¿Fin de ciclo? Los movimientos populares, la crisis de los “progresismos” gubernamentales y las alternativas ecosocialistas
Autor(es): Gaudichaud, Franck
Gaudichaud,
Franck . Doctor en ciencias políticas por la Universidad París 8,
Profesor-investigador en Estudios latinoamericanos en la Universidad
Grenoble-Alpes (Francia), miembro del colectivo editorial del portal www.rebelion.org y de la revista ContreTemps (París). Contacto: fgaudichaud@gmail.com.
A
20 años del grito zapatista ¡Ya basta! en Chiapas en contra del
neoliberalismo y a más de 15 años de la victoria electoral de Hugo
Chávez en Venezuela (y transcurridos más de tres años desde su muerte),
los pueblos indo-afro-nuestroamericanos y sus tentativas de construcción
de gramáticas emancipadoras parecen encontrarse en un nuevo punto de
inflexión. Un ciclo de mediana duración, social, político y económico
parece agotarse paulatinamente, aunque de manera no uniforme, ni para
nada lineal. Con sus avances reales (aunque relativos), sus dificultades
e importantes limitaciones, las experiencias de los diferentes y muy
variados gobiernos “progresistas” de la región, sean procesos meramente
de centro-izquierda, social-liberales, o –al contrario–
nacional-populares más radicales, que se reclamen antiimperialistas o se
descalifiquen en los medios conservadores como “populistas”, sean
revoluciones “bolivarianas”, “ando-amazónicas” o “ciudadanas”, o simples
recambios institucionales, estos procesos políticos parecen topar ante
grandes problemáticas endógenas, fuertes poderes fácticos conservadores
(nacionales como también globales) y no pocos dilemas estratégicos no
resueltos.
De gobiernos progresistas y posneoliberales
Sin
lugar a duda, en los países donde se han consolidado varias y
aplastantes victorias electorales de fuerzas de izquierda o
antineoliberales, en particular en las naciones donde esas victorias son
producto de años de luchas sociales y populares (como en Bolivia) o de
una rápida politización-movilización de los de abajo (como en
Venezuela), el Estado y sus regulaciones, el crecimiento económico
interno, el combate a la pobreza extrema a través de programas
específicos de redistribución y la institucionalización de nuevos
servicios públicos fueron ganando terreno en la primera década de los
años 2000: una diferencia notable con el ciclo infernal de las
privatizaciones, fragmentación y la violencia de la desregulación
capitalista neoliberal de los años 90. Allí, apareció de nuevo la fuerza
pública como ente regulador del mercado nacional, como redistribuidor
parcial de las rentas extractivas y de los recursos del subsuelo hacia
los y las más empobrecidos, con efectos directos para decenas de
millones de ciudadanos y ciudadanas, un proceso que explica en parte la
solidez de la base social y electoral de estas experiencias a lo largo
de los años. Por primera vez –desde hace décadas– varios gobiernos
“posneoliberales”, comenzando por Bolivia, Ecuador y Venezuela,
demostraron que sí es posible comenzar a retomar el control de
los recursos naturales y, al mismo tiempo, hacer retroceder la pobreza
extrema y desigualdades sociales con reformas de inclusión política de
amplios sectores populares, hasta entonces marginados. También volvió a
surgir en los imaginarios geopolíticos continentales el sueño de Bolívar
y las iniciativas de integración regional alternativa y cooperación
entre los pueblos (como el ALBA-TCP), intentando recobrar espacio de
soberanía nacional frente a las grandes potencias del Norte, al
imperialismo militar y a las nuevas carabelas que son las firmas
transnacionales o las instituciones financieras mundiales.
En
un momento en que el viejo mundo y los pueblos de la Unión Europea están
sometidos a la dictadura financiera de la Troika (FMI, Comisión Europea
y Banco Central Europeo) y en una profunda crisis económica, política, e
incluso moral, es importante subrayar la capacidad que han tenido
varios movimientos populares y líderes de Nuestra América de resistir,
intentar reconstruir multilateralismo y proponer reinventar alternativas
para el siglo XXI. Cuando un país como Grecia intenta asomar la cabeza
frente a los embates de la deuda y de las clases dominantes europeas,
cuando muchos trabajadores, jóvenes y colectivos de esta parte del mundo
buscan derroteros emancipadores, mucho se podría aprender de América
Latina, de su traumática experiencia con el fundamentalismo capitalista
neoliberal y de sus ensayos heroicos de contrarrestarlo desde el sur del
sistema-mundo.
