Temporalidad y atemporalidad en lo traumático de la experiencia del terrorismo de Estado
El
análisis de la figura del otro a perseguir en la represión, sus efectos
en las víctimas y la sociedad, las consecuencias de la metodología del
horror y sus huellas en la subjetividad, la relación entre hechos
actuales y aquellos que se presentan como remotos son aspectos que
siguen convocando a una reflexión a más de cuatro décadas del golpe.
(Imagen: Télam)
El
terrorismo de Estado que tuvo lugar en la Argentina durante los años 70
y 80 dejó secuelas en el plano político, económico, social y cultural
cuyo alcance trascendió ampliamente los años de su implementación.
Destinado a instalarse como dispositivo de control social para la
implementación de modelos económicos de exclusión que habrían de generar
una profunda concentración económica en desmedro de muchos y en
beneficio de muy pocos, el llamado Proceso de Reorganización Nacional
apuntó a la desarticulación de los lazos sociales y redes solidarias. El
secuestro, la desaparición de personas, su confinamiento en Centros
Clandestinos de Detención, la tortura, el robo de bebés, la cárcel, y el
asesinato masivo y oculto de detenidos-desaparecidos, fueron moneda
corriente en un país en el cual el poder necesitaba de una población
anestesiada y aterrorizada.
En
ese contexto, muchas fueron sin embargo las respuestas generadas,
directamente proporcionales a la magnitud del terror sembrado y se fue
afianzando así el reclamo y organización de diferentes expresiones del
movimiento de derechos humanos en la Argentina y otros actores sociales,
en una lucha ejemplar e innovadora.
En ese recorrido nuevos sentidos fueron resignificando constructos
teóricos que interrogaban una realidad que se constituía como inasible e
inenarrable. ¿Cómo pudo ser? Fue el interrogante que instalaba
claramente, entre otras, la pregunta por la condición humana y que
aparecía como necesaria frente al intento de tramitación de prácticas
aberrantes sufridas en forma directa por algunos sectores que se dieron
en llamar “víctimas o afectados directos”, y que aunque aparecía como
pretendidamente ajena para otros, alcanzaba en sus consecuencias al
conjunto de la sociedad.
El
análisis de la figura del otro a perseguir en las distintas etapas de
la represión, sus efectos en las víctimas y en la sociedad, el recorrido
en la consolidación de los diferentes discursos preponderantes según el
momento histórico, las consecuencias de la metodología del horror, sus
huellas en la subjetividad, la intersección entre lo individual y lo
social, la relación directa entre hechos de la actualidad y aquellos que
se presentan como remotos, son algunos de los aspectos que nos siguen
convocando a una reflexión a más de cuarenta años del golpe y que atañen
a la vigencia de sus derivaciones.
En las directivas secretas que impartían las Fuerzas Armadas a sus
tropas para las instrucciones en la metodología represiva estaba
específicamente desarrollada la acción psicológica a impulsar tanto en
relación a los “blancos específicos” como hacia el conjunto de la
población. En el “Documento Final” que la Junta Militar dio a conocer
antes de entregar el poder, afirmaba que el accionar llevado a cabo en
las operaciones realizadas habían constituido “actos de servicio”.
Slavoj Zizek plantea, tomando “la figura de los judíos en el discurso nazi”, que “cuanto más se los exterminaba, cuanto más se reducía su número, más peligroso se volvía el resto, como si la amenaza creciera proporcionalmente a su disminución en la realidad”.
En una entrevista realizada al entonces general Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en noviembre de 1983 por el semanario español Tiempo, éste se responsabilizó solo él mismo de la desaparición de cinco mil personas y reconoció que algunas habían sido enterradas como N.N. En ese reportaje calificó como útiles las desapariciones y consideró que “no desaparecieron personas sino subversivos” agregando, respecto a los niños, que había que evitar que fueran criados por sus padres porque los iban a educar “en la subversión”.
