El jurista Julio Maier relata su visita a Milagro Sala en la cárcel de Alto Comedero
El
barrio de la Tupac Amaru, las piletas, las escuelas y las casas. La
entrada a la cárcel y el encuentro con la líder social, a quien,
emocionado, vio entera. “Solo atiné a decirle que no desespere”, cuenta
Maier.
La dirigente de la organización Tupac Amaru está presa en Jujuy desde enero del año pasado.
(Imagen: EFE)
(Imagen: EFE)
Tres
veces nos preparamos –mi mujer y yo– para visitar a alguien que,
injustamente, había perdido su libertad. Por diferentes razones, el
deseo se cumplió con una demora considerable: el sábado posterior al
carnaval jujeño. Visitamos a una persona a quien su provincia le había
negado –contra toda opinión razonable y bajo el único fundamento del
poder que en ese Estado y en nuestro Estado nacional desarrollan jueces y
políticos– festejar los carnavales con libertad, famosos en nuestro
país como fiesta provincial. No fuimos solos. Nos acompañó una pareja de
amigos que concertó la visita y nos condujo hasta la cárcel de Alto
Comedero un legislador provincial con vínculos con la organización
barrial Tupac Amaru. Tampoco fuimos sin instruirnos previamente. A más
de las lecturas correspondientes, cuya carpeta se ha robustecido
considerablemente con el tiempo, el viernes visitamos las instalaciones
centrales de la organización barrial en el centro de la ciudad de San
Salvador de Jujuy, dotadas de lugares de esparcimiento deportivo,
servicios de salud y consultorios médicos y dependencias
administrativas, y, en especial, el establecimiento educativo con tres
niveles de enseñanza, primaria, secundaria y terciaria. Según se pudo
ver en nuestro rápido recorrido, todas esas instalaciones, salvo la
escuela y el colegio, adolecían de un estado de semiabandono por
carencia de presupuesto, consecuencia del encarcelamiento de quienes
forjaron la idea de una vida mejor para el pueblo originario de la
provincia, comprendidos allí aquellos sumergidos o excluidos por ser
pobres, sin recursos, indefensos socialmente. Un jovencito, que mantiene
su hogar conduciendo un automóvil de alquiler, fiel a su nacimiento
como adulto dentro de la misma organización, fiel como pocos a su líder,
Milagro Sala, y a los principios desarrollados por la organización
barrial, apodado Diablo o Diablito, fue nuestro cicerone para mostrarnos
el desarrollo de la organización barrial en Alto Comedero, con centro
en el parque que ella misma creó en tierras fiscales, que apenas si
regaba un arroyo, hoy entubado. Un templo, a semejanza del que
constituye la estirpe aymara en Tiwanaku, Bolivia, el Kalasasaya, domina
un parque inmenso, levantado en esos terrenos, y los llamados
“piletones”, piscinas que me recordaron imágenes de mi juventud en el
Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba, donde existían también, para
quienes no podían pagar la piscina de un club o aprovechar la propia de
su casa, grandes piletas de agua dulce que alguna vez sirvieron para
entrenarnos en natación y waterpolo en un club de barrio que presidió mi
padre y duró escaso tiempo. Toda esa obra monumental, que supo brillar
mientras duró sin persecuciones la organización barrial Tupac Amaru,
evitó el riesgo de vida e infecciones de niños y jóvenes al refrescarse y
bañarse en las aguas de los ríos Grande y Chico –que atraviesan San
Salvador con su contaminación y carga de animales muertos y en estado de
descomposición–, y significó el solaz de padres y ancianos, y hasta fue
lugar ceremonial. Hoy el lugar está prácticamente abandonado,
deteriorándose por proscripción de sus cultores y falta de presupuesto.
