al menos inicialmente- del requisito de una idoneidad específica.}
Hoy, al menos, sabemos o debemos suponer
que el designado posee un nivel de capacitación razonable para el cargo, aunque
los procedimientos de designación en concreto sigan resultando harto insatisfactorios.
Pero el problema principal consiste en que el
peso específico de los antecedentes curriculares es tan marcado, en el proceso
de selección, como para que no pueda ser compensada la acumulación de diplomas
y publicaciones con la experiencia en el desempeño profesional de la abogacía
ni, las más de las veces, con la actividad docente.-
La capacitación razonable no es sinónimo
de idoneidad : para la que es preciso incorporar el dato de la experiencia
profesional. Una cosa es la
antigüedad en el título profesional y otra distinta la resultante de su
ejercicio.
No es que el abogado laboralista posea,
por el mero hecho de dedicarse a esa especialidad, una mayor garantía de
solvencia en el conocimiento de la realidad de las relaciones de trabajo. Sin
embargo, en múltiples ocasiones, al examinar por qué obtenía satisfacción en mi
labor de juez, advertía, y sigo advirtiendo, la ventaja que me deparaba el
traslado de mi propia experiencia profesional en el ejercicio continuo y
excluyente de la especialidad como abogado laboralista, así como la sumamente
enriquecedora adquirida en la cátedra universitaria.
El traslado a la administración de
justicia de la experiencia profesional de la abogacía puede conferir,
efectivamente, algunas ventajas comparativas: una comprensión del espacio y de
los condicionantes de la defensa jurídica de los intereses de las partes; una
cierta capacidad de dialogar desde una perspectiva menos distante con los
sujetos del proceso; y hasta una mayor aptitud para entender las
características del conflicto, y para separar la paja del trigo en su elucidación.
Su
opuesto, el desconocimiento por el magistrado de la perspectiva de la defensa,
conduce a encerramientos propios de la incomprensión parcial de los fenómenos
con los que debe interactuar en su tarea; a la desinteligencia de la propia
labor de los abogados, y –en muchos casos- a las deformaciones autoritarias a
las que ya me he referido como vicios de la actividad. Es cuando llegan a
desvirtuarse tanto esa noción esencial para el debido proceso según la cual el
abogado es un auxiliar de la justicia, como esa equiparación indispensable
entre las garantías de la defensa y el respeto a la intangibilidad de los
derechos del defensor.
{Un simple ejemplo propio de mi
experiencia: a mi no deja de llamarme la atención el que hubieran abogados que
se mostraran sorprendidos cuando al cierre de una audiencia de cierta
complejidad les agradecía la cooperación que habían brindado para el buen éxito
de la misma, y dejaba constancia de ello en el acta respectiva. Creo que ese
gesto de reconocimiento –cuando es merecido, y no cuando se esgrime como una
rutina demagógica- se lo debo a mi largo tránsito por la abogacía litigante, y
contribuye a humanizar y articular las funciones del juez y de los abogados.}
Creo,
en síntesis, que debiera estimularse mucho más (insisto en que me refiero a la
normativa argentina) la posibilidad de acceso a la judicatura de los que
acrediten larga experiencia profesional en la abogacía, tornándolos más
competitivos: es que cuando yo concursé mi actual cargo y otro superior, tanto valían
en puntaje mis casi cuatro décadas de ejercicio de la abogacía laboralista como
apenas dos años del desempeño en su cargo de un secretario de Juzgado. Y no es
justo. Y no alcanzo a comprender por qué
no se empeñan más los organismos profesionales de la abogacía en una posible
modificación de esas reglas de juego.
Por
lo demás, creo sinceramente que esa experiencia profesional puede ser puesta al
servicio de una necesidad social, como lo es el mejoramiento de la Justicia y
los cambios que él impone. Así como es imposible ignorar el desprestigio social
de la judicatura en general y desconocer los intereses que lo estimulan,
tampoco es posible un progreso real de la actividad judicial sin la
participación y el co-protagonismo de la abogacía.
3.8.-
INMEDIACIÓN, COMUNICACIÓN Y PRESENCIA.-
Se puede estar más o menos satisfecho
con el cómo se hace lo que se hace según
se procure y se logre un nivel razonable de inmediación. Pero generalmente se
omite vincular la inmediación con la comunicación. El juez puede estar presente y actuar en todas las etapas de un
proceso, y al mismo tiempo permanecer tan distante e incomunicado como si no lo
estuviera. En mi jurisdicción, la inmediación deseable es utópica.
{Baste advertir, para quien no
conozca el régimen procesal al que me refiero, que en el horario diario de
actividad judicial se realizan en
juzgados con un solo juez unas tres o cuatro audiencias de prueba
simultáneamente, en las que normalmente los jueces solo pueden estar presentes
ocasionalmente o a la hora de resolver incidencias procesales. Y aún así, por
escrito y desde sus despachos y no presencialmente en la audiencia.}
Precisamente por eso, surge la
necesidad de tentar vías de comunicación y de aproximación. La utilización de
algunas de esas vías, favorecidas por los medios electrónicos universalmente
disponibles, tales como la configuración de un ‘blog’ de actualización
permanente, en el que el juez pueda expresar públicamente sus opiniones e ideas
vinculadas con su actividad, y al mismo tiempo establecer el contacto adecuado
para facilitar la tarea de los profesionales en su tribunal, demanda esfuerzos
que parecen adicionales a los propios de la magistratura, pero que puede dar
más que interesantes resultados, y contribuir a una democratización funcional
de su propio aparato.
En otro plano de análisis, la
responsabilidad individual e intransferible del juez dificulta, naturalmente,
la horizontalización de sus relaciones con sus funcionarios y personal. Pero no
explica ciertas resistencias a la democratización de esas mismas relaciones, ni
menos aún a la generación de estímulos para el desarrollo y superación
individuales, ni para su reconocimiento. Es muy difícil que el juez pueda
conseguir que su elenco tenga relaciones correctas y de cooperación con los
profesionales y litigantes, y aún con los propios compañeros de labor, si se
ocupa en conservar sus propias distancias respecto de todos ellos.
Dicho en otros términos, estoy
plenamente convencido de que obtiene mejores resultados, y mayores fuentes de
satisfacción, el juez más ‘prójimo’
que el remoto.
Por cierto que para lograr un buen éxito
en este esfuerzo democratizante es preciso superar otro resabio inhibidor, como
lo es el verticalismo. Y el verticalismo es una rémora que también se proyecta
a las relaciones entre los propios jueces, incluidos en falsas categorías de inferiores y superiores, olvidando que la división entre órganos judiciales de
primera y de segunda instancia no es otra cosa que una simple distribución de
competencias y no de jerarquías.
