El monstruo de la corrupción
Por Samantha San Romé y Fernando San Romé
Un monstruo impreciso asusta hoy
a la sociedad argentina: la corrupción. Todos lo hemos consensuado como
“nuestro antagonista”, pero ¿cómo dirigimos el enfrentamiento? ¿Con qué
estrategias y protagonistas combatimos su monstruosidad?
El concepto de corrupción está
anclado casi siempre a la desviación de la conducta de los funcionarios,
que, habiendo sido elegidos para conseguir el bien común de la
sociedad, dirigen sus actos hacia el bien personal y utilizan
los recursos del Estado para aumentar sus riquezas y patrimonio. En
palabras de Max Weber, la falta es de los políticos que “viven de la
política” y no “para la política”.
La corrupción puede ser un fenómeno patológico, tal como lo sostiene las instituciones multinacionales que brindan transparencia (ejemplo Transparency International), pero debería ser tratada también como el producto de una relación específica entre Estado y Sociedad.
Recordemos que Durkheim decía que el delito es constitutivo de la
sociedad en todas las épocas y que éste es un hecho que debe ser
explicado socialmente.
La definición de la corrupción
como “abuso de un cargo público para el beneficio privado” implica la
existencia de determinadas condiciones políticas. Las esferas
de lo “público” y lo “privado” se compenetran mutuamente y no permiten
una separación nítida para el análisis. La corrupción es una práctica
que existe, una destreza adquirida en la vida privada y puesta en
práctica -o trasladada con más impunidad- a la esfera pública.
La corrupción es una práctica que existe, una destreza adquirida en la vida privada y puesta en práctica -o trasladada con más impunidad- a la esfera pública.
Según el periodista José Natanson, la corrupción es éticamente inadmisible e impide ensayar un cálculo y adoptar una postura.
Es decir, dificulta situarse políticamente respecto de la performance
de un funcionario, un gobierno o un ciclo histórico. Es esa potencia
cancelatoria de la corrupción la que explica su carácter anti-político.
El sociólogo Robert Merton postula que el debate de la corrupción abarca desde lo público a lo cultural
y que tiene un efecto sobre los cambios de valores que implicó la
aceptación básica de que es el éxito económico (Merton, 1976) el que
orienta y motiva las conductas humanas.
CAPITALISMO
Si pensamos el capitalismo como un modo
de acumulación -y dominación- basado en la explotación de los
trabajadores por los sectores dominantes, la corrupción sería
organizadora del propio sistema. Es decir, para que los
funcionarios públicos sean corruptos, se requiere una forma de
organización social centrada en la explotación, la mercancía y el valor
de cambio. Un medio para el fin: la búsqueda apasionada de capital para el éxito social. El mismo Aristóteles, ya pensaba que la corrupción surgió como resultado de la indebida estimación dada al dinero, a las oligarquías. El Che Guevara advertía: “La
posibilidad de robo existe y existirá durante mucho tiempo en el
socialismo (…) hasta que haya cambiado la mentalidad de la gente”.
El mismo Aristóteles, ya pensaba que la corrupción surgió como resultado de la indebida estimación dada al dinero
Argentina es sin duda un país capitalista. En esta lógica que, discursivamente, todos reconocemos injusta, a
las clases dominantes enriquecidas y poderosas, se les cuestiona cómo
han llegado a obtener fortunas ostentosas en una sociedad tan desigual.
No siempre -ni todo el tiempo- esa recriminación apurada asume que la
diferencia entre unos y otros, se ha logrado mediante la obtención de la
riqueza producida por los trabajadores (lo que en términos técnicos y
marxistas se denomina plusvalor).
La corrupción no es simplemente una anomalía del sistema, ni únicamente una práctica individual. El
capitalismo genera corrupción porque su eje es la explotación y tiene
por objetivo primordial la búsqueda de ganancias, sin importar sus
formas.
La corrupción es una práctica generalizada en la cual virtualmente todos participan. Olivier de Sardan (1999: 29) dice que “hay
una contradicción entre los hechos y las denuncias, las que
efectivamente casi nunca llevan a acciones concretas o sanciones
legales”.
La corrupción no es simplemente una anomalía del sistema, ni únicamente una práctica individual. El capitalismo genera corrupción porque su eje es la explotación y tiene por objetivo primordial la búsqueda de ganancias, sin importar sus formas.
¿Son nuestros reproches a las conductas
humanas, dentro de este sistema injusto, deseos reales de transformar la
sociedad? ¿No es al menos sospechoso que quienes dirigen las denuncias
sean los mismos que las ejercen? ¿No es la preocupación por la condena, una distracción en la búsqueda de sus causas? ¿Hacia dónde direccionamos nuestras buenas intenciones?