Los procesos judiciales que investigan los delitos aberrantes cometidos por el terrorismo de Estado ponen de relieve la cuestión de la temporalidad y las consecuencias subjetivas a través del despliegue de los testimonios, el rol de los testigos, el estatuto de verdad, su valor desde la lógica del discurso jurídico frente al carácter clandestino de la represión, la imposibilidad de decirlo todo y la constitución del sujeto y sus marcas.
La asunción por parte del Estado de la responsabilidad en las prácticas represivas y sus implicancias introdujo una dimensión reparatoria que permite la visibilización de aspectos de esas secuelas otrora no explorados. La memoria colectiva, articulada en sinnúmero de memorias singulares, se expresa como entramado necesario en torno a las marcas de una sociedad que aún se encuentra reponiendo el texto de un discurso en el contexto de una historia del que fue arrebatado.
La temporalidad lógica en relación a los procesos traumáticos adquiere una dimensión diferente a la cronológica. Sigmund Freud planteaba, respecto de los procesos inconscientes, que son atemporales, es decir: “no están ordenados con arreglo al tiempo, no se modifican por el transcurso de éste”. La inclusión de la singularidad del sujeto con frecuencia diluida en lo colectivo de los procesos históricos alcanza así una significación particular.
Como se afirma en El terrorismo de Estado en la Argentina (Bayer et al. IEM, 2010), el golpe de Estado de 1976 “se focaliza en el cambio de las relaciones sociales de producción que se genera a partir de la aplicación de las primeras medidas neoliberales para aggiornar la sociedad al capitalismo de época. Así los principales métodos por medio de los cuales se construye el neoliberalismo en nuestro país fueron la impunidad y el terror sistemáticamente organizado por parte del Estado”. Esta metodología sistematizó en la Argentina la desaparición forzada de personas.
Hoy se repone en el escenario de los juicios, a través de los testimonios de quienes atravesaron el horror de los campos de concentración y de los familiares de las víctimas, el relato que había sido arrancado de la memoria de la sociedad. Se describen esos confines que sembraron de muerte el suelo argentino, negados de toda legalidad, en los que se aplicaba la tortura más descarnada, con procedimientos clandestinos y lugares de muerte en donde el sujeto era sometido a la condición de puro objeto, y en donde mujeres embarazadas daban a luz en circunstancias deplorables a sus bebés que pasaban a formar parte del botín de guerra de sus desaparecedores. En la transmisión de las víctimas, en el marco de una instancia que tiene como propósito sancionar delitos que ofenden a la humanidad toda, resuena aquello que durante años la sociedad no pudo escuchar. Y ese discurso otrora marginado institucionaliza una realidad que, negada, inscribe sin cesar sus efectos en el cuerpo y el alma de la sociedad afectada.
Parada allí en esas filas pobladas de seres enjutos y consumidos, con los ojos vendados y cadenas en los pies, muertos de hambre, de frío, semidesnudos, muertos en vida, en el medio de un olor nauseabundo que ya no sentíamos y sólo adivinábamos por los dichos de los guardias, pensaba que si alguna vez salía de allí tenía que contar lo que sucedía, lo que se podía vivir en el submundo de un sótano de la incivilización.
¿Y cómo contarlo? ¿Cómo poner palabras que recubran la magnitud de lo traumático? ¿Cómo describir limitados por el lenguaje el padecimiento del cuerpo? ¿Cómo alguien podría concebir tan siquiera que eso inimaginable, intransferible, podía estar pasando en algún lado?