{En este punto es sabia la
Constitución Italiana, pero ese mismo concepto está constantemente ratificado y
universalizado en los códigos de conducta judicial, de modo que no se justifica
la persistencia de un opuesto anacrónico. Especialmente en aquellos países en
los que rige, como en el mío, un sistema de control difuso de la Constitución
como aptitud y competencia de todos los jueces y de cualquier instancia.}
Contribuir a superar este impedimento
cultural ayuda a sentirse más plenamente satisfecho con lo que se realiza en la
labor cotidiana de los jueces.
3.9.-
LOS BAREMOS DE ‘GESTIÓN EMPRESARIAL’-
Creo que otro error consiste en intentar
todo eso mediante el trasplante más o menos mecánico de técnicas o modelos de
organización propios de las empresas de servicios, olvidando que ni el Poder
Judicial ni los órganos que lo componen
son tales empresas de servicios, ni cabe asimilarlos a ellas.
Es con esa traspolación como se puede
llegar a confundir eficientismo con eficiencia. Pero también se genera esa
confusión cuando se considera como una polaridad absoluta la del tiempo de
duración del proceso versus la calidad de su producto final, y acaba
eligiéndose uno de ambos rumbos, con un resultado igualmente insatisfactorio.
En mi opinión las ‘normas’ de evaluación de la gestión empresarial pueden
ayudar a obtener premios, y eso no es de por sí negativo; pero tal vez no ayuden en la misma
medida para elevar realmente el nivel de
la gestión judicial.
Con la exposición a algún riesgo adicional,
estimulado por conductas del poder: el que de tanto homogeneizar el ‘servicio
de justicia’ con cualquier otro de gestión privada, se acabe admitiendo la
privatización de la justicia o sentando las bases para acabar privatizándola.
En esa zona de peligro se ubica la
excesiva promoción de los mecanismos extrajudiciales de solución de conflictos
que –en el espacio de los litigios laborales – ha fundado la instalación de una
etapa obligatoria de naturaleza conciliatoria .
3.10.- ALGUNOS ELEMENTOS PARA UN
‘COMO HACER’ SATISFACTORIO.
El como
se hace lo que se hace, en el caso de los jueces, parece depender en alto
grado de una textura que mezcla en dosis adecuadas la técnica del derecho, la
propia técnica de la actividad jurisdiccional, y un arte singular que –como
todas las artes- puede tanto enriquecerse como deformarse con la experiencia.
Aunque todo eso no basta si no va acompañado por una cuota de humildad y de
capacidad para expresar las propias dudas y para rectificar o volver sobre los
propios errores. Y otra cuota de firmeza y constancia para no aceptar cambiar
de ideas a impulso del cambio de vientos.
{No debemos olvidar que hubo
quienes ‘metabolizaron’ demasiado rápida y acríticamente la ideología
neoliberal de la flexibilización, desregulación, precarización del trabajo y
reemplazo del orden público laboral por el llamado orden público
económico. Y viceversa: seamos
sinceros.}
La labor judicial es sumamente compleja,
y la torna más compleja aún un ordenamiento procesal y un sistema de garantías
concernientes a la defensa que –siendo necesarios y en alta medida virtuosos-
lentifican y parcializan en etapas, instancias e incidentes la marcha del
pleito hacia su solución. El juez convive con el proceso, en su decurso, a
través de su propia participación y de la suscripción de un número notable de
decisiones, desde las resoluciones simples hasta las definitivas, pasando por
las interlocutorias y sus respectivas respuestas recursivas. En muchísimos
casos (o demasiados, según se examine), por ser el resultado de delegaciones
indispensables en el pequeño universo funcional del tribunal, puede controlar
apenas la producción normativa simple y cotidiana en el tiempo dedicado a la
firma del despacho diario.
Para esta delegación, o al menos para
acotar el riesgo de error o de atomización de los criterios que lucen en las
resoluciones, hay mecanismos unificadores. Con resultados no siempre
satisfactorios, como en el caso de un material impreso elaborado y distribuido hace pocos
años por la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo de la Ciudad de Buenos
Aires, con una excelente mezcla de
lógica y de didáctica, orientado en esa dirección.
Pero en lo que se refiere a su propia
actividad, la indelegable de regir y resolver el proceso, es conveniente que
cada juez halle el modo de mejorar el aprovechamiento ergonómico de su tarea y
del uso de su tiempo. Entiendo por ergonomía, en nuestro caso, la optimización de nuestra vida de trabajo,
tanto en función de las facultades y limitaciones reales como de la superación
de algunas de esas limitaciones.
Transformar ergonómicamente la actividad
personal e indelegable requiere de un cierto arte, al que no se pueden aplicar
reglas universales; porque comprende una enorme cantidad de variantes según los
respectivos sistemas procesales. Pero que tiene un límite, el de la garantía
plena del derecho de defensa, y el respeto pleno del derecho de los
justiciables.
3.11.- LA RESPONSABILIDAD DE LOS JUECES Y DEL ESTADO
POR LAS DEFICIENCIAS JUDICIALES.
El tiempo parece no haber borrado,
todavía, las huellas de esos fallos de la Corte Suprema argentina [28]
según los cuales cualquier acción de reparación de los daños y perjuicios que
pudiera haber irrogado el desacierto o error de los procedimientos judiciales o
la conducta de un juez en un litigio importaría la destrucción lisa y llana de
la autoridad de la justicia. La autoridad del sabio Couture, siempre tan citado
y alabado, no ha sido suficiente tampoco para que el eco de sus opiniones haya
conmovido esa inmutabilidad.
{En sus Estudios de Derecho
Procesal Civil, (1978), luce esta condena a ese dogma; “…Cuando se afirma que
el Poder Judicial es la ciudadanía de los derechos individuales, solo se afirma
la existencia de una penúltima instancia. La última la constituye la independencia,
la autoridad, y, sobre todo, la
responsabilidad de los jueces.” (el enfatizado me pertenece, M.E.) }
La intangibilidad de la cosa juzgada,
uno de los pilares para el soporte de ese dogma, ya quedó seriamente dañada con
la doctrina de la cosa juzgada írrita. Luego, lo que subsiste es la resistencia
estatal a responder por los daños que causa con su accionar irregular, y,
singularmente, esa característica corporativa que inhibe la admisión judicial
de sus propios errores.
Son muchos los obstáculos para remontar
este complejo sistema mediante el cual se aparta a una de las principales
actividades del Estado de órbitas de responsabilidad. Para lograrlo, quizás
fuera preciso remontarse a Platón, y a su ‘molesta’ cuestión: ¿quién custodia a los custodios?