Los complejos caminos del poder y… del anticapitalismo
No
obstante, como lo declaraba a principios del 2015 el teólogo y
sociólogo François Houtart, secretario ejecutivo del Foro Mundial de
Alternativas, el desafío fundamental –en particular para países que más
despertaron expectativas de cambio– sigue siendo la definición de
caminos de transición profunda hacia un nuevo paradigma civilizatorio
poscapitalista. Es decir no se trata de quedar atrapado en un objetivo
de modernización posneoliberal y menos aún dentro de un neodesarrollismo
asistencialista o un intento de reacomodo entre crecimiento nacional,
burguesías regionales y capitales extranjeros: significa apuntar a una
transformación de las relaciones sociales de producción, de las formas
de propiedad y de la formas de vida. Sin duda, la tarea es gigantesca y
ardua (cf. Houtart, 2016).
En esta perspectiva y en este momento histórico, a pesar de los avances democráticos conquistados con sangre y sudor,3 afloran
las múltiples tensiones y límites de los diversos progresismos
gubernamentales latinoamericanos o, más bien, del período abierto a
principios de los años 2000 en la lucha contra la hegemonía neoliberal.
Un intelectual –hoy estadista– como Álvaro García Linera presenta estas
tensiones (en particular entre movimientos y gobiernos) como
potencialmente “creativas” y “revolucionarias”, como experiencias
necesarias para avanzar gradualmente en dirección de un “socialismo
comunitario” (García Linera, 2011), tomando en cuenta la relación de
fuerzas geopolíticas, políticas y sociales realmente existentes (y, de
paso, despreciando sin muchos argumentos como “infantiles” a todas
críticas que provengan de su izquierda…). Dentro de esta orientación, la
conquista electoral del gobierno por fuerzas nacional-populares es
pensada como una respuesta democrática –y “concreta”– a la emergencia
plebeya de los años 90-2000, y el Estado es considerado como instrumento
esencial de “administración de lo común” frente al reino de la ley del
valor y la disolución anómica neoliberal. En esta defensa de lo
conquistado desde los diferentes progresismos gubernamentales, a veces
analizados como un todo homogéneo, encontramos también la pluma de
intelectuales como por ejemplo Emir Sader (2015), Isabel Rauber o Marta
Harnecker (2015).
Al contrario, no pocos movimientos y
analistas críticos de horizontes políticos plurales (como Alberto Acosta
y Natalia Sierra en Ecuador, Hugo Blanco en Perú, Edgardo Lander en
Venezuela, Maristella Svampa en Argentina o Massimo Modonesi en México,
entre otros) insisten en la dimensión cada vez más “conservadora” de las
políticas estatales de los progresismos (social-liberal o nacionalista
posneoliberal, desde Uruguay hasta Nicaragua pasando por Argentina).
Modonesi incluso subraya su carácter de “revolución pasiva”, en el
sentido de Gramsci: o sea una transformación “en las alturas” que
modificaría efectivamente los espacios políticos, las políticas públicas
y la relación Estado-sociedad, pero que va integrando –e in fine neutralizando–
la irrupción de los subalternos en las redes de la institucionalidad,
organizando un brusco reacomodo en el seno de las clases dominantes y
del sistema de dominación, frenando la capacidad de autoorganización de
los pueblos movilizados (Modonesi, 2013). Visto así la “captura” del
Estado por fuerzas progresistas puede significar la captura de la
izquierda… por las fuerzas del Estado profundo, su burocracia y los
intereses capitalistas que representa; visto así la estrategia de la
conquista electoral del gobierno puede terminar en una izquierda tomada por el poder. Para el escritor uruguayo Raúl Zibechi:
En
la medida que el ciclo progresista latinoamericano se está terminando,
parece el momento adecuado para comenzar a trazar balances de largo
aliento, que no se detengan en las coyunturas o en datos secundarios,
para irnos acercando a diseñar un panorama de conjunto. Demás está decir
que este fin de ciclo está siendo desastroso para los sectores
populares y las personas de izquierda, nos llena de incertidumbres y
zozobras por el futuro inmediato, por el corte derechista y represivo
que deberemos afrontar (Zibechi, 2015).
