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1917 –
2017: La revolución y nuestro mundo, 100 años después
Alberto
Rabilotta y Andrés Piqueras
ALAI AMLATINA,
04/07/2017.- Este
año que se cumple
el centenario de la Revolución Soviética bien vale recordar
algunas cuestiones que
han sido vitales para nuestras sociedades capitalistas desde
entonces.
La
Revolución Soviética realizó la más rápida y profunda
incorporación de derechos
colectivos a las grandes masas de población que ha conocido la
historia; masas
que hasta entonces habían permanecido en estado de
semi-vasallaje. Además de
ello fue un elemento decisivo en la obtención de independencias
y logros
sociales y políticos para muchos pueblos de la tierra,
permitiendo una
correlación de fuerzas que posibilitó una generalizada
redistribución de la
riqueza y de garantías sociales en el mundo. Entre otras
conquistas a
agradecerle está la consecución del “Estado de Bienestar” en las
formaciones
del capitalismo europeo.
La
universal influencia de la URSS (de la estrella de 5 puntas que
simboliza los 5
continentes), el prodigio de una revolución que cambió el mundo,
que hizo que
el capitalismo no pudiera seguir siendo lo que había sido, no
podía dejarse
pasar por EE.UU. y las entonces debilitadas metrópolis europeas.
En esos momentos
Europa estaba sacudida por luchas sindicales, sociales y
políticas que, bajo la
capacidad de atracción del mundo soviético, darían paso a una
progresiva
integración de la fuerza de trabajo al orden burgués a través de
los servicios
del Estado y del consumo de masas. En contrapartida, el Capital
llevaría a cabo
un combate radical contra las organizaciones que aun así querían
ir más allá de
ese orden.
Esa
integración reformista o socialdemócrata de la población fue la
réplica a los
logros sociales alcanzados por la URSS. Sin esos primeros
derechos colectivos
ganados gracias a la multiplicación de las luchas de clase, el
capitalismo
industrial no habría podido salir de las crisis del liberalismo
y
desarrollarse, ya que la construcción de una “sociedad sólida”,
bien organizada
y con niveles de seguridad adecuados, fue lo que permitió el
desarrollo
económico y la creación de la sociedad de consumo. El régimen de
acumulación
del capitalismo industrial-keynesiano no hubiera sido posible
sin la erección
de lo social, basado en la institucionalización de la relación
Capital-Trabajo.
Ese matrimonio de conveniencia requería de los mínimos
necesarios en derechos
colectivos.
Tal
relación dialéctica que fuera tan favorable al capitalismo
industrial entre
1945 y 1973, comenzó no obstante a ser conflictiva cuando los
avances de las
fuerzas productivas creados en los procesos de producción
mediante la
progresiva introducción de la automatización y las ciencias en
general, que
tuvo lugar junto a la transnacionalización de las cadenas de
producción y la
ampliación del mercado junto a la liberalización del comercio,
comenzó a
disolver la relación Capital-Trabajo en las sociedades de los
países de
capitalismo avanzado, y con ella los derechos colectivos (o las
conquistas laborales
y sociales sectoriales en el caso de EEUU que nunca llegaron a
ser conquistas
políticas).
De facto,
esos derechos se vuelven una traba cuando el modelo productivo
del capitalismo
industrial deja de ser dominante, se adoptan las políticas
“neoliberales” (que
muy poco tenían que ver con el liberalismo clásico) y los
Estados empiezan a
reducir o abandonar su parcial papel redistribuidor, para
intervenir en
adelante crecientemente en beneficio del Capital. Tampoco era
caprichoso, dado
que con el avance de la automatización, el capitalismo veía
seriamente
debilitada su capacidad de seguir generando valor (algo que
acusarían
definitivamente las tasas de ganancia de sus núcleos centrales).
Los cambios
en el “funcionamiento” del capitalismo real llevan por ello en
esa etapa a la
necesidad de construir un “nuevo orden” social interno a cada
Estado, menos
democrático y distributivo, acorde con el declive del valor y el
desbaratamiento del mercado-nación, así como a consolidar y
ampliar la
hegemonía del Gran Capital a escala mundial (que buscaría la
consecución de
Estados-región, como la UE).