Ni bien nos ingresaban al centro clandestino de detención nos ponían una letra y un número y no podíamos decir nuestros nombres. Todo estaba prohibido. No se podía expresar ningún sentimiento, no se podía hablar, no se podía llorar, no se podía reír, no se podía ver –estábamos con los ojos vendados–, no se podía caminar –teníamos cadenas en los pies–, no se podía ir al baño. Muertos en vida, alejados del funcionamiento de un mundo que seguía rodando, escuchábamos desde el interior del campo los ruidos de los colectivos y de los autos, las bocinas, los cánticos de los simpatizantes de los clubes de fútbol. Por debajo de la venda, parada en el piso de la Enfermería adonde me llevaban para ponerme Merthiolate –en marcas que, como me dijo el médico prisionero obligado a realizar trabajo esclavo, no se me iban a ir nunca porque eran marcas de tortura, picana, quemaduras de cigarrillo– veía por debajo de la venda el reflejo de la luz del sol que entraba por un ventiluz y las sombras de transeúntes que pasaban por allí. Tan cerca y tan lejos de la vida, muertos en vida, sabiendo que nuestros familiares nos buscaban y sin que pudieran saber que allí estábamos, vivos aún aunque en la muerte, camino a la muerte pero aún vivos, sin pertenecer ya al mundo de los vivos y tampoco al de los muertos.
Las madres, los familiares buscaban y buscaban sin cesar a sus hijos. La existencia de su familiar desaparecido se detenía en el tiempo, sin estatuto. Si se lo daba por muerto se estaba “matando” simbólicamente a ese ser que podía estar vivo. Si se lo esperaba vivo, no habría de llegar nunca.
Mientras tanto cada uno intentaba tramitar de manera singular aquel agujero inescrutable, buscando a sus seres queridos en los rostros de sus nietos, hijos de sus hijos, o en la impronta de sus compañeros. Se fueron inventando modos de “recuperar” a los desaparecidos, de rescatarlos simbólicamente de las tinieblas de la desaparición. Muchos hijos de esa generación portan los nombres de los que no están.
De eso se trata la desaparición, de un intento de simbolizar, de inscribir a través de ritos culturales esa presencia permanente de una ausencia.
Mientras estuve secuestrada pensaba todo el tiempo en mis seres queridos, amigos, compañeros. El riesgo de que les pasara lo mismo era cotidiano. El tránsito por la muerte, lo siniestro de la metodología implementada tenía esos efectos. A cualquiera le podía pasar. El tiempo. El tiempo pasaba dolorosamente para los que nos buscaban y era una eternidad en la experiencia mortificante del campo en donde parecía detenido en el hambre, el sufrimiento, la incertidumbre, los tormentos.
Contaba lenta y mentalmente: uno, dos, tres…, así hasta 60, para formar con los segundos, minutos y con los minutos, horas que sirvieran para aplacar el hambre desesperante. A veces traían la comida tan caliente que no alcanzaba a comerla antes de que se la llevaran, y así empezaba entonces a contar de nuevo esperando la ración de la noche y el ruido del carrito con los platos de metal que anunciaba los aprontes del nuevo “reparto”.
En las audiencias de los juicios, el tiempo pasado de la penuria que es traída al presente, acaecida 40 años atrás, cobra la dimensión de una presencia traumática que puede tener, entre otros, un efecto aliviador, reparador para ese sujeto del lenguaje que intenta hablar de lo que no puede ser dicho. A la imposibilidad de nombrar la cosa se suma la dimensión de lo traumático.
Fui torturada durante horas y horas que formaban días y días. Todo allí era una tortura permanente. Puedo hablar y hablar de la vida en el campo de concentración, de la muerte en el campo de concentración. Puedo decir de la tortura propia y ajena. Del dolor en el cuerpo atormentado y de lo insoportable de escuchar los gritos de otros, pares, semejantes, que eran torturados día y noche en los llamados ‘quirófanos’, salas de tortura, que estaban contiguas a las celdas. Sin embargo todo lo que diga acerca de la tortura es poco. Sobreviene siempre la impotencia de no poder transmitir la mortificación del cuerpo ni el padecimiento del alma. Los represores nos referían permanentemente que ellos eran los dueños del tiempo: ‘nadie sabe dónde estás’, ‘tenemos todo el tiempo del mundo’, ‘cuando yo me vaya vendrá otro, y otro, y otro…’ y así sucesivamente.