¿Fin de ciclo?
Durante
el último año, una avalancha de artículos de opinión debaten de la
existencia de un “fin de ciclo” progresista, a veces de la existencia de
tal “ciclo”, este debate ha llegado a tal nivel de polarización que
unos autores acusan a los otros de hacerle el juego al imperio por ser
“diagnosticadores de la capitulación” e “izquierdistas de cafetín” (dixit García
Linera), cuando los segundos tildan los primeros de haberse convertido
en intelectuales por encargo al servicio de gobiernos ya no progresivos
si no que regresivos… Seguramente, las ideas en torno a un
posible “reflujo del cambio de época” o, desde una óptica contraria, el
concepto de un paulatino “fin de la hegemonía progresista” (Arkonada,
2015; Modonesi, 2015) son seguramente más exactas y complejizadas para
comenzar a dar esta discusión de manera constructiva aunque conflictiva
en el plano estratégico. Todo eso reconociendo que este fenómeno se da
en condiciones territoriales-nacionales altamente y desigualmente
diferenciadas: la crisis es así mucho más perceptible en Brasil,
Argentina y Venezuela, que en Bolivia por ejemplo, incluso si la derrota
de Evo Morales en el último referéndum marca también tendencia en el
país andino. También es evidente que en el seno del proceso bolivariano
franjas del chavismo popular todavía debaten sobre socialismo y
construcción del Estado comunal, cuando –desde otra vereda– la
perspectiva social-liberal defendida en Brasil por el gobierno del
Partido de los Trabajadores (PT) abandonó toda retórica de cambio
estructural o antimperialista.
No obstante y más allá de la
polémica acerca de la dimensión del agotamiento, inflexión o reflujo del
período en curso, y subrayando la variedad de los procesos analizados,
surge que en muchos planos los diferentes progresismos gubernamentales
parecen haber optado definitivamente, bajo la fuerte presión del capital
global, de actores externos como endógenos, por un “pragmatismo
modernizador” y la política de reformas en la “medida de lo posible”.
Una opción en un contexto difícil que es a menudo el mejor derrotero
para justificar desde el gobierno la renuncia a cambios estructurales,
sin ni siquiera hablar de tomar una dirección anticapitalista: una
dinámica que podría ser simbolizada por el encuentro (julio de 2015)
“fraternal” entre la presidenta brasileña Dilma Rousseff –militante del
PT– y el criminal de lesa humanidad Henri Kissinger (ex secretario de
Estado de EE.UU.), en un momento en que Dilma buscaba un respaldo
político imperial frente a una oposición en alza en el seno de la
sociedad civil y a una derecha revitalizada por la amplitud de los casos
de corrupción en filas oficialistas. Por cierto, el objetivo del
Ejecutivo de la principal potencia latinoamericana con este tipo de
gestos diplomáticos era, ante todo, dar un respaldo a “sus” sectores
dominantes y otorgar más “seguridad” para los negocios en Brasil.
Sabemos hoy que ya no le basta a la oligarquía brasileña este tipo de
pacto “en las alturas”, y que ahora se trata de tumbar en el Congreso (a
través del impeachment) y desde las calles (con movilizaciones
masivas) al gobierno Dilma para impedir un eventual regreso de Lula, y
sobre todo enfrentar directamente y sin mediación la fuerte recesión
económica con las herramientas neoliberales. En otra latitud, el Tratado
de Libre Comercio firmado en 2014 por Ecuador con la Unión Europea
recuerda los límites de los anuncios sobre el “fin de la noche
neoliberal”, incluso por parte de uno de los gobiernos parangones de
este lema. Actualmente, el gobierno de Correa enfrentado con la derecha y
denunciando los peligros de un “golpe blando”, se muestra también en
conflicto con movimientos sociales e indígenas (y con una aún débil
izquierda), hasta tal punto que según Jeffrey Webber se podría hablar de
una situación de “impasse político”, en el sentido desarrollado por el
marxista Agustín Cueva, donde la figura cesarista del presidente juega
un papel de estabilizador funcional al capital:
Ha
habido momentos recurrentes en la historia de Ecuador donde la
intensidad de los conflictos horizontales, intercapitalistas, en
combinación con las luchas verticales entre las clases dominantes y
populares, resultaban demasiado como para ser soportadas por las formas
existentes de dominación. Entre medias, mientras los políticos buscaban
nuevas formas más estables de dominación, reinaba la inestabilidad hasta
alcanzar un impasse (Webber, 2015).