Es sensato separar la paja del trigo, y
entonces aislar los supuestos de dolo-intención, en los que cabe tanto el
juicio político como las acciones de responsabilidad civiles y penales. En
consecuencia, lo que queda aparentemente en el portaobjetos es el error que sea
producto de ‘hechos inciertos’ [29]. Si lo centramos en el objeto, el microscopio
nos revelará que estamos ante algo compuesto por elementos de mucha mayor
riqueza: la irregularidad detectable puede provenir desde la violación del
ordenamiento legal hasta aquella lentitud o demora que frustre la realización o
reconocimiento efectivo de un derecho en la instancia judicial; o, por el
contrario, una celeridad inadecuada; o una negligencia u omisión de los
cuidados debidos en la custodia de elementos probatorios, por ejemplo,
igualmente frustratorios.-
Ajustemos un poco más la lente, y
aislemos los supuestos en los que el bien jurídico afectado sea la libertad
ambulatoria, o el principio de inocencia, dejándolos para quienes se ocupan de
la cuestión desde el derecho penal, bastante más permeable a la admisión de una
reparación de la injusticia con directo soporte constitucional.
{Aunque
en Fallos 311:1007, -sentencia de 1988- la Corte todavía insistía en que si no
media la posibilidad de revisar la sentencia por la autoridad de la cosa
juzgada, la admisión de un ‘error’ importaría un atentado contra el orden
social y la seguridad jurídica, en la medida en que la acción de daños
constituiría un recurso contra el pronunciamiento firme. (Caso Bignoni c/
Estado Nacional). Así dicho, esto hipertrofia a la cosa juzgada, y atrofia al
derecho.}
Con los que nos queda, esto es, con el
proceso común, civil, comercial, contencioso administrativo, tributario,
previsional, laboral, damos con impedimentos mucho más solidificados. Puesto
que hablamos ahora de una actividad ‘lícita’ judicial, se contemplan los daños
que pueda irrogar como una porción de aquellas limitaciones naturales al
ejercicio de los derechos individuales singularmente afectados por esa actividad,
de lo que solamente emergerían ciertas consecuencias ‘anormales’,
generadoras de un ‘sacrificio desigual’.[30]
Me interrogo a mí mismo acerca de cuál
es el motivo por el cual introduzco este tema en un análisis del quehacer del
juez de trabajo, y en un ensayo en el que trato de repensar cuestiones y
cuestionamientos de la justicia laboral. Y la respuesta la obtengo de mi
sensación de que nos falta un debate acabado de un proyecto oficial de reforma
integral y unificadora de los códigos civil y comercial con tratamiento
parlamentario en mi país al tiempo de la redacción de este trabajo, en el que
se omite deliberadamente el capítulo correspondiente a la responsabilidad del
propio Estado. Pero, para ser honesto, también de mi certeza personal acerca de la necesidad de
ciudadanizar a la administración de justicia y a sus integrantes.
Resolver este déficit exige, primero ,
reconocerlo como tal. Luego, correlacionarlo con los riesgos de afectación de
la correcta interpretación del valor constitucional de la independencia de los
jueces. En esa ecuación compleja, tal vez se comprenda como un acierto lo
establecido en la ley francesa 79-43, de 1979, que indica que el tercero
afectado solo estará habilitado para el ejercicio de la acción por la
responsabilidad estatal, y que ha de ser el Estado el que, por vía recursoria,
pueda dirigirse contra el juez.
Para el derecho interno argentino, este
problema de la responsabilidad civil estatal y de la judicatura, readquiere una
singular actualidad en razón del dictado de un fallo de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación [31]
que declara la plena constitucionalidad de una norma constitucional de la
Provincia de Santa Fe que dispone que los magistrados provinciales pueden ser
enjuiciados por responsabilidad civil en el ejercicio de sus funciones, sin que
para ello hayan debido ser previamente removidos de sus cargos o suspendidos en
ellos por el trámite de juicio político (Art .93 de la Constitución de la Pcia.
de Santa Fe).
El máximo tribunal admite que la
Constitución Nacional adopta una solución opuesta, pero se trata de una
disposición que limita sus alcances a los jueces nacionales; por lo que considera que no se puede imponer
esa restricción de la responsabilidad civil como exigencia para la normativa
constitucional provincial, cuyos jueces provinciales no son destinatarios de
esa disposición constitucional federal.
{Una lectura clásica del art. 60 de
la Constitución Nacional, integrada en el capítulo correspondiente a las
facultades del Senado de la Nación, parece integrar las garantías de
independencia judicial con una inmunidad de ese tipo, cuando se refiere a las
consecuencias del fallo que destituya a un juez, y tras concretarlas y
delimitarlas continúa: “Pero la parte condenada quedará, no obstante, sujeta a
acusación, juicio y castigo conforme a las leyes ante los tribunales
ordinarios.” }
La Corte considera que la tensión con la
que se ha de procurar un equilibrio federal no significa que los alcances de
las garantías que sustentan la independencia de los jueces en el ámbito
provincial deban ser idénticos a los que rigen en el ámbito nacional, aunque a condición de que las normas locales
preserven la sustancia de dicha garantía. Y, en el caso que examina, resuelve
que el reconocimiento de responsabilidad civil de los jueces no afecta esos
núcleos esenciales de la independencia judicial.
La principal virtud de estos tiempos -en
que tanto se habla, se discute, se legisla (y se analiza constitucionalmente
tal legislación)- en lo que atañe a lo que se da en denominar el objetivo de
democratización o ciudadanización de la justicia, consiste en posibilitar
someter a análisis desde perspectivas democratizadoras y republicanas muchos de
los dogmas que se han considerado axiomáticamente como componentes inalterables
de las garantías de independencia judicial, así como del pretendido equilibrio
de los poderes del estado.
Tal debate puede o no conducir a la
conveniencia de abordar reformas constitucionales, o a una lectura dinámica y
más armoniosa de los textos vigentes. Pero soslayarlo o eludirlo solamente
podrá conducir al mantenimiento de un ‘statu quo’ que parece ajeno y distante
de todo contenido auténticamente republicano; imbuido y penetrado todavía por esos resabios de
organizaciones político-jurídicas predemocráticas, en las que las leyes y sus
garantías eran emitidas para que su
cumplimiento fuera exigible solamente a los súbditos, y de las que se
consideraban desobligados los titulares y representantes del poder.
3.12.-
EN RESUMEN.-
En
todos los casos, cada juez ha de atender a su polifacética función con ajuste a
su propia experiencia, a los procedimientos que decida utilizar para la
organización del trabajo del colectivo profesional que encabeza y a los
condicionantes (positivos y negativos) del régimen normativo en concreto.