Observado el panorama desde el templo, también abandonado como todo
vestigio de las culturas originarias de esta tierra, con más sus hombres
y mujeres “no blancos” –por definirlos de algún modo–, todos sufren la
pérdida no sólo de sus posesiones sino, antes bien, de todo aquello que
representaba su dignidad de vida en la actualidad. El “hombre blanco” ha
regresado a practicar su profecía, su masacre del pueblo indígena,
condenándolo a la pobreza y a la indigencia, aun sin ejecución formal de
una pena. La escuela de Alto Comedero, edificada y organizada por la
organización barrial al lado de ese parque gigante, separada de él por
unos cien metros aproximadamente, también monumental, parece
conservarse, dado que el gobierno provincial, según hemos sabido
recientemente, la titula y reivindica como propia al estar asentada en
terrenos fiscales. A los costados de ese parque y prolongándolo florecen
las casitas edificadas por cooperativas vecinales de la Tupac Amaru,
que se distinguen por su tanque de agua, casi todos con la imagen de
Tupac Amaru, algunos con las efigies de Eva Perón o del Che Guevara.
Restan sólo por describir las cuatro fábricas situadas en el mismo
barrio de Alto Comedero, que producían bloques, adoquines y caños de
hormigón para la construcción (la “bloquera”), la fábrica de muebles con
la finalidad de auxiliar a quienes ocupaban las casas construidas, la
de ropa de trabajo, de vestir y deportiva, uniformes escolares, cortinas
y ponchos para la organización y sus integrantes e, incluso, para el
comercio (la “textil”, en la cual –exageración quizás de la equiparación
de género– trabajaban tantas mujeres como varones, según nos dijeron) y
el “Taller metalúrgico”, que producía aberturas para la construcción
(puertas, marcos, rejas, parrillas, juegos de jardín, piletas de cocina y
baño, etc.). Todas estas fábricas, sus equipos y obreros organizados
por la misma cooperativa barrial, que proveían diversos útiles a la
comunidad y cubrían necesidades de ella, están prácticamente
abandonadas; sólo algunas personas, individualmente, aprovechan de ellas
y sus equipos, sobre todo de la “textil”, para confeccionar alguna ropa
para vender.
Qué puedo decir como conclusión: ¡da lástima, hasta las lágrimas, que un esfuerzo así, quizás con errores pero nacido por amor a un pueblo expropiado, sometido a su suerte a través de tiempos inmemoriales, sea condenado, de nuevo, a vivir indignamente, como pidiendo perdón por su origen y por su fragilidad, carnadura de desventuras y dificultades, impuestas por su vulnerabilidad frente al poder político y económico, que sólo un pobre, un indigente, puede explicar de modo perfecto! No sé si estoy de acuerdo con todo lo que se hizo, en especial con el programa de educación –cualquiera de sus inclinaciones me genera dudas–, pero no podría desconocer, como otros habitantes del mismo suelo desconocen, que el emprendimiento en su conjunto es una muestra titánica de aquello que puede la voluntad y la solidaridad humanas.
Qué puedo decir como conclusión: ¡da lástima, hasta las lágrimas, que un esfuerzo así, quizás con errores pero nacido por amor a un pueblo expropiado, sometido a su suerte a través de tiempos inmemoriales, sea condenado, de nuevo, a vivir indignamente, como pidiendo perdón por su origen y por su fragilidad, carnadura de desventuras y dificultades, impuestas por su vulnerabilidad frente al poder político y económico, que sólo un pobre, un indigente, puede explicar de modo perfecto! No sé si estoy de acuerdo con todo lo que se hizo, en especial con el programa de educación –cualquiera de sus inclinaciones me genera dudas–, pero no podría desconocer, como otros habitantes del mismo suelo desconocen, que el emprendimiento en su conjunto es una muestra titánica de aquello que puede la voluntad y la solidaridad humanas.