La herencia maldita extractivista, el regreso de las derechas y las nuevas luchas populares
De
manera más general, es necesario mencionar, aunque no sea el único
problema, la permanencia en todos los países progresistas de un modelo
productivo y de acumulación donde se entrelazan, siguiendo varios grados
e intensidades, capitalismo de Estado, neodesarrollismo y extractivismo
de recursos primarios o energéticos, con sus efectos depredadores sobre
comunidades indígenas, trabajadores y ecosistemas... Esa tensión
interna se articula, de manera desigual y combinada, con un contexto
financiero globalizado feroz y el hecho central de la actual
coyuntura: la crisis económica que ya golpea fuertemente a la región,
provocando una brusca caída del precio de las materias primas y en
particular del barril de petróleo (que pasó de casi 150 dólares a menos
de 50), terminando así con el período anterior de bonanzas y desnudando
de nuevo la matriz productiva dependiente y neo-colonial de América
Latina, herencia maldita de siglos de sometimiento imperialista. Este
contexto corresponde a la vez a una clara ofensiva del capital
transnacional, de Estados del Norte y de algunos gigantes del Sur
(comenzando por China) para acaparar más tierras agrícolas, energía,
minerales, agua, biodiversidad, mano de obra, en una vorágine que
pareciera sin fin… hasta las últimas gotas de vida. En países como
Bolivia o Ecuador, donde hay más conciencia política de estos peligros,
se defiende desde el gobierno y sus apoyos políticos, la táctica
–bastante sensata– de pasar por un necesario momento
industrializador-extractivista para construir la transición con algo de
fuerza económica: algo como un “extractivismo transitorio posneoliberal”
que permitiría desarrollar pequeños países con pocos recursos, crear
riquezas de acumulación originaria para responder a la inmensa urgencia
social que conocen esas naciones empobrecidas y a la vez debutar
un lento proceso cambio del modelo de acumulación. No obstante, según
Eduardo Gudynas, secretario ejecutivo del Centro Latino Americano de
Ecología Social (CLAES):
No hay ninguna evidencia
de que eso esté ocurriendo por varias razones: la primera es que la
forma en que se usa la riqueza generada por el extractivismo en buena
parte se destina a programas que profundizan más el extractivismo, por
ejemplo, aumentar las reservas de hidrocarburos o alentar la exploración
minera. Segundo, los extractivismos tienen derrames económicos que
inhiben procesos de autonomía en otros sectores productivos, tanto en la
agricultura como en la industria. El Gobierno tendría que tomar medidas
de precaución para evitar esa deformación y eso no está ocurriendo, de
hecho hay una deriva agrícola a promover cultivos de exportación
mientras se aumenta la importación de alimentos. Tercero, como los
proyectos extractivos generan tanta resistencia social (ejemplos
recientes son el de los Guaranís de Yategrenda, Santa Cruz, o la reserva
Yasuni en Ecuador), los gobiernos tienen que defenderlos de forma tan
intensa que refuerzan la cultura extractivista en amplios sectores de la
sociedad y por tanto inhiben la búsqueda de alternativas (Aguilar
Agramont, 2015; Gudynas, 2015).
De hecho, no es
una casualidad que el ciclo de luchas populares y movilizaciones que
está emergiendo en el corazón de América, anunciando –tal vez– un nuevo
periodo histórico de luchas de clases, esté directamente ligado a estas
depredaciones, represiones y sus consiguientes resistencias
socio-territoriales: según el Observatorio de Conflictos Mineros en la
región hay 197 conflictos activos por la minería que afectan a 296
comunidades. Perú y Chile, con 34 conflictos cada uno, seguidos de
Brasil, México y Argentina, son los países más afectados.
