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Caribeños inmigrantes en el Cono Sur
Jorge Majfud
ALAI
AMLATINA, 09/05/2018.- Cómo los pobres siempre sacan lo peor
de nosotros mismos
Después de
la ola neoliberal de los 90, que prometió modernizar y terminar
con la
corrupción (de los neoliberales anteriores) en los países del
Sur, y después
que terminase, como suelen terminar estas promesas, “realistas y
responsables”,
en una catástrofe financiera, económica, y, sobre todo, social,
Argentina y
Uruguay desangraron una gran parte de sus poblaciones.
En el 2002,
casi no tenía compañeros de la universidad que no estuviesen
planeando buscar
trabajo en Europa o en Estados Unidos. La mayoría emigró antes
que mi esposa y
yo. Por entonces, éramos profesionales jóvenes y de un día para
el otro
habíamos perdido nuestros clientes y en los trabajos públicos,
como en mi caso
en la educación, no era raro trabajar cinco o seis meses sin
recibir un sueldo
completo. Nuestra heladera era blanca por fuera y por dentro. No
pocas veces, y
por no recurrir, por dignidad, al auxilio de algún familiar o de
algún
préstamo, nos íbamos a dormir con el estómago vacío.
Al igual que
Argentina, Uruguay siempre fue un país de inmigrantes, con una
fuerte
conciencia personal y cultural de que nuestras raíces estaban en
otros países
lejanos. Pero por entonces, se había convertido, otra vez, en un
país de
emigrantes.
Por algún
tiempo, esta emigración masiva, aunque nada en comparación con
los países
centroamericanos, aparte de aliviar la presión social y
económica de la
desocupación, aportó millones de dólares en remesas que palearon
en algo de la
Gran crisis, detalle que hoy se encuentra totalmente en el
olvido gracias a una
larga prosperidad de más de quince años y una aún más larga
campaña de
descrédito político y olvido histórico. Uno se acostumbra rápido
a cualquier
mejoría.
Desde hace
por lo menos cuatro o cinco años, aunque en una escala menor,
Uruguay ha vuelto
a ser un país receptor de inmigrantes, sobre todo de algunos
países andinos y
de la región del Caribe. Aunque no masiva (como a principios del
siglo pasado,
cuando casi todos llegaban escapando de las tragedias y de la
pobreza de Europa
o de Medio Oriente) ahora muchos cubanos, venezolanos,
dominicanos y de otros
países tropicales han decidido emigrar a los inviernos fríos de
Uruguay.
Ese es el
caso de Elizabeth, una madre dominicana que desde hace cuatro
años envía parte
de su magro salario a sus hijos en República Dominicana. El 4 de
mayo de 2018,
sus hijos tomaron un avión con una de sus amigas y llegaron al
aeropuerto de
Carrasco a la medianoche. Allí un funcionario observó que sus
visas de entrada
habían sido emitidas 63 días antes, es decir, estaban tres días
vencidas, ya
que la entrada debió realizarse dentro de los 60 días
establecidos por la ley
del país. Este funcionario, al parecer, desconocía la ley
internacional, la
misma que suelen desconocer los funcionarios de aduana en
Estados Unidos y en
varios países de Europa: nadie puede detener a un menor de edad
en una frontera
procedente de un país no limítrofe. Este tema ya lo analizamos
años atrás con
respecto a la crisis de 2014 en la frontera de México y Estados
Unidos.
El
funcionario de inmigración de Uruguay devolvió a los dos
menores, de 13 y 16
años, a la República Dominicana. Con un sentido humanitario
básico, el gobierno
uruguayo revertió esa decisión, invitando a los dos adolescentes
a volver al
país para reunirse con su madre, la que no ven desde hace cuatro
años. Como el
gobierno teme la crítica de la oposición (algo para nada
negativo), no se hizo
cargo de los pasajes, lo cual tampoco hubiese sido absurdo
(considerando que el
error fue realizado por un funcionario del gobierno) sino que
solicitó a la
aerolínea que se haga cargo del costo, seguramente irrelevante
para cualquier
compañía aérea que suele volar con asientos vacíos.
