La autoridad de las sentencias de la Corte
Interamericana y los principios de derecho público
argentino
Director de la Maestría en Derechos Humanos
(Departamento de Planificación y Políticas Públicas – UNLa). Profesor titular
UBA/UNLA. Ex miembro de la CIDH. (publicado originalmente aquí)
En “el caso
Fontevecchia”, la mayoría de la Corte Suprema de Justicia de la Nación cambió su
postura acerca de la obligatoriedad de las sentencias de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos (Corte IDH) que condenan al Estado argentino a dejar sin
efecto decisiones judiciales. Pero el precedente podría tener también
consecuencias en el valor constitucional de los tratados de derechos humanos.
Van aquí algunas primeras reflexiones con el fin activar el debate.
En casos previos, como
“Esposito” que correspondía a la ejecución de la sentencia de la Corte IDH en el
caso Bulacio, la corte suprema había establecido que el margen de decisión de
los tribunales argentinos quedaba acotado por la integración del país en un
sistema de protección internacional de derechos humanos,lo cual obligada a
cumplir las decisiones de la Corte IDH que eran obligatorias y vinculantes para
el Estado en los términos del artículo 68 de la Convención Americana. Esa
obligación existía aun cuando no se estuviera de acuerdo con lo decidido, e
incluso si se advertía contradicción con el propio orden constitucional. En el
posterior caso “Derecho” que correspondía a la ejecución de la sentencia
internacional del “caso Bueno Alves” la Corte mantuvo con amplia mayoría esa
interpretación, y con base en esos fundamentos revocó una sentencia que había
declarado la prescripción de la causa en la que se investigaba a un policía por
tortura.
Estos casos evidenciaban
un compromiso potente de apertura del sistema legal argentino hacia el sistema
interamericano, y eran consecuencia de un proceso jurídico y político previo que
le daba sustento y cuyo puntos culminantes fueron la aprobación de los
principales tratados de derechos humanos en la transición democrática de los
ochenta, la reforma de la constitución de 1994, la incorporación posterior de
varios tratados a la norma constitucional por mayoría calificada del Congreso, y
la anulación legislativa por un amplio consenso multipartidario de las leyes de
obediencia debida y punto final en 2003.
En el reciente “caso
Fontevecchia”, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dio marcha atrás con
aquella posición de apertura, y sostuvo que si bien las decisiones de la Corte
Interamericana son “en principio” de cumplimiento obligatorio, no deberían ser
cumplidas si el tribunal interamericano actúo en exceso de su competencia, o
bien cuando la condena es de cumplimiento imposible por contradecir “principios
de derecho público constitucional argentino”.
En el caso, entendió que
la Corte IDH se había excedido de su competencia al imponer la revocación de una
decisión previa de la propia corte que en 2001 había condenado civilmente a dos
periodistas. Entendió que el tribunal interamericano no contaba con atribuciones
para imponer la revocación de una sentencia, pues no era una “cuarta instancia”
del sistema judicial argentino. Por otro lado, sostuvo que imponer a la propia
Corte que revise una decisión firme, cuestionaba su condición de órgano supremo
del Poder Judicial nacional de acuerdo con el Artículo 108 de la Constitución, y
contradecía principios fundamentales del derecho público que funcionan como un
límite para la implementación de las decisiones internacionales.
