La grieta y el derecho del trabajo
C.A.B.A., Argentina, UNASUR-CELAC, EL EMILIO. Neoliberalismo, justicia y derecho laboral
Por Enrique Arias Gibert (*)
El
discurso mediático dominante presenta la grieta como una concepción que
divide la sociedad alterando su equilibrio bucólico. No es casual la
homología entre este discurso y el de la dictadura militar en la
exposición de motivos del régimen de trabajo agrario de 1980 que impedía
las paritarias agrarias, establecía jornadas de sol a sol, suprimía el
preaviso y cualquier posibilidad de acción concertada de los
trabajadores en nombre de la tradicional armonía del campo.
Se
escatima en esta concepción el carácter objetivo de la grieta en el
cual, lo que se presenta como armónico y natural, marca desde el inicio
el síntoma de la catástrofe (como el ruido de las máquinas que acompaña
la novela Germinal de Zola hasta que, al derrumbarse sobre los mineros,
dejan al descubierto el antagonismo irreductible de una forma de
sociedad que se pensaba eterna). No es lo que se piense sobre la
sociedad lo que origina la grieta. La grieta surge objetivamente de cada
formación social.
La
ideología de los dominantes niega la objetividad de la grieta y la
atribuye a los agitadores que toman el nombre de mafia (sindical, de los
abogados y hasta de los jueces del trabajo). De este modo el discurso
hegemónico presenta como enfermedades simuladas las condenas de
hipoacusia por trauma acústico (ignorando que la acción de las máquinas
deja una mueca característica a los 4000 Hz en las audiometrías) y
ofrece un relato melodramático de un reclamo de indemnización millonaria
por accidente de un trabajador ingresado 45 días antes.
Ahora
bien, si el trabajador quedó cuadripléjico o muere por incumplimiento de
la ley de seguridad industrial, la fecha de ingreso resulta
irrelevante. De este modo se presenta como víctima al causante del daño.
Y la advocación a la seguridad jurídica parece olvidar que nada hay más
propio que el cuerpo de uno mismo.
El poder
económico concentrado sigue pensando –como en el siglo XVII– que el
hogar de un inglés es su castillo y que, como decía Locke, el cabeza de
familia es un monarca absoluto aunque con su poder limitado al ámbito de
su propiedad. En ese ámbito de lo doméstico están la relación entre el
señor y su mujer, entre padres e hijos y, fundamentalmente, entre el
patrón y sus empleados.
Pero en el
mundo sucedió una conmoción muy grande que tomó el nombre de Revolución
Francesa que, entre otras cosas, señaló que el dominio sobre las cosas
no importa poder sobre las personas, que el poder de la ley –expresión
de la soberanía del Pueblo– afecta por igual a todos los ciudadanos. En
ese nuevo marco de legalidad se hace posible el cuestionamiento del
carácter absoluto de “lo doméstico” y salen a luz los nuevos
antagonismos. En particular, la grieta que divide a los que ponen en el
contrato su fuerza de trabajo y quienes –porque tienen medios y objeto
de producción– se apropian de su producto.
Hasta se
puede decir que el devenir histórico desde entonces es el de la
disolución paulatina de estos poderes domésticos absolutos: los derechos
de los niños, la lucha por la igualdad de género y la opción sexual y,
en lo que a nosotros nos atañe, la relación entre los patrones y
empleados.
Ese
intento de sutura, en este ámbito, asume el nombre de derecho del
trabajo que implica no sólo remuneración justa, jornada limitada,
descanso pago, protección contra el despido arbitrario sino también y
fundamentalmente, libertades sindicales en sus aspectos individuales y
colectivos que son manifestación del antagonismo, son siempre un
contrapoder que exige la democratización de las decisiones en la
empresa.
Hacer
derecho de trabajo es afirmar que la propiedad sobre las cosas no es
dominio sobre las personas, que el contrato de trabajo no es un punto de
partida, sino punto de llegada como consecuencia de la distribución
desigual de las potestades sociales, que el trabajo en una sociedad
democrática y republicana es siempre el trabajo digno y que el
trabajador, al ingresar a la empresa, no deja en la puerta su condición
de ciudadano. Por esta razón el Derecho del Trabajo tiene por objeto
levantar las persianas de la fábrica para que penetre allí la
Constitución.
Los
cultores del absolutismo doméstico sólo pueden ver la existencia misma
del derecho del trabajo como una excrecencia en el discurrir ilimitado
de las relaciones de mercado. Para ellos el nombre de las relaciones del
trabajo transcurre bajo el signo de lo precario, etimológicamente lo
que se obtiene con ruegos. Exactamente lo contrario del derecho del
ciudadano.
No
olvidemos que para Milton y Rose Friedman, los divulgadores del
neoliberalismo, sólo hay algo peor que una burocracia ineficaz y
corrupta: una burocracia honesta y eficaz. Esto explica los embates
contra el derecho del trabajo y sus instituciones.
Pero deben
recordar, como en Germinal, que el chirrido de las máquinas que
acompaña el relato no es la producción subjetiva de los agitadores, es
el grito objetivo del antagonismo que, para evitar la catástrofe,
requiere de sutura.
(*) Juez catamarqueño. Integrante de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo.
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