La guerra
de clase estratégica que desata el Capital contra las sociedades
mediante
nuevos órganos e instituciones de poder y regulación social,
teje todo un
entramado de políticas antisociales que se extenderán a la casi
totalidad del
planeta. Se configuraban, así, unos parecidísimos patrones de
intervención del
Estado tardocapitalista, a través de medidas:
• Fiscales:
reducción de aportes patronales a la seguridad social; reformas
tributarias
regresivas que suponen el tendencial aumento de los impuestos al
salariado,
disminución del salario real (por congelación o disminución de
los salarios
nominales respecto a la inflación).
•
Financieras: eliminación de los controles directos sobre el
sector bancario;
liberalización de las tasas de interés; planes de salvamento del
sistema
financiero privado; reducción de las competencias de los Bancos
Centrales.
•
Laborales: restricciones de la intermediación sindical y en
general de las organizaciones
obreras, en la relación
laboral; legalización de trabajos precarizados y descenso de los
salarios
públicos; marginación del mecanismo keynesiano de indexación de
salarios ligado
a la productividad; creciente sustitución de la productividad
por la
competitividad (como medidor de la efectividad de la dominación
y explotación
capitalistas en los procesos productivos); menguamiento de los
dispositivos de
regulación laboral social recogidos en los estatutos del trabajo
o
desregulación social de los mercados laborales pareja a la
flexibilización de
los procesos productivos. Prolongación del ciclo de la vida
laboral;
confiscación de derechos laborales universales.
• Públicas:
Favorecimiento de las oportunidades de inversión del capital
excedente a través
de privatizaciones masivas o la apropiación privada de la
riqueza social;
intervenciones estratégicas con miras a recomponer el poder de
clase.
Significativo descenso del salario real y de los salarios
indirectos y
diferidos, coadyuvante del continuado aumento de la pobreza
relativa (y
absoluta). Descenso de los gastos en protección social.
• De
seguridad social: reemplazo del sistema único y solidario por el
ahorro
individual a través de organizaciones financieras y bancos
privados. Paso del sistema
universal de atención a un sistema sectorializado y fragmentado.
La presión
de esas medidas actuó en el sentido de compeler al conjunto de
capitales
mundiales a ir adoptándolas so pena de perder “competitividad”
frente a quienes
más destrozos de la condición laboral (y por tanto, mayor
capacidad de
explotación) habían logrado con ellas. Proceso que está ya bien
descrito (desde
Hayek) y que lleva a la creación del actual estado de cosas, con
las finanzas
en los puestos de mando y la sucesión de Tratados de Libre
comercio para
consolidar la primacía del orden constitucional estadounidense,
sus reglas
laborales y sociales, y la consecuente negación de las
soberanías nacionales y
populares. Tratados como el TPP y el TTIP (EU-EEUU), están
creando una especie
de “derecho internacional” que en realidad está basado en las
leyes y la
jurisprudencia de EEUU (porque ningún Tratado o Acuerdo con este
país puede
contradecir las leyes o el Congreso de EEUU). Es decir, que
todos los Tratados
firmados por EE.UU. institucionalizan de jure la aplicación
extraterritorial de
sus leyes. La liberalización comercial (coordinada por la OMC)
potencia esa
operación a escala mundial.
El nuevo
orden de cosas se apoyó también en la creación de una nueva
superestructura del
saber y de las “formas de pensar”, o sea una ingeniería
sociopolítica para
crear el actual sistema de dominación. Aquí tuvieron especial
relevancia las
recomendaciones del abogado y luego Juez de la Corte suprema de
EEUU, Lewis
Powell, en 1971, de preparar una nueva elite dirigente libre de
todo
pensamiento de clase o alternativo ( http://rebelion.org/noticia.php?id=158701 ; http://reclaimdemocracy.org/powell_memo_lewis/ ).
“Recomendaciones” que fueron
llevadas a cabo en EEUU y en Europa mediante una expurgación
radical en los
sistemas de educación superior y en los medios de comunicación
de masas, de las
ideas vinculadas a las luchas de clase y la denuncia de la
estructura de poder
del sistema sociopolítico.
Es así que
desde esa época comenzó en los centros de estudios de los países
del
capitalismo avanzado, con cambios de profesorado y
modificaciones de los
programas de estudio, la eliminación del pensamiento marxista, e
incluso de las
aristas más peliagudas del “progresista”, y la consagración del
“pensamiento
único” del orden neoliberal que hoy día caracteriza a la elite
profesional que
hace funcionar los gobiernos e instituciones internacionales y
sus contrapartes
nacionales ( http://agendacomunistavalencia.blogspot.com.es/2017/06/braudel-foucault-levi-strauss-y-la-cia.html ). La formación de
esta elite fue
un paso decisivo para “blindar el sistema” de cualquier intento
de cambio, una
gran obra de ingeniería social que consistió en “borrar del mapa
social y
político” no sólo los intereses de clase como motor de la lucha
política y
social, sino la propia existencia de las clases (en unas
sociedades en las que
ya todos éramos “clase media”).
