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La
saga de los temibles Fujimori
Gianni
Proiettis
ALAI
AMLATINA, 22/11/2017.- ¿Puede una sola familia paralizar la
dinámica política
de toda una nación, ocupar el centro de las instituciones y
establecer un
gobierno paralelo, doblegando al verdadero ejecutivo?
Si
la familia se llama Fujimori y el país es el Perú, la respuesta
es sí.
Desde
que perdió las elecciones presidenciales en junio del año
pasado, pero ganando
la mayoría absoluta en el Congreso, Keiko Fujimori, hija del
ex-dictador preso
por crímenes de lesa humanidad, ha hecho de todo –y con bastante
éxito- para
obstaculizar al gobierno de Pedro Pablo Kuczynski (PPK),
privándolo de sus
mejores secretarios y revelando la fragilidad de un gobierno de
tecnócratas sin
ninguna habilidad política.
El
patológico resentimiento de Keiko por haberse visto privada –¡y
por un
irrisorio 0.24 por ciento!- de una presidencia que ya se sentía
en el bolsillo
luego de dos costosísimas campañas, se ha traducido en quince
meses de feroz
boicot a la actividad del ejecutivo y en un uso prepotente y
matonesco de su
mayoría absoluta en el Congreso unicameral de 130 diputados.
“Banda
de cavernícolas irreflexivos”, “monos con metralletas” han sido
definido los 71
congresistas naranja –el color de su partido, Fuerza Popular-
dedicados a
interpelar y censurar, insultándolos, a los miembros más
competentes del
gobierno –ya van cuatro bajas de secretarios, más un entero
gabinete- por pura
tirria. Su única actividad ha consistido en promover leyes
retrógradas, como la
que desprotege a las mujeres víctimas de violencia y a la
comunidad gay o la
que reserva generosas exenciones fiscales a las grandes
empresas, provocando un
clima de inestabilidad e ingobernabilidad que no ayuda a la
necesaria
recuperación económica.
Lloviendo
sobre lo mojado, las inundaciones al inicio del año causadas por
el fenómeno
del Niño costero, que han arrasado vastas regiones del norte del
país, y los
estragos políticos consecuencia de los graduales descubrimientos
del caso
Odebrecht –con el ex-presidente Ollanta Humala y su ex-primera
dama
encarcelados, el ex-presidente Alejandro Toledo y señora
prófugos de la justicia,
pasos en la azotea para el blindadísimo Alan García y la propia
Keiko Fujimori-
han agravado el sentimiento de decepción por el primer año de
gobierno de PPK.
Un
exordio de gobierno tan débil y genuflexo frente a las
vengativas pataletas de
la señora Fujimori, que explica las razones de la estrepitosa
caída de
popularidad del actual presidente.
En
cambio, la irresistible ascensión de los Fujimori –a pesar de
que su patriarca
se encuentra condenado a 25 años de cárcel por los crímenes
cometidos (y a la
vigilia de una posible excarcelación)- no ha parado desde final
de los 80,
cuando un oscuro rector de la Universidad Agraria La Molina
irrumpió en la
política y ganó la presidencia a un contrincante tan famoso como
Mario Vargas
Llosa.
La
ilusión de que un outsider de la política pudiera sacar al país
de la gravísima
crisis provocada por la primera presidencia de Alan García, duró
muy poco
tiempo. El 5 de abril de 1992 –a menos de dos años de asumir la
presidencia-
Alberto Fujimori, con un repentino autogolpe, instaura una
dictadura que parece
inspirada en un shogunato japonés y dura hasta final del 2000,
gracias a una
reelección fraudulenta.
Es
casi una década de suspensión de las libertades fundamentales,
cierre del
Congreso, cirugía institucional (imposición de una nueva
Constitución,
instauración de un legislativo unicameral a modo, intervención
del poder
judicial), represión o cooptación de todas las oposiciones,
estallido de una
guerra sucia en contra de Sendero Luminoso que causará miles de
muertos inocentes,
comunidades exterminadas por el ejército, corrupción galopante a
todos los
niveles (famosos los videos de Vladimiro Montesinos, el Rasputín
del régimen,
que filmaba las coimas a muchos diputados), colusión con el
narcotráfico (un
avión presidencial “cachado” con 176 kilos de cocaína no es cosa
de todos los
días), saqueo de las arcas públicas (se calcula por 6mil
millones de dólares),
millares de esterilizaciones forzadas en las regiones andinas y
un largo
etcétera de infamias.
