El
creciente protagonismo de Rusia es motivo de enorme preocupación para
las mal llamadas “democracias” occidentales, en realidad un conjunto de
sórdidas e inmorales plutocracias. Preocupación porque luego de la
desintegración de la Unión Soviética Rusia fue dada por muerta por
muchos analistas y expertos de Estados Unidos y Europa. Sumidos en su
ignorancia olvidaron que Rusia había sido, desde comienzos del siglo
dieciocho bajo el cetro de Pedro el Grande y, sobre todo, durante el
reinado de Catalina la Grande al promediar ese mismo siglo, una de las
principales potencias europeas cuya intervención solía inclinar la
balanza en los permanentes conflictos entre sus vecinos occidentales,
especialmente el Reino Unido, Francia y el Imperio Austro-Húngaro. La
Revolución Rusa y el derrumbe del zarismo provocaron un transitorio
eclipse del protagonismo ruso que, otra vez, muchos pensaron sería
definitivo. Sin embargo, con la victoria aliada en la Segunda Guerra
Mundial y el papel crucial en ella desempeñado por la Unión Soviética
hizo que Moscú volviera a ocupar su tradicional rol arbitral en el
concierto internacional. Con la fulminante implosión de la URSS creyeron
que ahora sí Rusia desaparecería para siempre y que lo que se venía era
“un nuevo siglo americano” signado por el incontestable unipolarismo de
Estados Unidos. La réplica de la historia fue demoledora, y pocos años
después Rusia, de la mano del ex teniente coronel de la KGB soviética,
Vladimir Putin, se convirtió en la principal arquitecta en el rediseño
del mapa geopolítico internacional. Como lo destacara Eduardo Febbro en
su nota de ayer en Página/12, Putin es hoy en día “la figura mayor del
siglo XXI”. Su alianza con China y la posterior incorporación de Irán y
la India, y el astuto acercamiento con Turquía representa el “peor
escenario posible”, según Zbigniew Brzezinski, para la declinante
hegemonía global de Estados Unidos. El asesinato de Andrei Kárlov en
Ankara tiene dos propósitos inocultables: uno, dificultar que Turquía,
con sus bases militares norteamericanas instaladas en su territorio, sea
atraída hacia Moscú y, dos, decirle a Rusia que Occidente no se quedará
de brazos cruzados mientras Putin se fortalece y prestigia poniendo fin
al caos que Estados Unidos y sus aliados produjeron en Siria. Una
provocación que, como el asesinato del Archiduque Francisco en Sarajevo,
en 1914, podría precipitar una guerra. Y un claro mensaje mafioso, por
eso el jihadista que perpetró el asesinato fue ultimado, sellando su
boca para siempre. Los servicios occidentales son expertos en eso de
reclutar supuestos radicales para perpetrar crímenes que sostienen la
continuidad del imperio.
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