En Brasil, la oposición a Dilma Roussef, encarnada en Aécio Neves (el político socialdemócrata derrotado en octubre de 2014 y hoy senador), le inició un proceso de Impeachment por el cual fue destituida del poder mediante un golpe institucional parlamentario.
En tres ocasiones se mencionó a Aécio Neves en el operativo Lava Jato que investiga la corrupción en Petrobras. En las ocasiones anteriores su caso fue archivado. Pero persiste uno por un supuesto desvío de fondos de la compañía eléctrica Furnas para sus campañas (La corrupción hecha sistema, Marcelo Falak, El dipló, Abril 2016).
En el caso brasilero, dieciséis de los
sesenta y cinco miembros de la Comisión Especial de la Cámara de
Diputados que elevaron el juicio político a Dilma, están bajo
investigación por soborno, lavado de dinero y crimen electoral.
En el caso brasilero, dieciséis de los sesenta y cinco miembros de la Comisión Especial de la Cámara de Diputados que elevaron el juicio político a Dilma, están bajo investigación por soborno, lavado de dinero y crimen electoral.
Este dato y muchos más crean y modelan la opinión pública en la era de la posverdad. Fenómeno que significa que, en la actualidad, “una opinión personal vale más que los hechos”.
En Latinoamérica, las prácticas
de corrupción se incrementaron hacia el final del Siglo XX con la
instalación del neoliberalismo, mientras el capitalismo
reverdecía. Se necesitaron empresas poderosas (en su mayoría de origen
multinacional), Estados corruptores y funcionarios fuertemente
colonizados por impulsos liberales y de enriquecimiento. Generalmente,
los casos de enriquecimiento son los juzgados por los mentores de las
noticias “posverdaderas”, siendo muchas veces los denunciantes más ricos
y corruptos que los denunciados, tratando de angelizar su rol en la sociedad y hacer un lavado de culpas mediante denuncias de tinte ético o moral.
DISCURSO
La repulsión social se ve acotada a la recriminación. Sin saber mucho de qué se acusa, se convirtió casi en la única sustancia del debate por lo político y lo público.
La corrupción es el discurso en tensión de la lucha política. Una serie de denuncias de funcionarios antagonistas como estrategia de campaña y manipulado por los medios de comunicación.
Mientras tanto, lo que nosotros hacemos es una simulación de opiniones.
Pero ¿cuáles son los hechos detrás de las acusaciones? ¿Quién regula el
discurso? ¿A quién le conviene el espectáculo?
La repulsión social se ve acotada a la recriminación. Sin saber mucho de qué se acusa, se convirtió casi en la única sustancia del debate por lo político y lo público.
Se puede decir que estamos ante la
presencia de la pequeña corrupción diaria: consiste en actividades
clandestinas que se resisten a la observación. Dependemos de los
discursos cotidianos de la gente, que son ricos en confesiones y
acusaciones a través de las cuales se puede obtener valoraciones sobre
prácticas corruptas. Una de las características del fenómeno es que los corruptos siempre son los “otros”.
Tanto la corrupción como la
inseguridad son cristalizaciones de sentido común para generar
indignación y una sensación de indefensión, de estafa, pero
sobre las cuales la sociedad cree que hay poco para hacer. Como si
fueran males de época con los que inevitablemente hay que resignarse a
convivir.
Por un lado, el discurso degrada la política y la relación entre los dirigentes y la sociedad, generando una sensación de desazón
similar a la crisis de la década de los 90 en nuestro país: “que se
vayan todos”, “los políticos son todos iguales”, “todos roban”, “este
roba menos, este roba más”.
Por otro, pone el eje en el sujeto que “habría cometido”
el acto y en la reacción de la sociedad para condenar tales conductas y
no en el acto en sí mismo, en el carácter preventivo. Lo que
imposibilita algo fundamental: un giro hacia el sujeto transformador,
que piense cómo generar sentimientos colectivos que funcionen como vehículo para el cambio social.
Por último, imposibilita que los partidos se diferencien entre sí por sus programas y propuestas.
Lo aparente es un conjunto de hechos -muchos no comprobados-. En el
trasfondo está la realidad social: aumentos de precios, tarifazos, falta
de trabajo, de oportunidades. Así, la famosa “grieta” es una
necesidad del neoliberalismo para constituirse y seguir triunfando.
Genera la incapacidad de pensar que ningún gobierno sin un programa de
redistribución de riqueza puede resolver los problemas de la gente.
Lo que implica también, falta de consciencia sobre la propia identidad:
naufragando en un discurso ilusorio y manipulado por otros, nos
olvidamos que “la gente” somos nosotros.
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