En primer lugar, el
análisis que realiza la Corte Suprema sobre las competencias del tribunal
interamericano subvierte el principio básico de que el tribunal internacional es
juez único de sus propias competencias, regla que por lo demás, es la que
sostiene todo el tinglado del sistema interamericano de derechos humanos y de
otros sistemas de justicia internacional. En el caso, el Estado argentino a
través de la representación de la Cancillería, no cuestionó la competencia de la
Corte Interamericana para conocer el caso, ni alegó exceso de sus poderes
remediales, cumpliendo incluso parcialmente con la condena, e impulsando su
cumplimiento por la propia corte. Nada impide por supuesto que en un caso la
Corte Suprema en ánimo de diálogo constructivo como propone un sector de la
teoría constitucional impugne el ejercicio de autoridad de la Corte
Interamericana, como lo hicieron algunos jueces en el precedente “Espósito”,
pero en todo caso ese juicio crítico sobre el ejercicio de la competencia que
puede llevar al sistema interamericano incluso a rever en el futuro su
actuación, no puede conducir al extremo de negar fuerza obligatoria a la
condena. En “el caso Espósito” la Corte Suprema discutió y protestó por lo que
entendió un ejercicio excesivo de facultades del tribunal internacional, pero
acato. En “Fontevecchia” el supuesto exceso de competencia sirvió para alzarse
en contra del cumplimiento del fallo. No tuvo un tono dialógico, sino que
expresó una disputa de autoridad.
Por otro lado el
argumento relativo a que el tribunal regional no es una “cuarta instancia” de
los sistemas de justicia nacionales, no sirve en mi opinión para discutir el
alcance del poder remedial de la Corte Interamericana. La fórmula de la cuarta
instancia se refiere simplemente a que la Corte IDH no revisa el acierto o el
error de las decisiones de los tribunales nacionales en la aplicación del
derecho nacional si actuaron respetando el debido proceso y se trata de
tribunales independientes e imparciales. En virtud de esta regla se limita en
ese aspecto el margen de revisión del caso litigioso para que el sistema
interamericano sea subsidiario de los sistemas judiciales nacionales. Pero la
Corte Interamericana, sí examina si una decisión judicial violó la Convención
Americana, por ejemplo al negar el debido proceso, o limitar arbitrariamente un
derecho de la Convención, como la libertad de expresión, la libertad sindical,
la nacionalidad o la defensa en juicio. Si concluye que lo hizo, su poder
remedial no se limita a fijar reparaciones patrimoniales, sino que puede obligar
al Estado condenado a dejar sin efecto, revisar o anular la decisión o sus
efectos jurídicos. Técnicamente la Corte Interamericana no revoca la
decisión, porque no es un tribunal superior resolviendo un recurso de apelación
dentro de un único proceso y en eso la Corte Suprema argentina tiene razón. El
proceso internacional es un nuevo proceso judicial, diferente al litigio
interno, con sus instancias, sus propias partes litigantes, su sistema de prueba
y de responsabilidad y su propio aparato remedial. Lo que hace la Corte
Interamericana es ordenarle al Estado que adopte los mecanismos necesarios para
dejar sin efecto o privar de efectos jurídicos a la decisión. En ocasiones, la
Corte Interamericana manda a seguir adelante una investigación indicando que no
puede oponérsele obstáculos a eso, lo que implícitamente obligará al Estado por
los mecanismos que el propio Estado disponga, a reabrir ese proceso si hubiera
sido cerrado en sede judicial. No altera esta facultad el hecho de que la
decisión judicial que se dispone revisar provenga de la máxima instancia del
Poder Judicial del Estado. Todas las instancias del Estado están obligadas por
la Convención Americana en la esfera de su competencia, a dar cumplimiento de
buena fe a las sentencias de la Corte IDH de acuerdo al Artículo 2 y 68 de la
Convención (la idea del “control de convencionalidad” que desarrolla con mayor
precisión la Corte Interamericana en la resolución de cumplimiento del caso
“Gelman”). Así como el tribunal de derechos humanos puede imponer al Congreso
que es cabeza máxima del Poder Legislativo, cambiar una ley, o bien al
Presidente, que es cabeza del Poder Ejecutivo revisar un acto administrativo,
puede imponer a la Corte Suprema, o a los tribunales superiores, o a las cortes
constitucionales, que son cabeza de los poderes judiciales, revisar o anular una
sentencia por los caminos que la legislación de cada Estado determine.