No hay tiempo límite tampoco para lo traumático. Tiene connotaciones perdurables en el presente de cada sujeto y en el común de la sociedad. Y esto es así tanto desde la atemporalidad mencionada en torno a la subjetividad, como en relación al ámbito de la justicia por tratarse de delitos imprescriptibles. Son crímenes que ofenden a la humanidad, no tienen vencimiento, y la desaparición lo es. Su particularidad reside, además, en que se torna en esa presencia sostenida de una ausencia.
Frente a la “solución final” hallada por los represores para deshacerse de los cuerpos a través de los llamados “vuelos de la muerte”, mediante los cuales arrojaban a los prisioneros vivos desde aviones al mar, perpetuando para siempre, indefinidamente, la desaparición, hubo una respuesta también para siempre de quienes sostuvieron esa búsqueda, esos reclamos de justicia, esa lucha, esos modos de hacer con ese agujero negro. Así cobra actualidad un pasado cuyas derivaciones permanentes involucran inclusive a generaciones que no vivieron esos años y aún a generaciones venideras.
El significante inscripto en la piedra. La letra como soporte. Si la muerte no tiene inscripción psíquica, ¿cómo inscribir algo de la desaparición si no a través de un intento permanente cuya condición es precisamente ésa, que no cesa de no inscribirse?
Te busqué siempre. En los rostros y abrazos de otras madres, en las miradas de nuestros hijos, en las fotos del recuerdo. Te imaginé en cantidad de situaciones de la vida cotidiana y te abracé una y mil veces y te lloré otras, muchas, frente a la ausencia. Te soñé una y otra vez, volvías de la desaparición, pero no te quedabas. Te inventé. Quise infinitas veces formularte preguntas que no he podido ni siquiera pronunciar. Pero siguen como interrogantes que se constituyen en enigmas en tanto no logran volverse enunciados. No hay sujeto de la enunciación que formule ni sujeto para responder.
La figura del desaparecido que retorna en el recuerdo pone sobre el tapete la actualidad de la desaparición. Dijo una madre al testimoniar en un juicio sobre su hija ausente: “no hay día que no despierte pensando en ella”.
Muchas veces me pregunté qué habría sentido ella en el campo de concentración, en qué pensamientos se refugiaría en el transcurso de esas horas interminables de aflicción, incluso pensé que seguramente sólo allí habrá podido dilucidar, de la peor manera, lo que intenté contarle cuando le relaté, como pude, lo que me habían hecho a mí en ‘el campo’. ‘Hubiera querido abrazarte fuertemente y sentarte a upa mío como cuando eras pequeña’, me escribió en una carta poco antes de su desaparición. Estando secuestrada, era casi una obsesión pensar, temer que lo peor que podría sucederle a alguno de mis seres queridos, a cualquier persona, era eso que luego le sucedió a mi madre.
La importancia del proceso del duelo y los rituales que a lo largo de la historia de la humanidad se han ido elaborando tienen su expresión en creencias, instituciones, ritos, usos y costumbres propios de la necesidad del hombre de construir respuestas frente a lo enigmático de su condición de ser mortal y hablante. Ante la figura de la desaparición que generó en la Argentina el histórico nacimiento de las Madres de Plaza de Mayo – que se proponen paridas por sus hijos– resulta paradójica la forma que tomaban las más antiguas sepulturas exploradas que se conocen, de la época paleolítica: los muertos eran colocados con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en sus brazos, como en un sueño del que luego despertarían en una resurrección ulterior. En el antiguo Egipto se aseguraba “el reposo de sus difuntos instalándolos en abrigos indestructibles de granito […] un recinto fresco en un país ardiente, y un reposo profundo, a esto tenían derecho los que habían entrado en otra tierra” (Nicolay, Fernando. Historia de las creencias. Anaconda, 1946).