Formando
también parte de ese combate y de la propia “Guerra Fría”, es
que el
imperialismo norteamericano lanzaría una política de ‘promoción’
y propaganda
de los derechos humanos (entendidos como un conjunto abstracto
de principios
dados, ajenos a la política y entendidos en el estricto ámbito
individual) y la
consiguiente adopción de “Declaraciones”
o “Cartas de Derechos y Libertades Individuales”, para que en
adelante
distrajeran los combates contra la demolición de los derechos
colectivos
conquistados políticamente por las luchas de clase de varias
generaciones, así
como para irradiar una luz negativa sobre los derechos
colectivos que se habían
conseguido en el Segundo Mundo y que habían servido de modelo al
Tercero, como
lo muestra la Declaración Universal de los Derechos de los
Pueblos, o Carta de
Argel, el año 1976, en donde se reunieron numerosos países del
mundo
capitalista periférico, y cuyo preámbulo empezaba así: “Vivimos
tiempos de
grandes esperanzas pero también de profundas inquietudes.
Tiempos llenos de
conflictos y de contradicciones. Tiempos en que las luchas de
liberación han
alzado a los pueblos del mundo contra las estructuras nacionales
e
internacionales del imperialismo y han conseguido derribar
sistemas
coloniales... Pero son también tiempos de frustraciones y
derrotas en que
aparecen nuevas formas de imperialismo para oprimir y explotar a
los pueblos...
Interviniendo directa o indirectamente por medio de las empresas
multinacionales, sirviéndose de políticos locales corrompidos,
ayudando a
regímenes militares que se basan en la represión policial, la
tortura y la
exterminación física de los opositores, por un conjunto de
prácticas conocidas
como neocolonialismo, el imperialismo extiende su dominación a
numerosos
pueblos”. Entre sus principios encontramos en la Sección I.
Derecho a la
existencia. Artículo 1. Todo pueblo tiene derecho a existir.
Artículo 3. Todo
pueblo tiene el derecho de conservar en paz la posesión de su
territorio y de
retornar allí en caso de expulsión. En la Sección II. Derecho a
la
autodeterminación política. Artículo 5. Todo pueblo tiene el
derecho
imprescindible e inalienable a la autodeterminación. Él
determina su estatus
político con toda libertad y sin ninguna injerencia exterior.
Artículo 6. Todo
pueblo tiene el derecho de liberarse de toda dominación colonial
o extranjera
directa o indirecta y de todos los regímenes racistas.
Como es
obvio, las potencias mundiales capitalistas, que se habían
dedicado a la
colonización, la neocolonización y el sabotaje continuo de
cualquier intento de
autonomía de los pueblos (lo que implica de suyo la implantación
de, o el apoyo
a dictaduras), no sólo
no quisieron ni
oír hablar de esos derechos, sino que emprendieron la promoción
exclusiva de
los derechos y libertades individuales como un arma también
contra los países
en fase de descolonización, preparando ya el terreno para las
justificación de
las mayores intervenciones del imperialismo colectivo
estadounidense-europeo
que estaban por venir.
En esa
trayectoria se explica la invención del « derecho de injerencia
humanitaria»
(impulsado en 1971 por la ONG Médecins sans Frontières, cuyo
cofundador,
Bernard Kouchner, lo defendió ante las Naciones Unidas), y con
él la creación
de ONGs (las primeras son Amnistía Internacional y Human Rights
Watch) acordes
con ese nuevo “derecho” y con las actualizadas estrategias de
intervención
imperial, a las que a menudo duplicaban (borrando el carácter
político y de
clase de los acontecimientos, desconsiderando su enraizamiento
en estructuras
globales de dominación y explotación). También iban destinadas a
suplantar las
luchas sociales y políticas sectoriales que históricamente
formaron parte de
los movimientos y partidos transformadores.