La competencia
convencional de la Corte Interamericana para ordenar que se revisen sentencias
de tribunales nacionales es coherente con el principio del previo agotamiento de
los recursos internos que contribuye a definir su papel subsidiario. Sería
absurdo que la Convención por un lado disponga que las víctimas deben agotar los
procesos judiciales nacionales antes de acceder con sus demandas al sistema de
protección internacional, y luego inhibiera a los órganos del sistema de revisar
el alcance de esas decisiones judiciales. Si así fuera las víctimas quedarían en
medio de una trampa.
Pero además, si la cosa
juzgada en la esfera nacional fuera rígida e inmodificable, la justicia
internacional de derechos humanos no tendría razón de ser, se limitaría a
adjudicar pagos de dinero para compensar aquello que el dinero no puede nunca
compensar, como la vida o la integridad física, o la libertad personal, o la
autonomía reproductiva, sin poder restituir a las víctimas en el goce de sus
derechos conculcados, que es lo que manda a hacer el Artículo 63.1 de la propia
Convención Americana. Ésta entiende por reparación precisamente hacer cesar los
efectos de la violación, y restituir a la víctima en lo posible a la situación
previa al agravio. Sí la Corte IDH no pudiera ordenar remedios que apunten a
ello, simplemente no existiría tutela internacional efectiva. No hubiera podido
por ejemplo la Corte Interamericana obligar a revisar sentencias que cancelaron
arbitrariamente la ciudadanía y sometieron a la apatridia, como hizo respecto de
personas de origen haitiano en República Dominicana, ni condenas injustas como
los procesos “antiterroristas” peruanos de Fujimori, o como las condenas a pena
de muerte en Guatemala o Trinidad y Tobago, o las condenas a perpetuas a menores
de edad en Argentina, o bien imponer la reapertura de procesos cerrados sin
cumplir con el deber de investigación penal, en Perú (Barrios Altos), Colombia
(Gutiérrez Soler), Chile (Almonacid) , Uruguay (Gelman), Brasil (guerrilla
de Araghuaia), o que se reconduzcan investigaciones penales desarrolladas con
negligencia, como en Bolivia (Ibsen Cárdenas), o México (Campo Algodonero),
entre muchos otros casos de crímenes masivos, o bien de patrones de violencia
institucional. Esto es lo que hizo la Corte Interamericana por lo demás desde
que fue creada en los años setenta, sin advertir como ahora advierte la Corte
argentina en una relectura del artículo 63.1 de la Convención Americana, que no
tenía competencia remedial para hacerlo.
En el caso “Fontevecchia”
la Corte Interamericana ordenó revisar la condena civil contra dos periodistas.
Este remedio tampoco es novedoso en su jurisprudencia sobre libertad de
expresión, desde el famoso caso “Herrera Ulloa” contra Costa Rica, que fue
copiosamente citado por la Corte argentina. Si bien las víctimas podían obtener
la devolución de las sumas abonadas en esa condena por la vía de una reparación
económica a cargo del Estado, lo que la corte regional buscaba era borrar los
efectos de la condena dictada en violación de la libertad de expresión, y ese
punto es el que la corte local se negó a cumplir. La implementación de la
revisión de la condena original no presentaba graves problemas de debido
proceso, pues el principal afectado, quien había ganado el juicio que se
ordenaba revisar, había sido citado a ejercer sus derechos en el trámite y no
manifestó objeción al cumplimiento. Por lo demás, la revisión de la condena
civil no implicaba la obligación de devolver las sumas cobradas, que habían sido
cubiertas por el propio Estado. En el caso entonces la corte no logra
identificar derechos que se verían lesionados por la revisión de la sentencia,
sino que sólo identifica la afectación de sus propias prerrogativas.
Cumplir con la condena
consistía precisamente en activar el proceso de revisión y en su caso disponer
la revocación de la sentencia. Si en el trámite alguna parte hubiera invocado
obstáculos jurídicos insalvables, el tema podría haber sido materia de examen y
decisión de la propia corte. En el derecho comparado, por ejemplo en Colombia,
una ley establece un proceso de revisión de sentencias de los tribunales
nacionales cuando un tribunal internacional aceptado por Colombia, como la Corte
Interamericana, determinada que esa sentencia se dictó en violación del debido
proceso o con incumplimiento grave del deber de investigar. Los tribunales
tramitan el recurso de revisión y deciden revocar salvo que encuentren
obstáculos insalvables para ello. El deber de cumplir con la sentencia no
implica en ningún caso la imposición de un acatamiento ciego de la decisión
interamericana, sino la implementación de buena fe de un proceso serio y
efectivo de revisión que permita darle a esa decisión final de un caso
contencioso un efecto útil.