Los familiares de los desaparecidos fueron privados de sus seres queridos y de los ritos que pudieran simbolizar esa pérdida: el rito de despedida, el del velatorio, el de la sepultura, el de la inscripción del nombre en la piedra, epitafios, lutos, oraciones, flores. Esto fue así independientemente de las creencias que pudieran sustentarlos, que tienen su origen en las culturas antiguas, e independientemente de la modalidad adoptada por cada uno en ese acto simbólico.
Los testimonios sobre el horror nos hablan del concepto de pulsión de muerte que Freud situó como aquello inherente a las guerras, la persecución, el malestar en la cultura. En la reescritura de esa porción de la historia desafectada de su tiempo histórico y actualizada por el testigo en el momento en que transita por su testimonio, cada relato singular reconstruye una porción de verdad de todos y nos advierte sobre la necesidad de acotar, desde la conceptualización de Lacan, ese goce oscuro de los personeros de la muerte, lo que la torna de una actualidad indiscutible en cualquier lugar del planeta.
Esa verdad develada hasta donde eso es posible en la instancia misma del discurso, tiene efectos. La dimensión de ser humano en la mortificación de su existencia habla en ésos y otros escenarios, y es a su vez testimonio vivo que en tanto insiste, materializa no sólo el acto de justicia –y en él, el intento de reparación– sino además la promoción de uno de los valores supremos agraviados: la vida y la dignidad humanas.
* Psicoanalista. Docente en la UBA. El presente artículo es una adaptación del publicado en el libro De la cercanía emocional a la distancia histórica. (Re)presentaciones del terrorismo de Estado, 40 años después
(Reati, Fernando y Cannavacciuolo, Margherita, comp. Prometeo Libros, 2016).
Slavoj Zizek plantea, tomando “la figura de los judíos en el discurso nazi”, que “cuanto más se los exterminaba, cuanto más se reducía su número, más peligroso se volvía el resto, como si la amenaza creciera proporcionalmente a su disminución en la realidad”.
En una entrevista realizada al entonces general Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en noviembre de 1983 por el semanario español Tiempo, éste se responsabilizó solo él mismo de la desaparición de cinco mil personas y reconoció que algunas habían sido enterradas como N.N. En ese reportaje calificó como útiles las desapariciones y consideró que “no desaparecieron personas sino subversivos” agregando, respecto a los niños, que había que evitar que fueran criados por sus padres porque los iban a educar “en la subversión”.
Los procesos judiciales que investigan los delitos aberrantes cometidos por el terrorismo de Estado ponen de relieve la cuestión de la temporalidad y las consecuencias subjetivas a través del despliegue de los testimonios, el rol de los testigos, el estatuto de verdad, su valor desde la lógica del discurso jurídico frente al carácter clandestino de la represión, la imposibilidad de decirlo todo y la constitución del sujeto y sus marcas.
La asunción por parte del Estado de la responsabilidad en las prácticas represivas y sus implicancias introdujo una dimensión reparatoria que permite la visibilización de aspectos de esas secuelas otrora no explorados. La memoria colectiva, articulada en sinnúmero de memorias singulares, se expresa como entramado necesario en torno a las marcas de una sociedad que aún se encuentra reponiendo el texto de un discurso en el contexto de una historia del que fue arrebatado.
La temporalidad lógica en relación a los procesos traumáticos adquiere una dimensión diferente a la cronológica. Sigmund Freud planteaba, respecto de los procesos inconscientes, que son atemporales, es decir: “no están ordenados con arreglo al tiempo, no se modifican por el transcurso de éste”. La inclusión de la singularidad del sujeto con frecuencia diluida en lo colectivo de los procesos históricos alcanza así una significación particular.
Como se afirma en El terrorismo de Estado en la Argentina (Bayer et al. IEM, 2010), el golpe de Estado de 1976 “se focaliza en el cambio de las relaciones sociales de producción que se genera a partir de la aplicación de las primeras medidas neoliberales para aggiornar la sociedad al capitalismo de época. Así los principales métodos por medio de los cuales se construye el neoliberalismo en nuestro país fueron la impunidad y el terror sistemáticamente organizado por parte del Estado”. Esta metodología sistematizó en la Argentina la desaparición forzada de personas.