El hecho y
la decisión del gobierno uruguayo desataron una ola de insultos
racistas y
xenófobos en la clásica sección al pie de página del principal
diario
conservador de ese país, es decir, en esas secciones
frecuentemente cloacales
que los diarios del mundo reservan como vomitaderas de las
frustraciones
personales de millones de individuos.
Aunque, como
lector, evito rigurosamente pasar del final de cada artículo, ya
sea
informativo o de opinión, para no encontrarme con los
comentarios anónimos, por
alguna razón terminé en esas redes subterráneas. En pocas
palabras: por lo
menos el noventa por ciento de estos comentarios eran
abiertamente racistas y
xenófobos. Ninguna sorpresa, ¿verdad? Lo mismo está ocurriendo
con los
inmigrantes haitianos en Chile. Demasiado negros y demasiado
pobres como para
no perder la paciencia y no sacar a relucir alguna buena razón
de indignado
--por razones equivocadas, claro.
Me quedé
reflexionando en este simple hecho. Normalmente les digo a mis
estudiantes en
Estados Unidos que, si bien en todos los países del mundo existe
racismo y
xenofobia, la diferencia significativa está en el grado de esas
enfermedades
humanas. Es muy difícil comparar el grado y la brutal historia
racista de
Estados Unidos con la de muchos otros países, como Uruguay y
Argentina, por
citar sólo dos ejemplos, donde el clasismo siempre fue más
importante que el
racismo. En esos países existe un racismo estructural, mientras
que el racismo
ideológico, más fácil de encontrarlo en Europa o en Estados
Unidos, es mucho
menor. En el Sur no tenemos fuertes grupos neonazis ni
organizaciones como el
Ku Klux Klan ni presidentes como Donald Trump, aunque tengamos
otros líderes
igualmente enfermos.
Sin embargo,
leyendo los pies de página de los diarios conservadores de
Uruguay o de
Argentina, cualquiera diría que el 95 por ciento de la población
de esos países
es racista, no sólo de forma inadvertida sino de forma
totalmente consciente,
es decir, racistas ideológicos. ¿Podría ser esta una conclusión
razonable?
Al menos que
estudios serios en la materia me muestren lo contrario, yo diría
que esta
afirmación no tiene ningún sentido.
¿Entonces?
Bueno,
entonces la explicación es la misma que hemos sugerido para
explicar las olas
fascistas, racistas, xenófobas y nacionalistas en el mundo rico
(ya no me
atrevo a decir “desarrollado”): las nuevas tecnologías de las
redes sociales,
de la interacción anónima y directa han amplificado por mil, por
millones lo
peor de la naturaleza humana. No lo mejor. Aquellos que están en
paz consigo
mismos no se toman tanto tiempo tratando de escupir, vomitar y
defecar en el
muro del vecino. En su abrumadora mayoría, los comentarios
anónimos y algunos
no tan anónimos a pie de página, la mayoría de las reacciones
que se ven en las
redes sociales como si fuesen sustitutos de la antigua ingesta
de alcohol
(cuyas consecuencias no pasaban del ámbito doméstico) son
millones de horas de
trabajo gratuito de gente que se siente frustrada, desesperada,
desesperanzada,
desestimulada. Cada adjetivo denigrante, como el clásico
estadounidense “loser”
(“perdedor”), debe ser entendido como una profunda confesión
psicoanalítica
ante el espejo de quien lo escribe.
¿Alguien
puede siquiera imaginar que esta práctica, que esta nueva
realidad reproducida
de forma exponencial no iba a tener una traducción social y
política en cada
país? ¿Alguien todavía se pregunta por qué este estado de
fascismo e
intolerancia que vie el mundo hoy?
Sí, las
utopías han muerto. Al menos por ahora. Viva la cloaca.
- Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
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