Una lectura acotada del
precedente “Fontevecchia” indica que la corte sólo se negó a revisar una condena
firme que ella misma había dictado, pero que la situación sería diferente si se
tratara de revisar decisiones de tribunales inferiores que no pusieran en juego
la supremacía de la propia corte. En mi opinión, más allá del alcance del fallo
concreto, lo cierto es que el tribunal abrió la puerta para discutir en el
futuro la competencia remedial de la Corte Interamericana para revisar
sentencias de tribunales nacionales, y el argumento de la cuarta instancia con
el alcance peculiar que le da la Corte local, sirve para poner un límite a otras
órdenes de revisión de sentencias, cualquier fuera la instancia que las dicte,
lo que le daría a “Fontevecchia” una proyección mayor de la que a simple vista
puede tener.
Pero el punto más
conflictivo de toda la decisión está en el argumento de la existencia de un
orden conformado por los principios fundamentales de derecho público argentino
que funciona como “valladar” infranqueable de reserva de soberanía ante la
aplicación de los tratados internacionales incluso de los que han sido
constitucionalizados. Este argumento se basa en la lectura particular del
Artículo 27 de la Constitución que dice que los tratados que firme el gobierno
federal deben respetar los principios de derecho público de la Constitución.
Esta interpretación, retoma la tesis disidente de Fayt (por ejemplo en “Simón”,
“Espósito”, y “Derecho”), y tiene una enorme significación, pues trasciende la
cuestión del cumplimiento de las decisiones de la Corte Interamericana, y de
acuerdo a sus futuros desarrollos, puede implicar un cambio importante de
interpretación del propio Artículo 75 inciso 22 que formaliza la jerarquía
constitucional de los tratados de derechos humanos. Implica nada menos que el
retorno como posición hegemónica de una visión dualista de la relación entre
derecho internacional y derecho interno, esto es, la afirmación de la existencia
de dos sistemas normativos diferentes, dos planetas que giran cada uno en su
órbita, y que requieren siempre una norma o acto de habilitación para que la
norma internacional se integre al orden jurídico nacional sin alterar su núcleo
identitario.
La tesis contraria,
similar a la que sostiene la Corte Constitucional colombiana, y que era
mayoritaria en la corte hasta “Fontevecchia”, sostiene que los tratados
incorporados a la Constitución, y el resto de la norma constitucional, conforman
una única estructura jurídica, un “bloque de constitucionalidad”. Ese bloque
normativo debe ser interpretado como una unidad, buscando coherencia entre sus
normas. Ello conduce a una interpretación que no pretende desplazar una norma
por otra superior originaria, ya que normas de igual rango no pueden invalidarse
mutuamente. Dicho en otros términos, no existe un “valladar” de principios de
derechos público argentino que nos resguarda de las amenazas exógenas de los
tratados de derechos humanos, por cuanto esos tratados integran plenamente el
orden constitucional en los términos del Artículo 75.22 de la Constitución, y
los principios rectores que recogen conforman ellos también el derecho público
del país. En ese punto, para la tesis del “bloque de constitucionalidad”, no
puede leerse el Artículo 27 separado del Artículo 75 inciso 22. La
obligatoriedad de las sentencias de la Corte Interamericana establecida en el
artículo 68 de la Convención Americana es un principio fundamental del derecho
público constitucional argentino, tanto como aquel del artículo 108 de la
Constitución que asigna a la corte suprema la cabeza del Poder Judicial.