Hoy se repone en el escenario de los juicios, a través de los testimonios de quienes atravesaron el horror de los campos de concentración y de los familiares de las víctimas, el relato que había sido arrancado de la memoria de la sociedad. Se describen esos confines que sembraron de muerte el suelo argentino, negados de toda legalidad, en los que se aplicaba la tortura más descarnada, con procedimientos clandestinos y lugares de muerte en donde el sujeto era sometido a la condición de puro objeto, y en donde mujeres embarazadas daban a luz en circunstancias deplorables a sus bebés que pasaban a formar parte del botín de guerra de sus desaparecedores. En la transmisión de las víctimas, en el marco de una instancia que tiene como propósito sancionar delitos que ofenden a la humanidad toda, resuena aquello que durante años la sociedad no pudo escuchar. Y ese discurso otrora marginado institucionaliza una realidad que, negada, inscribe sin cesar sus efectos en el cuerpo y el alma de la sociedad afectada.
Parada allí en esas filas pobladas de seres enjutos y consumidos, con los ojos vendados y cadenas en los pies, muertos de hambre, de frío, semidesnudos, muertos en vida, en el medio de un olor nauseabundo que ya no sentíamos y sólo adivinábamos por los dichos de los guardias, pensaba que si alguna vez salía de allí tenía que contar lo que sucedía, lo que se podía vivir en el submundo de un sótano de la incivilización.
¿Y cómo contarlo? ¿Cómo poner palabras que recubran la magnitud de lo traumático? ¿Cómo describir limitados por el lenguaje el padecimiento del cuerpo? ¿Cómo alguien podría concebir tan siquiera que eso inimaginable, intransferible, podía estar pasando en algún lado?
Ni bien nos ingresaban al centro clandestino de detención nos ponían una letra y un número y no podíamos decir nuestros nombres. Todo estaba prohibido. No se podía expresar ningún sentimiento, no se podía hablar, no se podía llorar, no se podía reír, no se podía ver –estábamos con los ojos vendados–, no se podía caminar –teníamos cadenas en los pies–, no se podía ir al baño. Muertos en vida, alejados del funcionamiento de un mundo que seguía rodando, escuchábamos desde el interior del campo los ruidos de los colectivos y de los autos, las bocinas, los cánticos de los simpatizantes de los clubes de fútbol. Por debajo de la venda, parada en el piso de la Enfermería adonde me llevaban para ponerme Merthiolate –en marcas que, como me dijo el médico prisionero obligado a realizar trabajo esclavo, no se me iban a ir nunca porque eran marcas de tortura, picana, quemaduras de cigarrillo– veía por debajo de la venda el reflejo de la luz del sol que entraba por un ventiluz y las sombras de transeúntes que pasaban por allí. Tan cerca y tan lejos de la vida, muertos en vida, sabiendo que nuestros familiares nos buscaban y sin que pudieran saber que allí estábamos, vivos aún aunque en la muerte, camino a la muerte pero aún vivos, sin pertenecer ya al mundo de los vivos y tampoco al de los muertos.
Las madres, los familiares buscaban y buscaban sin cesar a sus hijos. La existencia de su familiar desaparecido se detenía en el tiempo, sin estatuto. Si se lo daba por muerto se estaba “matando” simbólicamente a ese ser que podía estar vivo. Si se lo esperaba vivo, no habría de llegar nunca.
Mientras tanto cada uno intentaba tramitar de manera singular aquel agujero inescrutable, buscando a sus seres queridos en los rostros de sus nietos, hijos de sus hijos, o en la impronta de sus compañeros. Se fueron inventando modos de “recuperar” a los desaparecidos, de rescatarlos simbólicamente de las tinieblas de la desaparición. Muchos hijos de esa generación portan los nombres de los que no están.
