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La
disyuntiva de América Latina y el Caribe: unidad o
postración
Roberto
M. Yepe
ALAI
AMLATINA, 11/05/2017.-
Vivimos
una época caracterizada por la aceleración de los cambios
económicos, sociales
y políticos a nivel global, en la que asombrosos y
prometedores avances
científicos y tecnológicos coexisten con una desigualdad
indignante y la
permanente amenaza del fin de la vida civilizada en el
planeta, ya sea como
resultado de un súbito apocalipsis nuclear o de un gradual
pero inexorable cambio
climático con efectos catastróficos y cuya existencia es cada
vez más innegable.
Las
nuevas tecnologías y los medios de comunicación pueden servir
tanto para empoderar
como para someter más a los pueblos y a los individuos. Vastas
porciones de la
población latinoamericana y caribeña, carentes de una adecuada
educación que
promueva el pensamiento dignificante y emancipador, son
víctimas cotidianas del
totalitarismo mediático alienante y promotor de un modo de
vista materialista y
hedonista a ultranza.
Pese
a los significativos avances alcanzados por los gobiernos
revolucionarios y
reformistas antineoliberales durante las dos últimas décadas,
América Latina y
el Caribe sigue siendo la región más desigual del mundo y la
pobreza sobrepasa
bochornosamente los 175 millones de habitantes. La reciente
involución en esta
materia es notoria en países de gran peso a nivel continental.
Una gran mayoría
de la población latinoamericana y caribeña tampoco puede
ejercer el derecho básico
de acceder a servicios de salud integrales y de calidad.
El
orden internacional basado en una sola superpotencia parecería
estar dando paso
a una configuración más amplia y diversificada de centros de
poder. Este
proceso de restructuración del poder mundial agudiza las
contradicciones y las
disputas entre las principales potencias, conformando un
contexto que presenta
tanto oportunidades como renovadas amenazas para nuestra
región, pero los
países latinoamericanos y caribeños son más espectadores que
actores en este
reordenamiento del sistema de relaciones internacionales,
dadas sus graves limitaciones
en los más diversos recursos de poder nacional.
A
corto y mediano plazo, los Estados Unidos seguirán siendo la
única nación con
capacidad para desplegar su poderío de manera efectiva a
escala global y de
manera multidimensional. A su superioridad militar suman una
supremacía sin
paralelo en los ámbitos ideológico y cultural que representa
un bastión
fundamental y cada vez más importante para el sostenimiento,
la reproducción y la
recreación de su hegemonía sobre los países de América Latina
y el Caribe. En
todas las corrientes de pensamiento existentes dentro del
establishment de
política exterior de los Estados Unidos se considera como
indispensable y se da
por sentado el mantenimiento de la hegemonía de ese país en el
continente
americano.
La
intensificación de las relaciones con potencias
extracontinentales es de gran
importancia estratégica en sí misma y contribuye a
contrarrestar y erosionar
gradualmente dicha hegemonía que se pretende perpetuar y que
ya ha durado
demasiado. No obstante, es preciso tener conciencia de que
esos nexos, en
situaciones límites, no constituirán una garantía frente a la
agresión
imperial. Para los Estados Unidos, América Latina y el Caribe
es y seguirá
siendo su “patio trasero”. En cambio, para otras grandes
potencias en ascenso,
nuestra región es muy importante, pero no representa una zona
geográfica vital.
La seguridad de los países latinoamericanos y caribeños solo
puede garantizarse
con sistemas de defensa nacional multidimensionales,
asimétricos y con un
profundo arraigo popular.
Los
gobiernos populares de la región enfrentan la renovada
agresión de los enemigos
de siempre de la justicia social: el imperialismo y las
oligarquías criollas
cada vez más divorciadas de cualquier proyecto nacional o de
alcance
latinoamericano.