La posición del bloque único parte de una clara premisa política: cuando el
poder constituyente llevó los tratados a la Constitución analizó que eran
compatibles con ella, de modo que no corresponde a los jueces presuponer
contradicciones entre el tratado y la constitución originaria.
Ahora bien, una primera
proyección de la tesis dualista que ahora se impone, es la posibilidad ejercida
por la corte argentina como guardián de la ley en “Fontevecchia”, de someter la
condena internacional a una suerte de exequatur para determinar si se adecúa o
no a ese orden público originario, quitándole fuerza vinculante a aquellas
decisiones que no se ajusten a sus principios. Esta tesis cuyo principal
problema es precisamente la definición de ese “orden público”, es similar a la
que plantean otros tribunales americanos, como la sala constitucional del
tribunal supremo venezolano en el “caso de Apitz” de 2008, en el cual se negó a
cumplir una orden de la Corte Interamericana que obligaba a reincorporar jueces
destituidos, y que sirvió de preludio a la denuncia de la Convención.
La Corte Suprema, ha
utilizado la teoría del “exequátur”, rechazando la ejecución de sentencias de
jueces extranjeros por afectación del “orden público” nacional en disputas
índole económica. El principio fue consagrado en la legislación procesal, y
aplicado reiteradamente por la Corte Suprema. En 2014, en el caso Claren, por
ejemplo, la Corte Suprema, aplicando este principio, negó la ejecución de una
decisión del Juez Griesa de New York, que había condenado al estado argentino a
abonar a un grupo de bonistas que no habían entrado en la reestructuración de
deuda, el valor nominal de los bonos. La corte consideró que la pretensión de
hacer efectiva esa sentencia extranjera violaba principios de orden público
expresados en las leyes sucesivas que diferían el pago de los bonos y en las
competencias del estado argentina para reestructurar la deuda pública y sus
servicios de deuda en situaciones de crisis económicas a fin de poder cumplir
las funciones esenciales del estado. Pero en el caso “Fontevecchia”, no se
discutía la ejecución de una sentencia de un tribunal extranjero, sino de un
tribunal internacional creado por un tratado que el Estado integró soberanamente
en su propio ordenamiento constitucional reconociendo su fuerza
vinculante.
La cuestión como
anticipamos, excede el cumplimiento de las condenas internacionales, pues el
“valladar de los principios de derecho público de la constitución” podría
limitar también la aplicación del tratado de rango constitucional en la esfera
nacional, y conducir a una revisión de toda la arquitectura constitucional. Los
ex magistrados Belluscio (en casos Petric, y Arancibia Clavel) y Fayt (Aracibia
Clavel) expresaron esta idea con claridad cuando sostenían, en minoría por
entonces en la corte, y en base a parecidos fundamentos, que los tratados
incorporados en la reforma de 1994 eran normas constitucionales, pero de segundo
rango, pues regían en la medida que no contradijeran la constitución en su texto
original. Si bien la mayoría de la corte en “Fontevecchia” no usa el mismo
lenguaje, y no adhiere por ahora explícitamente a esa postura, parece plantear
(párrafo 19 de la sentencia) una suerte de subordinación de los tratados de
derechos humanos, aún de aquellos de rango constitucional como la Convención
Americana, a ese puñado de principios inconmovibles que recoge el Artículo 27 de
la Constitución. Como si esos tratados para regir constitucionalmente debieran
atravesar el tamiz de los principios rectores. Qué ocurrirá si como hipótesis
extrema un nuevo intérprete constitucional entendiera que los derechos y
principios jurídicos que traen esos tratados y sus estándares interpretativos,
como el derecho a la vivienda y al agua, a la consulta indígena, a la igualdad e
identidad de género, o la imprescriptibilidad de los crímenes masivos,
colisionan con los principios fundamentales de derecho público argentino,
inducidos del texto liberal conservador de la constitución originaria, modelada
en el ideario del siglo 19. El muro divisorio que construyó la corte para evitar
la amenaza de autoridad de la jurisdicción interamericana, podría deparar nuevas
pautas interpretativas de la toda la carta de derechos, seguramente en perjuicio
de los sectores más vulnerables, como suele ocurrir.