En efecto,
la (pasajera) derrota mundial de las fuerzas del Trabajo no se
consiguió apenas
con intervenciones de tipo económico, político o social, como
las descritas,
sino complementaria e incluso previamente a través de un pulso
militar que
exterminó, doblegó o marginalizó las fuerzas más conscientes,
organizadas y
combativas del Trabajo, incluido con el tiempo, muy
especialmente, el propio
Segundo Mundo; preparando de esa manera el terreno para la
puesta en marcha de
las medidas neoliberales con la menor oposición posible. Se
imponía así también
el marco dado de las cosas (“fuera del Sistema no hay nada”), a
partir del cual
en adelante cabrían hacerse las composiciones de lugar y el
horizonte de
posibilidades de los distintos sujetos sociales.
Esas
intervenciones tuvieron dos vertientes especiales: la ofensiva
antisindical y
antipolítica en todas las formaciones sociales, y la lucha
contra las
organizaciones políticas y político-armadas del Trabajo
principalmente, aunque
no sólo, en las sociedades periféricas. De Vietnam e Indonesia a
Nicaragua,
pasando por Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, y los
“países del
frente” contra el apartheid y el subimperialismo de la Sudáfrica
racista, en el
cono sur africano, se manifiestan algunos de sus hitos.
Tailandia, El Salvador,
Guatemala, Grenada y Panamá, entre otros, saben también lo que
las
intervenciones militares imperialistas de esa fase significaron
en sus países.
Asimismo se derrocaban o asesinaban líderes africanos
independentistas,
nacionalistas o socialistas: Kwame Nkrumah (Ghana), Sekou Touré
(Guinea
Conakry), Chivambo Mondlane y Samora Machel (Mozambique),
Amilcar Cabral (Cabo
Verde), Patrice Lumumba (Congo), Tomas Sankara (Burkina Faso);
mientras se
apoyaban dictadores de especial trayectoria sanguinaria, como
Idi Amin (Uganda)
o Mobutu Sese Seko (Congo).
No podemos
olvidar que durante todo ese tiempo se llevó a cabo también un
despiadado acoso
a Cuba, como telón de fondo de la estrategia imperial contra la
emancipación de
los pueblos.
Tamaña
ofensiva llevaba implícita, asimismo, una estrategia que pasaba
por conseguir
el cerramiento de filas de las sociedades centrales en torno a
los EEUU (lo que
reforzaba su dependencia estratégica y militar respecto del
coloso americano)
en un esfuerzo común por contrarrestar el poder de los países
periféricos y
arrinconar de una vez las luchas alternativas de sus
poblaciones. La “comunidad
de países desarrollados” vendría a acometer lo que la “comunidad
atlántica”
había dejado inconcluso en su intento de establecer un gobierno
mundial. En su
lugar se optará por una gobernanza global de los asuntos del
mundo que persigue
la estabilidad general del Sistema a pesar de la acusada
modificación en los
patrones de dominación y explotación; lo cual pasa
necesariamente por la
acentuación de la vigilancia y reducción de la participación
popular, así como
por la creciente represión de aquella que sea susceptible de
alterar las nuevas
relaciones de clase.
La impúdica
concentración de riqueza en cada vez menos manos, tendencia
inexorable del
capital sólo frenada durante unas décadas por la presencia de la
Unión
Soviética, es paralela al proceso de centralización del capital,
que a su vez
ha tenido su réplica en la concentración mediática. La formación
de los grandes
conglomerados mediáticos mundiales (resultado de la absorción de
las empresas
de la comunicación por las grandes corporaciones industriales,
que las
incorporan a su propiedad), significó el control prácticamente
absoluto de la
información y de las conciencias, casi la principal arma
distintiva con la que
hoy sigue contando EE.UU., y de rebote sus subordinados
europeos: la capacidad
unilateral de definir la realidad.
Lo cual
significa eliminar los “filtros” que la praxis va creando en
nuestra manera de
pensar y de “ver” y que sirven para decidir si algo es real,
posible y acorde o
no a nuestra situación social, ciudadana, cultural, o a nuestras
empatías
formadas en nuestros medios sociales más próximos. Para un
ciudadano o una
persona “normal” –que dependa o esté sujeta a la avalancha de
(des)información
cotidiana de parte de los masivos medios de comunicación
“occidentales”-, es
prácticamente imposible resistir el “formateo” de la manera de
ver e
interpretar el mundo. El sistema mediático y sus extensiones
(Facebook, Twitter
y otros) pueden formar o destruir certitudes, generar o anular
ideas y
acciones, hacer aceptar falsedades y deformar hasta lo
monstruoso la realidad.