De eso se trata la desaparición, de un intento de simbolizar, de inscribir a través de ritos culturales esa presencia permanente de una ausencia.
Mientras estuve secuestrada pensaba todo el tiempo en mis seres queridos, amigos, compañeros. El riesgo de que les pasara lo mismo era cotidiano. El tránsito por la muerte, lo siniestro de la metodología implementada tenía esos efectos. A cualquiera le podía pasar. El tiempo. El tiempo pasaba dolorosamente para los que nos buscaban y era una eternidad en la experiencia mortificante del campo en donde parecía detenido en el hambre, el sufrimiento, la incertidumbre, los tormentos.
Contaba lenta y mentalmente: uno, dos, tres…, así hasta 60, para formar con los segundos, minutos y con los minutos, horas que sirvieran para aplacar el hambre desesperante. A veces traían la comida tan caliente que no alcanzaba a comerla antes de que se la llevaran, y así empezaba entonces a contar de nuevo esperando la ración de la noche y el ruido del carrito con los platos de metal que anunciaba los aprontes del nuevo “reparto”.
En las audiencias de los juicios, el tiempo pasado de la penuria que es traída al presente, acaecida 40 años atrás, cobra la dimensión de una presencia traumática que puede tener, entre otros, un efecto aliviador, reparador para ese sujeto del lenguaje que intenta hablar de lo que no puede ser dicho. A la imposibilidad de nombrar la cosa se suma la dimensión de lo traumático.
Fui torturada durante horas y horas que formaban días y días. Todo allí era una tortura permanente. Puedo hablar y hablar de la vida en el campo de concentración, de la muerte en el campo de concentración. Puedo decir de la tortura propia y ajena. Del dolor en el cuerpo atormentado y de lo insoportable de escuchar los gritos de otros, pares, semejantes, que eran torturados día y noche en los llamados ‘quirófanos’, salas de tortura, que estaban contiguas a las celdas. Sin embargo todo lo que diga acerca de la tortura es poco. Sobreviene siempre la impotencia de no poder transmitir la mortificación del cuerpo ni el padecimiento del alma. Los represores nos referían permanentemente que ellos eran los dueños del tiempo: ‘nadie sabe dónde estás’, ‘tenemos todo el tiempo del mundo’, ‘cuando yo me vaya vendrá otro, y otro, y otro…’ y así sucesivamente.
No hay tiempo límite tampoco para lo traumático. Tiene connotaciones perdurables en el presente de cada sujeto y en el común de la sociedad. Y esto es así tanto desde la atemporalidad mencionada en torno a la subjetividad, como en relación al ámbito de la justicia por tratarse de delitos imprescriptibles. Son crímenes que ofenden a la humanidad, no tienen vencimiento, y la desaparición lo es. Su particularidad reside, además, en que se torna en esa presencia sostenida de una ausencia.
Frente a la “solución final” hallada por los represores para deshacerse de los cuerpos a través de los llamados “vuelos de la muerte”, mediante los cuales arrojaban a los prisioneros vivos desde aviones al mar, perpetuando para siempre, indefinidamente, la desaparición, hubo una respuesta también para siempre de quienes sostuvieron esa búsqueda, esos reclamos de justicia, esa lucha, esos modos de hacer con ese agujero negro. Así cobra actualidad un pasado cuyas derivaciones permanentes involucran inclusive a generaciones que no vivieron esos años y aún a generaciones venideras.
El significante inscripto en la piedra. La letra como soporte. Si la muerte no tiene inscripción psíquica, ¿cómo inscribir algo de la desaparición si no a través de un intento permanente cuya condición es precisamente ésa, que no cesa de no inscribirse?