Es verdad que la reforma
de 1994 expresamente estableció que los tratados de derechos humanos que se
incorporan a la Constitución no derogan artículo alguno de la primera parte de
la Constitución –la parte dogmática que recoge los principales derechos- y deben
entenderse complementarios de esos derechos y garantías. Pero esta regla hasta
ahora ha sostenido la tesis de la unidad en un solo bloque de los tratados y el
resto de la Constitución, y no ha sido leída como expresión de que los tratados
deben subordinarse o ajustarse a los límites que imponen los principios de
derecho público que expresa el contenido original de la Constitución. Dicho más
claro, no se ha interpretado la regla para degradarlos a un segundo rango
constitucional.
Esta última cuestión
sumamente espinosa sin embargo está lejos de consolidarse en “Fontevecchia”, y
es esperable que la corte aclare en sucesivos casos el alcance que le brinda al
Artículo 27 de la Constitución, en especial si entiende que esa norma además de
justificar el exequatur de las sentencias de la Corte Interamericana, sirve de
apoyo para cambiar la interpretación tradicional que mantuvo al menos durante
los últimos 20 años acerca de la jerarquía constitucional de los tratados.
La reivindicación de la
soberanía judicial que realiza la corte argentina no sólo debilita el compromiso
de participación de nuestro país en el sistema interamericano. Limita la
utilidad de ese ámbito que ha funcionado históricamente para dirimir conflictos
sobre derechos básicos. En especial de los sectores sociales que presentan
mayores dificultades para hacerse oír en las distintas esferas del estado
federal y provincial, y que acuden allí como recurso extremo de justicia. Son
esos sectores de la ciudadanía quienes han legitimado ese espacio regional, más
allá de las justificadas críticas que sus procedimientos y decisiones pueden
merecer y los cambios institucionales que se pueden impulsar. No se trata
simplemente de una disputa de autoridad entre tribunales. Los casos contenciosos
complejos que se dirimen en el sistema interamericano no suelen tener un final
definitivo en ninguna instancia. Pasa algo parecido a lo que ocurre con las
decisiones estructurales de la corte que se prolongan en largas ejecuciones en
busca de justicia. Las decisiones de la Corte Interamericana, aun
reconociéndolas formalmente obligatorias, dependen siempre de la implementación
que realizan las instituciones nacionales, y de la presión social que puedan
movilizar las víctimas y las organizaciones que las apoyan. El sistema
internacional se sostiene necesariamente en esos mecanismos domésticos de
implementación, y ese punto es clave para entender qué significa que sus
sentencias son “obligatorias” y cómo funciona en el mundo real la relación entre
las diversas esferas de decisión. La corte regional en sus sentencias le envía a
los Estados una partitura, pero son las instancias nacionales y provinciales las
que con sus propios instrumentos ejecutan la música. Por eso, la autoridad de la
Corte Interamericana nunca es final, ni tampoco es suprema, sino que es
complementaria. Pero la autoridad de la corte argentina, al menos ante los casos
que se tramitan en instancias internacionales, también lo es. El caso
“Fontevecchia” no ha tenido un cierre. El incumplimiento de la sentencia
internacional configura una nueva violación de la Convención Americana que podrá
ser materia de responsabilidad estatal. Se tramitará una instancia de
seguimiento en Costa Rica que obligará a activar respuestas legales al Poder
Ejecutivo, y es probable que el asunto termine en la imposición de nuevas
obligaciones jurídicas, de manera similar al contrapunto generado con la
justicia uruguaya en el caso “Gelman”.
Para reducir la
incertidumbre, sería conveniente que el Congreso reactive el debate de este
asunto, y avance en la sanción de una ley reglamentaria del Artículo 75. 22 de
la Constitución, diseñando mecanismos de ejecución de decisiones
internacionales que aseguren reparación adecuada de las víctimas, y la
restitución de sus derechos conculcados.


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