Lo único que pretendo con estos apuntes,
es sugerir que con la racionalización de los elementos que intento aportar, y
con el logro de algo de todo eso -o al
menos procurando el objetivo de lograrlo- el juez de trabajo puede considerarse
en esa deseable situación de explicarse, y poder luego explicar a otros, por qué le satisface su
modo de hacer lo que hace. Y
encontrar placer en ello, como yo lo encontré en la elaboración de este modesto
ensayo.
En la medida en que progrese y se universalice
la actividad docente específica para el proceso de formación y de
especialización de la judicatura, tal vez los de estas notas resulten balbuceos
primitivos e ingenuos. Ojalá así sea, y pronto.- Pero sigo convencido de que
cada uno de nosotros, valido de la experiencia en una tarea tan compleja y del
conocimiento del marco en el que actúa (y sus limitaciones), puede aproximarse
un poco a ese estado deseable en el que la satisfacción personal por el
resultado del trabajo se enlace con una satisfacción social media por su
producido.
Ese estado no se obtiene sino superando
el divorcio entre juez y sociedad, que aparece realimentado por encerramientos
anti/gregarios. Creo que el juez individual, y el colectivo que lo represente,
deben estar más y mejor empeñados en la denuncia de los obstáculos que deben
superar; pero no como expresiones de pura queja sectorial y de defensa de
intereses corporativos, sino en virtud de su compromiso social.-
Pero también creo que el juez estará más
y mejor realizado, como tal, siendo democrático y democratizante; siendo un
individuo integrado a la sociedad y no alejado de sus problemas; entendiendo
que lo ‘a/político’ en su actividad está restringido a la actividad partidaria,
y no abarca su inserción en la ‘polis’.
Siendo parcial en aquello en lo que es indispensable que tenga posición tomada
y conductas que la avalen, preservando plenamente su imparcialidad para lo
específico de su responsabilidad judicial. Siendo sensible a la vigencia del
derecho, a la vigencia de todos los
derechos, singularmente a los derechos fundamentales y a los derechos humanos,
que pasan permanentemente y en estado de crisis por su despacho. Porque son los derechos fundamentales, los
derechos humanos, los que ingresan, siempre en ese estado de crisis, al pequeño universo de la
justicia laboral.
Finalmente, siendo consciente de su
responsabilidad individual, aquella que pueda derivarse de sus conductas
anormales o irregulares.
4.-
JUECES Y ABOGADOS, ABOGADOS Y JUECES.-
La Justicia Laboral no está compuesta
solamente por los jueces del trabajo , sus equipos técnico administrativos y
sus órganos auxiliares periciales. No hace falta hurgar en el alma de la toga
para comprobar y reconocer la función de los abogados. Desde una reducción simplista
a una verdad de Perogrullo : sin ellos, no hay justicia. O, como decía mi viejo
maestro de derecho constitucional Carlos Sánchez Viamonte, la inviolabilidad y
garantía de la defensa es inseparable de la inviolabilidad y garantía del
defensor.
{Con sumo dolor verificamos la
porción terrible de esta verdad, cuando a esa etapa negra de violación absoluta
de todos los Derechos de Humanidad, en la Argentina, le correspondió un número
proporcionalmente altísimo de abogados asesinados, desaparecidos y represaliados
de las más cruentas maneras por el hecho del ejercicio y cumplimiento de sus
funciones y deberes profesionales; una gran porción de ellos, especializados en
nuestra disciplina. Como el caso ya citado de la noche de las corbatas, o
incluso ese primer episodio anunciador que fue el secuestro y desaparición
forzada de Néstor Martins y su cliente obrero Norberto Zenteno, en los albores
de los ‘70’.}
Así como en otro punto de este modesto
ensayo pensé en la intolerabilidad de que el paciente, en las ciencias médicas,
sea una ‘cosa’ que queda o aparece en el otro extremo de la aparatología de
diagnóstico, tampoco podemos concebir que el profesional abogado se pudiera
considerar cosificado del lado externo de un mostrador judicial.
Jueces y abogados están igualmente
afectados por una justicia que se realiza tarde, que se realiza mal o que,
incluso, no se llega a realizar a cabalidad:
en dosis que dependen de múltiples factores, y que por cierto tampoco
son parejas, son responsables mancomunados de su indispensable cambio. Nada de
cuanto hoy sea legible como prospectiva de cambios en la justicia laboral puede
soslayar ni el protagonismo de los jueces (al que me vine refiriendo) ni el de
los abogados, porque sin el de estos últimos, ni aún el cambio de la totalidad
de los jueces y su relevo mágico por un ejército de seres sabios, justos e
impolutos, impediría la reproducción de las mismas taras del mismo sistema.
Para no ficcionalizar demasiado,
reconozco que no es culpa en concreto de la abogacía el no disponer de la
totalidad de los jueces ‘próximos’, democráticos y ciudadanos que precisamos,
aunque sin duda estemos progresando en el buen éxito de su procura. Pero
tampoco es culpa de la judicatura en concreto ni la mala praxis de algunos
abogados, ni el desempeño incorrecto, ineficiente o desprovisto de soporte
técnico-cultural adecuado. Y en cuanto a la efectiva responsabilidad por tal
mala praxis o desempeños incorrectos, así no nos encontremos con los mismos
niveles de negación con los que hemos dado al abordar la del Estado y de los
jueces y funcionarios, por cierto que tampoco aquí nos encontramos ante órbitas
de responsabilidad eficientes y al alcance de los damnificados.
En ese concreto que nos falta, la
ciudadanía –ese destinatario natural de nuestro común empeño- no nos mira con
demasiada complacencia ni simpatía ni a abogados ni a jueces.- Tampoco el
Estado (no me refiero a un gobierno sino a un aparato en el que se suceden los
gobiernos) , al que perturba tanto la defensa jurídica como la declaración
judicial de cualquiera de sus sinrazones. Con sus matices , pues a veces por
razones coyunturales suelen cambiar de pareceres y reemplazan sus críticas y
diatribas con elogios y defensas igualmente desmedidas, tampoco esa opinión
publicada que generan los medios de información masiva.
Es tan intolerable, mirada desde la
garantía de la defensa, la acusación baladí e injuriosa de ‘industriales del
juicio’, como la de una ‘justicia cautelar’. Lo que, ni en uno ni en otro caso,
quita que, como las brujas, que de lo uno y de lo otro pueda haber en sectores
marginales de ambos nobles oficios.
Esto, y no solo como mecanismo o reflejo
de defensa, nos impone el ir armando una agenda (ya que el término está de moda
en los últimos tiempos) para el enunciado de las relaciones necesarias entre
abogados y jueces, en las que las diferencias funcionales no sean meras
prerrogativas, las prerrogativas no sean meros privilegios; y en todo caso el
único privilegio permitido sea el de la contribución común al afianzamiento de
la justicia.