La
situación anteriormente descrita plantea, como nunca antes, la
necesidad de que
las fuerzas políticas y sociales patrióticas y antihegemónicas
de América
Latina y el Caribe emprendan un proceso acelerado de unión
emancipadora,
estableciendo como una meta estratégica explícita la
unificación política y la
constitución de un polo de poder internacional propio. La
actual coyuntura
internacional y su probable evolución en las próximas décadas
demandan que los
esfuerzos unitarios pasen decididamente de lo declarativo a
las acciones
concretas.
La
constitución de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y
Caribeños (CELAC) fue
posible gracias a la coincidencia temporal de una pléyade de
líderes extraordinarios
al frente de una masa crítica de gobiernos de nuestra región.
Como tal, representa
un espacio multilateral que debe ser defendido y fortalecido,
y que pudiera ser
el germen de una construcción institucional unitaria mucho más
ambiciosa, que
fomente el establecimiento de relaciones estratégicas de mutuo
beneficio y en
pie de igualdad con el resto del mundo.
El
Sistema Interamericano, con su núcleo en la infame
Organización de Estados
Americanos (OEA), es incompatible con el proceso de unidad
regional y tendría
que ser reconstituido desde sus cimientos. Si bien está en el
interés de
América Latina y el Caribe contar con un régimen
jurídico-institucional multilateral
que en alguna medida contribuya a contrarrestar la propensión
de los Estados
Unidos a actuar de manera unilateral y violentando el derecho
internacional,
dicho marco regulatorio tendría que ser reconstituido sobre
bases radicalmente
diferentes y respetuosas de la soberanía de los países
latinoamericanos y
caribeños, así como no tener su sede en Washington.
Por
su parte, corresponde a la Alianza Bolivariana para las
Pueblos de Nuestra
América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP)
profundizar su actuación
como la punta de lanza de la unidad latinoamericana y
caribeña, avanzando al
máximo en la medida de las posibilidades de sus Estados
miembros y logrando
resultados que sirvan de ejemplo e incentivo al resto de los
pueblos de la
región.
Se
requiere así de un proceso unificador que se apoye en el
acervo de esfuerzos
concertaciones e intergracionistas construidos hasta el
presente y en el
trabajo de los expertos técnicos comprometidos políticamente
con la unidad
regional, pero libre de visiones y vicios tecnocráticos que
solo retardarían
los avances y resultados que los pueblos latinoamericanos y
caribeños demandan,
cada vez con más urgencia.
De
esta manera, el proceso unitario debería convertirse en el eje
movilizador para
acometer proyectos y acciones concretas en los ámbitos
económico, social,
político y cultural con la finalidad de construir una gran
nación
latinoamericana y caribeña respetada por el resto del mundo,
con un Estado de
nuevo tipo -que ya se vislumbra en algunas de nuestras
naciones- firmemente
apoyado en el conjunto de las fuerzas políticas y sociales
patrióticas de la
región, defensor de la soberanía, articulador del desarrollo
económico con
justicia social, protector de los recursos naturales y de la
sostenibilidad
ambiental, y promotor permanente de la fortaleza cultural y de
la
profundización del poder popular como garantías de defensa
últimas frente a la
agresión imperialista y de sus aliados oligárquicos. Solo de
esa manera se
podrá impedir la consumación del designio hegemónico de la
élite gobernante
estadounidense.
Por
separado, los Estados latinoamericanos y caribeños estarán
condenados a la
irrelevancia y el sometimiento en un mundo cada vez más
dominado por potencias
gigantes armadas hasta los dientes y sedientas de esferas de
influencia y
recursos naturales. Es la hora de abrir, definitivamente, la
época del
supranacionalismo y de la constituciónde un polo de poder
propio en América
Latina y el Caribe, por el bien de nuestros pueblos y del
equilibrio del mundo.
Iniciemos la “época dichosa de nuestra regeneración” con la
que soñaba Bolívar
en su Carta de Jamaica.
-
Roberto M. Yepe
Coordinador académico de la Red Cubana
de Investigaciones sobre Relaciones Internacionales
(RedInt).
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