Esta
tendencia se manifiesta en el contexto ya descripto de fuertes sombras
en relación al crecimiento económico de los últimos años, la profunda
crisis del capitalismo mundial que sigue su curso y la permanencia de
inmensas desigualdades sociales y asimetrías regionales en todo el
continente. Por otra parte, es menester subrayar la importante ofensiva
de las diversas derechas empresariales y de sus grupos mediáticos,
intentando aprovechar el fin de la hegemonía progresista para retomar el
terreno perdido desde hace 15 años frente a los diferentes líderes
carismáticos. En este sentido, las intensas campañas de grupos de medios
capitalistas como Globo en Brasil o Clarín en Argentina o
los ataques frontales contra los gobiernos boliviano y venezolano en
los últimos procesos electorales son un componente esencial de la
reactivación de las derechas, e incluso del surgimiento de nuevas
corrientes políticas derechistas (como Macri en Argentina). Por otra
parte, las derechas neoliberales siguen controlando ciudades, regiones y
países claves (como México y Colombia), amenazando de manera constante
los derechos arrancados en la última década y el proceso de nueva
integración regional más autónoma de Washington. Sabemos que estas
fuerzas regresivas se mostraron, y se muestran, listas para organizar
múltiples formas de desestabilización, e incluso golpes de Estado (como
lo fue en la última década en Paraguay, Honduras, Venezuela), con el
apoyo explícito o indirecto de la agenda imperial de EE.UU. (Gaudichaud,
2015).
Sim embargo, desde abajo, protestas populares
multisectoriales, pueblos originarios, estudiantes y trabajadores ponen
también en el tapete su propias agendas y reivindicaciones, realzando
los límites de las transformaciones de fondo realizadas en países donde
gobiernan o gobernaron fuerzas “posneoliberales” y su absoluta ausencia
donde todavía dominan las derechas neoliberales, denunciando las
diversas formas de represión, intimidación o cooptación en ambos casos:
oposición colectiva a la soja transgénica o huelgas obreras en
Argentina; movilizaciones callejeras y sindicales en las principales
ciudades brasileñas en contra de las maniobras destituyentes de la
derecha y denuncia de la corrupción de los políticos (PT incluido);
crisis profunda del proyecto bolivariano, violencia de la oposición y
reorganización del movimiento popular en Venezuela; en Perú, luchas
campesinas e indígenas en contra de megaproyectos mineros (como el
proyecto Conga); en Chile, Mapuche, asalariados y estudiantes
denunciando con fuerza la herencia de la dictadura de Pinochet; en
Bolivia, críticas de la Central Obrera Boliviana y de sectores del
movimiento indígena hacia la política de “modernización” de Evo Morales;
en Ecuador, enfrentamiento entre el Ejecutivo, la Confederación de
Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y sectores de la sociedad
civil organizada; en Colombia, una larga búsqueda de una paz verdadera,
es decir una paz con transformación social, económica y reforma agraria,
etc.
Ecosocialismo o Barbarie. El topo de la historia y las alternativas
El
escenario es tenso, movedizo y lleno de claroscuros. Pero, a pesar de
todo el “viejo topo de la historia” sigue cavando y junto con él se
despliegan una gran variedad de experiencias de luchas sociales,
conflictos de clases y debates políticos acompañados de múltiples
ejercicios de poder popular, alternativas radicales y utopías en
construcción. Si algunos intelectuales críticos pudieron creer –y hacer
creer–, durante un tiempo, que América Latina –o mejor dicho Abya Yala–
alcanzaría el nuevo El Dorado del “socialismo del siglo XXI” gracias a
un “giro a la izquierda” gubernamental y victorias electorales
democráticas, sabemos que los caminos de la emancipación son mucho más
complejos, profundamente sinuosos y que los aparatos de poder
(militares, mediáticos, económicos) de las oligarquías latinoamericanas e
imperiales son sólidos, resilientes, enquistados, e incluso feroces
cuando es necesario. Transformar las relaciones sociales de producción y
desbaratar las dominaciones de “raza” y de género en las sociedades de
Nuestra América es una dialéctica que tendrá que partir, sin duda y de
nuevo, desde abajo y a la izquierda, desde la autonomía de las
comunidades y la independencia de clase, pero siempre en clave política y
con estrategia de construcción de poder. Eso es sin negar que estos
intentos colectivos de poder popular deban continuar apoyándose en
avances electorales parciales o puedan considerar la importancia de
conquistar espacios institucionales y partidarios dentro del Estado, si
–y solo si– el desarrollo de tales nuevas políticas públicas se ponen al
servicio de los “comunes” y de los subalternos.