Te busqué siempre. En los rostros y abrazos de otras madres, en las miradas de nuestros hijos, en las fotos del recuerdo. Te imaginé en cantidad de situaciones de la vida cotidiana y te abracé una y mil veces y te lloré otras, muchas, frente a la ausencia. Te soñé una y otra vez, volvías de la desaparición, pero no te quedabas. Te inventé. Quise infinitas veces formularte preguntas que no he podido ni siquiera pronunciar. Pero siguen como interrogantes que se constituyen en enigmas en tanto no logran volverse enunciados. No hay sujeto de la enunciación que formule ni sujeto para responder.
La figura del desaparecido que retorna en el recuerdo pone sobre el tapete la actualidad de la desaparición. Dijo una madre al testimoniar en un juicio sobre su hija ausente: “no hay día que no despierte pensando en ella”.
Muchas veces me pregunté qué habría sentido ella en el campo de concentración, en qué pensamientos se refugiaría en el transcurso de esas horas interminables de aflicción, incluso pensé que seguramente sólo allí habrá podido dilucidar, de la peor manera, lo que intenté contarle cuando le relaté, como pude, lo que me habían hecho a mí en ‘el campo’. ‘Hubiera querido abrazarte fuertemente y sentarte a upa mío como cuando eras pequeña’, me escribió en una carta poco antes de su desaparición. Estando secuestrada, era casi una obsesión pensar, temer que lo peor que podría sucederle a alguno de mis seres queridos, a cualquier persona, era eso que luego le sucedió a mi madre.
La importancia del proceso del duelo y los rituales que a lo largo de la historia de la humanidad se han ido elaborando tienen su expresión en creencias, instituciones, ritos, usos y costumbres propios de la necesidad del hombre de construir respuestas frente a lo enigmático de su condición de ser mortal y hablante. Ante la figura de la desaparición que generó en la Argentina el histórico nacimiento de las Madres de Plaza de Mayo – que se proponen paridas por sus hijos– resulta paradójica la forma que tomaban las más antiguas sepulturas exploradas que se conocen, de la época paleolítica: los muertos eran colocados con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en sus brazos, como en un sueño del que luego despertarían en una resurrección ulterior. En el antiguo Egipto se aseguraba “el reposo de sus difuntos instalándolos en abrigos indestructibles de granito […] un recinto fresco en un país ardiente, y un reposo profundo, a esto tenían derecho los que habían entrado en otra tierra” (Nicolay, Fernando. Historia de las creencias. Anaconda, 1946).
Los familiares de los desaparecidos fueron privados de sus seres queridos y de los ritos que pudieran simbolizar esa pérdida: el rito de despedida, el del velatorio, el de la sepultura, el de la inscripción del nombre en la piedra, epitafios, lutos, oraciones, flores. Esto fue así independientemente de las creencias que pudieran sustentarlos, que tienen su origen en las culturas antiguas, e independientemente de la modalidad adoptada por cada uno en ese acto simbólico.
Los testimonios sobre el horror nos hablan del concepto de pulsión de muerte que Freud situó como aquello inherente a las guerras, la persecución, el malestar en la cultura. En la reescritura de esa porción de la historia desafectada de su tiempo histórico y actualizada por el testigo en el momento en que transita por su testimonio, cada relato singular reconstruye una porción de verdad de todos y nos advierte sobre la necesidad de acotar, desde la conceptualización de Lacan, ese goce oscuro de los personeros de la muerte, lo que la torna de una actualidad indiscutible en cualquier lugar del planeta.
Esa verdad develada hasta donde eso es posible en la instancia misma del discurso, tiene efectos. La dimensión de ser humano en la mortificación de su existencia habla en ésos y otros escenarios, y es a su vez testimonio vivo que en tanto insiste, materializa no sólo el acto de justicia –y en él, el intento de reparación– sino además la promoción de uno de los valores supremos agraviados: la vida y la dignidad humanas.
* Psicoanalista. Docente en la UBA. El presente artículo es una adaptación del publicado en el libro De la cercanía emocional a la distancia histórica. (Re)presentaciones del terrorismo de Estado, 40 años después
(Reati, Fernando y Cannavacciuolo, Margherita, comp. Prometeo Libros, 2016).
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