Hay diferencias y distancias que son
inherentes a la función. Por ejemplo, el abogado debe hacer todo lo posible por
intentar convencer al juez; pero el juez
jamás puede intentar convencer a quien resulte perdidoso en un pleito. Y puesto
que el abogado laboralista debe pedir, por su propia responsabilidad
profesional, todo aquello que –en el mejor de los supuestos- pudiera llegar a
corresponder en derecho a su cliente, y esto puede no lograr total admisión aún
en una sentencia judicial que en lo principal resulte plenamente favorable,
parecería que el juez, finalmente, no puede pretender convencer totalmente a
nadie. Pero lo que es indispensable que sepa hacer, y haga, es fundamentar
adecuada y lo más plenamente posible sus sentencias, de modo que su
pensamiento, analizable jurídicamente, sea suficientemente transparente… al
menos para el abogado informado.
Ese intentar convencer o persuadir de la
razón propia o aquella que se representa no debe estar dotado ni acompañado por
ditirambos, pero menos aún por descalificaciones.- Si se examina en conjunto a
un aparato al que se le adjudican condiciones endogrupales, me pregunto si es
tan útil acompañar la crítica recursiva de un pronunciamiento judicial, con la
diatriba personal, confundiendo el reproche del error judicial con la
estolidez, el retardo mental o la subjetividad enfermiza del magistrado.
Por otra parte, el juez es una
subespecie del abogado. Uno no tiene que recibirse de juez para poder ejercer
de abogado, ni –al menos en mi país- puede ser otra que la abogacía la
profesión o el grado universitario de los que provenga el juez.
En consecuencia, admitamos que el juez, en
principio, viene configurado por la misma categoría de conocimientos y de
ignorancias, de virtudes y de defectos, de formaciones y deformaciones
profesionales. Tal vez merezca alguna diferenciación la mayor presunción de
idoneidad específica que generan los nombramientos judiciales por concursos de
oposición y para competencias predeterminadas, mientras que en la mayoría de
nuestros países del continente no hay otro tamiz que el título profesional y la
inscripción en la matrícula para el ejercicio de la abogacía. Si la hay, no
conviene tampoco exagerarla o hipertrofiarla hasta llevarla a la categoría de
axioma.
Hay quienes no entienden cabalmente esta
cuna compartida, y son aquellos que procuran el título universitario de abogado
como un simple requisito formal para la carrera judicial. Es una pena, porque
acaban siendo hostiles a una abogacía a la que no conocen ni comprenden como
oficio. Y esas hostilidades siempre acaban siendo bilaterales. Lo que es
incuestionable, sin embargo, es que los abogados deben ser los primeros
interesados en asegurar que quienes se desempeñen como jueces tengan la
idoneidad técnica específica para hacerlo; tanto como que los jueces no deben
ser indiferentes a las consecuencias que para los derechos de los patrocinados
o representados tenga una mala praxis o una práctica deficiente o ineficiente
de la defensa jurídica.
{Bien estaría, al menos, que los
tribunales de disciplina de la abogacía, fueran medianamente receptivos, o
prestaran algún oído a las denuncias que pudieran hacer los jueces respecto de
comportamientos que pudieran violar los códigos de ética profesional de la
abogacía.}
Siendo tales los paralelismos, una vía
necesaria de afianzar la unidad en la diversidad de tareas, consiste en acabar
con fórmulas que no son ridículas ahora, sino desde que se sentaron los
principios republicanos. Terminemos con las ‘señorías’ y las ‘excelencias’, pero tampoco nos sintamos
agredidos si a los abogados nos
denominan como tales y no como ‘doctores’.
Sigamos un poco más con esos paralelos:
al abogado medio le cuesta mucho menos esfuerzo intelectual resistir una
pretensión jurídica que sostenerla. Pero suele ocurrir, y no es bueno, que haya
jueces que optan por la vía del menor esfuerzo, desde que también puede ser más
fácil el discurso que rechaza una acción que aquel que la admite. En especial,
cuando en la pretensión de reconstrucción de una plataforma fáctica, en el
análisis de la prueba o en el discurso jurídico de validación de la decisión
respectiva, se generan dudas o se presentan dificultades; o cuando las
pretensiones activas o las defensas requieren un razonamiento judicial de mayor
complejidad.
La colaboración recíproca para obtener
una mejor administración de justicia impone considerar que así como hay
escritos de abogados de un barroquismo excesivo o de estilo arcaico o esotérico,
hay sentencias que tienden a argumentarse en un metalenguaje críptico,
intraducible e ilegible para el ciudadano litigante, que no por ‘profano’ ni
‘lego’ es menos protagonista de su propio conflicto. Me pregunto si no
existirán formas de democratizar el lenguaje de las sentencias, los escritos de
los abogados, la letra de los médicos o las conferencias de los economistas.
Bueno, reconozco que esto último ya es demasiado pedir.
{Me parece sumamente interesante ,
y novedoso, un hecho reciente en el ámbito de la justicia penal argentina.
Diferenciados técnica y en el tiempo los veredictos y los ulteriores
fundamentos de la sentencia, el presidente de un tribunal penal oral, tras
dictarse el veredicto en una causa que conmovió a la opinión pública, anticipó
en un lenguaje coloquial, sencillo, directo, y fundamentalmente didáctico,
algunos de los aspectos centrales de tales fundamentos omitidos en el veredicto
condenatorio. Como en los primeros tiempos de la televisión, habría que tomar
ese ejemplo como una señal de ajuste, por más que pareciera poco académico.}
Tanto en el juicio laboral como en
la generalidad de los conflictos que llegan a la instancia judicial, ni los
abogados ni los jueces pueden lograr la exacta reconstrucción de la verdad
histórica. Es tan errónea la creencia de poder demostrarlo todo como la de
aspirar a transformar la ‘verdad jurídico formal’ con la que se alcanza cierta
certeza jurídica en el equivalente de esa verdad histórica inhallable e
irreconstituible. No hay máquinas del tiempo para auxiliarnos a volver al
pasado, sino un entramado de datos, de experiencias, de presunciones, de
indicios, que –una vez más- ligan más de lo que separan a las dos funciones
profesionales en el buen orden y rumbo de los procesos.