- Por fin, nos encaminamos hacia la cárcel. Nos esperaban a las 2 de la tarde y teníamos permiso de visita hasta las 4, pues a esa hora ingresaba otra tanda de visitas. Esperaba algo peor, por mi experiencia como juez penal, pero debo reconocer que, con mi señora, aun sin experiencia alguna en estos menesteres, fuimos sorprendidos por el lugar y el trato. No se trata de las viejas cárceles de mujeres encomendadas a religiosas, inhóspitas y con señales de encierro total, ni el personal de custodia nos observó como enemigos, al menos potenciales. Luego me informaron que las listas de visitantes, inscriptos con anterioridad, eran analizadas por autoridades máximas del poder político y el personal de guardiacárceles instruido acerca del trato a dar a ciertos visitantes o en su presencia. Pasamos rápidamente la inspección de rutina que no mostró ninguna de las indignidades que suelen acompañar estas labores. Luego supe por testimonios, que todas las personas no eran tratadas de esa manera, tampoco los familiares y amigos y menos aún los visitantes locales o de ascendencia indígena. Los pabellones comenzaban un kilómetro más allá del ingreso. Hasta llegar a ellos nuestros problemas de edad tornaron dificultoso el camino. Incluso yo provoqué, sin advertirlo previamente, el único altercado involuntario: por dolor en una pierna, derivado de la caminata, me senté en una piedra grande, junto a un carcelero varón y armado, de guardia, que amenazó con reaccionar y fue rápidamente convencido por nuestros acompañantes acerca del error y de su motivo. Al final del camino, a la derecha, en uno de los primeros pabellones, nos esperaba Milagro. Ingresamos al área del pabellón -aquí sí se notó que se trataba de una prisión-, pero no a sus dependencias, pues Milagro se hallaba almorzando en un amplio lugar que fungía como patio-jardín conjunto, en compañía de múltiples familiares y amigos que conformaban la mesa más grande del lugar. Recuerdo que ella se levantó de su sitio en la mesa y vino hacia mí; mi vista comenzó a nublarse y nos abrazamos, instante en el cual, ya con lágrimas en mis ojos, le rogué que no me hiciera llorar, emoción que advirtieron mis acompañantes. Por ello, el abrazo duró cierto tiempo, luego del cual reaccioné y pude presentarle a mi esposa. Fuimos invitados a sentarnos en la rueda de la mesa, incluso a comer, con el plato principal de la humita. En la mesa se ubicaba el señor Raúl Noro, esposo de Milagro y cercano a mi edad, con el cual emprendí una conversación muy interesante. Nuestra impresión sobre Milagro, sólo conocida por nosotros gracias a fotografías, también fue una sorpresa: delgada, como haciendo honor al seudónimo con el que todos la tratan, “la flaca”, pero sin parecer demacrada por su situación de prisionera; mucho más joven y bella de lo esperado; un hermoso tipo de mujer indígena, como varios de nuestros amigos jujeños, con su piel tersa y conservada, sin nuestras arrugas. Las fotografías que la muestran en Buenos Aires no le hacen ningún honor, francamente. Sin tratarse de la opinión de un especialista, yo no hallé en la visita rastro alguno de deterioro de carácter o emocional, como parece ser de dominio público. Yo sólo atiné a decirle, como principal sentencia, extendida a una compañera de la organización barrial que conocí allí, que no desespere, que su papel social le había ganado esta persecución gratuita, situación que, según mi apreciación, pronto terminaría, pues el gobierno nacional no podría prolongar un apoyo insostenible a su persecutor provincial. Ella, vivaz, inteligente, me contestó que el “tiempo” trascurre de diversa manera para ella que para mí. Le dije que mi próxima visita trascurriría en su domicilio en la ciudad, invitado por ella. Así nos despedimos.
- El servicio penitenciario de la Provincia de Jujuy se despachó con una atención: nos condujo en un automóvil al lugar donde nos devolvieron nuestros documentos y luego hasta el portón de entrada y salida. La advertencia del comienzo era evidente. Pude comprobar a nuestra salida que gran cantidad de visitantes, incluso políticos y ex funcionarios nacionales, esperaban para visitar a Milagro. Mientras ello ocurría y yo saludaba cortesmente a algún conocido, mi cerebro, a manera de un disco rígido de una computadora, repensaba a toda velocidad mis conclusiones: creo haber conocido tardíamente y en un lugar fuera de contexto, de toda explicación racional, a una mujer, líder local, de una provincia argentina muy particular, Jujuy, transformada poco a poco en figura nacional que, gracias al odio de políticos inescrupulosos y a la estupidez política de burócratas inhábiles para pensar, se transforma otra vez y velozmente en una figura política trasnacional –como alguien anticipó–, símbolo universal para el heroísmo y la discriminación, pagando por ello un precio excesivo. Si viviera, Mercedes Sosa la hubiera cantado en Mujeres argentinas. Lo merece.
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