También idealizar “modos de ser” y “modos de vida” e identidades
sin asideros
con la vida concreta de cada quien, y con poca probabilidad de
que el individuo
pueda interpretarlas para ponerlas en tela de juicio.
La sociedad
sólida y con clases bien definidas del capitalismo industrial
que en el campo
de la ciudadanía política defendían sus intereses de clase, como
la definió
Zygmut Bauman, tenía necesariamente que dejar paso a una
“sociedad líquida”
compuesta de individuos vulnerables, sin ciudadanía y
responsables de sí mismos.
Y es la (ex)primera ministra Margaret Thatcher quien define de
manera breve y
clara este proceso, cuando dijo que “eso que llamamos sociedad,
no existe como
tal”, lo único que existen son individuos que deben
arreglárselas por sí solos
porque “no hay otra alternativa” a este sistema.
Es evidente
que en este modelo de dominación basado en la desposesión en
todas sus formas,
para la concentración de la riqueza en una reducida oligarquía
cada vez más
parasitaria, no puede haber tampoco sociedad organizada de cara
a buscar la
democracia, a construirla.
Ya
tradicionalmente, desde la II Guerra Mundial, para acceder a los
parlamentos
capitalistas ha habido que contar con todo un entramado
empresarial-mediático,
una maquinaria electoral dependiente de los grandes poderes
económicos (a los
cuales quedan deudoras –y no sólo económicamente- las fuerzas en
liza, sean de
las siglas que sean). Ese espacio se ha ido concentrando
correlativamente a
como se concentra el capital en la esfera económica. Las
palabras del analista
norteamericano, William Pfaff, en su artículo “El poder del
dinero en la
política estadounidense”, son asaz esclarecedoras al respecto:
“...al mundo
empresarial le viene muy bien el actual sistema de gasto
ilimitado en las
campañas políticas. Mientras éstas sigan exigiendo sumas
faraónicas, no se
elegirá una mayoría reformista. Mientras gastar dinero siga
siendo una forma de
libertad de expresión protegida, el sistema estadounidense
permanecerá
bloqueado”.
Desde el
principio se trató de asentar un Bipartidismo en el que sólo dos
fuerzas, a la
par representantes de distintos sectores de poder, se apropiaran
también del
espacio electoral casi en su totalidad (con pequeños márgenes
para otras
fuerzas menores que proporcionaban cobertura así a la
“pluralidad” electoral).
Con los
procesos de oligopolización económica el Bipartidismo fue dando
lugar al
Bipartido, omniabarcador del espacio político-institucional,
exactamente como
la competición futbolística se fue cerrando para que en la
práctica sólo dos
equipos a lo sumo pudieran ganarla. La aceptación del estado de
las cosas de
aburrida monotonía por parte del público-elector va calando, sin
embargo, en el
descrédito y desgana con que se mira a la política-institucional
(como al
fútbol que no atañe a los grandes), por más que todo el
entramado
periodístico-mediático actúe cada día ignorando estos hechos,
como si la
competición fuera emocionante para todos, y como si todos
compitiesen con las
mismas oportunidades. Por eso, una vez obviada la desigualdad (e
injusticia) de
partida, los resultados son siempre justos. Y las ONGs creadas
ad hoc nada
tienen que decir sobre ellos: desconsiderada la injusticia
estructural lo
importante es señalar los excesos (reales o inventados) de
quienes intentan
combatirla (entre otras cosas porque los poderosos no se
necesitan en
circunstancias normales romper sus propias normas: queda siempre
dentro de su
legalidad).
Pero como
decíamos, en la presente coyuntura se está cerrando aún ese
espacio democrático
institucional, lo que deja cada vez menos huecos para que la vía
electoral
pueda constituirse en una vía de transformación social, válida
para que la
población pueda incidir de alguna forma en la política económica
y social que
se lleva a cabo. Esto es, para intervenir en la Política de
verdad, con
mayúsculas.
Algunos
pasos han ido trazando ese deslizamiento antidemocrático.