{En su célebre ciclo de
conferencias dictadas en Brasil ,luego publicadas bajo el título de “La verdad
y las formas jurídicas” Foucault afirmaba que la verdad es un efecto del
discurso; y que en el derecho, como en los múltiples ejemplos que daba de los
mitos y el teatro griego, por ejemplo, es el discurso y las prácticas estrictamente
regladas los que edifican formas específicas de verdades y de certezas. }
Articular compartimientos
aparentemente estancos entre abogados y jueces supone muchos compromisos y
esfuerzos compartidos. Entre ellos, que diversos aspectos de las formaciones
profesionales de posgrado, comunes, se practiquen en condiciones y horarios que
sean tan accesibles a los abogados como a los jueces y empleados judiciales.
Son
pequeños y modestos equilibrios, reconocimientos, respetos y comprensión del
otro. No juegos de alteridades, sino conjugaciones. Si no se generan, algo muy
serio seguirá sucediendo en el ‘camino del Foro’, territorio parcialmente
minado.
Por de pronto, no poner en cabeza
del otro aquello que no contribuimos a crear. Como destacaba el prestigioso
abogado brasileño Reginald D.H. Felker en un texto sobre la abogacía
laboralista en el contexto latinoamericano, no se puede prescindir de que el
juez decide en función de aquello que le ha sido solicitado y argumentado,
proponiendo que tales pretensiones y argumentos, brillantes o modestos, no
carezcan ni de creatividad ni de coraje. Pero, visto desde el otro lado, que
esa creatividad y ese coraje, verdaderos motores de sentencias de efectiva
tutela, tampoco sean vistos como
fracturas inconvenientes de la rutinización de los procesos y de sus temáticas.
Los abogados no crean el derecho del
trabajo, ni tampoco los jueces; ni ambos
son responsables o corresponsables de su dinámica, ni de su puesta en
escena, ni ejercen tutorías sobre la sociedad, las luchas y los conflictos de
los que se alimenta el derecho social.
Por
de pronto, ambos comparten tres categorías con las que se integran indirecta o
directamente a esos procesos: son ciudadanos, son –en un sentido amplio del
término- trabajadores, y son operadores jurídicos. Bastarían esas tres categorías
compartidas para apuntalar mayores comprensiones, interacciones y
complementaciones. Es difícil que se alcancen por decisiones cupulares
corporativas, por múltiples razones de las que en importante medida depende la
reproducción de las condiciones del poder específico de esas cúpulas. Pero
puede serlo, de a poco, y desde sus propias bases.
Todavía no contamos con un código de
ética para las relaciones entre abogados y jueces. Ignoro si sería tan utópico
ir sentando las bases de su futura instalación, superados que sean otros
escollos de verticalismos, orden jerárquico y encerramientos endo/grupales. Y
así como creo que los jueces deben tener muy limitadas las facultades que (en
orden al aseguramiento del debido proceso) permitan sancionar a los abogados,
especialmente sin la garantía de la previa defensa y de la imparcialidad del
decisor, también creo que deben ser sancionables las falsas o manifiestamente
improcedentes denuncias que formulan, casi sistemáticamente, algunos abogados
contra jueces cuyo ‘pecado’ haya sido el dictarles una sentencia en contra de
los intereses que representan.
Pero lo que, por fuera de toda
diferenciación nos debe considerar unificados, en síntesis, es el hecho de que los
juslaboralistas, abogados litigantes, juristas, docentes, jueces y
funcionarios, asesores, estamos todos más o menos habituados a operar con una
parte del sistema jurídico en el que se quiebran tradiciones multiseculares
para contemplar los derechos, las garantías, la lesión a bienes jurídicamente
tutelados y sus efectos, no desde el lugar tradicional del victimario, sino
desde el lugar de la víctima. No desde el punto de vista del propietario, sino
desde el del ‘proletario’. No desde el del privilegiado en la desigualdad
social sino desde el del desigualado.
Hoy no somos ‘rara avis’ de un orden
jurídico que marche en sentido contrario, pues nos acompañan los enormes
espacios de transformación que se exteriorizaron primero en el derecho de
daños, y más adelante en los derechos del consumidor, en los de protección del
medio ambiente; y en esa constante que realimenta esta necesaria e imparable
conciencia ‘pro hominis’ cuyo motor principal se concentra en los nuevos
Derechos de Humanidad.
En cualquiera de nuestras
actividades, y en todas ellas, hubo y seguirá habiendo avances y
retrocesos. Los primeros seguirán siendo
empujados por la progresividad y por el reflejo de luchas y niveles de conciencia
social, tanto como por la necesidad de recuperar espacios perdidos o
cercenados. Los segundos tendrán causas opuestas, sujetas también a intereses
tan dispares como los que expresó y aún expresa el neoliberalismo; cuya
reinstalación en el escenario de nuestras sociedades cabalga sobre las vías que
se ensayan para la superación de esta etapa de la crisis económica global; con las que parece resucitar esa priorización
del orden público económico tan destructiva del tejido de una organización que
sustentaba parte de su doctrina validadora en el Estado de Bienestar.
En el cierre de su informe sobre el
estado actual del sistema de relaciones
laborales en la Argentina [32]
se lee un párrafo que se refiere a los compromisos concretos de cada uno de los
especialistas en la materia:
“Pareciera
que los expertos en relaciones laborales debiéramos siempre tener presente tres
premisas insoslayables. Una consiste en dar cuenta de la realidad, para obrar
sobre ella con verdadera profesionalidad y no a impulsos de estériles
voluntarismos. Otra es la que nos obliga a subordinar ese quehacer profesional
al propósito de proteger la libertad y dignidad de la persona del trabajador,
so pena de carecer de legitimación. Y la tercera, la que indica que la
construcción de una sociedad genuinamente democrática –que requiere igualdad básica
y un sistema de relaciones laborales también democratizado- sólo puede ser el
fruto de la voluntad política de una comunidad consciente y de la concurrencia
de los más diversos conocimientos y de las más variadas técnicas, a cuyo efecto
deberemos asumir la necesidad del abordaje multidisciplinario de los problemas
con una disposición humilde y solidaria.”
{Me parece un deber de honestidad
intelectual destacar que ese capítulo final “Algunas reflexiones a modo de
epílogo”, ha sido redactado exclusivamente por el presidente Oscar Valdovinos,
y que cuando fue examinado por el grupo no mereció ninguna objeción, reserva ni
disidencia. Aunque no me resulte sencillo discernir entre el contenido de algunas de esas precisiones conceptuales y la
hostilidad con la que ese producto de una labor tan plural ha sido recibido en
el escenario oficial, académico,
doctrinal y universitario.}
Lo multidisciplinario, en el pequeño
complejo de temas que intento diseñar en este trabajo, concierne no solamente a
la superación de límites ficticios entre especialidades, sino también en orden
a las funciones, dispares pero concurrentes, que nos emparentan en
responsabilidades necesariamente compartidas. La voluntad política a la que se
alude en esa frase del cierre de un informe que fuera solicitado por el Poder
Ejecutivo Nacional a través de su Ministro de Trabajo , Empleo y Seguridad
Social, trasciende totalmente al aparato político y administrativo, pues remite
a aquellas fuerzas que puede y debe poner en movimiento, en una organización
social democrática, una conducta colectiva inconformista e impulsora de cambios
y mejoras en el reconocimiento en plenitud de los derechos sociales.