Hay
crímenes particularmente repugnantes en la trayectoria
autocrática de Alberto
Fujimori. Cuando su mujer, Susana Higuchi, denuncia que sus
cuñadas se han
apropiado de las ayudas humanitarias llegadas de Japón, el
dictador la hace
secuestrar y detener por cuatro meses en el Servicio de
Inteligencia del
Ejército, donde recibió golpizas, le aplicaron choques
eléctricos y le
inyectaron sustancias desconocidas. Susana Higuchi, quien
declaró en una
ocasión que su hija Keiko “tiene cara de diablo”, quedó
incapacitada mentalmente
de por vida. Lejos de asumir la defensa de la madre, los hijos
guardaron un
silencio cómplice y Keiko, la futura líder despótica y
hambrienta de poder,
asumió gustosa el papel de primera dama al lado del padre.
Sin
embargo, los crímenes del ex-dictador –“errores” según su hija
mayor- van mucho
más allá de mandar torturar a su esposa y estrangular a la
democracia. La
creación del grupo Colina, una banda de sicarios utilizados para
ejecutar
disidentes y adversarios incómodos, conllevó una serie de
matanzas totalmente
injustificadas como las de La Cantuta (un profesor universitario
y nueve
estudiantes secuestrados, torturados y ejecutados por
sospechosos de simpatías
senderistas) y Barrios Altos (15 personas que participaban en
una fiesta, entre
los cuales un niño de 8 años, asesinadas por equivocación,
creyéndolos
terroristas).
La
parte descendente de la parábola fujimorista, no exenta de
connotaciones
novelescas, empieza el 19 noviembre del 2000, cuando el todavía
presidente del
Perú, tras viajar a Brunei para una reunión de la APEC, renuncia
al cargo vía
fax desde Japón, donde, con la protección de la poderosa Yakuza,
postula
infructuosamente al Senado japonés. Sus fechorías, ya
inocultables, rebalsan la
cloaca en que se han convertido las principales instituciones
del Perú.
Capturado
en 2005, en ocasión de un imprudente viaje a Chile, y
extraditado dos años
después, Alberto Fujimori fue condenado, luego de un juicio
impecable, a 25
años de prisión por los delitos de asesinato con alevosía,
secuestro agravado,
lesiones graves, más otros siete años y medio de cárcel por
peculado doloso,
apropiación de fondos públicos y falsedad ideológica en agravio
del estado.
Aunque no haya nunca manifestado el mínimo arrepentimiento por
los crímenes
cometidos ni haya desembolsado un solo centavo de los 16
millones de dólares
que debe por reparación civil, el ex-dictador sigue mendigando
un indulto
humanitario con cualquier presidente en turno. Hasta ahora el
indulto, que se
apoya en un discutible cáncer a la lengua, ha sido
constantemente denegado.
Sin
embargo, últimamente el presidente Kuczynski, haciendo caso
omiso de que fueron
los arraigados sentimientos antifujimoristas los que lo llevaron
a la
presidencia, parece orientado a concederlo.
Paradójicamente,
un Fujimori indultado es lo que menos le conviene a su hija
Keiko, quien vería
inevitablemente mermado su actual liderazgo, ya amenazado por su
hermano Kenji,
imagen del hijo fiel, que pide explícitamente la liberación del
padre y critica
todas las iniciativas legislativas de su propia bancada al punto
de arriesgar
la expulsión del partido.
Sea
como sea, los Fujimori no paran de ocupar las primeras planas,
ya sea que se
trate de los disparates de Kenji, las lamentaciones carcelarias
del patriarca o
las amenazas de Keiko quien, salpicada por las revelaciones de
Marcelo
Odebrecht relativas al financiamiento oculto de sus campañas
electorales, está
embistiendo a la cúspide del poder judicial con un atrevido
contraataque que
sacude hasta los cimientos de la institucionalidad democrática.
Si
se suman a las arremetidas en contra del Tribunal Constitucional
y del fiscal
de la Nación, el amedrentamiento a la prensa, amenazada de
denuncias penales, y
los ataques reiterados al propio presidente Kuczynski, cobra
vigencia la
inquietante afirmación del politólogo Nelson Manrique: “El
principal desafío
que afronta la democracia peruana hoy es la ofensiva del
fujimorismo, que busca
destruir la débil institucionalidad existente para asegurar la
impunidad de
Keiko Fujimori”.
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