Primero se ha llevado
a cabo la des-substanciación de las instituciones de
representación popular,
creando o empoderando en cambio entidades supraestatales ajenas
a cualquier
tipo de elección democrática (Bancos Centrales, Comisión
Europea, G-20, FMI,
OMC, Foro de Davos…). Después
se
supeditan las leyes estatales a las supraestatales, liquidando
la soberanía del
Estado incluso para poder tener una política económica propia (y
en el caso de
la UE ni siquiera una moneda soberana), autosubordinándose a los
mercados
financieros y a sus agencias evaluadoras de riesgos, que no son
precisamente
elegidos democráticamente. Finalmente se modifican las propias
constituciones,
de manera que sea ‘anticonstitucional’ intentar cambiar la falta
de soberanía,
al tiempo que se empieza a tomar medidas para expulsar de forma
directa a los
partidos minoritarios de la contienda electoral (a través de la
exigencia de
una gran cantidad de avales para poder presentarse, por
ejemplo). Pero por si
todo eso fallara, siempre queda
la amenaza del caos (las famosas huelgas del capital) que se
producirá si no
sale una opción “aceptable” para los mercados, la presión para
la repetición de
referenda (cuando la gente no vota lo que debe; véanse como
ejemplo los
celebrados sobre la Constitución europea en distintos países
cuando el
resultado fue negativo), el chantaje político y económico (el
caso de Grecia ha
sido flagrante, al respecto), etc.
En
definitiva, la demolición del sistema parlamentario burgués
exige convertirlo
en un instrumento ineficaz, inútil, del que la gente se vaya
desentendiendo por
inercia. Porque no resuelve nada, porque decide cada vez menos.
Pero
paradójicamente, en su guerra implacable contra la URSS, y ante
la caída de
ésta (en la que tuvieron que ver también razones internas), el
capitalismo
realmente existente pierde el “sistema inmunitario” de la
sociedad sólida del
capitalismo industrial, resultado de largas y duras luchas de
clase nacionales.
La pérdida
de derechos, el desmoronamiento del Estado Social, la
destrucción de la
negociación colectiva, el destrozo de las condiciones laborales
y salariales,
la propia escasez del empleo... acaban con el poder social de
negociación de la
fuerza de trabajo, la mantienen sumisa y ultra-barata. Pero al
tiempo, se acaba
también con el consumo y la posibilidad de realizar la plusvalía
en forma de
ganancia a través de la venta de lo producido.
Si a ello
le añadimos el ya aludido problema básico, estructural del
capitalismo, la
sobreacumulación de capital o la pérdida de la capacidad de
generar valor como
plusvalor al ir las máquinas sustituyendo más y más trabajo
humano (el único
del que se extrae el plusvalor), vemos que el capitalismo maduro
que se creía
triunfante para siempre a escala mundial, entra en una acelerada
y profunda
degeneración, propia probablemente de su fase senil o terminal.
Indicador
de ello es que a partir de los años 80 tiene que crecer cada vez
más a través
de procesos de autofagocitación. No otra cosa implican sus
miríadas de
dispositivos de desposesión (ver “Capitalismo degenerativo.
Breve crónica del
mayor robo jamás perpetrado”, http://www.sinpermiso.info/textos/capitalismo-degenerativo-breve-cronica-del-mayor-robo-jamas-perpetrado ). Eso quiere
decir también que la
“corrupción” se hace más intrínseca aún al capitalismo, siendo
sus destellos
mediáticos sólo un epifenómeno de la actual dinámica de
crecimiento por
desposesión, por rapiña.
Sin
embargo, todo el conjunto de procesos y mecanismos hasta aquí
descritos han
permitido la anestesia de las conciencias frente a la barbarie.
El
entrenamiento y acostumbramiento de las poblaciones al
imperialismo humanitario
que vendría a continuación, y que escondía una brutal
reordenación del tablero
geoestratégico y geosocial mundial. Por tanto en adelante el
Gran Capital podía
contar si no siempre con la aquiescencia, sí con la pasividad de
las
poblaciones frente a la nueva modalidad de guerra que se
convertiría desde los
90 también en elemento privilegiado de desposesión y a la vez de
regulación-dominación social a escala planetaria.
La Guerra
Total, que ha sido también bautizada como de “cuarta
generación”, se hace la
modalidad de guerra del capitalismo degenerativo. Está desatada
y librada de
forma permanente, sin necesidad de declaración alguna. La
destrucción de
territorios, la promoción bélica del desorden, la conversión de
países en
ruinas, no sólo busca la apropiación de recursos energéticos o
de cualquier
tipo, así como resultados geoestratégicos, sino además hacer de
la devastación
una forma de ganancia, de reinversión de los capitales
excedentes, de otra
manera ociosos, y permite el desligamiento de nuevas olas
expansivas de la
especulación. Vehículo para prolongar o preservar ganancias,
para estirar
rentas sobre recursos o ventajas comparativas, para frenar en
suma el derrumbe económico.