Dar cuenta de la realidad, soslayando los voluntarismos estériles, no
significa acomodarse o aceptar esa realidad como un dato inmodificable. Pero
implica considerar que todo esquematismo es vacuo, especialmente si no se
aprecian las dificultades que, en orden a la experiencia, manifiestan algunos
cambios, de aquellos que se presentan como sustanciales y cuyo trasplante
apenas si puede conducir a ligeras alteraciones cosméticas.
Es
en ese sentido que me permito afirmar que fórmulas como la oralidad plena
requieren de la concurrencia de muchos otros componentes para un resultado
feliz: jueces, funcionarios, abogados, fiscales, mucho mejor preparados y
formados; medios instrumentales y técnicos de registro plenamente garantistas;
dotación sumamente ampliada de tribunales, radicados en espacios próximos entre
sí y arquitectónicamente adecuados; presupuestos que, en apariencia, solo son
asequibles allí donde exista autarquía financiera del Poder Judicial.
Proteger la libertad y la dignidad
de la persona del trabajador no es solamente un elemento legitimador: es un
compromiso de todo aquel que elabore y actúe en el territorio del derecho
laboral. No se trata de una verdad de Perogrullo, el simplista. Porque a
diferencia de otras disciplinas, una parte de la academia, de la doctrina, y
hasta de la formación universitaria de la especialidad, suele comportarse como
si el bien jurídico tutelable fuera el de la salud económica, funcional y de
las categorías de derechos de las empresas. Se trata de contradicciones que nos
permiten convivir y polemizar con esas corrientes en un estado de adecuada
alerta, así como de estimular esa vocación legitimadora de nuestra actividad.
Finalmente, aquello de la humildad y
de la solidaridad. Por fuera de la rica inteligencia natural de ambos términos,
considero que se trasladan a un espacio sumamente específico cuando nos
planteamos los cambios y las transformaciones a las que aspiramos para
aproximarnos a una justicia laboral con reglas y protagonistas de nuevo diseño,
divorciada de las técnicas y de los estados de conciencia de la teoría general
del proceso. Porque esa labor reclama un trabajo plural, colectivo (ergo,
humilde), y mancomunado, reconociendo mutuamente los objetivos comunes en el
marco de la alteridad; donde lo solidario implica el reconocimiento de la
situación de los otros.
Puede que este ensayo no contribuya
como deseo a levantar velos de incomprensiones y negaciones recíprocas de raíz
corporativa. Que no convenza, siquiera, de esa misión compartida de obtener una
materialización mucho más concreta y palpable de ese ‘derecho al derecho’, que
incluya cambios sustanciales en los sistemas procedimentales. Que la clásica
teoría del proceso, tan resistente a la tutela judicial efectiva continúe
enseñoreada en los códigos procesales laborales. Y hasta que no haya culturas y
fuerzas disponibles para la instalación de una teoría realmente superadora.
Pero conviene recordar, en todo
caso, esa frase que Göethe pone en el Fausto: Gris es toda teoría, amigo mío, y
verde –siempre verde- el árbol de la vida. No siempre sirven los virtuosismos
conceptuales, decía Calamandrei, para que el proceso satisfaga el objetivo de
que la sentencia sea justa, o menos injusta, o que la sentencia injusta sea
cada vez más rara.
En
buena medida, de eso se trata: de operar de tal modo que salgamos del esquema
de si ‘a’ es, entonces ‘b’, porque si
no se realiza el ‘b’ sobreviene su negación, un ‘c’ sobre el que conviene que el jurista
razone más a menudo.
[2] La cita corresponde a un
artículo de Abel García Barceló, “Realidad social y contrato de trabajo en El
Capital de Carlos Marx”, que fuera publicado en 1969, en la revista jurídica
“Derecho Laboral” (no se trata de la que con el mismo nombre edita actualmente Rubinzal-Culzoni,
sino la que dirigiera el Dr. Mauricio Birgin).
[3] Ese grupo de expertos fue constituido a mediados del 2005 por
resolución del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social y cumplió su
cometido durante casi tres años, presidido por Oscar Valdovinos, e integrado
por Eduardo Oscar Alvarez, Carlos Aldao Zapiola, Mario Elffman, Jorge Elías,
Beatriz Fontana, Jorgie Rodriguez Mancini, Jorge Sappia, Julio César Simón y
Pablo Topet, con la secretaría técnica de Raúl Ojeda.
[4] Véase, por ejemplo, una nota firmada por el Subsecretario de
Relaciones Laborales del Ministerio de Trabajo argentino y presidente de la
Comisión Nacional de Trabajo Agrario Alvaro D. Ruiz, publicada en el diario
Página 12 del 17/07/12, donde menciona como cifras reales las siguientes: el
62,5% de los trabajadores agrarios no
están registrados, y en algunas regiones y producciones se supera el 80 u 85 %.
Teniendo en cuenta la alta rentabilidad actual de las ‘commodities’, es
inevitable suponer que una alta proporción de la producción agraria real se
comercializa clandestina o irregularmente, con escaso o nulo contralor fiscal.
[5] Publicado en su versión íntegra en dos números consecutivos (395 y
396, noviembre y diciembre de dicho año), por la revista Legislación del
Trabajo, Ediciones Contabilidad Moderna.
[6] Artículo 157 - Si vencido el plazo para efectuar la
comunicación al trabajador de la fecha de comienzo de sus vacaciones, el
empleador no la hubiere practicado, aquél hará uso de ese derecho previa
notificación fehaciente de ello, de modo que aquéllas concluyan antes del 31 de
mayo. Y el art. 162, dice: Las vacaciones previstas en este título no son
compensables en dinero, salvo lo dispuesto en el artículo 156 de esta ley. En
cuanto al art. 156 se refiere exclusivamente a la situación de compensación
proporcional de los haberes de vacaciones en el caso de extinción del contrato
individual de trabajo antes de su goce efectivo.