Un gobierno
de izquierda y de los pueblos, muestra su verdadero carácter alternativo
cuando sirve de palanca y estímulo para las luchas autoorganizadas de
los trabajadores y de los movimientos populares o indígenas,
favoreciendo dinámicas de empoderamiento real, transformación de las
relaciones sociales de producción, construcción de autogestión y caminos
emancipatorios desde y para el “buen vivir”. En el caso
contrario, las fuerzas políticas de izquierda están condenadas a
gestionar el orden existente, e incluso en momentos de inestabilidad a
elevarse por encima de la clases sociales de manera bonapartista para
perpetuar el leviatán estatal, administrando la dominación de manera más
o menos “progresista”, con más o menos roces con las élites locales.
Sin
duda, la inflexión y dudas actuales representan peligros y
oportunidades; es también el momento de volver a discutir lo nuevo sin
olvidar lo “viejo” y debatir sobre las estrategias anticapitalistas y
sus herramientas políticas para construir lo que proponemos llamar unecosocialismo nuestroamericano del siglo XXI:
un proyecto que no sea calco ni copia, que rechace dejar agobiarse por
las tácticas electorales cortoplacistas, por las luchas de caudillos y
de aparatos burocráticos, pero sin tampoco aceptar el arrastre y la
ilusión de la construcción de una pluralidad de autonomías sociales sin
proyecto político común, un mínimo centralizado. Con este propósito, es
fundamental abrir los ojos, el olfato, los sentidos y los corazones a
las experimentaciones colectivas en curso, a menudo existentes por
debajo y por encima de los radares mediáticos consensuales, sin duda
todavía dispersas o poco conectadas, pero que conforman un inmenso río
de luchas en permanente transformación, desde lo real y lo concreto,
desde sus errores y aciertos. Experiencias que permiten entender
dinámicas emancipadoras, tentativas originales colectivas y los peligros
que deben enfrentar o sortear. Por cierto, no nos permiten mostrar una
forma ideal de tentativas de sublevación exitosas, sino más bien un
mosaico de praxis-saberes-accionares: algunas centradas desde el
campo-agrario y lo territorial, otras más desde lo productivo y las
fábricas recuperadas, otras desde lo barrial y comunitario urbano, otras
también iniciadas desde políticas estatales o institucionales pero
controladas por sus usuarios: luchas de las mujeres en contra de la
violencia patriarcal, de los sin techo, de los indígenas, de la clase
obrera en varios países, ejemplo de la agroecología alternativa en
Colombia, de los reclamos de “buen vivir” en Ecuador, de los consejos
comunales en Venezuela, de la fábricas sin patrones en Argentina, de los
medios comunitarios en Brasil y Chile, de las rondas comunitarias en
Perú y México, etc.
Esa pluralidad de voces y de ejemplos
posibilita retomar el hilo de una discusión que ya recorre las venas
abiertas del continente; permite pensar más allá y más acá de proyectos
progresistas gubernamentales, asumiendo que es, al mismo tiempo,
indispensable crear frentes socio-políticos para enfrentar las amenazas
del regreso masivo de las derechas y del imperialismo en Suramérica. La
gran Rosa Luxemburgo advertía, en 1915: “avance al socialismo o
regresión a la barbarie”. En 2016, sus palabras cobran un sentido aún
más catastrófico y premonitorio: “avance al ecosocialismo o ecocidio
global”. Sin duda, es desde la “osadía de lo nuevo” (Lang, Cevallos y
López, 2015) que podremos volver a soñar en derribar los muros del
capital, del trabajo asalariado, del neocolonialismo y del patriarcado.
La tarea ya comenzó, es pan de hoy día y seguirá mañana.
Bibliografía
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Este artículo, enviado por el autor para su publicación en Herramienta, es una versión corregida y actualizada del prefacio a la edición chilena del libro colectivo:América Latina. Emancipaciones en construcción (Santiago: Tiempo Robado Editoras / América en movimiento, 2015).
3 Tales
como la construcción de Estados plurinacionales, la instalación de
derechos sociales más o menos institucionalizados, la creación de
asambleas constituyentes y de espacios de participación comunitaria o el
impulso integracionista regional.
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Teléfono (+54 11)4982-4146. Correo electrónico: revista@ herramienta.com.ar.
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