También para disciplinar al mundo emergente.
Irak,
Afganistán, Somalia, Yugoslavia, Libia, Siria, Ucrania,
Venezuela (y resto de
países del Alba), son algunos de los ejemplos de la Guerra
Total. Ante la
decadencia del capitalismo global y de su país hegemón (EE.UU.),
la irrupción
de países emergentes como China y Rusia, se contempla como
último anclaje de un
capitalismo productivo-energético, pero al tiempo como un
peligro para los
viejos poderes. La diseñada “Nueva Ruta de la Seda” china
(apoyada por Rusia)
sería algo así como el último intento de una suerte de
“keynesianismo global”,
un proyecto que abre las puertas a un “nuevo mundo” más
equilibrado, con una
repartición mejor de la riqueza. Pero el mundo anglosajón que ha
quedado
rezagado, ha intentado hasta hoy por todos los medios frenarlo
(apoyado por
buena parte de una Europa decadente y subordinada). Por eso
EE.UU. y sus
adláteres instauran el caos, agujeros negros de destrucción
bélica y barbarie
en el camino de esa Ruta.
Ante la
falta de posibilidades de levantar cualquier proyecto social, su
meta es la
destrucción de lo que pueda resultar díscolo o alternativo.
En su otra
vertiente, la Guerra Total se manifiesta también como guerra
interna, contra
las propias sociedades, que va in crescendo mediante la
militarización del
orden social y la proliferación de estados de excepción y
estados de
emergencia, amén de los dispositivos jurídico-institucionales de
represión de
la protesta y criminalización de los desheredados.
En el
centenario del nacimiento de la URSS, el capitalismo comienza a
agonizar. Entramos con
ello en un momento de alta
inestabilidad e incertidumbre, el famoso interregno gramsciano.
Su sustitución
por un nuevo orden sistémico como un decurso pasivo propiciado
por la automatización
y la actual revolución científico-técnica, su descomposición en
diferentes
formas de producción-supervivencia de unas y otras partes de la
humanidad, o la
intervención política que encamine a la socialización de las
máquinas está por
decidir. Mientras lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no
termina de nacer, lo
previsible es que siga la cadena de destrucción y muerte de un
sistema
moribundo. Más tiempo dure su agonía, más dolor, muerte y
penurias para la
humanidad.
La URSS,
como cualquiera de las otras experiencias de desconexión con el
orden
capitalista del siglo XX, no pudo a la postre librarse de la ley
del valor del
capital, no tenían las condiciones socioeconómicas para ello (en
1967-68
Radovan Ritcha analizó la incompatibilidad del modelo de
crecimiento industrial
y el socialismo, diciendo así que se necesitaba de la revolución
tecno-científica para construir socialismo, al menos si se está
rodeado de un
mundo capitalista). Pero hoy esas condiciones sí están dadas
(esa revolución
científico-técnica ya está aquí). Por eso, más allá de ver
aquellos procesos
revolucionarios como intentos fracasados de ida y vuelta al
capitalismo,
podríamos contemplarlos, con el beneficio de la distancia
histórica, como
estallidos del capitalismo antes de su definitiva superación.
La Rusia
actual tendrá que virar (¿de nuevo?) hacia el capitalismo de
Estado si quiere
tener algún lugar en el mundo que se avecina (China, desde su
intento de
ruptura, ha comenzado a involucionar también hacia él). Su razón
de ser, capitalista,
nada bueno nos augura respecto de las posibilidades de superar
los límites del
capitalismo, ni los de la naturaleza, pero al menos desde esa
posición es más
fácil acomodarse a la era postcapitalista. Y la llamaremos así
de momento
porque probablemente transcurrirá bastante tiempo hasta que de
la agonía de
este sistema cuaje algo definido y estable para la humanidad, o
al menos para
algunas partes de la misma.
Hoy más que
nunca necesitamos de una nueva y mejorada URSS.
- Alberto
Rabilotta es periodista y ensayista
argentino-canadiense.
- Andrés Piqueras
es profesor titular de
Sociología y Antropología Social en la Universitat Jaume I y
miembro del
Observatorio Internacional de la Crisis.
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