[7] Artículo 207 - Cuando el trabajador prestase servicios en
los días y horas mencionados en el artículo 204, medie
o no autorización, sea por disposición del empleador o por cualquiera de las
circunstancias previstas en el artículo 203, o por
estar comprendido en las excepciones que con carácter permanente o transitorio
se dicten, y se omitiere el otorgamiento de descanso compensatorio en tiempo y
forma, el trabajador podrá hacer uso de ese derecho a partir del primer día
hábil de la semana subsiguiente, previa comunicación formal de ello efectuada
con una anticipación no menor de 24 horas. El empleador, en tal caso, estará
obligado a abonar el salario habitual con el ciento por ciento (100 %) de
recargo.
[8] Isonomía Nº29, oct.2008
[9] Ref: Mario Elffman y
Jorge L. Cassina, “Los principios del
derecho del trabajo en el procedimiento laboral, en “Procedimiento
Laboral-I, 2007-1, Revista de Derecho
Laboral, Ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, pags.9 a 489.
[10]
Sobre
las cuestiones, debates y antagonismos que genera la noción parcialmente difusa
y demasiado polisémica del activismo judicial, recomiendo la lectura del
artículo “Activismo o Garantismo en el derecho laboral”, de las Dras. Susana V.
Castellano y María del Carmen Piña, editado en Revista de Derecho Laboral,
2007-2, Procedimiento Laboral-II, Ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, pags.91 a
108. Coincidiendo plenamente con las autoras, creo que de lo que se trata es de afirmar la idea del juez como garante
de los derechos fundamentales de los ciudadanos, y que en eso debe consistir un
‘activismo sin pudor’.
[11] En “Tutela Judicial Efectiva y Derechos Humanos”, en el libro
colectivo “Tutela Judicial Efectiva, ed. MAVE editora, y Círculo de Estudios
Procesales”, pag. 128
[12] El texto lo pude recuperar porque, con una textualidad que evidencia
una falta de reelaboración, fue publicado en el número 7, correspondiente a
noviembre de 2002, de la revista ‘La Causa Laboral’ de la Asociación de
Abogados Laboralistas, a la que agradezco por permitirme, por esa vía, recordar
esa exposición.
[13] Ver en el tomo IX, pags.143 y ss, ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires
[14] La frase corresponde a Celso Fernandez Campilongo, en un trabajo de
1994, citado en Revista
Trabalhista Direito e Processo, publicación de ANAMATRA, Nº26, año 7, p.23.
[15] Fuente de la cita, “Procedimientos Laborales, Biblioteca Virtual del
Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, correspondiente a una
conferencia del 19/05/2000
[16] Debemos considerar que existen más de 1000 juzgados o varas del
trabajo y 24 tribunales de alzada regionales, todo bajo el control del Tribunal
Superior del Trabajo.
[17] El Maestro se interroga, en este punto, si para el trabajador, y para
sus derechos, existen acciones de pequeño valor, o si siempre se trata de una
gran valoración (económica o moral) de su pretensión.
[18] “Para una revoluçao
democrática da justiça”, Ed. Cortez, Sao Paulo, 2007, pag.42
[19] Esta norma fue
introducida por la enmienda constitucional Nº 45, en el año 2004
[20] Fundamentos do Processo
Trabalhista, en Estudos de Direito do Trabalho e Processo do Trabalho, , LTr
1998 p.228-229
[21] A diferencia del STF, el
TST no tenía facultades para establecer sumulas vinculantes; pero, como en
tantos otros países en los que la doctrina de los fallos de los tribunales
superiores tiende a ser acatada como un dogma que se realimenta como tal por el
hecho de su acatamiento, y éste legitima la reproducción de un verticalismo ,
el criterio del TST fue aceptado como la interpretación verdadera de la
normativa por los restantes órganos judiciales.
[22] En lo que respecta a las observaciones acerca de la parcial
irrealización de los principios, me ha sido de utilidad la lectura de un
trabajo de Eduardo A. Vanegas López, “El procedimiento laboral mexicano en
nuestros días”. Fuente: www.libros.publicaciones.ipn.mx/PDF/1535c.pdf.
[23] El art. 685 de la LFT dice: “El proceso del derecho del trabajo será
público, gratuito, inmediato, predominantemente oral y se iniciará a instancia
de parte. Las juntas tendrán la obligación de tomar las medidas necesarias para
lograr la mayor economía, concentración y sencillez del proceso. Cuando la
demanda del trabajador sea incompleta en cuanto a que no comprenda todas las
prestaciones que de acuerdo con esta ley deriven de la acción intentada o
procedente, conforme a los hechos expuestos por el trabajador, la junta en el
momento de admitir la demanda, subsanará ésta. Lo anterior sin perjuicio de que
cuando la demanda sea oscura o vaga se proceda en los términos previstos en el
artículo 873 de esta ley”.
[24] Debe considerarse la
amplia gama de las sanciones o medidas disciplinarias, que abarcan desde
amonestación pública ante el colectivo, multas de hasta el 25% del salario
mensual descontables en proporciones no superiores a un 10% mensual, inhabilitaciones para ascensos o
promociones por un año, suepensión de cobro de incentivos por resultados del
trabajo, coeficiente económico social y
otros pagos, pérdida de honores otorgados por méritos en el centro de trabajo,
suspensiones por hasta 30 días o traslados temporales a otra plaza de menor
remuneración o calificaicón, o de condiciones laborales distintas por el
término de hasta un año.
[25] Extraido de un artículo
de Iván Castro Patiño, “Dimensión jurídica de la oralidad laboral en el marco
de las reformas laborales”,Revista Jurídica de la Facultad de Jurisprudencia y
Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Católica de Santiago de
Guayaquil, basado en una conferencia dictada en el marco de un congreso en
febrero del 2006.-
[26] Fuente: diario PAGINA 12
del día 21/08/13, nota “Los conceptos no
son neutros”, firmada por Ailin Bullentini
[27] Sintetizo, pero también reviso autocríticamente, un artículo del 2009,
publicado en la Revista Derecho Laboral del Uruguay-
[28] V.gr. 27/12/1947, reg. En
L.L.49-765
[29] Así los denomina,
críticamente, Javier I. Barraza en “Responsabilidad del Estado por
funcionamiento anormal de la actividad judicial, El Derecho- Colección
Académica, ed. Universitas- Buenos Aires, 2006
[30] Autor y obra citada en la
nota anterior, con cita de un fallo de la CSJN de 1994.
[31] Registrado en “Noticias del
Día” de Diariojudicial.com del 01/08/2013, con el singular título de “Jueces
háganse cargo”, y en El Dial.Express del 13/08/2013.. Autos: “Marincovich, José
Antonio c/ Vargas, Abraham Luis s/ responsabilidad civil contra magistrados”.
Fecha de la sentencia de la CSJN, 01/08/2013.- Cabe acotar que se trata de una
demanda en la que se reclama daño moral por actuaciones de un magistrado en el
ejercicio de sus funciones.
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